Kitabı oku: «El debate sobre la propiedad en transición hacia la paz», sayfa 3
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Notas de prensa
(2015). Proceso de paz: 15 % de la población en Colombia ha sido víctima de la guerra. El País. Recuperado de http://www.elpais.com.co/proceso-de-paz/15-de-lapoblacion-en-colombia-ha-sido-victima-de-la-guerra.html
* Abogado especialista y profesor de posgrado en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la Universidad Externado de Colombia. Magíster en Sociología Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona (España). Actualmente se desempeña como consultor independiente en derechos humanos y justicia transicional y como asesor jurídico de varios pueblos y comunidades étnicas en procesos de defensa territorial. El autor agradece a Valentina Gómez Salgado y Enrique Alberto Prieto Ríos de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario por su valiosa colaboración en la transcripción de la conferencia que sirvió de base para el presente texto.
1 La perspectiva de justicia distributiva tiene cierto reconocimiento en el punto 1 del Acuerdo Final de Paz de noviembre de 2016, el cual hace explícita la necesidad de fortalecer acciones de reforma rural integral en Colombia, y en favor de sujetos rurales subalternos, entre los cuales se reconoce a las víctimas de desplazamiento forzado de origen rural.
2 También en cierta medida esta perspectiva es recogida por el Acuerdo de Paz de noviembre de 2016, particularmente en el punto 5, en el que se hace referencia a la necesidad de una justicia restaurativa que centre los esfuerzos de la paz negociada en buena medida en acciones encaminadas a corregir los daños ocasionados por los actores del conflicto a través de medidas de contribución a la reparación de sus víctimas.
II. LECTURAS CRÍTICAS ALTERNATIVAS DE LA PROPIEDAD SOBRE LA TIERRA EN EL CONFLICTO ARMADO
Capítulo 2 Feminidades productivas, reformas agrarias y restitución de tierras*
María Fernanda Sañudo Pazos**
Introducción
En los años setenta, el neoliberalismo emerge como un modelo económico y político que apunta a la recomposición del patrón de acumulación capitalista, y, en específico, a solventar la crisis de sobreacumulación del centro capitalista. Dicha recomposición se llevó a cabo a través de la instauración de un ‘sistema global neoliberal’, al que Fair (2008) define como “un drástico proceso de cambio en el modo de producción que caracterizaba al modelo fordista-keynesiano”. Este cambio condujo a un “nuevo régimen o patrón de acumulación vinculado a reformas estructurales de mercado” (Harvey, 2007).
En este escenario, uno de los sectores prioritarios para la intervención fue el rural. Dávalos (2011) refiere cómo en la primera etapa las reformas fueron esencialmente de rediseño y cambio en las políticas de comercio exterior, con miras a establecer la liberalización del mercado. En la segunda (1990-2007), a la par del debilitamiento de los mecanismos de apoyo a los productores rurales, se rediseñaron las políticas rurales con el objetivo de favorecer y fortalecer al sector agroexportador. Y, en los últimos años, con el ‘boom de los commodities’ la orientación de las políticas ha sido hacia la ‘privatización de los territorios’.
La serie de reformas neoliberales aplicadas al sector rural en Colombia apuntaron a “la reorganización territorial de lo rural, de sus procesos socioeconómicos y de sus habitantes” (Tobasura, 2009, p. 65). Su implementación coadyuvó a la consolidación, por un lado, de territorialidades productivas específicas (siembra de cereales, palma africana, caña de azúcar, entre otras); y, por otro, a reorientar las actividades de los sectores campesinos (quienes se habían especializado en la producción de alimentos).
Existe una estrecha conexión entre los reacomodamientos de los patrones productivos en varias regiones del país a través de la implementación de las políticas neoliberales y el escalonamiento de la guerra. En los territorios con mayores índices de desplazamiento forzado y despojos, es donde generalmente se han implementado modelos de producción a gran escala. En Antioquia, Bolívar, Magdalena, Meta, entre otros, la expansión de cultivos agroindustriales se dio en paralelo a la expansión del paramilitarismo y a su consecuencia directa: el desplazamiento forzado.
En este sentido, el CNRR (2009) explica que el despojo masivo y violento de tierras, al tener como telón de fondo la implementación de las reformas neoliberales, apuntó a la consolidación de un modelo de desarrollo rural en el que se reduce significativamente el papel de las economías campesinas en la producción de alimentos, privilegiándose actividades económicas a gran escala, como las plantaciones agroindustriales, los megaproyectos, la ganadería extensiva y las explotaciones de recursos naturales y mineros.
En este contexto, el campesinado fue reconocido como sujeto de política pública en la medida en que potencialmente o puede ser articulado mediante alianzas estratégicas al sector agroempresarial, lo que resulta clave para la dinamización del modelo económico rural (Mondragón, 2002) —el caso de la participación en la producción de palma africana—; o es incorporado en la producción de bienes para nichos especiales de consumo: cafés especiales, cacao, flores, productos orgánicos, artesanías, entre otros. En uno y otro el acceso a los medios de producción continúa siendo precario.
En escenarios en los que perviven formaciones sociales no capitalistas o que no han sido integradas del todo al modo de producción mercantil, el capital, para imponer su hegemonía, debe transformarlas; estas transformaciones, desde la perspectiva de este artículo, se han logrado a través del entronque entre neoliberalismo y conflicto armado. Estos procesos convergentes introdujeron nuevos modos de producción y de control social. Por medio del despliegue de discursos y prácticas (violentos y no violentos), se crearon y fueron modelando a los sujetos rurales, es decir, se fueron ajustando cuerpos y subjetividades “en categorías coherentes con las relaciones capitalistas” (Escobar, 2007, p. 225). El despliegue de violencias (simbólicas —políticas neoliberales— y directas —acciones violentas asociadas al conflicto armado—) incidió “en el campo de los significados sociales” (De Lauretis, 1989, p. 45), produciendo, normalizando y reforzando prácticas y subjetividades productivas. La articulación de hombres y mujeres en estos procesos es marcadamente diferente. Este proceso, bajo la perspectiva de esta investigación, presenta particularidades en relación con el género.
Mies (1998), León y Deere (2000) y Eisenstein (1998) han llamado la atención sobre la incidencia de la recomposición económica y productiva jalonada por las reformas neoliberales en la división sexual del trabajo en los países de la periferia capitalista. Las autoras coinciden en afirmar que el género está siendo construido y reconstruido por las dinámicas económicas globales. La globalización requiere de mano de obra barata y las mujeres se constituyen en la población ideal para acceder a fuerza laboral óptima y a bajo costo. Así la cooptación del trabajo de las mujeres es uno de los pilares de la globalización (Piña, 2017).
En cuanto a las mujeres rurales, Mies (1998) señala que, en un contexto de reorganización de la economía a nivel mundial, han sido descubiertas por el capital internacional como factor clave para la dinamización de las economías de exportación, constituyéndose en sujetos de intervención estatal y de la cooperación al desarrollo. Desde esta lógica, este grupo poblacional (altamente heterogéneo), a través de políticas desarrollistas, ha sido incorporado a productividades específicas. En este sentido, las políticas públicas de corte productivo dirigidas o que articulan a las mujeres rurales esconden una suerte de domesticación económica, constituyéndose en un conjunto de discursos y prácticas que se despliegan para ajustar los cuerpos y las subjetividades de las mujeres a las necesidades de acumulación capitalista.
En este contexto de reorganización productiva cobró especial importancia el acceso de las mujeres rurales a los factores de producción, entre estos la tierra. En Colombia, como en otros países de la región,1 a finales de la década de los ochenta se reconoce a las mujeres como sujetos de la política de tierras. Tanto en la Ley 30 de 1988 como en la 160 de 1994 y la 1448 de 2014 (Ley de Víctimas) se incorporan medidas de género para regular el acceso a la tierra de hombres y mujeres campesinos.
León y Deere (1997) indican dos cuestiones fundamentales para comprender la importancia del reconocimiento del derecho de las mujeres a la tierra. En primer lugar, destacan que el acceso a este recurso es clave para el acceso a otros recursos para la producción, como el crédito, la asistencia técnica y la transferencia de tecnología; en segundo lugar, observan que la disponibilidad formal de la tierra condiciona “el poder de negociación que tienen en el hogar y en la comunidad” (p. 8).
Sin desconocer la importancia para las mujeres de este logro legal, el acceso a la tierra y a otros factores de producción puede ser también interpretado como una estrategia estatal encaminada a subordinar a este sector de la población a los intereses del capitalismo agrario.
Mies (1998), retomando los presupuestos de Luxemburgo, argumenta que la expansión del capitalismo contemporáneo continúa requiriendo sectores que no han sido asimilados totalmente por este, entre estos las mujeres rurales. Una manera de asimilarlas es a través de facilitar el acceso a recursos productivos, como es el caso de la tierra. Tal como se sugirió antes, la disponibilidad formal de tierra conlleva la disponibilidad de condiciones necesarias para insertarse en la producción, una producción que se decide en función de las dinámicas de inserción de los países de la periferia capitalista a la economía global.
La adjudicación y titulación de predios o su formalización generalmente traen aparejado el desarrollo de un conjunto de acciones, las que se encaminan a configurar y/o potenciar a las campesinas como productoras eficientes. Extensión rural, asistencia técnica, transferencia de tecnología, gestión y desarrollo de proyectos productivos, acceso a recursos financieros, asociatividad, entre otros, se constituyen en mecanismos para organizar y especializar productivamente a las mujeres. El acceso a la tierra como condición para el acceso a otros recursos claves en la producción mediatiza y organiza a las campesinas como productoras bajo la lógica del mercado.
De acuerdo con lo anterior y, a través de los contenidos que se plasman en este documento, se evidenciará la continuidad que existe entre las leyes de tierras (leyes 30 de 1988 y 160 de 1994) y lo que se establece con respecto a la restitución de tierras en la Ley de Víctimas. La continuidad se entenderá en una doble vía. Por un lado, se mostrará cómo el modelo de desarrollo rural que se configura mediante el entronque entre neoliberalismo y conflicto armado incide en el tipo de reconocimiento que se hace del derecho a la tierra de las mujeres rurales; en segundo lugar, se demostrará cómo las intervenciones estatales que se realizan paralelas a la adjudicación, titulación y/o formalización de la tierra operan como tecnología de género neoliberales. Es decir, como mecanismos mediante los que producen y ajustan los cuerpos y las subjetividades de las mujeres a las necesidades de acumulación capitalista.
1. Andamiaje conceptual
1.1. Género como proceso de significación
El género como estructura socialmente estructurada funciona como principio que da lugar y constituye las prácticas sociales (Sañudo, 2015). A la vez que condiciona la producción de los significados en torno a lo genérico de los sujetos, en el momento en que estos se ponen en circulación, “afectan los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales” e inciden en el “campo de los significados sociales” (De Lauretis, 1989, p. 8). El despliegue de prácticas discursivas, las que están impregnadas o devienen de las representaciones sociales de género, apunta a crear, normalizar y naturalizar el mismo género.
Teresa de Lauretis apunta que a cada cultura le corresponde un sistema sexogénero, es decir, “un sistema simbólico o sistema de significados que correlaciona el sexo con contenidos culturales de acuerdo con valores sociales y jerarquías” (1989, p. 11). Este sistema contiene una doble dimensión: a la vez que es una construcción sociocultural opera como un aparato semiótico. Así, la significación emerge y circula para producir sujetos sexuados y generizados acordes con la matriz cultural en la que se anclan los procesos de significación de la realidad (Sañudo, 2015). Ser representado o representarse como sujeto con género implica que los sujetos ocupan posiciones sociales producto de las significaciones sociales. En este sentido, “la construcción del género es tanto el producto como el proceso de su representación” (De Lauretis, 1989, p. 11).
Las nociones que se producen y circulan, además de responder a la necesidad de dar sentido a la realidad y reglarla, a la vez que la modelan, inciden sobre las mismas interpretaciones. Así, los procesos de significación en torno al sexo tienen un carácter circular y desde este sentido “la estructura de relaciones sociales es moldeada por las mismas ideas culturales que la dinámica social propicia y cristaliza gracias a ella” (Ortner y Whithead, 2003, p. 136).
Por su parte, Amorós considera que el género como proceso de significación y significante es producto de “la explotación metódica de la diferencialidad” (1985) y, en palabras de Curiel (s. f., p. 9), es resultado de la diferenciación, “es decir, de la construcción social (e ideológica y, por lo tanto, política) de la diferencia”. En cuanto a Bourdieu (2000), sugiere que la diferenciación se ha ido incorporando en los cuerpos “en los hábitos de sus agentes” y funcionan como “esquemas de percepciones, tanto de pensamiento como de acción”. Bajo la perspectiva del autor, tanto el campo de la significación como el de la acción se encuentran mediados por la oposición diferencial entre lo masculino y lo femenino, y por la naturalización de la relación entre dominador y dominado. Así, las representaciones de género se constituyen no solo en el producto de tal división, sino en una manera de, a través de su circulación, naturalizar la diferencia y lo que de esta se desprende.
1.2. Tecnologías de género
En perspectiva foucaultiana,2 De Lauretis (1989) propone el concepto de tecnologías del género para explicar cómo operan variadas tecnologías sociales en la producción de los sujetos generizados y/o como procedimientos para normalizar, naturalizar y esencializar la diferencia sexual. Moreno (2011), de acuerdo con la autora, define a estas tecnologías como “regímenes complejos, donde deben incluirse, sin duda, las prácticas discursivas, los proyectos pedagógicos, las normatividades” (p. 50), las que apuntan a producir sujetos, prácticas y subjetividades generizadas. En este sentido, la fabricación del género se corresponde con “el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales” (p. 8) a través del despliegue de prácticas y discursos.
Además de las propuestas de Foucault, De Lauretis incorpora algunos elementos de la teoría althusseriana. En primera instancia, apela al concepto de ideología3 para establecer que el género es tal en la medida en que este “tiene la función (que lo define) de constituir individuos concretos como varones y mujeres” (p. 12). Conforme con esto, el género es ideología y es efecto de la ideología de género. En segundo lugar, alude al concepto de aparatos ideológicos del Estado (AIE)4 para definir a las tecnologías de género, las que existen porque el género es ideología, constituyéndose en una de las maneras de ponerla en circulación, aspecto que incide en la modelación de cuerpos y subjetividades. En este sentido, “la ideología existe materialmente a través de los aparatos ideológicos del Estado (AIE)” (Parra, 2017, p. 255).
En las tecnologías de género, convergen “discursos institucionalizados, epistemologías y prácticas críticas, así como prácticas de la vida cotidiana”, que apuntan a la generización de los sujetos. Sin embargo y tal como lo afirma Sainz (s. f.), De Lauretis no propone la existencia de un AIE del género, sino que el género “es transversal a todos los aparatos de Estado”.
Desde esta perspectiva, las políticas públicas podrían ser definidas como tecnologías de género, en la medida en que 1) son construidas (negociadas, formuladas y puestas en marcha) por sujetos que encarnan al género como ideología; 2) en estas se plasman las representaciones que sobre los géneros encarnan los sujetos generizados que participan en su formulación; y 3) al ponerse en marcha (implementación) reproducen, afianzan y legitiman las representaciones de género.
No obstante, para comprender cómo operan resulta clave ahondar en las propuestas de Althusser sobre los AIE. Si consideramos que estos se constituyen en dispositivos que son resultado a su vez que contienen la ideología, “prescriben prácticas materiales que interpelan a los individuos de manera que estos terminan aceptando como necesarias las formas de comportamiento que las prácticas requieren por parte de ellos” (Parra, 2017, p. 255). En este orden de ideas, los AIE funcionan como mecanismos de sujeción. La sujeción es condición para la producción de sujetos funcionales al sistema (Althusser, 1988), es decir, para la reproducción de las relaciones de explotación que sostienen al sistema capitalista.
La sujeción a través de los AIE, tal como lo establece De Lauretis (1989), además de emanar del género, ratificarlo, producen y mantienen la diferencia como elemento transversal a la explotación. En su explicación alude a las propuestas de Michele Barret, para quien la ideología de género: 1) opera como el “lugar primario de construcción del género” (p. 13); 2) es elemento central de la división del trabajo y de la reproducción de la fuerza de trabajo; y 3) evidencia la intersección entre ideología y relaciones de producción.
En relación con lo anterior, Maffla (2017) sugiere considerar a las políticas públicas como estrategias estatales de disciplinamiento y control social, las que, en el marco de los procesos de reproducción ampliada de capital, apuntan a la producción de sujetos generizados como condición para una subordinación también generizada a las necesidades del capital.
1.3. Tecnologías de género neoliberales
La serie de desplazamientos productivos ocurrida a finales de la década de los setenta incidió en la recomposición de la división internacional del trabajo. El desplazamiento de “la producción manufacturera hacia las zonas de libre comercio y plataformas exportadoras en el Tercer Mundo” (Escobar, 2007, p. 296) se constituyó en una estrategia para resolver la crisis de sobreacumulación de capital, fuerza de trabajo y mercancías en el centro capitalista. Este aspecto implicó la recomposición de la división sexual del trabajo en los países de la periferia capitalista. Abaratar costos de producción como recurso para incrementar la tasa de ganancia requirió de la “oferta constante de trabajadores dóciles y baratos” (p. 296).
Luxemburgo argumenta que el capitalismo necesita nuevas arenas de consumo y de mercado en las que expandirse (Hartsock, 2006); y, en el capitalismo tardío, la mano de obra que se requiere es una mano de obra que pueda entrar a un mercado de trabajo flexible y precario, que es el que se configura mediante la implementación de los programas de ajuste estructural. Según Hartsock, esta mano de obra debe ser reclutada de las “reservas sociales fuera del dominio del capital” (p. 20). En este contexto, las mujeres, principalmente las de las periferias capitalistas, han sido redescubiertas por el capital internacional.
Mies (1998) señala algunos factores que subyacen a este redescubrimiento: 1) las mujeres se constituyen en la fuerza óptima para la acumulación capitalista a escala mundial dado que su trabajo puede ser pagado a un precio mucho más barato que el trabajo masculino; 2) debido a que las múltiples actividades que realizan las mujeres (incluidas algunas de carácter productivo) no se reconocen como trabajo, su trabajo puede ser más fácilmente degradado; 3) la invisibilización del trabajo de las mujeres está en la base de su no reconocimiento como trabajadoras reales.
Particularmente en el contexto neoliberal, las políticas públicas (otras acciones estatales también) apuntan no solo a incorporar a las mujeres a la producción económica, sino también a producir cierto tipo de feminidades productivas útiles, competitivas y eficientes para al mercado (Cajamarca, 2014). Desde finales de los setenta y mediante una serie de estrategias desplegadas por el Estado y la cooperación al desarrollo, las mujeres han sido integradas a la producción de cultivos comerciales. Los proyectos productivos puestos en marcha en las zonas rurales como condición para el empoderamiento económico de las mujeres han posibilitado su ingreso a la producción de mercancías. Este ingreso no ha sido a partir del reconocimiento de su trabajo (tanto productivo, como reproductivo y comunitario), sino que tiene relación con lo que Mies llama el impulso estatal y privado “al uso productivo del tiempo dedicado al ocio”.
Escobar (2007) propone considerar la incidencia que han tenido las estrategias de mujer y desarrollo (MYD) y género en el desarrollo (GED) en la instrumentalización de las mujeres rurales en función de las demandas capitalistas. En Colombia estos enfoques han permeado el diseño de las políticas para mujer rural y de la incorporación del género a las diversas estrategias de desarrollo rural desde finales de la década de los setenta (Sañudo, 2015). A través de los programas dirigidos a las mujeres rurales, se comenzó a organizar y regular su vida, sus rutinas, sus prácticas y subjetividades (Sañudo, 2015). Este grupo poblacional fue percibido como un sector problemático para el desarrollo, el que debía ser integrado a las dinámicas económicas de manera activa, y bajo esta lógica productivista se apuntaba a que “las mujeres produzcan y se reproduzcan eficientemente” (Escobar, 2007, p. 315).
En este sentido, las tecnologías de género neoliberales corresponderían a una batería de discursos y prácticas que, al sostenerse en la división sexual del trabajo e incidiendo en el campo de las significaciones, se despliegan para ajustar los cuerpos y las subjetividades de hombres y mujeres a las necesidades de acumulación capitalista, actuando a su vez como mecanismos de desposesión, en la medida que se sustentan en la expropiación del trabajo reproductivo y productivo de las mujeres. Al constituirse la división sexual del trabajo en el eje de la estructuración de las sociedades capitalistas, las políticas se sostienen en tal división.
1.4. Acceso y formalización de la tierra y tecnologías de género neoliberales
García (1986) sugiere que las reformas agrarias o la implementación de mecanismos de política pública para facilitar el acceso a la tierra a los productores rurales en los países de América Latina ha tenido como finalidad “la modernización capitalista de la agricultura” y la reorganización productiva de los territorios rurales (p. 79). Dado que los instrumentos estatales de redistribución de la tierra han sido conceptuados de acuerdo con lo que él denomina “ideología desarrollista”, estos han apuntado, entre otros, a la “redefinición de las economías campesinas dentro del modelo vigente de crecimiento agrícola” (p. 76).
En este orden de ideas, el viabilizar el acceso a tierra o su formalización se sitúa como condición para “conservar o incrementar las tasas de acumulación en el campo” a través de la “sobreexplotación de la mano de obra campesina”. Es decir, mediante la adjudicación de este recurso productivo y otros, los Estados transfieren a las unidades económicas campesinas “la responsabilidad en la conservación y reproducción de la mano de obra agrícola” (p. 77); además, tienen a su disposición los recursos para generar, por un lado, los mínimos de subsistencia, aspecto fundamental para “completar el salario agrícola” (García, 1986, p. 77).
Por otra parte, es de considerar que los procesos de reforma agraria implican el despliegue de acciones complementarias, tales como la transferencia de tecnología, programas de acceso a crédito, procesos de extensión y asociatividad del campesinado, y desarrollo de proyectos productivos. En palabras de Castorena (1983), estos operan como dispositivos para la subordinación de las economías campesinas a las necesidades, siempre cambiantes, del modo de producción capitalista (Sañudo y Aguilar, 2018). Así, la tierra supone la condición para que el pequeño productor se vincule a determinadas ramas (reorganización de la producción), especialmente a aquellas que son la base de la industria nacional o para suplir las demandas de los sectores agroexportadores.
León y Deere (2000) indican que la Ley 160 de 1994 tuvo como propósito explícito organizar el mercado de tierras a fin de dar paso a un sector agrícola más competitivo, que pueda participar con éxito en los mercados internacionales.5 En este contexto, la intervención del Estado como regulador del acceso a la tierra se concibe como una medida temporal que sirve de guía para la transición al funcionamiento libre del mercado de insumos, de créditos y productos. En concreto, frente a la Ley 160, Cifuentes et al. (2016, p. 15) sugieren que mediante esta se transforma el “paradigma estatal de reforma agraria”, es decir, se caminó de un modelo basado en la “redistribución de tierras inadecuadamente explotadas” a través de la acción directa del Estado a uno en el que domina el mercado asistido de tierras.6