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11 de febrero
El brazo de oro
“Mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Romanos 3:24, 25).
Conocido como el “Hombre del brazo de oro”, James Harrison nació en 1936 en Australia. Cuando tenía catorce años le extirparon un pulmón, y sobrevivió gracias a las múltiples transfusiones de sangre que recibió. Al salir de la clínica, prometió que cuando llegaría a la mayoría de edad se transformaría en donante.
No solo cumplió, sino además registró 1.173 donaciones durante más de sesenta años. James ha recibido múltiples reconocimientos, incluida la Medalla de la Orden, una de las mayores distinciones de su país. Además, es poseedor de un Récord Guinness como el mayor donante de sangre de la historia.
Resulta conmovedor pensar en alguien dispuesto a ayudar y salvar a tantas personas. Sabemos que la sangre es un fluido vital que circula por el cuerpo para llevar los nutrientes y el oxígeno a todo el organismo, y a la vez los desechos para su eliminación.
Sin embargo, más conmovedor aún es pensar en aquel cuya sangre fue derramada para eliminar nuestros desechos de pecado, llevar el nutriente y el oxígeno salvador y que, asumiendo el costo de nuestras faltas, muere en nuestro lugar.
“Sangre” es una palabra clave para entender el mensaje redentor de la Biblia, desde los sacrificios en los tiempos del Antiguo Testamento, que prefiguraban al Cordero de Dios que llevaría los pecados del mundo. Más importante aún, la palabra “sangre” constituye un tema fundamental para comprender la obra y el ministerio de Cristo.
La sangre como símbolo de una vida entregada voluntariamente para rescatar al pecador, y la sangre como el derramamiento de la vida misma. Al igual que la palabra “cruz”, la frase “sangre de Cristo” es una expresión específica para el sacrificio y la muerte redentores de Cristo.
Gracias a nuestro Señor Jesucristo, quien tiene el verdadero brazo de oro y es el mayor donante del Universo, podemos nacer de nuevo. ¿Cómo no apreciarlo y comprometerse?
Que la decisión de Spurgeon sea también la nuestra: “Si no estamos dispuestos a morir por Cristo, no tendremos ningún gozo en el hecho de que Cristo murió por nosotros”.
12 de febrero
Un acto de fe
“Creyó Abraham a Dios y le fue contado por justicia” (Romanos 4:3).
El patriarca Abraham nació en Ur y fue llamado por Dios para vivir en Canaán. La promesa divina implicaba convertirse en padre de multitudes y en hacer de sus descendientes una gran nación. Esta promesa fue cumplida inicialmente en Israel y posteriormente en la iglesia cristiana.
Como señal del pacto y de la promesa, Dios le da a Abram (nombre que significa “Padre venerado”) un nuevo nombre: “Abraham” (que significa “padre de muchedumbre”). Además, el patriarca fue llamado también amigo de Dios, por su fe, su obediencia, su fidelidad y su intercesión.
¿Cómo obtuvo Abraham su salvación? Pablo explica lo que dice la Escritura y nos muestra el camino para todo asunto de la vida: ir a la Biblia para ver qué dice la Escritura. Bien decía Spurgeon que “cuando una Biblia está hecha pedazos por su uso, quien la usa está entero”. Y la Escritura dice que fue por fe (Rom. 4:3). Ahora bien, dice el texto que “le fue contado”. Esta es una expresión contable que implica algo que fue “depositado” o “transferido a la cuenta personal”. La fe de Abraham le fue acreditada en su cuenta con Dios como justicia.
Pablo profundiza al decir que, si consideramos la salvación como un salario, sería un pago o retribución por el trabajo realizado, una recompensa o una remuneración. Por el contrario, la salvación es un don inmerecido que se recibe como un presente, un regalo. El pecador está privado, lejos, destituido. Pero la gracia de Dios no da una compensación por servicios ofrecidos; Dios coloca a disposición su don gratuito, que debe ser recibido y aceptado por fe.
Los judíos tenían a Abraham por modelo, y Pablo sabía eso; solo que para ellos era un modelo de hombre justo. Ellos pensaban que su obrar y su fidelidad le habían hecho ganar méritos delante de Dios. Pero Pablo va al corazón del tema, para mostrar que es un modelo de fe y de un caminar siempre con Dios.
El problema fue siempre el mismo, en los días de Abraham, de Pablo o en nuestros días. Es la autosuficiencia lo que nos lleva a la destrucción. Nadie quiere sentirse necesitado, dependiente; todos quieren valerse por sus propios medios. Pero es allí, cuando reconocemos nuestra necesidad, cuando damos permiso a la actuación de Dios, cuando admitimos la enfermedad, que el médico, el remedio y el tratamiento se aplican y resultan eficaces.
En la angustia de una noche, Abraham oyó otra vez la voz divina: “No temas, Abram, yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande” (Gén. 15:1).
No temas. Cree en sus promesas hoy.
13 de febrero
Perdonado
“Por eso también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el hombre a quien el Señor no culpa de pecado” (Romanos 4:6-8).
Al igual que Abraham, David creyó, pero su situación al escribir el salmo al que alude Pablo en los versículos de hoy era diferente. Él no tenía buenas obras para mostrar; al contrario, incurrió en una conducta que lo avergonzaba delante de Dios y delante de la comunidad. ¿Cómo se salvó David? No hay bienaventuranza en cuanto al perdón para el incrédulo, solo para aquel que cree.
David escribió su conocido Salmo de arrepentimiento, el Salmo 32, escrito un año después de su triste historia de adulterio y de asesinato perpetrado para encubrir su culpa y resguardar su imagen. Sin duda, fue un tiempo de angustia, de lucha espiritual y de culpa, ya que sentía que sus sacrificios no eran aceptados por Dios.
Por eso, David dice que es bienaventurado aquel a quien Dios perdona sus transgresiones y cubre sus pecados; por lo tanto, no lo culpa de pecado. Pablo dice que David es justificado no por ausencia de pecados, o por ser un hombre bueno, sino porque sus pecados son perdonados.
El Salmo 32 muestra a un David aliviado, ya que se siente como un pecador perdonado. Es tanta su paz que muestra el camino a los demás pecadores para que confíen en el Señor, acepten la manera en que él justifica al pecador, sean alcanzados por la misericordia de Dios y el gozo de la salvación.
Dios esconde de su vista los pecados del creyente, como si no existieran. La base no es la inocencia del hombre, sino la gracia de Dios, que no carga en la cuenta del pecador sus pecados.
Recuerdo a una persona que asistió a una conferencia bíblica que estaba dando en una ciudad. Antes de ir, había estado tres meses encerrado en su pieza, atormentado por la culpa de su vida pasada. Al terminar me agradeció, pero me dijo que se consideraba fuera del alcance del perdón de Dios.Entonces le aseguré que Jesús ya había pagado por sus pecados. Vi unas lágrimas que rodaban por su rostro, en aceptación del perdón.
Él siguió asistiendo a las conferencias, estudió la Biblia y se bautizó junto con su esposa. Hoy, tanto su hijo como su nieto son pastores adventistas.
¿Cómo rechazar el perdón, cuando para recibirlo solo necesitamos tener fe? Si el Salmo dijera: “Bienaventurado el que no tiene pecado”, entonces nadie tendría esperanza. ¡Felizmente, dice otra cosa! Expresa que Dios no ve nuestros pecados porque están cubiertos por la sangre de su Hijo amado. Por eso son benditos los que creen, ya que han sido perdonados.
Experimenta la gracia del perdón ahora mismo.
14 de febrero
¿Placebo o remedio?
“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).
¿Qué es la paz? ¿Quién tiene paz? El diccionario define paz como la situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países; la armonía sin conflictos entre las personas; la ausencia de ruido o ajetreo; el estado de quien no está perturbado por ningún conflicto ni inquietud. Es también el sentimiento de armonía interior que los fieles reciben de Dios. La paz verdadera profunda proviene de Dios, y es el resultado de estar bien con él y, por extensión, con los demás.
En el Antiguo Testamento, la palabra paz es shalom e indica un estado de pleno bienestar. Este es un concepto amplio, que incluye la paz espiritual (salvación), la paz física (salud), la paz psicológica (integración) y la paz social (justicia y libertad).
Pablo afirma que esa paz verdadera es profunda y solo viene de Dios. Es por él que la recibimos. Cuando Dios originó la vida, todo era armonía y paz. El pecado provocó división y rebeló al hombre contra Dios, contra el prójimo, contra sí mismo y contra la naturaleza. Así, se produjo un estado de desarmonía que solo puede ser recuperado cuando restablecemos la comunión con Dios.
Todos necesitamos paz. Algunos la buscan por caminos alternativos y se apropian de placebos, es decir, de una sustancia que carece de actividad farmacológica, pero que puede tener un efecto terapéutico cuando el paciente que la ingiere cree que se trata de un medicamento realmente efectivo. Desde luego, el placebo no cura la enfermedad primaria real, sino que solo puede aliviar síntomas superficiales.
En esencia, el pecado es el gran destructor de la paz; esto es, la separación de Dios nos lleva al egocentrismo, la idolatría, el temor, la ansiedad y el odio. La paz completa es un don de Dios y se mantiene en el tiempo a través de una relación de comunión permanente, por medio del estudio de la Biblia, la oración, la meditación y el testimonio.
Necesitamos paz, perdón y el amor del Cielo. Esto es algo que no se consigue con dinero, ni con inteligencia, ni con sabiduría ni con esfuerzos personales. “Dios los ofrece como un don, sin dinero y sin precio. Son vuestros, con tal que extendáis la mano para tomarlos. El Señor dice: ‘¡Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque fuesen rojos como el carmesí, como lana quedarán!’ ‘También os daré un nuevo corazón, y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros’ ” (Elena de White, El camino a Cristo, p. 49).
Muy pronto la paz será definitiva y eterna; mientras tanto, no uses placebo. El remedio es inmejorable.
15 de febrero
Acceso directo
“Por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos 5:2).
En ocasión de una emergencia planteada en cierta ciudad, el Pr. Víctor Peto (un amigo, quien además era un gran hombre de Dios, y hoy descansa en la bendita esperanza) estaba conduciendo a un grupo para prestar un servicio en esa comunidad. En su recorrido, se cruzó con el mismísimo presidente de la Nación, le extendió la mano y le dijo quién era. El primer mandatario, sin soltar su mano, agradeció la labor con estas palabras: “Yo sabía que los adventistas estarían aquí, siempre son los primeros en llegar cuando la gente necesita ayuda”.
Un servicio desinteresado y bien realizado siempre abre puertas y facilita la entrada. Vivimos en una sociedad de puertas y corazones cerrados. Las fronteras tienen fuertes controles; hay barrios y condominios cerrados, con lugares más costosos de adquirir porque, en teoría, son más seguros. Hay llaves, tarjetas, dispositivos y huellas digitales que nos abren puertas.
Solo Pablo utiliza la palabra “entrada”, tanto aquí como en Efesios. Otras versiones de la Biblia usan la palabra “acceso” o “presentación en la misma presencia de Dios”. La fe nos abre la puerta para entrar en la gracia divina. No fuimos solos, fuimos llevados de la mano de Jesús.
Es como la entrada de un barco al puerto, donde las boyas flotantes marcan el canal de acceso. A veces, por causa del mal tiempo, están cubiertas por la marejada y el canal no es visible. Pero el práctico (operario naval encargado de asesorar al capitán en las maniobras de entrada y salida del puerto) conoce la profundidad y los escollos o rocas; sabe a qué velocidad encarar y cómo guiar la entrada segura al puerto deseado. Cristo es nuestro “practico”, que lleva nuestra embarcación al puerto del Trono de Dios.
En algunos lugares solo es posible entrar con una ropa adecuada. Cristo nos vistió con el traje de su justicia, a fin de que podamos entrar donde no teníamos ningún mérito para ello. El pecado nos cerró la puerta y nos destituyó de la gloria de Dios. La gracia nos abre la puerta y nos lleva a la misma gloria de Dios.
El documento de acceso no es temporario, no tiene fecha de vencimiento y no está sujeto a visados especiales. El acceso es completo. No somos llevados a la cámara del Rey para tener una entrevista, sino para permanecer para siempre con él.
“El Señor nos anima a depositar ante él nuestras necesidades y perplejidades, nuestra gratitud y nuestro amor. Cada promesa es segura. Jesús es nuestra Garantía y Mediador, y ha colocado a nuestra disposción todos los recursos a fin de que podamos tener un carácter perfecto” (Elena de White, En los lugares celestiales, p. 20).
16 de febrero
Felices en las pruebas
“Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza” (Romanos 5:3).
¿Cómo es posible alegrarse en las tribulaciones? La palabra tribulación viene de “tribul”, que era un pedazo de madera utilizado para golpear y separar el pasto de la paja. Así, se separaba la paja, que era más liviana. Los golpes de la vida nos dejan presionados, acongojados, afligidos y aplastados. Es decir, atribulados.
Ni Pablo ni el Señor han prometido a los creyentes que estarían libres de problemas. No promete la Biblia librarnos del horno de fuego, pero sí que Alguien estará a nuestro lado y utilizará ese sufrimiento para fortalecer nuestra fe, perfeccionar nuestro carácter y llevarnos a testificar del poder de Dios. No tenemos que provocar el sufrimiento ni buscarlo, como si eso nos agregara méritos. Dios no es el originador del dolor; solo lo permite y lo encauza siempre con un propósito de eternidad.
Quizá ningún otro seguidor de Cristo haya sufrido tanto por causa del evangelio como Pablo. Él sabía por experiencia propia lo que la tribulación produce: lleva a la paciencia, la resistencia y la perseverancia.
El hombre pecador ve en el sufrimiento a un Dios indiferente, distante y castigador. No percibe el propósito escondido. Cristo enfrentó el dolor y la injusticia con valor y entereza. El hijo de Dios, justificado por su gracia, se regocija en la adversidad porque ve en ella una oportunidad de crecimiento, de mayor dependencia y de dar testimonio. Las pruebas y las aflicciones que son soportadas con paciencia muestran que nuestra fe y nuestro carácter son genuinos. La fe se hace más fuerte; y la esperanza, más firme.
Bien decía el sabio Salomón que el oro se purifica en el fuego (Prov. 17:3); así como nosotros en el sufrimiento, si corregimos la conducta y ponemos nuestra confianza en el Señor. Un antiguo refrán dice: “No todo lo que brilla es oro”. ¡Cuidado con guiarnos por las apariencias, ya que no todo lo que parece bueno o valioso es tal! El color o el brillo no aseguran que sea oro. En contraste, existe el oropel, una lámina de cobre o latón que suele utilizarse para aparentar oro.
El fuego purifica y pone a prueba nuestra fe. Ahora bien, cuando somos probados, ¿somos también aprobados?
Señor, ayúdame a no brillar como el oropel, que parece oro pero que no lo es, sino como el oro auténtico. Que tus propósitos se cumplan en mí y que cuando mi fe sea probada, por tu gracia, sea aprobada.
17 de febrero
Adán versus Cristo
“No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura del que había de venir” (Romanos 5:14).
¿Cuál es el descubrimiento más grande de la historia? Algunos hablan del fuego, de la rueda y de la imprenta. Otros, de la computadora y de Internet. Pero Pablo, en Romanos 5, habla de dos acontecimientos y dos personas que marcaron la historia.
Se trata del primer Adán y de Cristo, el segundo Adán. Uno es el gran perdedor; otro, el gran ganador. Uno es el fracasado; otro, el victorioso. Uno es quien fundó y fundió la raza humana; otro, el que la redime y la refunda. Uno nos llevó a la muerte; el otro nos lleva a la vida.
Por uno perdimos el Edén y la herencia; por el otro recuperamos la herencia y el nuevo Edén. Por uno terminó todo lo bueno; por el otro terminará todo lo malo, y lo bueno será recuperado para siempre. Uno viene de la Tierra, el otro viene del cielo. Por la desobediencia de uno entró la muerte, y por la obediencia del otro se recupera la vida.
Adán fue probado en un jardín hermoso; Cristo fue tentado en el desierto. El Antiguo Testamento es el “libro de las generaciones de Adán” y termina con una maldición (Mal. 4:6). El Nuevo Testamento es el “libro de la genealogía de Jesucristo”, y termina con la promesa de que no habrá más maldición (Apoc. 22:3).
En resumen, Adán y Cristo ilustran dos escuelas de vida y dos reinos. Uno es terrenal, y el otro es celestial.
La transgresión de Adán es también la nuestra. Literalmente, “transgredir” significa pasar la línea. ¡Y vaya si nosotros la hemos traspasado!
Somos descendientes de Adán, heredamos su naturaleza pecaminosa y sus consecuencias. Pero Cristo asumió nuestros pecados y sufrió nuestro castigo. Cristo venció donde Adán falló.
Por eso, Satanás es un enemigo vencido, y “nadie está eximido de entrar en la batalla del lado del Señor, pues no hay razón para que no podamos ser vencedores si confiamos en Cristo: ‘Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono’ (Apoc. 3:21)” (Elena de White, La temperancia, p. 250).
¡Gracias, Señor, porque juntos podemos vencer!
18 de febrero
Saber versus vivir ese saber
“¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?” (Romanos 6:3).
¿Sabemos qué significa “saber”? Técnicamente es conocer, tener noticias de algo, o habilidad o capacidad para hacer algo. Sin embargo, Pablo nos desafía en Romanos 6 a saber, por lo menos, tres cosas.
El primer saber es que estamos unidos a Cristo y su muerte por medio del bautismo. El pecado nos separó de Cristo, pero en el bautismo somos unidos a él, a su muerte y a lo que esto significa. Dejamos de estar bajo el reino de Adán, para formar parte del Reino de Cristo. En el bautismo, crucificamos el pecado en nuestros corazones, morimos a la vida vieja, somos sepultados, inmersos juntamente con él, para emerger, resucitar a una nueva vida.
Así, somos plantados e injertados con él para una vida nueva. Este símbolo bíblico del bautismo se suma al resto de evidencias bíblicas de que el bautismo es por inmersión, para que se cumpla su significado y para seguir el ejemplo de Jesús.
El segundo saber enfatiza la crucifixión de nuestro viejo hombre juntamente con Cristo. Seguimos teniendo una naturaleza pecaminosa, pero por Cristo y la obra del Espíritu Santo, dependiendo siempre de él, podemos vencer.
Así como la muerte del esclavo lo liberaba de su servidumbre, el creyente que muere con Cristo en el bautismo queda liberado de la esclavitud del pecado.
El tercer saber se relaciona con la resurrección de Cristo. El Señor no quiere solo conducirnos a la muerte y la sepultura, sino también a la resurrección y a una vida nueva. Así como Cristo no volverá a la tumba porque ya ha vencido a la muerte, el creyente también será vencedor. La muerte ya no tendrá autoridad.
La conclusión de este saber es que vivamos, es decir, apliquemos, el conocimiento a la vida. Saber y no aplicar lo que sabemos no nos otorga ventajas; por el contrario, aumenta nuestra responsabilidad, porque “al final, no se nos preguntará qué sabemos, sino qué hemos hecho con lo que sabemos” (Jean de Gerson).
¿Qué cosas podrían separarnos de aplicar lo que sabemos? Incoherencia entre el discurso y la acción, indiferencia, fanatismo, desidia, desvalorizar el conocimiento, prejuicios, presiones, burlas y oposición, entre otras. Pero nada disculpa ni justifica que un buen conocimiento no se practique; mucho menos cuando este tiene que ver no solo con el presente, sino con la eternidad.