Kitabı oku: «El debate sobre la propiedad en transición hacia la paz», sayfa 4
Por su parte, Gómez (2011, p. 65) entiende que la Ley 160 funciona como un mecanismo “para regular la estructura de la propiedad en un esquema de economía más abierta e internacionalizada”. En este sentido y tal como sostiene el autor, mediante esta norma se adelantó un proceso de reordenamiento rural tanto a nivel de la estructura de la tenencia como de las dinámicas productivas de los territorios, aspecto que en varias zonas del país fue coadyuvado por medio del despliegue de repertorios de violencias asociadas al escalonamiento de la guerra.
En cuanto a la Ley 1448 y, en específico, las medidas de restitución, aunque estén encaminadas a la reparación de las víctimas del conflicto armado, también pretenden legitimar el modelo de desarrollo rural, que, entre otros, se comenzó a configurar con el entronque entre reformas neoliberales y conflicto armado. Es decir, consolidar las condiciones para la viabilidad del mercado de tierras, para la modernización del sector agrario, para la reconstitución de las víctimas como nuevos sujetos productivos y para la instauración de territorialidades con características económicas específicas. Uprimny y Sánchez (2010, p. 305) reconocen que la restitución apunta a corregir “la ilegalidad del despojo y aclarar los títulos y los derechos individuales sobre los bienes, lo cual serviría para dinamizar el mercado de tierras y dar vía a una política de desarrollo rural que modernice la producción agraria con base en la gran propiedad”.
En relación con el funcionamiento de estas normas como tecnologías de género, es de considerar que el reconocimiento de las mujeres como sujetos de reforma agraria o como sujeto prioritario en los procesos de restitución de tierras se sucede en el marco de la implementación de reformas neoliberales, proceso entroncado con el escalonamiento de la guerra. El entronque, como se ha dicho antes, está en la base de la reorientación del modelo de desarrollo rural en el país. Esta reorientación demanda nuevos sujetos productivos.
Si bien no se niega la importancia de las normas referenciadas con respecto a la garantía de los derechos de las mujeres a la tierra, es de considerar que el acceso a la tierra se percibe, desde el nuevo modelo de desarrollo rural, como una estrategia para la potenciación de las mujeres como sujetos productivos. En este sentido, “la propiedad segura de la tierra aumenta la eficiencia de las mujeres en cuanto incrementa directamente tanto su capacidad como sus incentivos para invertir llevando a niveles de productividad y producción más altos” (León y Deere, 2002, p. 21). Eficiencia y productividad logradas mediante el acceso a los factores de producción se suponen, por un lado, como condiciones para el bienestar de las mujeres, de sus familias y de las comunidades rurales; y, por otro, como factores clave para el crecimiento económico (Sañudo, 2015). En este sentido, las limitaciones estructurales que enfrentan las mujeres en cuanto al acceso a la tierra, en el contexto neoliberal, se conceptúan como obstáculos al crecimiento económico y “un alto costo de oportunidad a la sociedad en términos de producción e ingresos perdidos” (Agnes Quisumbing et al., citados por León y Deere, 2002, p. 21).
Desde la perspectiva de Cajamarca (2013), Piñero (2015) y Piña (2017), los programas de acceso a la tierra para mujeres, diseñados e implementados bajo el cuño del neoliberalismo, constituyen a las mujeres como sujetos generizados en dos vías. Por un lado, las configuran como sujetos productivos, dado que se vuelven sujeto de políticas si y solo si encarnan habilidades o características específicas7 que tienen que ver con lo femenino; estas son las que deben ser potenciadas tanto para su incorporación a la producción como para que contribuyan a la dinamización del sector agropecuario. Al respecto establece Piña (2017, p. 87): “La inclusión de las mujeres en la producción moviliza prácticas y formas discursivas sobre la diferencia sexual; además emerge valorizaciones sobre las ‘identidades de género’ ligadas a las habilidades que se cree tienen las mujeres por ser mujeres”.
Por otro, el reconocimiento de las mujeres como sujetos de reforma agraria se legitima en la medida en que encarnan una identidad puntual: la de ser cuidadoras y, por ende, artífices del bienestar de las familias y de las comunidades. Aun considerándolas como potenciales actores para la dinamización de la producción rural, la identidad asociada al ser madres (jefas de hogar) media su entrada al ámbito productivo. Esta, al ser una identidad funcional al patriarcado, les otorga legitimidad para entrar a la esfera del reconocimiento, un reconocimiento que ha sido exclusivo para los hombres y el que es obviamente otorgado por ellos mismos (Sañudo, 2015).
En este sentido, el reconocimiento de las mujeres rurales como sujeto de reforma agraria y de restitución de tierras implica la producción de un sujeto híbrido/dicotómico (productivo y reproductivo). El posicionamiento de este tipo de sujeto en la agenda de los derechos tiene que ver con la necesidad de abaratar costos de producción como requisito para incrementar la eficiencia de la producción. De tal forma, el acceso a la tierra para las mujeres rurales bajo la lógica neoliberal busca potenciar ciertas funciones particulares de las mujeres en las áreas reproductivas y productivas, que representan mayor eficiencia y eficacia para el crecimiento económico.
Otro elemento que es fundamental y que se suma al reconocimiento/ configuración del sujeto femenino de la reforma agraria y de la restitución es la vulnerabilidad: por condiciones de pobreza y por causa del conflicto armado. Esta categoría refuerza las anteriores. Piñero (2015) sostiene que, por un lado, el posicionamiento de un género como “vulnerable” afianza los imaginarios tradicionales de género sobre las mujeres como débiles y necesitadas de protección; por otro, legitima la urgencia de su vinculación al ámbito productivo como una condición que les permitirá salir de la “feminidad vulnerable”. De acuerdo con Cajamarca (2013), la vulnerabilidad, en el marco de las políticas dirigidas a las mujeres rurales, está asociada con las limitaciones que ellas y sus familias enfrentan en su vinculación al mercado como productoras y consumidoras.
2. El sujeto femenino de la reforma agraria
Tal como se ha explicitado en párrafos anteriores, en Colombia el reconocimiento de los derechos de la mujer a la tierra obra a través de tres instrumentos. Mediante la Ley 30 de 1988, “por primera vez se reconoció explícitamente el derecho de la mujer a la tierra” (León y Deere, 1997, p. 11). El principal avance en este sentido corresponde al establecimiento como norma de la titulación conjunta de predios obtenidos bajo la modalidad de reforma agraria; en cuanto al acceso individual, se instituyó que las “mujeres jefas de hogar mayores de 16 años” (p. 11) tendrán acceso “prioritario a tierras baldías nacionales y facilidades en su participación en las empresas comunales creadas bajo la reforma agraria” (p. 11); con respecto a la participación de este grupo poblacional en espacios de decisión sobre temas concernientes con el desarrollo rural, se ordenó que estas, a través de las principales organizaciones de mujeres rurales, en este momento la Asociación Nacional de Mujeres Campesinas, Negras e Indígenas de Colombia (Anmucic), conformarían “las juntas regionales y nacionales del Instituto Colombiano de Reforma Agraria, Incora” (p. 11).
Gómez (2011) establece que, si bien la Ley 30 de 1988 (primera ley mediante la que se reconoce a las mujeres como sujetos de reforma agraria) se formula en un escenario de transformaciones del modelo de desarrollo rural en el país, esta conservó algunos elementos de las leyes precedentes (135 de 1961 y 1 de 1968) en la medida en que se instituyó como una norma encaminada a remover los obstáculos para el acceso del campesinado a la tierra.
La Ley 160 de 1994 se constituye en la segunda norma por medio de la que se incorporan medidas relativas al género en los procedimientos para el acceso a la propiedad de la tierra de campesinos y campesinas. Esta se formula en un escenario de cambios, el que se configura a través de la implementación de las reformas neoliberales.
A finales de la década de los ochenta, se observa una transformación radical en torno al modelo de desarrollo rural en Colombia. En el gobierno de César Gaviria (1990-1994) se inician los procesos de apertura económica. El proceso de neoliberalización del sector rural coincidió con una reducción de los recursos públicos ejecutados para el sector. El PNUD (2011, p. 45) señala: “El gasto público agropecuario cayó como porcentaje del PIB total, de un promedio de cerca de 0,67 % entre 1990 y 1996 a uno de cerca de 0,27 % entre 2000 y 2009. La caída más importante se dio en la inversión, mientras el gasto en funcionamiento se mantuvo relativamente estable”. Paralelamente, se desmanteló la institucionalidad rural creada en los años sesenta y setenta. Así, “en los años 1990 y principios del 2000, el sector vio fenecer gran parte de los programas institucionales creados en décadas pasadas o recientes como el DRI, el PNR y la reforma agraria; el debilitamiento de las unidades municipales de asistencia técnica (Umatas) y de la asistencia técnica gratuita a pequeños agricultores” (p. 308).
Es en este contexto en el que el gobierno de César Gaviria, bajo asesoría y apoyo del Banco Mundial, propone un borrador de Ley de Reforma Agraria. En el marco de este, se presenta la figura de reforma vía mercado de tierras, es decir, la adquisición (por compra no por extinción) por parte del Estado de haciendas y latifundios para su parcelación; y el otorgamiento de subsidios de reforma agraria a campesinos y campesinas que cumplieran con algunos requerimientos (ser mayor de 16 años, tener vocación agrícola, ser jefe o jefa de hogar, entre otros) (Fajardo, 2002).8
En este entorno, campesinos y campesinas organizadas rechazaron el proyecto de ley formulado por Gaviria e iniciaron un proceso de concertación entre diversas organizaciones rurales e indígenas, todas ellas confluyendo en una coordinadora agraria denominada Consejo Nacional de Organizaciones Agrarias e Indígenas (Conaic).9
En este escenario, elaboraron un proyecto de ley para presentar al gobierno. Tal proceso fue el producto de concertaciones entre campesinos e indígenas y de alianzas con otros sectores del movimiento social, como las principales centrales, entre ellas Sintraincoder. Sectores que respaldaron tanto el proyecto de ley presentado como las negociaciones que se establecieron con funcionarios y funcionarias del Ministerio de Agricultura y del Incora.
De acuerdo con lo anterior y desde el criterio de Mondragón (2002, p. 5), en la ley que finalmente es sancionada por el Estado, si bien se introducen muchas de las propuestas del proyecto presentado por el campesinado (figura de reservas campesinas, acceso progresivo a la propiedad de la tierra mediante subsidios, Sistema Nacional de Reforma Agraria), en el marco de esta se acaba con la figura de extinción de dominio como mecanismo para obtener tierras destinadas para la dotación a población campesina. Mediante este cambio se perdía un derecho adquirido como era “el que a los tres años de estar inexplotado un predio procedía la extinción de dominio”.
El deterioro de la guerra durante la primera mitad de la década de los noventa condiciona de doble manera la negociación de la Ley 160 de 1994. Por un lado, al tener efectos desmedidos sobre la población civil, en particular sobre las y los habitantes de las zonas rurales del país, limita la capacidad de acción de las organizaciones sociales, sobre todo las campesinas; y, por ende, su capacidad de incidir en la negociación de la ley referenciada. Por otra parte, dado los efectos particulares que el conflicto tiene sobre hombres y mujeres, los intereses y reivindicaciones pasan a estar modelados por estos efectos, lo mismo que su lucha y las representaciones de género que se ponen en escena.
Para mediados de la década referida, en Colombia la guerra tiene manifestaciones y actores diferentes a los de la época precedente (setenta y ochenta), ajustándose a lo que Kaldor (2001, p. 15) ha denominado “nuevas guerras”, es decir, aquellas donde se produce “el desdibujamiento de las distinciones entre guerra, crimen organizado y violaciones a gran escala de los derechos humanos”; y, por otro, en las que opera una transformación en 1) los objetivos de la guerra, 2) los métodos de lucha y 3) los métodos de financiación. Particularmente en Colombia, al comienzo se evidenciaban los siguientes rasgos del conflicto: el resquebrajamiento del monopolio del Estado sobre la fuerza y la violencia legítima y organizada, esto es, la privatización de la violencia asociada al auge del crimen organizado y del paramilitarismo, el deterioro de la legitimidad política en un contexto de crisis económica, fiscal y de corrupción, y el control territorial por parte de actores armados a través del uso de la violencia con miras al control político de la población (PNUD, 2003).
Es en este contexto que se formula la Ley 160 de 1994, la que se constituye en la segunda norma mediante la que se introduce el principio de igualdad para los procesos de titulación de la tierra. Esta ley da continuidad a lo establecido en la norma precedente (Ley 30 de 1988) (titulación conjunta y el reconocimiento del derecho de las mujeres jefas de hogar al acceso individual a la tierra), pero, a diferencia de la anterior, en esta se matiza aún más el sujeto que se prioriza como beneficiario, es decir, mujeres campesinas jefes de hogar, que además se encuentren en estado de desprotección social y económica por causa de la violencia, el abandono o la viudez y carezcan de tierra propia o suficiente.10
Sin embargo, cabe aclarar que dada la tendencia política del gobierno: la que estaba enfocaba en avanzar en la apertura económica y la reconversión del agro, y en un contexto de escalonamiento del conflicto con especiales efectos sobre las mujeres rurales, el derecho a la tierra para este grupo poblacional no se concibió como una medida de carácter afirmativo, sino como estrategia para brindar a los sujetos las condiciones necesarias para incorporarse al nuevo modelo (Cajamarca, 2013). Además, al constituir a las mujeres como sujetos vulnerables, implícitamente se estableció el reconocimiento de su derecho a la tierra como uno de los mecanismos para facilitar su ingreso al mercado y así ellas por sí mismas podrían constituir las condiciones para salir de la fragilidad en las que las sumía la pobreza y la guerra.
Una cuestión por resaltar es que mediante la focalización de las mujeres rurales como sujetos de atención en razón de su vulnerabilidad y por su potencialidad como sujeto activo en la producción se omiten las condiciones estructurales que reproducen la situación de inequidad que condicionan el acceso a la propiedad de la tierra.
En este sentido, la inclusión de las mujeres rurales en la Ley 160 de 1994 reafirma tres supuestos: se constituyen en sujetos de este derecho dado que encarnan la maternidad (o el cuidado) como el rol más importante desempeñado por ellas; son sujetos vulnerables en la medida en que no cuentan, por un lado, con las condiciones para ejercer a cabalidad el rol de crianza de los hijos; y porque no han sido capaces de insertarse efectivamente en el mercado, aspecto que se supone minimizará su fragilidad.
En conexión con el concepto de tecnología de género neoliberal, esta ley se constituye en una estrategia para, a través de la articulación de estas en lo productivo, producir tipos de sujetos cuyas características o rasgos les permitirán ser funcionales al sistema. Esta norma pone en circulación nuevas representaciones de género, ligadas a la capacidad de las mujeres para ser productivas y aportar al desarrollo rural y a la dinamización de la economía, por medio del reconocimiento de su derecho a la tierra, aspecto que posibilita la asimilación de una serie de imágenes y representaciones ‘convenientes’ sobre los sujetos y su papel en el nuevo modelo. Como argumenta De Lauretis (1989, p. 25), “la construcción de género prosigue hoy a través de varias tecnologías de género y de discursos institucionales con poder para controlar el campo de significación social y entonces producir, promover e implantar representaciones de género”.
3. El sujeto femenino de la restitución de tierras
Frente a los resultados de la puesta en marcha de la Ley 160 de 1994, es clave considerar varios aspectos. León y Deere (2000) especifican que, si bien mediante la implementación de la norma se incrementa el acceso de las mujeres a la tierra (a través del subsidio y la titulación conjunta), este siguió siendo marginal. Tan solo el 19 % de la totalidad de los sujetos beneficiados por el subsidio fueron mujeres. Por otra parte, el deterioro de la guerra tuvo efectos sobre el acceso. Estos deben considerarse en dos niveles. Por un lado, quienes tuvieron la posibilidad de acceder fueron víctimas de despojo o tuvieron que abandonar la tierra; por otro lado, las dinámicas del conflicto condicionaron, por ejemplo, la solicitud del subsidio (Sañudo, 2015).
La conexión entre género y despojo es compleja, y para comprenderla Meertens (2016) sugiere atender a que “el acceso a la tierra de las mujeres ha sido una larga historia de exclusiones”, las que no han sido resueltas con la implementación de la Ley 160 de 1994, y se han exacerbado con el escalonamiento de la guerra y la reorientación del modelo de desarrollo rural (este como producto de la convergencia entre irregularización del conflicto y neoliberalismo).
Las históricas exclusiones se conectan con los arreglos tradicionales de género. Así, “el ordenamiento social y cultural basado en una cultura patriarcal” limita el acceso a la propiedad por parte de las mujeres y media en “los procesos de titulación, adjudicación, e incluso de sucesión” (CNRR, 2009, p. 56).
Córdova (2003) sostiene que factores como “la percepción dicotomizada de la división sexual del trabajo y de los papeles de género”, y la idea instalada con fuerza en el imaginario sobre que las mujeres “son incapaces” inciden en el acceso. En cuanto al primer factor, la autora establece que esta, además de definir y prescribir los ámbitos de las actividades femeninas y masculinas, tanto en lo que respecta a la reproducción como a la producción, legitima la pertenencia de los sujetos a espacios específicos, “instituyendo con esa exclusividad un estado recíproco de dependencia y complementariedad que se funda en el orden genérico” (p. 181). Este orden instaura que los hombres como productores deben ser los propietarios de la tierra y las mujeres como cuidadoras deben estar incluidas dentro de la propiedad masculina (Sañudo, 2015).
Con respecto al imaginario sobre la incapacidad de las mujeres para el desarrollo de actividades productivas y el control de los recursos, este tiene que ver con que las sociedades agrarias establecen la supremacía masculina como principio organizador de la distribución económica y social de recursos (Bourdieu, 2000). Bajo esta lógica, “las mujeres se ubican en la parte más baja de la escala económica y social” (Romany, 1997, p. 102), aspecto que, entre otros, incide en el reconocimiento y valorización del trabajo que las mujeres realizan tanto en los ámbitos productivo como reproductivo y comunitario. La continuidad en el no reconocimiento del trabajo femenino rural implica la invisibilización de este sector como sujeto de reforma agraria.
Con la guerra se exacerban las condiciones de exclusión basadas en los imaginarios de género. Meertens (2017, p. 19) apunta: “Los actores armados y no armados usaban los órdenes de género de la sociedad campesina a su favor. Aprovechando la vulnerabilidad de las mujeres o ampliando sus repertorios de violencia hacia ellas las desalojaron de sus tierras o afianzaron el orden masculino de la tenencia”.
Por su parte, Guzmán y Chaparro (2013, p. 14) plantean que el despojo se ancla en un “contexto previo y general que sitúa a las mujeres en condiciones de desventaja inicial”, desventaja que en escenarios de conflicto armado se incrementa. Frente a lo anterior, Céspedes (2010, p. 276) añade un elemento fundamental. La autora establece que la violencia sexual en el marco del conflicto armado se ha constituido también en una estrategia para despojar, señalando que “en ciertos contextos es la herramienta utilizada para producir el desplazamiento y consiguiente abandono de los inmuebles”.
La compleja experiencia del despojo por parte de las mujeres ha sido reconocida en la Ley 1448 de 2011, específicamente en lo concerniente a la restitución de tierras. Esta se constituye en el mecanismo, que, en clave de justicia transicional, opera para devolver las tierras despojadas con ocasión del conflicto armado a las víctimas, “bien sean propietarios, ocupantes o poseedores” (Benjumea y Poveda, 2014, p. 69). En cuanto a las mujeres, además apunta a atacar la persistente brecha de género en el acceso, problema que no pudo ser resuelto a través de los previos esfuerzos normativos.
En este orden de ideas, el enfoque de género transversaliza los artículos comprendidos entre el 114 y el 118, en los que, en palabras de Meertens (2017, p. 19), se conjugan las siguientes acciones afirmativas: “titulación a mujeres, priorización de mujeres jefas de hogar, protección (consentimiento previo para acompañamiento de la policía), participación de organizaciones femeninas en espacios institucionales y acceso a los beneficios de la Ley 731 de 2002”.
La Unidad de Restitución de Tierras (s. f.) ha dictaminado que las mujeres se constituyen en sujeto de restitución en razón de su victimización por despojo o abandono de predios con los cuales, de manera formal o informal, han mantenido una relación de propiedad. Esta instancia además reconoce que las mujeres, dadas las históricas condiciones de exclusión en el acceso a la tierra que han enfrentado, tienen mayores probabilidades de ser despojadas de la tierra, una cuestión que también ha sido determinante del acceso informal o precario a la tierra.
Desde esta lógica, reconoce tres modalidades jurídicas para la restitución: propietarias, poseedoras y ocupantes.11 En cuanto a las primeras, la URT (s. f., p. 7) dispone que son aquellas mujeres que poseen “escritura pública, una resolución del Incoder o del Incora o un acto administrativo emitido por el alcalde, o una sentencia de un juez que luego fue registrada ante las Oficinas de Registro de Instrumentos Públicos”; con respecto a las poseedoras, en este grupo se clasifican aquellas mujeres “que se creen y actúan como dueñas de un predio, de manera pública, pacífica e ininterrumpida por el tiempo establecido en la ley. Por tanto, lo usan, lo explotan, lo trabajan, desarrollan sus actividades cotidianas o incluso arriendan a otros, pero no tienen el título de propiedad y/o el registro del título ante la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos” (p. 8); en lo que compete a las ocupantes, estas son “aquellas mujeres que viven o explotan directamente un terreno baldío” (p. 9).
Por otra parte, para la Ley de Víctimas el reconocimiento de los derechos patrimoniales de las mujeres resulta fundamental como estrategia para garantizar la restitución de la tierra. Dada la “posición asimétrica frente a la propiedad y tenencia de la tierra y bienes”, y/o por el acceso mediado a través de una relación formal con un varón, las mujeres difícilmente pueden demostrar el tipo de relación de propiedad que mantenían con el predio (Rodríguez, 2014, p. 56). Considerando esta problemática, la URT ha realizado importantes esfuerzos para ampliar los términos en que se da el reconocimiento de los derechos patrimoniales de las mujeres.
En concordancia con lo establecido en la Ley 1448 de 2011, se crea mediante Resolución 80 el “Programa de Acceso Especial de Mujeres y Niñas a la Etapa Administrativa del Proceso de Restitución de Tierras”. Este tiene como objetivo “crear mecanismos eficaces para la acreditación de la titularidad del derecho a la tierra de las mujeres y niñas víctimas del abandono y despojo”. Su puesta en marcha, además, apunta a “superar las barreras y dificultades que presentan las mujeres respecto al acceso a la justicia, con la finalidad de demostrar sus derechos” (artículo 3º).
La restitución además es un proceso que está articulado con otras medidas encaminadas al restablecimiento socioeconómico de la población despojada, entre ellas el apoyo a la construcción y desarrollo de “planes de vida productivos” (URT, s. f., p. 9). Estos se diseñan y ponen en marcha con el objetivo de “contribuir a la integración social y productiva de las familias restituidas” (p. 9). El principal componente de estos planes corresponde a los proyectos productivos, para cuyo desarrollo las personas restituidas reciben incentivos. Para el acceso a este incentivo, las mujeres ‘cabeza de familia’ se prevén como sujeto prioritario dado que hacen parte del grupo ‘poblaciones vulnerables’. Además de lo anterior, se ha determinado que aquellas que retornen a sus lugares de origen posterior a la restitución tendrán prelación en los beneficios que otorga la Ley de Mujer Rural (731 de 2002).
Los planes de vida productivos se construyen considerando un diagnóstico, mediante el que se caracterizarán las condiciones ambientales y socioeconómicas de las personas restituidas y del territorio al que retornan; se tipologizará a los productores y los sistemas de producción; se mapeará a los diferentes actores que hacen presencia en el territorio (estatales y no estatales) y que intervienen en el desarrollo rural. Los insumos contenidos en el diagnóstico orientarán la construcción de los planes productivos.
“La oferta del Estado debe considerarse como eje de la formulación de los planes, de la misma forma que las ventajas que la economía familiar ofrece para el desarrollo de apuestas productivas. De igual manera, resulta clave que las propuestas sean técnicamente viables y financieramente sostenibles” (p. 39). Además, la puesta en marcha de estos planes dependerá de la “corresponsabilidad por parte de los beneficiarios” (URT, s. f., p. 25), quienes aportarán recursos productivos (fuerza de trabajo, saberes) y, si es necesario, deberán solicitar un crédito, cuyo trámite será apoyado por la Unidad. También están en la obligación de “asistir a los talleres, las jornadas de capacitación y a los eventos y actividades que, en el desarrollo del plan de vida productivo, se programen por parte de los respectivos operadores” (p. 25).
La sostenibilidad de la restitución estará mediada por la capacidad, por parte de las familias, con el apoyo institucional y el asocio con actores privados, de desarrollar el plan de vida productivo, el que se espera que posibilite la conexión con el mercado interno y externo, y se constituya en una de las vías para la dinamización de las economías rurales.
No obstante, la restitución y el desarrollo de los proyectos productivos son procesos que se suceden en escenarios en los que las dinámicas económicas, las lógicas productivas y los actores han cambiado, o se han transformado en función de la reorientación del modelo de desarrollo rural en el contexto de la convergencia entre neoliberalización y escalonamiento del conflicto armado. En este sentido, la restitución y las acciones que trae aparejadas estarían encaminadas a la reorganización productiva de los territorios rurales, con la consecuente redefinición de la economía campesina bajo la lógica de un modelo que privilegia las plantaciones a gran escala y la agroindustria. Permitir el acceso a la tierra (vía formalización del título) y a recursos productivos (crédito, capacitaciones, asistencia técnica, transferencia de tecnología, entre otros) restaura las condiciones para la reproducción de la mano de la fuerza de trabajo necesaria para dar viabilidad a proyectos productivos de gran envergadura. El predio más el proyecto productivo se constituyen en recursos para generar que las personas accedan a los mínimos de subsistencia, aspecto fundamental para “completar el salario agrícola” (García, 1986, p. 77).
Bolívar et al. (2016) sugieren, por ejemplo, que los proyectos productivos vía restitución no solo conllevan la reactivación de la economía campesina (como condición de seguridad alimentaria y de reestructuración de lazos familiares y comunitarios), además posibilitan “el retorno de las víctimas al sistema financiero y la vida comercial” (p. 86), la creación de un ambiente de confianza en las instituciones estatales y en otros actores clave en el desarrollo rural (públicos y privados), la construcción de “iniciativas de emprendimiento y asociatividad” (alianzas con actores privados fundamentalmente), entre otros. Adicionalmente, es de destacar un aspecto sobre el que han llamado la atención Uprimny y Sánchez (2010, p. 305), la restitución estaría apuntando a corregir “la ilegalidad del despojo y aclarar los títulos y los derechos individuales sobre los bienes, lo cual serviría para dinamizar el mercado de tierras”, y los proyectos productivos se constituirían en la estrategia de modernización de la economía campesina.
Tal como se sostuvo antes, las mujeres cabeza de hogar restituidas se constituyen en sujetos prioritarios para el acceso a incentivos para el diseño y desarrollo de planes productivos. El “acceso a información financiera, tecnológica y de mercado; capacitaciones en desarrollo empresarial y procesos asociativos; acceso a servicios de desarrollo empresarial, financieros (microcrédito, garantías, microseguros) y no financieros (asistencia técnica, capacitaciones, parcelas demostrativas); se constituyen en medidas para propiciar su ingreso al mercado y su encadenamiento productivo” (DNP, 2015, p. 2). La finalidad es que este grupo poblacional adquiera las capacidades para que puedan dar solución “a sus problemas socioempresariales y económicos, para que sean gestoras del cambio y de la mejora y conservación de los recursos productivos, asociativos y naturales”, tal como señala el MADR (2015).