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26 de enero
Para que abras sus ojos

“[...] Para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados” (Hechos 26:18).

Helen Keller fue una escritora y oradora estadounidense. A los 19 meses sufrió una grave enfermedad que le provocó la pérdida total de la visión y la audición. Su incapacidad para comunicarse fue una realidad muy difícil para Helen y su familia. Cuando cumplió 7 años, sus padres decidieron buscar una instructora, una joven especialista, Anne Sullivan, que se encargó de su formación y logró un avance en la educación especial. Así, Helen logró graduarse y convertirse en una oradora y escritora muy reconocida. Escribió 14 libros y publicó más de 475 artículos y ensayos.

Las dificultades nunca fueron un obstáculo para que transmitiera sus mensajes positivos animando y motivando a tantas personas. Nunca es fácil llegar donde vale la pena llegar. Aun cuando sus ojos y sus oídos físicos estaban cerrados, sus ojos intelectuales, emocionales, espirituales, estaban bien abiertos para percibir y valorar la vida y sus desafíos.

Como Pablo, todos somos llamados a abrir los ojos de las personas, a fin de que puedan salir de las tinieblas a la luz, del poder del enemigo al poder de Dios, de la culpa al perdón, de esta vida limitada a la herencia eterna. Pablo sabía que el pecado había cegado los ojos espirituales del ser humano. Él mismo contó, en su testimonio, que al encontrarse con Cristo pudo ver cosas que antes no había visto. Dejó de mirar hacia la Tierra para mirar hacia el cielo; dejó de estar centrado en su yo para centrarse en su Salvador.

Antes daba la espalda a la luz y a Dios, y caminaba hacia la oscuridad y la muerte. Desde ese encuentro, dio la espalda a las sombras y al pecado, para caminar hacia la luz y la vida. Antes vivía para el reino de este mundo, ahora vivía para el Reino de Dios.

“Únicamente aquellos que se dedican a servirlo diciendo: ‘Heme aquí, envíame a mí’, para abrir los ojos de los ciegos, para apartar a los hombres ‘de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe [...] perdón de pecados y herencia entre los santificados’ solamente estos oran con sinceridad: ‘Venga tu reino’ ” (Elena de White, La oración, p. 294).

No hay opción intermedia. Tan solo los que cada día renuevan su compromiso, oran, estudian la Biblia, testifican, se preparan y preparan a otros para el cielo, y los que por la gracia de Dios se dedican a “abrir los ojos” de los demás, son los que de verdad anhelan la segunda venida de Cristo.

“Dios no manda a los pecadores a buscar una iglesia, ordena a la iglesia buscar a los pecadores” (Billy Graham).

¿Vamos juntos?

27 de enero
El loco

“Diciendo él estas cosas en su defensa, Festo a gran voz dijo: Estás loco, Pablo; las muchas letras te vuelven loco. Mas él dijo: No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo palabras de verdad y de cordura” (Hechos 26:24, 25).

El mote de “loco” se ha adjudicado a muchas figuras eminentes, tanto religiosas como políticas y científicas. El gran predicador y reformador Juan Wesley fue tildado así. Guillermo Carey, fundador de las misiones modernas, fue tratado de loco en el mismo Parlamento inglés. Bacon, a quien se lo ha llamado el mayor genio en ciencias exactas, fue también llamado “loco”, y los “sabios” eminentes de Salamanca consideraron insano a Cristóbal Colón, por sus dichos sobre la forma del planeta Tierra.

Sin embargo, miles de años antes, un apasionado apóstol de Jesucristo que estaba delante de Festo dando su testimonio de fe y conversión (y contando cómo el encuentro con Dios lo había cambiado para siempre y cómo el Resucitado había otorgado significado a su vida) también fue catalogado como “loco”.

Es así. Quienes aceptan a Cristo experimentan un cambio de vida que no se puede explicar con palabras. Los pensamientos, los afectos, los gustos, el rumbo... todo cambia. Y son llamados “locos”.

Festo pensaba que las muchas letras, o conocimientos, habían trastornado la mente de Pablo. El diccionario define la locura como “la privación del juicio o del uso de la razón”. ¿Estaba Pablo privado de su juicio o del uso de su razón, o desacertado en su testimonio de vida? No, pero su encuentro con Jesús constituyó un impacto lo suficientemente fuerte para reflejar con convicción y seguridad sus argumentos.

Todos habían escuchado las maravillas que Pablo había experimentado; ese era su tema predilecto. Así, afirmando que emitía palabras de verdad, fue por más, y exhortó al mismo rey Agripa a que creyera y aceptara el mensaje de los profetas. “Profundamente afectado, Agripa perdió de vista, por un momento, todo lo que lo rodeaba y la dignidad de su posición. Consciente solo de las verdades que había oído, viendo al humilde preso de pie ante él como embajador de Dios, contestó involuntariamente: ‘Por poco me persuades a ser cristiano’ ” (Elena de White, Los hechos de los apóstoles, p. 349).

Resulta que aquel “loco” no solo era un preso terrenal que presentaba su defensa, sino además un embajador celestial que cumplía su misión. Por algo el mismo Pablo diría a los corintios que la palabra de la Cruz es locura a los que se pierden, pero para los que se salvan es poder de Dios (1 Cor. 1:18).

¡Señor, danos más de estos “locos” como Pablo!

28 de enero
Por poco

“Entonces Agripa dijo a Pablo: Por poco me persuades a ser cristiano” (Hechos 26:28).

El vuelo 2933 de LaMia partió desde el Aeropuerto Viru Viru (Bolivia) hacia el Aeropuerto José María Córdova (Colombia) con 68 pasajeros y 9 miembros en la tripulación. Se estrelló el 28 de noviembre de 2016 a las 22:15, hora local. Entre los pasajeros, se encontraba el equipo de fútbol brasileño Chapecoense, que iba camino para jugar la final de la Copa Sudamericana 2016 frente a Atlético Nacional.

Solo seis personas sobrevivieron al accidente. Las investigaciones concluyeron que la causa del siniestro fue producto del agotamiento del combustible por un error humano. Esta es una historia muy triste, por la pérdida de tantas vidas jóvenes a causa de un accidente que podría haberse evitado. Cuando se estrelló, ya se divisaba la pista de aterrizaje. Faltaba muy poco para llegar, solo cuatro minutos. Casi se salvaron.

El 1º de febrero de 2003, el transbordador Columbia regresó de su misión. Después de pasar 16 días en el espacio, estaba a solo 15 minutos de aterrizar. Las familias se reunieron en Houston para dar la bienvenida a sus seres queridos. Pero, algo terrible sucedió. Un pedazo de aislamiento de espuma se desprendió y dañó una de las alas; y la fuerza y el calor hicieron que la nave se desintegrara y cayera en pedazos sobre Louisiana y Texas. Siete astronautas casi regresaron.

El Rey Agripa escuchó la predicación de Pablo, quien era un orador persuasivo, y presentaba el evangelio con un mensaje poderoso. Agripa entendió todo, pero dijo: “Por poco me persuades a ser cristiano”. He aquí un hombre medio convertido que no podía negar su fe en los profetas. A su lado estaba un gobernador pagano, quien había dicho unos momentos antes a Pablo que estaba loco. No sabemos el resultado de aquel testimonio de Pablo. Nadie se levantó, sino las autoridades, para dar por terminada la sesión. Agripa conservó su dignidad humana, pero a un alto precio: su propia alma. Él estuvo muy cerca, “casi” aceptó a Jesús; pero el “casi salvo” significa totalmente perdido. Si la salvación es lo más valioso que podemos experimentar, no alcanzarla es realmente la mayor tragedia.

Pensemos juntos. ¿Hay algún “casi” en tu vida o un “por poco”, que están dejándote afuera de todo? Casi fiel es nada fiel. Casi comprometido es nada comprometido. ¿Qué falta para que tu entrega y tu fidelidad sean completas? ¿Algo en tu corazón, en tu trabajo, en tus relaciones, en tu testimonio? ¿Qué falta para que te persuadas?

Por placentero que parezca el vuelo, lo realmente trascendente es llegar al destino.

29 de enero
Uno de 276

“Por tanto, tened buen ánimo, porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho” (Hechos 27:25).

En el capítulo 42 del libro Los hechos de los apóstoles, Elena de White relata con maestría el naufragio sufrido por Pablo, narrado en Hechos 27. En aquellos días, viajar por mar traía innumerables dificultades y peligros. Los viajes se efectuaban a la luz del sol y orientados por las estrellas. En tiempos de tormenta no se realizaban viajes, porque la navegación segura era casi imposible. Pero, en este relato, la travesía enfrenta una tormenta feroz, que termina en el naufragio del barco frente a las costas de Malta. Pablo soportó las penurias de ese largo viaje a Italia como preso encadenado.

Los vientos contrarios obligaron al navío a hacer escala en un puerto intermedio. Como allí no podían quedarse, y si lo hacían no llegarían a tiempo a su destino final, tuvieron que zarpar. Poco después, el buque, azotado por la tempestad, con el mástil roto y las velas hechas trizas, era arrojado de aquí para allá por la furia de la tormenta.

No había ni un momento de descanso para nadie. Durante catorce días, 276 personas (Hech. 27:37) fueron llevadas a la deriva (Hech. 27:16) bajo un cielo sin sol y sin estrellas. Como consecuencia lógica, habían perdido toda esperanza de salvarse (Hech. 27:20). ¿Todos? No. Había uno que tenía palabras de esperanza para la hora más negra y tendió una mano de ayuda en semejante emergencia. Era uno que se aferraba por la fe del brazo del poder infinito y su fe se apoyaba en Dios. No tenía temores por sí mismo; sabía que su Creador lo preservaría para testificar en Roma a favor de la verdad de Cristo. Aun en una situación límite, su corazón se conmovía por las pobres almas que lo rodeaban.

Ese uno era el gran apóstol Pablo, quien casi de manera ilógica ordena a todos que tengan buen ánimo; porque solo habría pérdidas materiales y ninguna humana. ¿Por qué? Porque se apoyaba en las promesas divinas: “El ángel del Dios del cual yo soy, y al cual sirvo, dice: Pablo, no temas; es menester que seas presentado delante de César; y he aquí, Dios te ha dado todos los que navegan contigo” (Hech. 27:23, 24). Estas palabras despertaron la esperanza, sacudieron la apatía y renovaron los esfuerzos. ¿El final? “Sucedió que todos llegaron a tierra y se salvaron” (Hech. 27:44).

Pablo era minoría, uno entre 276. Estaba enfermo, padecía en carne propia el fuerte viento y el agua helada, y estaba encadenado. Pero era prisionero de su fe y libre de sus pecados. Tenía identidad porque sabía de quién era y a quién servía. Ese uno fue determinante.

Puede que tus circunstancias no sean tan desfavorables como las de Pablo, pero tu testimonio y tu fidelidad con la esperanza necesitan ser los mismos.

30 de enero
Víboras al ataque

“Pero él, sacudiendo la víbora en el fuego, ningún daño padeció” (Hechos 28:5).

Aldi Novel Adilang, joven indonesio de 19 años, sobrevivió 49 días a la deriva en alta mar en una trampa flotante para peces, en la que trabajaba cuando los fuertes vientos rompieron las amarras y lo enviaron mar adentro. Lo rescató un barco carguero cuando se encontraba a más de 2.000 kilómetros de distancia del lugar, en aguas de Guam, y lo dejó en Japón. Durante su odisea, tuvo que lidiar con la soledad, el miedo, la sed y el hambre. Tenía una Biblia, y a ella y al Dios de la Biblia se aferró. Después del rescate, volvió con mucha alegría al seno de su familia.

La Biblia habla de otro naufragio, que dejó a Pablo y a sus compañeros de navegación en Malta, una isla rocosa a unos 100 km de Sicilia, Italia. Ellos son recibidos por los isleños, con clima frío, pero tratados con calidez. Acaban de emerger de un mar helado y están alrededor de una hoguera, calentándose. El servicial Pablo ayudaba a juntar ramas y fue justo en ese momento cuando una víbora se le prendió y quedó colgando de su mano.

“¿Había andado por el peligroso océano para morir en la orilla?”, sin duda pensó más de uno. De ninguna manera. ¿Acaso Dios no había prometido que testificaría de él, delante del César? Pablo tenía suficientes motivos para seguir confiando.

Mientras tanto, los isleños, asustados, esperaban que el cuerpo envenenado de Pablo se desplomara ante sus ojos. Pensaban que estaban en presencia de un gran malhechor, todavía encadenado y que, habiéndose salvado del naufragio, era alcanzado por Diké (la diosa del Olimpo, hija de Zeus), que personificaba la justicia moral. Pero el tiempo pasó y, al ver que nada sucedía, cambiaron de opinión y consideraron a Pablo un ser especial, venerándolo como a un dios. Él mantuvo la calma y salió indemne y prestigiado, ya que no solo quedó demostrada su inocencia, sino también pudo dar testimonio del poder y el amor de Dios.

Este hecho no solo muestra el valor de confiar en el Señor, sino también cuán inestables son nuestros juicios, ya que los isleños pasaron de considerarlo un reo a considerarlo un dios. Por causa de Pablo, todos fueron muy bien tratados y suplidas sus necesidades, durante los tres meses que permanecieron en aquel lugar. “Pablo y sus compañeros en el trabajo aprovecharon muchas oportunidades de predicar el evangelio. De manera notable, el Señor obró mediante ellos” (Elena de White, Los hechos de los apóstoles, p. 356).

El compromiso de Pablo con la misión y la esperanza era tal que nada podía detenerlo. “La esperanza no es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte” (Vaclav Havel).

Como Pablo, cumplamos siempre el propósito de Dios.

31 de enero
Siento que…

“[...] Y recibía (en Roma) todos los que a él venían, predicaba el reino de Dios y enseñaba acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento” (Hechos 28:30, 31).

El libro de Hechos nos muestra el crecimiento del evangelio desde Jerusalén hasta Roma. Un tema central del libro es el rechazo del mensaje por parte de muchos judíos y la aceptación del evangelio por parte de muchos gentiles. El abanderado en llevar las buenas noticias a estos nuevos grupos fue el apóstol Pablo; por eso su anhelo por llegar a Roma era intenso. El camino no fue fácil, pero Dios lo sostenía para cumplir su misión.

Sin embargo, pensar en este gran hombre de Dios preso en Roma confunde mis sentimientos. Siento tristeza, aceptación y alegría. Dos años enteros pasó este gigante de la oratoria y la enseñanza en arresto domiciliario. ¡Cuántas predicaciones públicas podría haber hecho en ese tiempo! Sin embargo, fue durante estos dos años que escribió sus cartas a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses y a Filemón.

Dios siempre tiene un propósito para nuestra vida que va más allá de lo que nosotros podemos entender y percibir. No podríamos tener hoy el audio de los sermones de Pablo en esos años, pero tenemos sus necesarias e inspiradoras cartas. El Pablo escritor llegó más lejos que el Pablo predicador.

Siento admiración por la pasión sin límites de Pablo. Está encadenado, pero trabajando. Pusieron un cepo a sus pies, pero no a sus manos. El mensajero está preso, pero el mensaje está libre. Por la gracia de Dios, él convierte su celda en una iglesia; y su prisión, en un púlpito. El registro bíblico dice que recibía a todos, les predicaba y les enseñaba de Jesús. El evangelio estaba llegando al mismo corazón del Imperio y del mundo. ¡Cómo no admirar tamaña entrega y sublime compromiso!

¿Qué harías si estuvieras preso de manera injusta? ¿Te quejarías? ¿Te deprimirías? Mira lo que hizo Pablo: “No se desanimó mientras permanecía preso. Por el contrario, una nota de triunfo resonaba en las cartas que escribía desde Roma a las iglesias” (Elena de White, Los hechos de los apóstoles, p. 386).

Siento que puedo aprender de Pablo la manera en que Dios está en el control de todo lo que nos pasa; que nada lo toma distraído y que todo lo que él hace o permite tiene destino de eternidad.

Siento que, como él, todos somos llamados por Dios como sus mensajeros, sin depender de la situación que estemos atravesando.

Siento que tengo que aprender a mirar más allá de lo que se ve.

Siento que tengo un deber y un honor: predicar y enseñar de Jesús y de su Reino.

Siento que, por la gracia de Dios, puedes tú sentir lo mismo hoy.

1º de febrero
Credenciales y documentos

“Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios” (Romanos 1:1).

Pablo inicia su carta a los Romanos presentando sus documentos, de siervo, de apóstol y de apartado.

Pablo como siervo. La palabra “siervo”, en el griego original, es mucho más fuerte que la que usamos hoy. Literalmente significa “esclavo”. Se estima que había unos tres millones de esclavos en el Imperio Romano. El esclavo era considerado un objeto y no una persona. Podía ser comprado y vendido. El esclavo carecía de todo derecho y estaba sometido de manera absoluta al dominio de su dueño.

En el caso de Pablo, no era un amo determinado, ni el César. Era Cristo, el verdadero Señor del Universo, a quien servía en voluntaria elección y amorosa dependencia. Pablo utiliza varias veces esta expresión en sus cartas, incluso la aplica a todos los creyentes que pertenecen a Cristo por haber sido comprados por su sangre.

Pablo como apóstol. En contraste con su anterior credencial, también usa la de “apóstol”. Esto significa que él es enviado como mensajero y con autoridad para cumplir una misión especial. Los emperadores y los reyes tenían sus emisarios y sus representantes. Solo quien había visto al Cristo podía ser apóstol. Pablo vio a Cristo en el camino a Damasco y fue allí que Cristo lo llamó a ser “el apóstol a los gentiles”.

Pablo como apartado. Esto quiere decir “separado de otros”. Cuando era rabí judío, fue apartado como fariseo para las leyes y las tradiciones judías. Pero, cuando se rindió a Cristo, fue apartado para el evangelio y su ministerio. “Evangelio” significa “buenas nuevas”. Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó; y ahora puede salvar a todos los que confían en él.

Para un ciudadano romano, presentarse como siervo o esclavo era algo inadmisible, pero Pablo prefirió presentarse así. Esta credencial, para él, más que un deber era una honra. Desde aquel mediodía en Damasco cuando de rodillas le había preguntado al Señor qué quería que hiciera, siguió haciendo esa misma pregunta todos los días, yendo o no adonde el Señor le indicara, haciendo y dejando de hacer según la voluntad de Dios, ya sea en el camino, en un barco, en una iglesia o en una cárcel.

Con alegría y fe, Pablo fue un siervo para obedecer, un apóstol para misionar y un apartado para vivir en y por el evangelio.

¿Puedes ponerte de rodillas ahora? ¿Puedes elevar tu mente a Dios en oración? ¿Te animas a preguntar: “Señor, ¿qué quieres que haga?” Hazlo ahora. Dios te responderá.

2 de febrero
Hijo de Dios, Hijo de Hombre

“Evangelio que se refiere a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Romanos 1:3,4).

El evangelio, es decir las buenas nuevas de salvación, se centraliza en el Hijo de Dios e Hijo del Hombre. El mismo Pablo explica que todos pecaron, que todos están destituidos de la gloria de Dios y que la paga del pecado nos conduce a todos a la muerte.

Solo podía salvarnos quien tuviera vida propia. Alguien que fuese Dios y que, al mismo tiempo, viviera como humano sin pecado, pues no podía expiar sus propios pecados y los ajenos.

Pablo hace un resumen del evangelio: dice que Dios se hace hombre, por medio de su encarnación como descendiente de la familia de David. Juan, en Apocalipsis, habla del Señor como raíz y rama de David. Raíz porque como Dios existía desde antes, desde siempre; y rama porque nació como humano, como descendiente del linaje de David. Jesús fue divino y humano a la vez, fue Dios con nosotros. Fue hijo de María y del Espíritu Santo. No fue hijo de José. Fue Hijo del Hombre, pero era también Hijo de Dios.

Jesús fue entregado para salvar a su pueblo de sus pecados, pero de nada serviría un Salvador muerto. Tanto la encarnación como la resurrección de Cristo muestran el amor y el poder de Dios, y garantizan nuestra salvación. Isaías había profetizado que un niño no es nacido, un hijo nos es dado. Vivió una vida sin pecado, murió ocupando nuestro lugar y resucitó de entre los muertos.

La resurrección de Cristo asegura nuestra salvación, porque “si Cristo no resucitó, entonces no era el Hijo de Dios, y en ese caso el mundo se halla desolado; el cielo, vacío; el sepulcro, oscurecido; el pecado, sin solución; y la muerte será eterna” (Mullins). El mismo apóstol Pablo les dice a los Corintios que si Cristo no resucitó vana es nuestra fe.

En la Biblia, el origen del mal es explicado como el misterio de la iniquidad; y para resolver ese misterio hay otro misterio, el de la piedad, porque solo un amor inexplicable podría haber hecho por nosotros lo que fue hecho. Los años sin fin de la eternidad no alcanzarán para estudiar de un amor tan maravilloso e inmenso.

Estas son las buenas nuevas del evangelio: el Hijo de Dios fue hecho Hijo del Hombre, para que nosotros, los hijos de los hombres, podamos llegar a ser hijos de Dios. ¡Que nuestra gratitud y compromiso sean permanentes!

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