Kitabı oku: «Pablo: Reavivado por una pasión», sayfa 6
3 de febrero
Santos
“A todos los que estáis en Roma, amados de Dios y llamados a ser santos: Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Romanos 1:7).
¿En serio la Biblia me hace un llamado para que yo sea un santo? ¿Qué significa ser un santo? ¿Una imagen en un vitral colorido y costoso en lo alto de una iglesia? ¿Una estatua que en su cabeza tiene una aureola? ¿Habrá que esperar a que una persona muera para declararla y canonizarla como santo y hacerla objeto de culto? En el vocabulario popular, algunos se expresan así: “Tal persona es un santo”, y se refieren a su disposición y su conducta. El diccionario define como “santo” a la persona que carece de toda culpa, que es perfecta y llena de bondad, y dedicada totalmente a Dios.
Sin embargo, cuando la Biblia y Pablo se refieren a “ser santos”, siempre se trata de personas vivas. Pablo con frecuencia llama “santos” a los cristianos. Esto sucede 38 veces en todos sus escritos. Ahora bien, el título de “santos” ¿es un estatus o un estilo de vida? En la Biblia, “santo” es aquello que se dedica a Dios, y puede tratarse del templo, del sábado, del matrimonio, del pueblo y el sacerdocio. Así, para Pablo, la dedicación y la obediencia son parte de la santidad. Santos son aquellos que por su profesión de fe y bautismo pueden considerarse como separados del mundo y consagrados a Dios.
En este caso, Pablo llama “santos” a los creyentes de Roma, en virtud de que Dios los ha llamado para separarse, apartarse del mundo, de otros cultos, y dedicarse al servicio de Dios. No son llamados por ser santos, son llamados santos en virtud del poder de Dios y de la obra transformadora del Espíritu Santo.
Entonces, es interesante destacar que la declaración previa dice “amados de Dios”. Es decir, es por su amor y por sus méritos que se nos convoca y se nos llama a ser santos. El santo es una persona cuya culpa ha sido borrada sobre la base de aceptar a Jesús por medio de la fe y la gracia ofrecida por el sacrificio de Cristo, y que, en consecuencia, gracias al poder del Espíritu, que mora en él, decide vivir para la gloria de Dios, apartado y consagrado para servir al Señor.
En este sentido, Elena de White asevera: “El que está procurando llegar a ser santo mediante sus esfuerzos por observar la Ley está procurando una imposibilidad. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo está contaminado de egoísmo y pecado. Solo la gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacernos santos” (El camino a Cristo, p. 60).
El gran reformador John Wesley había hecho un pedido: “Denme cien hombres que no teman más que al pecado y no deseen más que a Dios, y cambiaré el mundo”. ¿Quieres ser parte de este grupo hoy y siempre?
4 de febrero
Una vergüenza
“No me avergüenzo del evangelio” (Romanos 1:16).
Cuando Martín Lutero llegó a Roma, la ciudad de las siete colinas, cayó de rodillas, emocionado. Luego, levantando las manos hacia el cielo, exclamó: “Salve, Roma santa”. Quien luego se convertiría en el gran reformador hizo esto porque se prometía indulgencia a todo aquel que subiese de rodillas la “escalera de Pilato”. La tradición decía que era la misma que había pisado nuestro Salvador al bajar del tribunal romano, y que había sido llevada de Jerusalén a Roma de un modo milagroso. Sin embargo, mientras Lutero estaba subiendo devotamente aquellas gradas, recordó las palabras escritas por Pablo en Romanos 1:17: “El justo vivirá por la fe”. La frase repercutió como un trueno en su corazón.
Rápidamente se puso de pie sintiendo vergüenza. Desde entonces, vio con más claridad el engaño de confiar en las obras y los méritos humanos para la salvación y cuán indispensable es ejercer fe constante en los méritos de Cristo. Lutero se avergonzó porque habían desvirtuado totalmente el evangelio.
Por otro lado, Pablo dice que no se avergüenza del evangelio. Muchos judíos creían que Pablo era un traidor. Lo consideraban la escoria del mundo y el desecho de todos. Su predicación sobre la Cruz era una locura para griegos y piedra de tropiezo para judíos. Pero, para Pablo, que había experimentado las buenas nuevas en su propia vida perdonada y transformada, este evangelio era motivo de gloria.
¿Qué implica la vergüenza? Es un sentimiento de pérdida de dignidad causado por una falta cometida o por una humillación o insulto recibidos. Es un sentimiento de incomodidad producido por el temor a hacer el ridículo, es un sentimiento paralizante de la acción.
Todos se avergonzaban de la Cruz: era una locura, un ridículo, un insulto, una humillación. Ellos esperaban un Mesías libertador del yugo romano, no uno que muriera en un madero. Pablo se siente honrado por el inmerecido llamado de Dios, por eso no hacen mella en él la indiferencia, el odio, el prejuicio o el maltrato. No le importa que lo vinculen con ese impostor rechazado por los dirigentes judíos, negado por la cultura griega y crucificado bajo la ley romana. Él sabe que ese Cristo y ese evangelio transformaron su vida. Por eso, no solo no se avergüenza, sino que siente honra y de manera osada lo proclama. Pablo había sido preso en Filipos, expulsado en Berea, burlado en Atenas, considerado loco en Corinto, apedreado en Galacia y, así y todo, quería ir a predicar a Roma.
Cuando todos se burlan o niegan, no es fácil dar un paso al frente y decir “es mi Cristo” y “es mi evangelio”. ¿Cuán dispuestos estamos, así como Lutero y como Pablo, a jugarnos y comprometernos –frente a todo y frente a todos– por este evangelio que transforma nuestra vida?
5 de febrero
El Premio Nobel de la Paz
“No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree, del judío primeramente y también del griego” (Romanos 1:16).
¿Cuál fue el origen del evangelio? El punto central del evangelio es Jesucristo. Pablo lo llama “el evangelio de Cristo”, “el evangelio de Dios”, “el evangelio de nuestro Señor Jesucristo”, pero insiste y defiende que hay un solo evangelio.
¿Cuál es el poder del evangelio? Roma se jactaba de su autoridad y del temor que infundía en el Imperio por el mal uso del poder. Pablo, que ya había estado en otras ciudades impías como Corinto y Éfeso, confiaba en que este evangelio de Cristo también transformaría vidas en Roma.
¿Cuál es el resultado del evangelio? Es la actuación poderosa de Dios para salvar, liberar, perdonar, transformar, restaurar; no es solo para judíos y gentiles sino para todos, en todos los tiempos.
La salvación, en la Biblia, tiene tres tiempos:
1-Pasado: En la Cruz y por su muerte, Jesús nos salvó de la condenación del pecado. El pecado nos condena a morir, pero la muerte de Cristo nos conduce a la vida.
2-Presente: Él nos salva de la culpa del pecado, cuando arrepentidos confesamos nuestras faltas, y nos concede la paz del perdón.
3-Futuro: Cuando el Señor venga a establecer su Reino definitivo, él nos salvará de la presencia del pecado, las primeras cosas habrán pasado y todas serán hechas nuevas.
El poder del evangelio libera y rescata. Libera de la esclavitud, de la oscuridad, de la perdición, de la autoindulgencia pecaminosa y de la ignorancia espiritual deliberada. Rescata a la criatura del castigo final por sus pecados, rescatándola para la vida eterna.
Alfred Nobel patentó la dinamita en 1867 con fines pacifistas. La idea original fue usarla como un sistema revolucionario para la construcción, al permitir dividir las rocas, cavar túneles o construir raíles de forma más sencilla, sin necesidad de tanto esfuerzo manual.
Cuando murió, en 1896, Nobel dejó una herencia equivalente a 256 millones de dólares, para establecer los Premios Nobel, que serían concedidos a los que hicieran grandes contribuciones en un amplio campo de conocimiento y progreso. El premio mayor se destinaría a quien lograra el mayor o mejor trabajo para la hermandad de las naciones, y hoy es conocido como el Premio Nobel de la Paz.
El evangelio es el poder de Dios que dinamita nuestros pecados. Todos somos llamados a recibir de regalo el Premio Nobel de la Paz.
6 de febrero
Vivir por la fe
“Pues en el evangelio, la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17).
Pablo comienza la epístola con el seguro “está escrito” y cita el pasaje de Habacuc 2:4 (“El justo por la fe vivirá”) tres veces: a los Romanos, a los Gálatas y a los Hebreos. Este es el texto que Dios usó para abrir los ojos de Martín Lutero y producir el gran movimiento de la Reforma protestante. Lutero entendió que no era por sus penitencias, esfuerzos, obras, méritos, que podría alcanzar la salvación. Él, como muchos, pensaba que Dios es justo y obra justamente al castigar al injusto hasta que entendió que la justicia de Dios es la capacidad de Dios, por su gracia y misericordia, de justificar al pecador por medio de la fe.
Ser justo, entonces, significa que un pecador que confía en Jesús recibe el perdón y experimenta no solo la sustracción del pecado sino también la adición de la justicia de Cristo. Ya Isaías lo había dicho en su capítulo 53. Él lleva nuestros pecados para que nosotros llevemos su justicia. Fue en la Cruz que el Señor adquiere derecho legal de perdonar y seguir siendo justo. “Mire la cruz del Calvario, y vea cómo allí la misericordia y la verdad se encontraron, cómo la justicia y la paz se besaron. Allí, por medio del sacrificio divino, el hombre puede ser reconciliado con Dios” (Elena de White, Consejos sobre la obra de la Escuela Sabática, p. 191).
Dios no nos pide buena conducta para salvarnos; nos pide que creamos, y aceptemos por fe su regalo. Y entonces que vivamos agradecidos y comprometidos con ese regalo.
La palabra “justicia” se usa más de 60 veces en Romanos. La justicia de Dios se muestra en el evangelio, porque, en la muerte de Cristo, Dios reveló su justicia al castigar el pecado; y en la resurrección de Cristo, Dios reveló su justicia poniendo la salvación al alcance del pecador que cree. En la epístola hay más de 45 referencias a la fe, porque la única manera en que el pecador puede llegar a ser justo ante Dios es por la fe.
En el evangelio tenemos la justicia de Dios en acción. Es una justicia que, en lugar de perseguir al pecador para condenarlo, está empeñada en perseguirlo para salvarlo. El justo no vivirá por confiar en sus propias obras y en sus méritos, sino por su confianza y su fe en Dios.
Nuestra oración agradecida puede ser la misma de Lutero:
“Señor Jesús: Tú eres mi Justicia, así como yo soy tu pecado. Has tomado sobre ti todo lo que soy, y me has dado y cubierto con todo lo que tú eres. Tomaste sobre ti lo que tú no eres y me diste lo que yo no soy”.
7 de febrero
Cuando Dios tiene ira
“La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Romanos 1:18).
¿Sufriste alguna vez un ataque de ira? ¿Fuiste la víctima o el victimario? Algunos hasta lo consideran un asunto normal, de supervivencia y universal; es decir, algo que todos experimentan.
Pero, la ira de Dios es más difícil de entender y de aceptar. ¿Cómo es que un Dios bueno puede tener ira? La Biblia habla de la ira del hombre, y nos advierte de toda ira desenfrenada o arrebato de furor, y de la ira de Dios. Así como la justicia de Dios se revela, la ira de Dios también “se revela”.
El destinatario de la ira de Dios es la impiedad y la injusticia de los pecadores. No se trata de un sentimiento, una emoción o un enojo de parte de Dios; sino un acto de retribución y justicia divinas. Es un hecho contra la impiedad y la injusticia. La impiedad es el mal hacer contra Dios y la injusticia es el mal hacer contra los hombres. La impiedad es el mal en el corazón (o sea, la semilla) y la injusticia es el mal en la acción (es decir, la planta y el fruto).
Dios ama al pecador, pero odia al pecado; porque el pecado ha dañado a su criatura y un día su ira (es decir, su justicia) será manifiesta. “Los hombres se están dejando adormecer en una seguridad fatal y solo despertarán cuando la ira de Dios se derrame sobre la Tierra” (Elena de White, Consejos para la iglesia, p. 47).
¿Qué es lo que apacigua la ira de Dios? La muerte y el sacrificio de Cristo apaciguan la ira de Dios. Cuando aceptamos ese sacrificio en nuestro lugar, estamos “huyendo” de la ira de Dios. En la historia de Jonás y su envío a Nínive resulta claro el propósito divino. Dios envió al profeta a salvar Nínive. Él quería destruir a esa gente. El Señor le dio a Jonás un mensaje para transmitir: “De aquí a cuarenta días Nínive será destruida”. El tiempo otorgado era un llamado al arrepentimiento y la vida. El mensaje fue oído; las oportunidades, aprovechadas; y las personas fueron alcanzadas por la salvación. Eso muestra que Dios no quería destruir sino salvar.
El gran día de la ira de Dios está cercano. Él no quiere la muerte del que muere, sino que todos procedan al arrepentimiento. Vivimos con un dilema: por un lado, anhelamos que Dios haga justicia y, por otro, reclamamos porque hace justicia.
La promesa es segura: Dios hará cielos y Tierra nuevos, en los cuales mora la justicia. Quien no acepta a Jesús como su Abogado lo enfrentará como Juez. Puedes quedar afuera de la ira de Dios, si tan solo quedas adentro del amor del Señor.
8 de febrero
Un juicio justo
“Pero sabemos que el juicio de Dios contra los que practican tales cosas es según la verdad” (Romanos 2:2).
Cierta vez, en una ciudad, estábamos pasando frente al Ministerio de Justicia y escuché que se referían a ese edifico público como “el Ministerio de Injusticia”. Esto es algo natural que suele suceder en el imaginario colectivo. El ser humano se ha desviado tanto del camino de Dios que muchos de sus actos son el reflejo de su inconducta y de su falta de valores.
Al contrario de lo que sucede en este mundo, Pablo dice que el Juicio de Dios no será sobre supuestos, engaños, pruebas fraguadas o falsos testigos; sino según la verdad.
El Juicio de Dios es universal; es para todos y a la vez es para cada uno, sea judío o gentil, creyente o ateo.
El Juicio de Dios será ecuánime, ya que todos serán juzgados sobre la misma base: el metro tendrá 100 centímetros para todos.
El Juicio de Dios no es optativo; es obligatorio, no hay vías de escape, ni atajos, ni salida lateral. No hay arreglos especiales, ni excusas válidas.
El Juicio de Dios tendrá en cuenta el conocimiento de la voluntad de Dios adquirido por las personas, como así también las oportunidades ofrecidas y aprovechadas de conocer y practicar el mensaje de Dios.
El Juicio es inevitable pero el amor de Dios es incomparable. Él nos ha creado a su imagen con libre albedrío; es decir, con la capacidad de elegir. Es en el mal uso de la libertad, al separarnos de Dios, que creamos este mundo de pecado y sus consecuencias. El Señor no vino para condenar, sino para salvar. Cuando gritaban “a otros salvo a sí mismo no puede salvarse”, estaban gritando una verdad.
No vino a salvarse, vino a salvarnos. El Juicio pondrá en evidencia que los actos de la vida han mostrado la aceptación del plan de Dios, de su amor, de su sacrificio, ya que ninguna condenación hay para los que descansan en Jesús.
Escuchemos el fuerte llamado del Señor, reflexionemos y actuemos:
“¿Qué diré para despertar al pueblo remanente de Dios? Me fue mostrado que nos esperan escenas espantosas; Satanás y sus ángeles oponen todas sus potestades al pueblo de Dios. Saben que, si los hijos de Dios duermen un poco más, los tienen seguros, porque su destrucción es cierta. Insto a todos los que profesan el nombre de Cristo a que se examinen, y hagan una plena y cabal confesión de todos sus yerros, para que vayan delante de ellos al Juicio, y el ángel registrador escriba el perdón frente a sus nombres” (Elena de White, Joyas de los testimonios, t. 1, p. 91).
9 de febrero
¡Hipócritas!
“Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de robar, ¿robas?” (Romanos 2:21).
¿Qué es un hipócrita? Es alguien que actúa, interpreta un texto, finge y usa máscaras que ocultan su verdadero rostro. La hipocresía tiene dos herramientas básicas que pueden actuar de manera individual o combinadas: la simulación y el disimulo. La simulación consiste en mostrar algo distinto de lo que se es, en tanto que el disimulo oculta lo que no se quiere mostrar. En Romanos 2, Pablo plantea algunas actitudes hipócritas.
En primer lugar, jactarse en la Ley por creer que ella nos hace superiores. La jactancia es siempre pecado (incluso de un hecho cierto), pero mucho más si se trata de una falsedad.
Pablo habla de personas que piensan que, por conocer la voluntad divina, son superiores, guías y maestros de otros. Son instructores, pero no practicantes. Tienen la forma, pero no el fondo ni el contenido. El apóstol dice que llevan un nombre como título y como una pretensión, pero solo de palabra. Tienen el conocimiento intelectual pero no experimental; es decir, algo que no llena ni el corazón ni la vida. Es como la lluvia sobre un cuerpo: puede mojarlo, humedecerlo, enfriarlo y calentarlo; es decir, todos efectos externos. No hay humilde dependencia, ni lealtad, ni obediencia. Solo hay jactancia, hipocresía y pecado.
La segunda actitud es no practicar lo que se enseña. Esto implica pasar de la jactancia hipócrita a la falsedad hipócrita. Decir, pero no hacer; pretender ser maestros, pero ni siquiera ser alumnos. Pablo denuncia la hipocresía en la enseñanza, la predicación, la moral, la religión y la doctrina. Todas estas exigen fidelidad, autenticidad y coherencia. La hipocresía es siempre un mal testimonio; por esto, el nombre de Dios es blasfemado.
Recordemos que no podemos engañar a Dios en ningún momento y que si “fingimos lo que somos; seamos lo que fingimos” (Pedro Calderón de la Barca), recordando que de nada sirve una “apariencia de piedad” que contrasta con “la eficacia de ella” (2 Tim. 3:5).
Elena de White, hablando de la lucha de Jacob, dijo: “Jacob salió hecho un hombre distinto [...]. En vez de la hipocresía y el engaño, los principios de su vida fueron la sinceridad y la veracidad. Había aprendido a confiar con sencillez en el brazo omnipotente; y en la prueba y la aflicción, se sometió humildemente a la voluntad de Dios. Los elementos más bajos de su carácter habían sido consumidos en el horno, y el oro verdadero se purificó, hasta que la fe de Abraham e Isaac apareció en Jacob con toda nitidez” (Patriarcas y profetas, p. 185).
10 de febrero
Tengo un sueño
“Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:23, 24).
En 1964, con 35 años, Martin Luther King fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz por su constante apelación a la no violencia y por su lucha por los derechos cívicos. Él fue el principal impulsor de la histórica marcha a Washington, en la que el 28 de agosto de 1963 participaron doscientos mil personas. Ante la multitud, y en las gradas del Lincoln Memorial, pronunció un emotivo discurso, del que destaco lo siguiente:
“Sueño que algún día… la gloria de Dios será revelada y se unirá todo el género humano… No estamos satisfechos y no quedaremos satisfechos hasta que la justicia ruede como el agua y la rectitud como una poderosa corriente. Sé que algunos han venido con grandes pruebas y tribulaciones… No nos revolquemos en el valle de la desesperanza.
“A pesar de las dificultades del momento, yo aún tengo un sueño profundamente arraigado. Sueño que un día los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos se puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad.
“Sueño en un oasis de libertad y justicia. Por eso, ¡que repique la libertad, y podremos acelerar la llegada del día cuando todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del antiguo himno: ‘¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!’ ”
Resulta conmovedor pensar en los ideales que impulsaron a soñar y a actuar a Luther King, defendiendo los derechos de los desprotegidos y recibiendo como recompensa el Premio Nobel de la Paz. Pero, más conmovedor es pensar en el sueño de Dios cuando las barreras de separación sean destruidas, cuando todos seamos uno, cuando la esclavitud del pecado finalice y recibamos el premio nobel de la corona de la vida.
Pablo dice que todos los seres humanos están sumergidos en la desgracia del pecado y todos están destituidos de la gloria de Dios. Cuando el pecado entró en la raza humana, perdimos la imagen de Dios, y para que la recuperemos fuimos redimidos. La redención era la recompra de un esclavo perdido o la compra de un cautivo que perdió su libertad en la guerra. En ambos casos, había un precio que pagar. No lo pagaba el esclavo ni el cautivo; lo pagaba el “goel”; es decir, el pariente más cercano.
Jesús es nuestro pariente más cercano, nuestro Redentor. Fuimos comprados a un precio infinito para Dios y gratuito para nosotros. Nadie vende un regalo, menos Dios. Él es amor y generosidad en esencia. Cuenta con él ahora.