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2 de enero
De Saulo a Pablo

“Lo echaron fuera de la ciudad y lo apedrearon. Los testigos pusieron sus ropas a los pies de un joven que se llamaba Saulo” (Hechos 7:58).

Son escasos los detalles biográficos directos del joven Saulo. Tan solo una mención pasajera a su madre y a sus antepasados hebreos, que no era hijo único y que al octavo día fue circuncidado. Es posible que su familia lo considerara un rebelde cuando se convirtió al cristianismo y rompiera toda relación con él, aunque algunos de sus parientes llegaron a ser cristianos.

Jerónimo afirma que los padres de Saulo vivieron originalmente en Giscala de Galilea y que en el año 4 a.C. fueron llevados como esclavos a Tarso, donde obtuvieron su libertad, prosperaron y se hicieron ciudadanos romanos. Allí les nació Saulo, su hijo. Como era de la tribu de Benjamín, esta elección bien pudo haber sido en honor a Saúl, el primer rey de Israel.

Es sumamente probable que la familia de Saulo fuera de cierta alcurnia y de una riqueza más que común. Así, Saulo valoraba su herencia racial y religiosa. Él era “hebreo de hebreos” (Fil. 3:15), y le añadía un orgullo especial ser un auténtico fariseo. Por eso vivía conforme a la más rigurosa secta de la religión judía, fariseísmo heredado de su padre y amplificado por causa de su educación bajo la tutela de Gamaliel en Jerusalén, donde fue enviado cuando tenía doce años (Hech. 22:3).

Saulo se introduce en el relato del libro de Hechos como miembro celoso de la secta más estricta del judaísmo, presenta su apoyo y da asentimiento a la muerte de Esteban. Él siempre está listo para perseguir a los cristianos.

Después de 18 referencias a Saulo en Hechos, aparece el cambio. Ahora “Saulo” se transforma en “Pablo”. Lucas, autor del libro, sabía que el apóstol tenía dos nombres (Hech. 13:9): Saulo, para un ambiente judío; y Pablo, para un ambiente gentil. Cuando él fue circuncidado, recibió un nombre judío, pero como vivía en una comunidad gentil se le dio también un nombre latino relativamente común: “Paulus”.

“Por el apedreamiento de Esteban, los judíos sellaron finalmente su rechazo del evangelio. Los discípulos, dispersados por la persecución, ‘iban por todas partes anunciando la palabra’; poco después se convirtió Saulo el perseguidor, y llegó a ser Pablo, el apóstol de los gentiles” (Elena de White, El Deseado de todas las gentes, p. 200).

Estos dos nombres, más que dos idiomas, ilustran dos actitudes o escuelas de vida. Una recorre la Tierra buscando poder y sembrando odio y muerte; la otra mira hacia el Cielo ofreciendo vida y buscando restaurar en el nombre de Jesús. Una se opone, la otra apoya. Una destruye, la otra construye. Una persigue, la otra salva.

¿Eres un Saulo o un Pablo?

3 de enero
¿Qué quieres que yo haga?

“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón. Él, temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres que yo haga? (Hechos 9:4–6).

El más cruel e implacable perseguidor de la iglesia se transforma en el más hábil defensor y paladín de Jesucristo. Su día se volvió noche. Cuando su vista oscureció, él vio definitivamente la luz del evangelio.

La persecución de los seguidores de Jesús llevó a muchos de estos a refugiarse en Damasco, un centro comercial ubicado a unos 100 kilómetros del Mar Mediterráneo y a 240 kilómetros al nordeste de Jerusalén, en la provincia romana de Siria. Varias rutas comerciales conectaban Damasco con otras ciudades del Imperio Romano. La presencia cristiana en ese lugar era una oportunidad para la extensión del cristianismo y hacia allá fue Saulo, con autoridad, fuerza, vigor y celo equivocado para perseguir, encarcelar y matar a los supuestos herejes.

Casi llegando a la ciudad, mientras contemplaban la verde y fructífera vegetación, lo rodeó una luz del cielo más fuerte que el sol en su esplendor; lo arrojó al suelo, y se escuchó una fuerte y poderosa voz que decía: “Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?” Esta experiencia única iba a transformar su vida para siempre.

Aquel de quien Saulo pensaba que era un blasfemo, un impostor, un falso Mesías, cuyos seguidores eran unos fanáticos engañados, ahora le pregunta por qué lo perseguía. Saulo había imaginado otra entrada en Damasco, una repleta de honores y aplausos. Después de todo, él llegaba para terminar con aquella plaga del cristianismo. Saulo escuchó, pero no entendió; vio luz, pero no vio a nadie. Fue conducido por terceros; estuvo tres días incomunicado y en soledad; en penumbra física, pero en reflexión, oración y arrepentimiento. En la oscuridad, todo se le hizo claro. Vio realmente quién era y, sobre todo, quién era Jesús.

Tal vez de manera consciente o inconsciente, tímida o rebelde, estás persiguiendo a Jesús con tu indiferencia, con tu inestabilidad y con tu falta de compromiso. ¿Crees que puedes terminar con Jesús y con su mensaje? Quien aun temblando se anima a preguntar como Saulo: “Señor, ¿qué quieres que haga?”, seguro recibirá la mejor respuesta. Este inicio del año es un buen momento para renovar tu entrega y tu compromiso con Dios y con su Palabra.

Como muy bien decía Spurgeon: “Nadie está tan seguro como aquel a quien Dios guarda; nadie está tan en peligro como aquel que se guarda a sí mismo”.

Si no me creen, pregunten a Saulo.

4 de enero
Un personaje extraordinario

“Entonces Bernabé, tomándolo, lo trajo a los apóstoles y les contó cómo Saulo había visto en el camino al Señor, el cual le había hablado, y cómo en Damasco había hablado valerosamente en el nombre de Jesús” (Hechos 9:27).

Si hay un personaje extraordinario en el libro de los Hechos, ese es Bernabé. Era oriundo de la Isla de Chipre, y su nombre significa “Hijo de ánimo, de consuelo, o de exhortación”. Ningún otro nombre más que ese es el más adecuado para ilustrar lo que fue el propósito de su vida.

Bernabé fue una influencia clave en la formación de Pablo y de Juan Marcos. Dios lo usó para llevarlos a un compromiso con la misión. Estuvo al lado de ellos, acompañando, motivando y guiándolos en el proceso del discipulado. Bernabé fue un discípulo que generó otros discípulos.

Bernabé fue un constructor de puentes entre los creyentes y un recién convertido, Saulo, y arriesgó su propia reputación en favor de un hombre que todos rechazaban. Es él quien percibe el potencial de Saulo, él mismo cuenta su conversión y lo presenta a los demás dirigentes de la iglesia. Bernabé fue el primero en viajar con Pablo y formar un equipo misionero, fue el primero en donar su propiedad y ponerla al servicio de la iglesia. Es decir, era un hombre sensible a las necesidades de los hermanos y de la misión.

Bernabé demuestra ser digno de confianza. Cuando en Antioquía el evangelio se extiende entre los gentiles, se alegra y apoya el crecimiento. Busca a Saulo en Tarso y lo lleva como evangelista. Los dos se convierten en maestros, y la iglesia se multiplica. Fue allí donde se llamó a los creyentes “cristianos” por primera vez (Hech. 11:25).

Bernabé es un siervo generoso, sensible, sacrificado, humilde y comprometido con la tarea de la predicación. Es un hombre de fe y de coraje. Y es un formador de dirigentes de la iglesia.

Bernabé era esa clase de discípulo que no atrajo las luces para sí mismo. Esto se refleja en una historia particular, registrada en Hechos 14:8 al 23. En aquellos días, muchos creían que los dioses podían mezclarse con los hombres. Era tal su influencia que, en Listra, Bernabé y Pablo fueron recibidos como dioses. A Bernabé se lo llamó Júpiter por su porte; y a Pablo, Mercurio, por su oratoria. Por supuesto, ambos rechazaron tal cosa. Nuestro proceder y nuestra vida siempre ejercen influencia.

Bernabé no dejó nada escrito, pero Pablo, su discípulo más notable, inspirado por Dios, escribió casi la mitad del Nuevo Testamento. La iglesia necesita de Pablos arriesgados y valientes, expuestos siempre en el frente de batalla contra el mal. Pero además necesita de los Bernabés, que también son arriesgados y valientes, y no obstante obran detrás de escena, formando, animando, enseñando y discipulando.

Recuerda que sin Bernabés no hay Pablos.

5 de enero
Una mano extendida

“Ahora, pues, he aquí la mano del Señor está contra ti” (Hechos 13:11).

No hay obra de arte mayor ni mecanismo más ingenioso que la simple mano del hombre. Diseñada por el gran Diseñador, Isaac Newton, erudito y matemático y uno de los científicos más destacados de la historia, llegó a exclamar: “Ausentes otras pruebas, me bastaría el pulgar para convencerme de la existencia de Dios”.

La mano humana, maravilla de diseño y de ingeniería, se compone de 29 huesos, 29 articulaciones, más de 100 ligamentos, 35 músculos, y un sinnúmero de nervios y arterias. Solamente para controlar el pulgar, necesitamos nueve músculos y el esfuerzo conjunto de tres nervios principales de la mano. La capacidad de la mano humana es impresionante: fuerza, flexibilidad, destreza, resistencia y control motor refinado. La punta del dedo es un instrumento sensorial dotado de una increíble capacidad para detectar, y lo hace con un grado de sensibilidad que la ingeniería humana apenas si empieza a emular con la disciplina de la robótica.

Si maravillosas nos parecen las obras de nuestras manos, qué decir de las manos de Dios. La Biblia utiliza expresivas figuras materiales para ilustrar ideas morales y espirituales. En toda la Escritura, incluso en los dichos de Pablo, las manos son un símbolo del amor, la sabiduría y el poder de Dios (en el caso de esta historia, para reprender a Barjesús –o Elimas–, un falso profeta).

La mano de Dios es poderosa: su mano sembró de estrellas los cielos, que siguen fielmente su órbita determinada.

La mano de Dios es sabia: su diestra hace maravillas; qué decir del átomo o, simplemente, de un copo de nieve. Bien decía Luis Pasteur: “Un poco de ciencia aleja de Dios, pero mucha ciencia nos devuelve a él”. Admiramos una computadora y un teléfono inteligente; entonces, ¡imagina el cerebro humano!

La mano de Dios es suave: como la mano experta de un médico que usa el bisturí de manera milimétrica y experta.

La mano de Dios es protectora: nos ha creado, nos cuida, nos moldea y también nos guarda.

La mano de Dios es justa: a su debido tiempo, coloca cada cosa en su lugar.

La mano de Dios puede ser resistida: porque Dios nos hizo libres para decidir. Y, si hacemos una mala elección, viene a nuestro auxilio (si se lo pedimos) para transformar nuestro carácter a su imagen.

He tenido el privilegio de estrechar las manos de autoridades y presidentes, pero nada más honroso que el Rey del Universo te extienda su mano, esa mano poderosa, sabia, suave, protectora, justa y respetuosa.

Esas mismas manos que fueron clavadas en la Cruz se extienden para abrazarnos y guiarnos. La mano del Señor esta siempre extendida, solo se necesita que la tomes.

6 de enero
Sublime gracia

“Nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres” (Hechos 13:32).

En Antioquia de Pisidia, Pablo fue a la sinagoga en sábado, a adorar a Dios como Creador y a predicar. En este primer sermón, él destaca tres grandes temas.

En primer lugar, la omnipresencia de Dios: él está en todo lugar. El Dios de su mensaje está en todas partes y tiene acceso a todos los sitios.

En segundo lugar, la soberanía de Dios: él está sobre todo y sobre todos. En su sermón, se destacan los verbos “escoger”, “enaltecer”, “sacar”, “soportar”, “dar”, “levantar”, “temer” y “conocer”. Estos son verbos que muestran el propósito específico de la soberanía de Dios a través de los tiempos y las personas. Incluso, la misma presencia de Pablo entre ellos era resultado de la voluntad y los planes de Dios. La soberanía de Dios parece ser contraria a la libertad de elección; sin embargo, ni la soberanía de Dios suprime nuestra libertad, ni nuestra elección puede eludir esa soberanía divina.

En tercer lugar, la gracia de Dios: él nos ama. Pablo muestra un Dios bondadoso, cercano, presente, que siempre busca ayudar, acompañar, salvar y restaurar; a pesar de la reiterada inestabilidad y rechazo de su pueblo.

John Newton era un capitán de barco. Era un hombre vulgar, tosco, blasfemo y arrogante. Miembro de la Marina Real Inglesa, se dedicaba al comercio de esclavos en las costas de Sudáfrica. Cierta noche, una tormenta abatió terriblemente su embarcación, tanto, que el miedo lo llevó a pedir a Dios un poco de misericordia. Este fue el origen de su conversión al cristianismo, y tiempo después, abandonó el comercio de esclavos y estudió Teología. En 1764 fue ordenado como ministro en la Iglesia de Inglaterra y empezó a componer himnos, junto con el poeta William Cowper. Como testimonio de su conversión, escribió el conocido himno “Sublime gracia”:

Sublime gracia del Señor, a un pecador salvó.

Fui ciego, mas hoy veo yo; perdido, y él me amó.

En los peligros o aflicción, que yo he tenido aquí,

Su gracia siempre me libró, y me guiará feliz.

Su gracia me enseñó a temer; mis dudas, ahuyentó.

Oh, cuán precioso fue a mi ser, al dar mi corazón.

Y, cuando en Sion por siglos mil, brillando esté cual sol,

Yo cantaré por siempre allí, su amor que me salvó.

¡Qué bueno es saber que Pablo presentó en aquel sermón a un Dios siempre presente, soberano, y que te ama como si fuera lo único que tuviera que atender en todo el Universo! Ese mismo Dios es quien hoy está esperando a que respondas a su sublime gracia.

7 de enero
Mi primer sermón

“Nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios nos ha cumplido a nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús” (Hechos 13:32, 33).

Tenía trece años cuando la bendición y la misericordia de Dios, y la osadía y el apoyo de mis pastores, me llevaron a predicar mi primer sermón. Fue en un Culto de Oración, en la Iglesia Adventista de Lomas de Zamora, Buenos Aires. Aún conservo el manuscrito a mano del bosquejo sobre Josué 1:9. Recuerdo el contraste, porque, mientras por un lado estaba nervioso y temblando, por el otro intenté comunicar a la iglesia las alentadoras palabras de Josué: “No temas ni desmayes”.

¿Saben? Mi sermón terminó antes del tiempo estipulado, por una combinación de nervios y emoción debida al tremendo privilegio de invitar a la iglesia a confiar en las promesas de aquel que está siempre a nuestro lado.

De los treinta sermones que se registran en el libro de Hechos, once corresponden a San Pablo. Así, en Hechos 13:15 al 52 se registra el primer y más extenso sermón del apóstol recientemente convertido. Si lo leemos, notamos que es como una mezcla del sermón de Pedro (Hech. 2:14–39) y el de Esteban (7:2–53); y el único predicado en una sinagoga. Con notable sabiduría, Pablo presenta un bosquejo de la historia de Israel hasta David, desde los tiempos de David hasta Jesús, y concluye su mensaje con una amorosa invitación y una clara advertencia.

En su primer sermón, Pablo presenta a Jesús, cuya venida había sido profetizada por la Escritura. No obstante, los estudiosos, lejos de ver en él el cumplimiento de la profecía, terminaron siendo instrumentos para llevar a Cristo a la misma muerte. Desde luego que su muerte y su resurrección también se efectuaron con el fin de cumplir la profecía y la promesa de salvación. La muerte y la resurrección de Cristo son el asunto central en el primer sermón de Pablo, pues solo así el perdón y la vida son ofrecidos a todo pecador, que por intermedio de la fe recibe y acepta la gracia de Dios.

El sermón termina con una invitación y una advertencia. Siempre Dios nos concede el derecho a la elección, sin dejar de mostrarnos las consecuencias dispares de nuestra elección. Podemos elegir los actos, pero no las consecuencias. Podemos elegir la semilla, pero no los frutos. No podemos sembrar espinos y esperar cosechar flores. Quien siembra un acto cosecha un hábito; y quien siembra hábitos cosecha un carácter.

Según M. Henry, “cuanto mayores sean los privilegios que disfrutemos, tanto más intolerable será la condenación en que hemos de incurrir si no recibimos con fe y correspondemos con obediencia a la gracia que tales privilegios comportan”. Seamos agradecidos por las bendiciones recibidas y actuemos en consecuencia.

8 de enero
“¿Qué es lo que usted ve?”

“Los gentiles, oyendo esto, se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor, y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna” (Hechos 13:48).

Jorge navegaba su propio velero pequeño con Mirta, su esposa. Su sueño era navegar el Río de la Plata y el Océano Atlántico para llegar al famoso puerto de Punta del Este, Uruguay. Había planificado entrar en el puerto ese mediodía, en un horario de buena visibilidad. Unas seis horas antes del arribo se desató una fuerte tormenta, con vientos de frente y olas que alcanzaban los seis metros. Era su primer viaje en el océano. No tenía GPS, solo contaba con una carta náutica. Ya era casi medianoche, la visibilidad era casi nula, y la incertidumbre y el peligro iban en aumento.

En cada puerto se señaliza el canal de acceso con boyas luminosas verdes que se dejan ver a la derecha (estribor), y boyas con luces rojas que se dejan ver a la izquierda de la embarcación (babor). Las luces de la ciudad lo confundían. Se conectó con la torre de control con un grito desesperado: “Aquí, embarcación… ¡Por favor! ¡Ayuda!” Recibió una clara respuesta: “¿Qué es lo que usted ve?” Ante las respuestas del navegante, el operario de la torre respondió: “Tranquilo, lo llevaremos al puerto”. Y así, guiado, pudo dejar atrás los peligros de la noche y la tormenta, y arribar con seguridad al muelle.

Pablo tenía limitaciones en su visión física, pero sus ojos espirituales y misioneros ya habían sido abiertos por el Señor. Cuando muchos judíos rechazaron el mensaje de Pablo porque no se consideraban dignos de la vida eterna, los gentiles fueron alcanzados por la predicación. Entonces él aceptó el mandato del Señor de ser luz para los gentiles, a fin de que la salvación pudiera llegar hasta lo último de la Tierra, porque para Dios no hay últimos de la fila. Cuando estos oyeron, se regocijaron y celebraron la Palabra de Dios. Sus vidas oscuras encontraron luz, sus ojos cerrados fueron abiertos. Escucharon, aceptaron, practicaron y compartieron la Palabra.

Como Jorge y como Pablo, nosotros también navegamos en una noche oscura y tormentosa. Las luces de la ciudad pueden parecer encantadoras, pero nos confunden y distraen. Nuestra única salvaguardia es llegar al Puerto seguro. “¿Qué es lo que usted ve?” Solo hay un canal de acceso al Puerto. La voz de la torre de control es amorosa, clara y poderosa. Las luces de la Escritura marcan el sendero. Necesitamos humildad para escuchar y seguir las orientaciones.

“Solo los que hayan fortalecido su espíritu con las verdades de la Biblia podrán resistir en el último gran conflicto” (Elena de White, Consejos para la iglesia, p. 76).

Abre la Biblia y escucha la voz de Dios. Él te dice: “Tranquilo, te llevaré al Puerto”.

9 de enero
Llenos de gozo

“Y los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hechos 13:52).

¿Es posible en la época en que vivimos hablar, escribir y –sobre todo– experimentar una vida de pleno gozo? ¿Cómo mantenernos gozosos en medio de tantas angustias e incertidumbres? Pocos han sufrido tanto en la vida como el apóstol Pablo; sin embargo, es él mismo el que dice que estaba lleno de gozo. Este es un concepto que él presenta en sus escritos de manera reiterada.

El diccionario define “gozo” como una emoción intensa y placentera causada por algo que gusta mucho. En la Biblia se nos explica que el pecado, es decir, la separación de Dios, es la causa de la falta de gozo. En realidad, el pecado promete gozo, pero siempre produce tristeza. El gozo que ofrece es superficial, aparente y pasajero.

En la Biblia, el gozo no es placer, ni entusiasmo, ni júbilo ni risa. Gozo es un profundo sentimiento que viene como resultado de sentir la aprobación de nuestro actuar por parte de Dios. Gozo es la seguridad de saberse en los caminos y en la voluntad de Dios, independientemente de toda situación o adversidad que debamos enfrentar.

Contrariamente a la idea generalizada que lleva a pensar que es haciendo lo que me gusta (es decir, lo que yo quiero) como encuentro el pleno gozo, en la Biblia, el verdadero y completo gozo solo es posible en la presencia de Dios. Él es el Dios del gozo, y nos lo concede como un regalo, como un don, una dádiva, y como un fruto del Espíritu. Si es un fruto, entonces es un resultado, es decir, una consecuencia. Es el resultado de confiar y obedecer la Palabra de Dios. Es el resultado de saber que Dios está actuando para cumplir su propósito, aun en las circunstancias más difíciles.

El gozo es también un don que debe ser compartido. El pastor que encuentra a su oveja y la mujer que halla su moneda comparten su gozo con sus vecinos, en tanto los ángeles del cielo se regocijan por un pecador que se arrepiente.

“Porque separados de mí nada podéis hacer. Nuestro crecimiento en la gracia, nuestro gozo, nuestra utilidad, todo depende de nuestra unión con Cristo. Solo estando en comunión con él diariamente y permaneciendo en él cada hora es como hemos de crecer en la gracia. Él no es solamente el autor de nuestra fe sino también su consumador. Ocupa el primer lugar, el último y todo otro lugar. Estará con nosotros, no solo al principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del camino” (Elena de White, El camino a Cristo, p. 69).

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