Kitabı oku: «Un rayito de luz para cada día», sayfa 4
19 de enero
Volar a ciegas
“Me guías con tu consejo, y más tarde me acogerás en gloria” (Salmo 73:24, NVI).
¿Has viajado en avión alguna vez? ¡Qué lindo es volar! El ser humano siempre ha estado fascinado con volar. Tal vez sea por eso que muchas personas sueñan con ser pilotos de avión. Para ser piloto, por supuesto, hay que cumplir muchos requisitos. Los pilotos de avión profesionales tienen un entrenamiento muy exigente. Deben pasar pruebas físicas, exámenes escritos de cómo se vuela un avión, muchas horas en simuladores de vuelo y, por supuesto, muchas más horas en vuelos reales, primero con instructores y luego como pilotos.
Pero los aviones de hoy son muy distintos a los aviones que construyeron, allá por el año 1900, los hermanos Wright. En ese tiempo era mucho más difícil volar. De hecho, al principio, ¡los hermanos Wright tenían que hacer equilibrio en el avión para que no se fuera a pique! Hoy los aviones están llenos de palanquitas, botones, reguladores, sensores, y ¡quién sabe cuántas cosas más! Son sofisticadas computadoras que casi, casi, pueden volar solas.
Parte del entrenamiento de un piloto es enseñarle a confiar en sus instrumentos de vuelo. Los pilotos que han volado en condiciones climáticas que hacen difícil poder ver por dónde van saben que, en caso de duda, no deben confiar en lo que creen que ven, o en lo poco que ven, sino en sus instrumentos. Ha habido casos en los que, luego de horas de vuelo, el cielo y el océano se confunden, y algunos pilotos se convencen de que sus instrumentos deben estar errados, cuando los errados son ellos. Puedes imaginarte cómo terminan los aviones...
Nuestra vida espiritual se parece un poco a esto de volar a ciegas. En este mundo no vemos con claridad, y podemos confundirnos muchas veces. Pero, si con los ojos de la fe miramos nuestros “instrumentos de vuelo”, podemos estar seguros de que volaremos a salvo por el cielo de nuestra vida.
Si buscas en la Palabra de Dios su voluntad para tu vida, si oras pidiendo al Señor que guíe tus decisiones, grandes y pequeñas, no te confundirás aun cuando no veas bien tu cielo al volar, o sea, cuando no sepas qué hay en tu futuro. Que los consejos de Dios, quien te creó y te cuida cada día, te guíen en el vuelo de tu vida, hoy y siempre, al seguro aeropuerto del cielo. Cinthya
20 de enero
Duke
“Si tuviereis fe como un grano de mostaza, [...] nada os será imposible” (Mateo 17:20).
Cada mañana me levanto rápido pues quiero ver la fiesta que hace Duke cuando me ve. Si le pongo agua y comida, ¡hasta me lame las manos!
Hacía tiempo, mucho tiempo, que quería un cocker. Es una raza que me encanta, con sus orejas largas y sus dulces ojos. Pero me había prometido a mí misma que no lo compraría. Esperaría a adoptar uno que realmente necesitase de mí, tanto como yo de él.
Un día apareció una foto de un perrito blanco y marroncito claro en adopción. ¿Podría ser? Estaba medio borrosa. Concreté el encuentro y cuando lo vi, ¡fue amor a primera vista! Era cariñoso y tímido. Le pregunté a sus dueños cómo se llamaba y me respondieron: “Duke”; y Duke, pues, quedó. Ya ha viajado con nosotros por todos lados. Duerme mucho y le encanta andar en auto. Todos los que lo conocen lo aman, especialmente mis cuatro nietitos.
Un día teníamos que hacerle un estudio en el que debían sacarle sangre, para poder llevarlo a otro país. Al regresar a casa necesitaba cariño, pues estaba dolorido por la pinchadura de aguja; pero lamentablemente teníamos que salir rápido pues teníamos un compromiso. ¿Qué pasó? Duke se escapó. Al regresar a casa y no verlo... ya imaginarán nuestra tristeza.
Esa noche lo buscamos hasta las tres de la mañana. Dormimos un par de horas y a las seis volvimos a salir. Preguntando y preguntando por todos lados si lo habían visto, un veterinario de la zona me dijo que ponga el anuncio de “perdido” en las redes sociales. Luego, él mismo me ayudó a hacerlo.
Mi esposo ya había preparado cartelitos con la foto de Duke, y mis ojos estaban muy hinchados de tanto llorar. Simplemente me reprochaba haberlo dejado. Él había ido detrás de nosotros y no supo cómo regresar. Orábamos pero no aparecía. Pasaron casi doce horas y nos enviaron un mensaje diciendo que en una dirección alguien había visto un perrito parecido al de la foto publicada. Fuimos volando a esa dirección. Miré, pero no vi nada. Llamé, y nada. En eso apareció, entre las plantas del jardín, ¡allí estaba nuestro Duke! ¡Cómo lo abracé! ¡Qué encuentro fue ese!
¡Amo a Dios tanto! Me permitió recuperar a Duke, aunque mi fe era tan pequeña como un grano de mostaza. Recuerdo que oraba: “Señor, aumenta mi fe”. Haz tuya esa oración hoy también. Mirta
21 de enero
Aprendiendo a confiar
“Y se fue Ana por su camino, y comió, y no estuvo más triste” (1 Samuel 1:18).
Cuando vivíamos en Corrientes, Argentina, conocí a un niñito llamado Daniel, el cual asistía sin falta con su mamá y su hermana todos los miércoles al culto de oración. Y todas las veces pedía lo mismo: que su papá entregara su vida a Jesús. Aún recuerdo la mirada resignada de su mamá cada vez que él hacía su pedido, como diciendo: “No hay caso, parece que él nunca lo hará”.
Pero Danielito era diferente. Sabía que el Señor contestaría su oración. Se notaba en él la confianza que tenía en Dios. Y para sorpresa de la mamá, Dios respondió el pedido del niño, y premió su fe; unos años después el padre se interesó en aprender más de la Biblia, y finalmente, entregó su vida a Jesús.
¿Qué actitud tienes cuando pides algo en oración? ¿Te levantas tranquilo luego de hacer tu pedido a Dios? ¿Confías en él como si pudieras escucharlo decir: “Hijito(a), escuché tu oración y voy a contestarla”?
Me encanta repasar la historia de Ana, una mujer angustiada por no poder tener un bebé. En la época en la que Ana vivía, tener hijos era el orgullo de una mujer, su corona de gloria. Y mientras más hijos tenía, más honrada era en la sociedad. Y Ana no solo no tenía esa honra, sino además se sumaba que la otra esposa de Elcana se burlaba de ella y la menospreciaba por eso. Se convirtió para ella en una carga demasiado pesada de llevar. Fue así, con esa carga en el corazón, que Ana se dirigió al templo a orar a Dios.
¡Y acá viene mi parte favorita! Luego de una larga oración, donde le contó todo lo que sentía y pidió que le diera un bebé, la Biblia nos cuenta cuál fue la actitud de ella cuando terminó de orar. Es el versículo de hoy. Vuelve a leerlo. Aunque Ana seguía teniendo motivos para estar triste, y aunque no había escuchado de parte de Dios una respuesta inmediata, ella decidió confiar, “y no estuvo más triste”.
¿Te animas a probar? ¿Hay algo que te pone ansioso o triste? Cuéntale a Dios cómo te sientes, y pídele aquel deseo que tienes en tu corazón. Luego de rogarle que se haga su voluntad, haz como Ana. Alegra tu ánimo como si ya te hubiera dado lo que le pediste. ¡Eso es tener fe! Gabriela
22 de enero
Papá vendrá a buscarnos
“No se preocupen. Confíen en Dios y confíen también en mí. En la casa de mi Padre hay lugar para todos. Si no fuera cierto, no les habría dicho que voy allá a prepararles un lugar. Después de esto, volveré para llevarlos conmigo. Así estaremos juntos” (Juan 14:1-3, TLA).
Nací en un hogar misionero adventista y he tenido que mudarme de casa tantas veces que ya perdí la cuenta... Una mudanza involucra algunos cambios que pueden ser emocionantes y tristes al mismo tiempo. Elegir cosas que puedo llevar y cosas que debo dejar ¡no es tan fácil! Pero encontrar cosas que estaban perdidas y echaba de menos ¡es emocionante! Hacer maletas y empacar cajas puede resultar mucho trabajo; pero siempre hay buenos amigos que están listos a ayudar. Tener que dejar a esos buenos amigos es muy triste, pero también tienes la posibilidad de conocer nuevos amigos. ¡Eso me ha gustado siempre!
En algunas ocasiones nuestro traslado tenía que ser a otro país y mi familia debía separarse por algún tiempo. Mi papá tomaba primero el avión y viajaba solo a su nuevo lugar de trabajo. Como éramos pequeñas, mis hermanas y yo quedábamos llorando. Al despedirse mi papá nos consolaba diciendo: “No se pongan tristes, yo iré para cumplir con mi trabajo y buscar una nueva casa; luego de un tiempo volveré por ustedes y juntos viajaremos a nuestro nuevo hogar”. Papá iba a dejarnos, pero volvería.
La espera se hacía muy larga porque extrañábamos mucho a papá. Todos los días al levantarnos y acostarnos preguntábamos a mamá: “¿Cuándo regresa papá?” Ella siempre nos respondía con amor: “No se preocupen, papá está buscando una linda casa y cuando la haya encontrado vendrá a buscarnos como lo prometió”. Un día papá tomó el avión de regreso y, con los brazos abiertos, corrimos para encontrarnos con él. Él cumplió su promesa y vino a buscarnos para llevarnos a nuestra nueva casa y estar todos juntos nuevamente.
Tener fe es creer que Dios siempre cumple sus promesas. Así como mi papá cumplió su promesa, nuestro Padre celestial también cumplirá la suya. Pronto vendrá a buscarte para ir junto a él a la casa más maravillosa que jamás hayas visto y vivir con él por la eternidad junto a tu familia. ¿Crees en esa promesa? Será una celebración maravillosa que no me quiero perder, ¿y tú? Magaly
23 de enero
Caer de espaldas
“Cuando siento miedo, pongo en ti mi confianza” (Salmo 56:3, NVI).
Recuerdo un pícnic en la playa con varias familias que organizó la iglesia donde asistíamos. Los niños jugamos mucho con las olas, las mujeres charlaron y los hombres organizaron sus juegos deportivos.
Pero lo que me impresionó ese día fue uno de los juegos de varones, que consistía en hacer una ronda y poner una persona en el medio. La persona del medio se tenía que dejar caer de espaldas y quien estaba detrás de él en la ronda lo tenía que sostener y luego pasarlo al compañero de al lado. Y así, hacían “girar” como aguja de reloj al del medio.
Lo curioso del juego es que a muchos les costaba dejarse caer. Tenían la sensación de que nadie los sostendría y caerían al suelo. Nos reíamos de ver los “amagues” de algunos por tirarse, pero finalmente no lo hacían por temor y desconfianza. Es que el ser humano por naturaleza desconfía de lo que no puede ver. ¡Y es precisamente eso lo que Dios nos pide! Confiar en él aunque no lo veamos y estar tranquilos en situaciones en las que no tenemos el control.
¿Recuerdas la historia de Gedeón? Dios le pidió que enfrentara con solo trescientos hombres al numeroso ejército madianita. ¿Y en qué consistía su “táctica de guerra”? En rodear el ejército madianita de noche, hacer sonar sus cuernos, mostrar sus antorchas, dar un grito de victoria, y quedarse parados. ¡Sí! Debían quedarse quietos y observar a Dios actuando. De por sí, pensar en ir a una batalla acobarda a muchos... pero enfrentar un ejército numeroso con poquitos hombres y encima tener que quedarse parados, suena muy loco. ¿Tú irías con esas condiciones? ¡Gedeón tampoco estaba muy convencido!
Y Dios, conociendo sus temores, lo animó haciéndole escuchar a dos madianitas charlar sobre un sueño, cuya interpretación era que Gedeón iba a derrotarlos. Así como en el juego que te conté, Gedeón y sus hombres debían decidir confiar, y dejarse caer de espaldas, sabiendo que Dios los sostendría. Eso hicieron, ¡y la victoria fue rotunda!
¿Sabes una cosa? Dios dejó historias como la de Gedeón en la Biblia porque sabe que nos cuesta confiar. Él quiere que aprendamos a tener fe. Está ansioso por mostrarnos lo que su poder puede hacer en nuestra vida. Lee el versículo de hoy. ¡Ojalá sea una realidad en tu vida! Gabriela
24 de enero
Antes que clamen
“Y antes que clamen, responderé yo; mientras aún hablan, yo habré oído” (Isaías 65:24).
Ayer salimos con mis hijitas y los miembros de nuestra iglesia en el Perú a repartir el libro misionero del año. Saldríamos en autobuses, y no habría que caminar mucho, así que les dije:
–No voy a llevar agua, tomen bastante ahora.
Si bien ellas obedecieron y tomaron agua, el autobús estaba bien caluroso y, cuando llegamos al lugar polvoriento, sentimos mucha sed. Varios hermanos de iglesia habían llevado agua, y pensamos en pedirles, pero nos dio vergüenza. Después de todo, había sido nuestra decisión no cargar el peso del agua, y teníamos que atenernos a las consecuencias de nuestras elecciones.
Fuimos repartiendo los libros, invitando a las personas a leerlos y a ver cómo Dios puede actuar en sus vidas. En un momento entramos a un negocio de comestibles. Emily y Melissa le explicaron a la dueña de qué trataba el libro, y ella quedó encantada con el trabajo misionero. Entonces, tomó algo de los estantes y les regaló a las misioneritas. ¿Qué crees que era? No eran ni caramelos, ni bombones, que suelen ser cosas pequeñas que la gente regala a los niños. ¡Eran dos botellas de agua! Una para cada una.
Nos llenó de emoción ver el tierno amor de Dios para con nosotras. Ni siquiera habíamos orado pidiendo agua. Pero el Señor ya sabía que dos de sus pequeñas hijas tenían sed y suplió su necesidad.
Nuestro versículo de hoy habla exactamente de eso: de cómo Dios sabe qué necesitamos antes aún de que lo pidamos en oración. Antes de que le cuentes tus problemas, tu Amigo ya está pensando en cómo ayudarte.
Entonces, ¿para qué pedir, si Dios ya conoce todo? Recuerda lo que escribe la hermana Elena de White en su libro El camino a Cristo, página 79: “La oración no baja a Dios hasta nosotros, sino que nos eleva hasta él”. No es que el Señor necesita que hagamos nuestra “lista de compras”, como esas que hace mamá o papá antes de ir al supermercado o la feria. Dios ya lo sabe.
Pero algunas veces, cuando ni se te ocurre pedirle algo, como nos pasó a nosotras que ni pensamos en pedir agua, Dios te sorprenderá con tiernos regalos que demuestran su amor por ti. Y demuestran, también, que él te cuida y que, antes siquiera que tú hayas pensado en clamar por algo, él ya lo sabe. ¡Confía en él! Cinthya
25 de enero
Panes multiplicados
“Y comieron, y les sobró, conforme a la palabra de Jehová” (2 Reyes 4:44).
¡Adivina, adivinador! Estoy pensando en una historia bíblica en la que se produjo un milagro, y unos panes de cebada se multiplicaron y alimentaron a muchas personas. ¿Qué historia es? Si estás pensando en la alimentación de los 5.000, lamento decirte que no es esa. ¿La alimentación de los 4.000? Tampoco. ¡Es del Antiguo Testamento! ¿Adivinaste?
La historia a la que me refiero se encuentra en 1 Reyes 4:42 al 44. Es muy cortita, pero significativa. Su protagonista principal es el profeta Eliseo y esta historia ocurrió en una época de hambre. Eliseo estaba pasando unos días con los profetas de Gilgal cuando un conocido le trajo veinte panes de cebada recién horneados. Y para sorpresa del criado de Eliseo, este le pidió que sirviera los veinte panes a los cien profetas que había en el lugar.
Cuando el criado le preguntó cómo iba a hacer para que veinte panes alcanzaran para cien, Eliseo respondió que el Señor le había dicho que todos iban a comer de esos panes ¡y además iba a sobrar!
¿Qué pasó finalmente? Vuelve a leer el versículo de hoy. Quiero que recuerdes dos cosas. Primero, Dios cumple lo que promete; y segundo, para Dios no existen limitaciones. Él puede dar de comer a cien personas con veinte panes; él puede alimentar más de 5.000 personas con cinco panes y dos peces; él puede hacer que un poquito de aceite llene muchas vasijas; y lo mejor de todo... él quiere hacerlo en tu vida. ¿Cómo?
Al hablar de este milagro, me estoy refiriendo al diezmo. Sí, no me pidas que te explique cómo puede ser que sacándole un 10 % al sueldo, Dios puede hacer que te rinda como si no hubieras sacado nada y más. ¡Solo él puede hacer ese tipo de cosas! Y la promesa de Dios dice lo siguiente: “Si lo hacen [separar el diezmo] les abriré las ventanas de los cielos. ¡Derramaré una bendición tan grande, que no tendrán suficiente espacio para guardarla! ¡Inténtenlo! ¡Pónganme a prueba!” (Mal. 3:10, NTV).
Así que cuando tus padres o abuelos te den dinero, o cuando hagas algún trabajito por el que te paguen, o cuando te regalen dinero en tu cumpleaños o Navidad, separa el diezmo para Dios. Nunca pienses que te va a quedar menos o que no te va alcanzar. Si no, ¡pregúntale al criado de Eliseo! Gabriela
26 de enero
Un jardinero especial
“Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra... dice Jehová de los ejércitos” (Malaquías 3:11).
Hoy te quiero contar sobre Skwebele, un ancianito, y su esposa, nativos de una aldea en Zambia, África. Ellos vivían del maíz cafre que plantaban y cuidaban largas horas al día bajo el sol ardiente. Pero hubo un año en que, para la época de la cosecha, cayeron enfermos de malaria.
Tirados en sus jergones en su choza de barro, los ancianitos podían escuchar el golpeteo de latas y tambores de los sembradíos cercanos para espantar los pájaros que venían en grandes bandadas a comerse el maíz maduro. Skwebele no tenía a nadie que vigilara su campo. Tampoco podía pedir ayuda a sus vecinos, que bastante trabajo tenían con sus propios sembrados.
Pero, ¿estaba Skwebele realmente solo? Hacía tiempo él y su esposa asistían fielmente todos los sábados a la misión donde habían aprendido a amar y obedecer a Dios. Y entre tantas cosas hermosas, aprendieron el versículo de hoy. En los momentos en que la fiebre bajaba y Skwebele se despertaba, oraba a Dios reclamándole su promesa. Mientras tanto, los vecinos hablaban con curiosidad sobre los campos de Skwebele. Ningún pájaro se acercaba a su maíz. ¿Será porque ya se lo habían comido todo? Algunos fueron a investigar y comprobaron que las espigas se inclinaban pesadamente, llenas de grano. ¡Estaban intrigados!
Varios días después, cuando Skwebele se sentía un poco mejor, pudo sentarse y hablar con el grupo de vecinos que habían venido a verlo para averiguar su secreto. El ancianito les contó que él tenía un jardinero especial que vigilaba su campo. Ante la mirada de desconcierto de sus vecinos, les explicó que él había hecho un trato con el gran Dios del cielo. Él le entregaba la décima parte de sus cosechas y Dios se encargaba de prosperar sus sembrados. Skwebele explicó que era un ángel el que cuidaba su campo, y aunque no pudieran verlo, los pájaros sí lo veían, y por eso no se acercaban.
¡Qué sorpresa para Skwebele unos días después, cuando sus vecinos llegaron a la choza trayendo la cosecha de su campo! Pensaban que un hombre que tenía un ángel de jardinero merecía la ayuda de ellos también. ¿Qué te parece? ¿Vale la pena ser fiel a Dios? Gabriela
(Adaptación del relato “El muchacho jardinero de Skwebele”, de Nellia Burman Garber, El Amigo de los Niños, año 18, segundo trimestre de 1965, N° 15).
27 de enero
Puringa vendió su camisa
“Por eso les digo: Crean que ya han recibido todo lo que estén pidiendo en oración, y lo obtendrán” (Marcos 11:24, NVI).
Puringa era un misionero nativo que vivía y trabajaba en la misión en Nueva Guinea. Un día, Puringa le dijo al pastor que quería ir a las aldeas que están a orillas del río Ramu para predicar acerca de Jesús.
El pastor le dijo que la gente que vivía en ese sector del país era mala y peleadora. No obstante, Puringa estaba decidido. No fue fácil remar río arriba, soportando el arduo sol y los insectos. Pero Puringa nunca se hubiera imaginado la triste recepción de los habitantes de las aldeas.
–¡Vete de aquí! –gritaron–. Nosotros sabemos que eres de la Misión Adventista. Queremos seguir fumando y mascando nuez de areca. Queremos seguir comiendo cerdo y tener muchas esposas. ¡Fuera!
Con paciencia, Puringa les explicó que venía como un amigo, a contarles historias. Él no podía, ni quería obligar a nadie a creer en nada. Finalmente, los habitantes de las aldeas le permitieron quedarse, pero no como amigo, sino como un forastero. Esto significaba que Puringa tendría que comprar su comida, ellos no le darían nada.
Puringa no se desanimó. Oraba cada día, contaba historias, trataba de enseñar cantos. Trabajaba con amor, y mucha fe, pero sin resultados. Su dinero comenzó a escasear, y Puringa tuvo que vender primero su camisa, ¡y luego hasta sus pantalones! Todo para poder comer.
Finalmente, llegó la fecha en la que había prometido volver, y Puringa, reuniendo al pueblo, se despidió y les rogó que pensaran en sus enseñanzas. ¿Será que todo habría sido en vano? Al llegar a la Misión, Puringa no perdió la fe. Siguió orando y pensando en las personas que había conocido.
Meses después, se escuchó resonar por toda la Misión: “¡Puringa! ¡Ven!” Cuando Puringa fue corriendo, vio a los jefes de las aldeas donde él había estado. ¡Venían a pedir un maestro que les enseñara de Jesús!
La fe de Puringa lo hizo dar todo lo que tenía por Jesús. No lo olvides: aun cuando parezca no haber esperanza, sigue orando, sigue predicando, sigue entregando lo que tienes a su causa. Dios premiará tu fe, así como lo hizo con la fe de nuestro amigo Puringa. Cinthya
(Adaptación del relato “Puringa vendió su camisa”, de Walter Scragg, El Amigo de los Niños, año 2, cuarto trimestre de 1976, N° 4).