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Capítulo 6
Dos héroes condenados a muerte
Ya por el siglo IX la Biblia había sido traducida y el culto público se realizaba en el idioma del pueblo en Bohemia. Pero Gregorio VII estaba decidido a esclavizar al pueblo, y se proclamó una bula prohibiendo el culto público en idioma bohemio. El Papa declaró que “place al Omnipotente que su culto se celebre en un lenguaje desconocido”.[1] Pero el cielo había provisto medios para la preservación de la iglesia. Muchos valdenses y albigenses, acosados por la persecución, llegaron hasta Bohemia y trabajaron celosamente en secreto. Así se preservó la verdadera fe.
Antes de los días de Hus había en Bohemia hombres que condenaban la corrupción de la iglesia. Pero se despertaron los temores del clero, y la persecución se inició contra el evangelio. Después de un tiempo se decretó que todos los que se apartaran del culto romano fueran quemados. Mas los cristianos tenían la esperanza de que su causa triunfara. Uno declaró cuando murió: “Se levantará uno de entre el común del pueblo, sin espada ni autoridad, y no podrán prevalecer contra él”.[2] Ya había uno que estaba levantándose, cuyo testimonio contra Roma conmovería a las naciones.
Juan Hus era de cuna humilde y había quedado huérfano a temprana edad por la muerte de su padre. Su piadosa madre, considerando que la educación y el temor de Dios eran las posesiones más valiosas, trató de proveerle esta herencia a su hijo. Hus estudió en la escuela provincial, y luego, por caridad, fue admitido en la Universidad de Praga.
En la universidad, Hus pronto se distinguió por sus rápidos progresos. Su conducta bondadosa y amable le ganó la estima general. Era un creyente sincero de la Iglesia Romana y un fervoroso buscador de las bendiciones espirituales que ella profesaba otorgar. Después de completar su curso en el colegio, entró en el sacerdocio. Rápidamente llegó a ser bien conocido, y se lo empleó en la corte del rey. Fue nombrado profesor y luego rector de la universidad. El humilde alumno que fuera admitido por caridad, había llegado a ser el orgullo de su país y su nombre era famoso en toda Europa.
Jerónimo, que más tarde llegó a asociarse con Hus, había traído consigo de Inglaterra las Escrituras de Wiclef. La reina de Inglaterra, conversa a las enseñanzas de Wiclef, era una princesa bohemia. Por medio de su influencia las obras del reformador circularon ampliamente en su país natal. Hus se inclinaba a considerar con favor las reformas propiciadas. Aunque él no lo sabía, ya había entrado en una senda que lo llevaría muy lejos de Roma.
Dos cuadros impresionan a Hus
Por este tiempo, dos hombres extranjeros venidos de Inglaterra, personas de saber que habían recibido la luz, habían llegado para esparcirla en Praga. Pronto se los quiso silenciar, pero no estaban dispuestos a abandonar su propósito y recurrieron a otros medios. Como eran pintores al mismo tiempo que predicadores, en lugar abierto al público dibujaron dos cuadros. Uno representaba la entrada de Cristo en Jerusalén, “manso, y sentado sobre una asna” (S. Mateo 21:5), y seguido por sus discípulos, vestidos con indumentaria gastada por los viajes y descalzos. El otro cuadro representaba una procesión pontificia: el Papa, con ricas vestimentas y una triple corona, montado sobre un caballo magníficamente enjaezado, precedido por trompetas y seguido por cardenales y prelados rodeados con deslumbrantes galas.
Las multitudes venían a observar los cuadros. Ninguno podía dejar de extraer la moraleja. Se produjo gran conmoción en Praga, y los extranjeros vieron que era necesario partir de allí. Pero los cuadros hicieron gran impresión en Hus y lo indujeron a un estudio más profundo de la Biblia y de los escritos de Wiclef.
Aunque todavía no estaba preparado para aceptar todas las reformas propiciadas por aquél, vio el verdadero carácter del papado, y denunció el orgullo, la ambición y la corrupción del clero.
Praga puesta bajo entredicho
Las noticias llegaron a Roma, y Hus fue citado para presentarse delante del Papa. El obedecer habría significado una muerte segura. El rey y la reina de Bohemia, la universidad, miembros de la nobleza y altos funcionarios del gobierno se unieron para pedir al pontífice que se le permitiera a Hus permanecer en Praga y responder mediante un enviado. En lugar de esto, el Papa procedió al juicio y a la condenación de Hus, y declaró que la ciudad de Praga estaba bajo censura eclesiástica.
En aquella época esta sentencia producía alarma. El pueblo consideraba al Papa como el representante de Dios, que tenía las llaves del cielo y del infierno y que poseía el poder para tomar medidas divinas. Se creía que hasta que el Papa no quitara el entredicho, los muertos eran excluidos de la morada de los benditos. Todos los servicios religiosos eran suspendidos. Las iglesias se cerraban. Los matrimonios se solemnizaban simplemente en el patio de las iglesias. Los muertos eran enterrados sin ritos en zanjas o en el campo.
Praga se llenó de tumultos. Muchos denunciaban a Hus y demandaban que fuera entregado a Roma. Para calmar la tormenta, el reformador se retiró por un tiempo a su aldea nativa. Pero no cesó en sus labores, sino que viajó por el campo predicando a las multitudes ansiosas. Cuando la excitación de Praga se apaciguó, Hus regresó para continuar predicando la Palabra de Dios. Sus enemigos eran poderosos, pero la reina y muchos nobles eran sus amigos, y el pueblo, en gran número, estaba con él.
Hus había estado solo en sus labores. Pero ahora Jerónimo se unió a la Reforma. En lo sucesivo los dos unieron sus vidas, y no estuvieron distanciados en la muerte. En las cualidades que constituían la verdadera fuerza de carácter, Hus era el mayor. Jerónimo, con verdadera humildad, percibió los valores de aquél y seguía sus consejos. Bajo la dirección de esta unión, la Reforma se extendió rápidamente.
Dios permitió que brillase una luz mayor en la mente de esos hombres escogidos, y les reveló muchos de los errores de Roma, pero no tuvieron aún toda la luz que había de ser dada al mundo. Dios estaba sacando al pueblo desde las tinieblas del romanismo, y lo dirigía paso a paso, conforme a la fuerza de ellos. Como la plena gloria del sol del mediodía en el caso de los que han estado por largo tiempo morando en la oscuridad, la luz en su totalidad los habría hecho retroceder. Por lo tanto, Dios la reveló poco a poco, a medida que podía ser soportada por el pueblo.
El cisma en la iglesia continuó. Tres papas ahora peleaban por la supremacía, y esto produjo muchos tumultos entre los respectivos seguidores. No contentos con arrojarse anatemas, cada uno trataba de comprar armas y obtener soldados. Para ello había que tener dinero, y para conseguirlo se ofrecían en venta oficios y bendiciones por parte de la iglesia.
Con creciente valentía Hus protestaba enérgicamente contra las abominaciones toleradas en nombre de la religión. El pueblo acusaba abiertamente a Roma como la causa de las miserias que agobiaban al cristianismo.
De nuevo Praga se vio al borde de un conflicto sangriento. Como en los tiempos pasados, el siervo de Dios fue acusado de ser “perturbador de Israel” (1 Reyes 18:17, VM). La ciudad de nuevo fue puesta bajo la censura papal, y Hus se retiró otra vez a su aldea nativa. Él había de hablar desde un escenario mayor a toda la cristiandad, antes de deponer su vida como un testigo de la verdad.
Se reunió un concilio general que debía sesionar en Constanza (al suroeste de Alemania), convocado de acuerdo con el deseo del emperador Segismundo por uno de los tres papas rivales, Juan XXIII. El papa Juan, cuyo carácter y conducta no soportaban la investigación, no se atrevió a oponerse a la voluntad de Segismundo. Los principales objetivos a conseguirse eran solucionar el cisma de la iglesia y desterrar la “herejía”. Los otros dos antipapas fueron citados para presentarse, y también se requirió la presencia de Juan Hus. Los dos antipapas fueron representados por sus delegados, y el papa Juan concurrió con mucho recelo, temiendo que se le pidiera cuenta de los vicios con que había corrompido la tiara y de los crímenes por medio de los cuales la había conseguido. Sin embargo, hizo su aparición en la ciudad de Constanza con gran pompa, asistido por eclesiásticos y un séquito de cortesanos. Sobre su cabeza había un palio de oro, sostenido por cuatro de los principales magistrados. Se llevaba delante de él la hostia, y las ricas vestiduras de los cardenales y de los nobles constituían una imponente ostentación.
Mientras tanto otro viajero se acercaba a Constanza. Hus dejó a sus amigos como quien nunca va a encontrarse de nuevo con ellos, sintiendo que su viaje lo conducía a la estaca de la hoguera. Había obtenido un salvoconducto del rey de Bohemia y también uno del emperador Segismundo. Pero hizo todos sus arreglos en vista de la probabilidad de su muerte.
El salvoconducto del rey
En una carta a sus amigos les decía: “Hermanos míos... parto con un salvoconducto del rey para hacer frente a mis numerosos y mortales enemigos... Cristo Jesús sufrió por sus muy amados; y por lo tanto, ¿habremos de extrañarnos de que él nos haya dejado su ejemplo?... Por lo tanto, amados, si mi muerte debe contribuir a su gloria, oren para que se realice rápidamente, y que él me habilite a soportar todas mis calamidades con constancia... Oremos a Dios para que yo no suprima una sola tilde de la verdad del evangelio, con el fin de dejar a mis hermanos un ejemplo excelente para seguir”.[3]
En otra carta, que escribió a un sacerdote convertido al evangelio, Hus hablaba con humildad de sus propios errores, acusándose a sí mismo “de haber sentido placer al usar ricos ropajes y haber malgastado tiempo en ocupaciones frívolas”. Entonces añadía: “Que la gloria de Dios y la salvación de las almas ocupen tu mente, y no la posesión de beneficios y propiedades. Cuida de no adornar tu casa más que tu alma; y, por encima de todo, presta atención al edificio espiritual. Sé piadoso y humilde con los pobres, y no consumas tus recursos en festines”.[4]
En Constanza, a Hus se le concedió plena libertad. Al salvoconducto del emperador se añadió una seguridad personal de protección por parte del Papa. Pero violaron estas repetidas declaraciones, y después de muy corto tiempo el reformador fue arrestado por orden del Papa y los cardenales, y arrojado en un inmundo calabozo. Más tarde fue transferido a un fuerte castillo que estaba al otro lado del Rin, y allí mantenido como preso. También el Papa fue pronto confinado en la misma cárcel,[5] habiéndose comprobado que era culpable de los crímenes más bajos, además de asesinatos, simonía, adulterio, y “pecados que no podían ser mencionados”. Pronto fue privado de la tiara. Los antipapas también fueron depuestos, y se eligió un nuevo pontífice.
Aunque el Papa mismo era culpable de crímenes mayores que los que Hus había atribuido a los sacerdotes, el mismo concilio que degradó al pontífice procedió a condenar al reformador. Su encarcelamiento excitó gran indignación en Bohemia. El emperador, poco dispuesto a que se violara su salvoconducto, se opuso a la decisión tomada contra Hus. Pero los enemigos del reformador presentaron argumentos para probarle que “no debía cumplirse la palabra empeñada con herejes, y con personas sospechosas de herejía, aunque se les hubiera provisto de salvoconductos del emperador y los reyes”.[6]
Debilitado por la enfermedad –el húmedo calabozo le produjo una fiebre que casi terminó con su vida–, Hus fue traído por fin ante el concilio. Cargado de cadenas apareció en presencia del emperador, cuya buena fe había sido empeñada para protegerlo. Mantuvo firmemente la verdad y expresó una solemne protesta contra las corrupciones del clero. Al pedírsele que eligiera entre retractarse de sus doctrinas o sufrir la muerte por medio del martirio, aceptó esto último.
La gracia de Dios lo sostuvo. Durante las semanas de sufrimiento que precedieron a su sentencia final, la paz del cielo llenó su alma. “Escribo esta carta –le decía a un amigo– en mi prisión, y con mi mano encadenada, esperando que mañana se cumpla mi sentencia de muerte... Cuando, con la ayuda de Cristo Jesús, nos encontremos de nuevo en la paz deliciosa de la vida futura, tú descubrirás cuán misericordioso se ha mostrado Dios hacia mí, cuán eficazmente me ha sostenido en medio de mis tentaciones y mis pruebas”.[7]
El triunfo previsto
En su calabozo, Hus previó el triunfo de la fe verdadera. En sueños vio al Papa y a los obispos desfigurando los cuadros de Cristo que él había pintado en los muros del palacio de Praga. “Esta visión lo perturbó. Pero al día siguiente volvió a soñar y entonces vio a muchos pintores ocupados en restaurar estos cuadros en mayor número y con colores más brillantes... Los pintores... rodeados por una inmensa multitud, exclamaron: ‘Ahora que vengan los papas y los obispos; nunca los volverán a desfigurar...’ ” Dijo el reformador: “La imagen de Cristo nunca será desfigurada. Han querido destruirla, pero será pintada de nuevo en todos los hogares por predicadores mucho mejores que yo”.[8]
Por última vez Hus fue traído ante el concilio, una vasta y brillante asamblea: estaban el emperador, los príncipes de todo el imperio, los delegados reales, cardenales, obispos, sacerdotes y una gran multitud.
Se le pidió que expresara su última decisión, y Hus declaró que se negaba a abjurar. Fijando su mirada en el monarca que en forma tan vergonzosa había violado la palabra empeñada, declaró: “Determiné, por mi propia y libre voluntad presentarme ante este concilio bajo la pública protección y la fe del emperador aquí presente”.[9] El bochorno cubrió la cara de Segismundo mientras los ojos de todos se fijaban en él.
Habiéndose pronunciado la sentencia, comenzó la ceremonia de degradación. De nuevo se lo exhortó a retractarse, pero Hus replicó, volviéndose hacia el pueblo: “¿Con qué cara me presentaría en el cielo? ¿Cómo miraría yo a las multitudes de hombres a quienes he predicado el evangelio puro? No; aprecio más su salvación que este pobre cuerpo, condenado ahora a la muerte”. Se le quitaron las ropas sacerdotales una por una, y cada obispo pronunciaba una maldición mientras realizaba su parte de la ceremonia. Finalmente “colocaron sobre su cabeza una gorra de papel en forma piramidal, en la cual había pintadas figuras de demonios, y con la palabra ‘archihereje’ bien clara al frente. ‘Muy gozosamente –dijo Hus– usaré esta corona de vergüenza por tu causa, oh Cristo, porque por mí llevaste la corona de espinas’ ”.[10]
Hus muere en la hoguera
Entonces fue conducido hacia afuera. Una inmensa procesión lo siguió. Cuando todo estaba listo para que el fuego fuera encendido, el mártir, una vez más, fue exhortado a salvarse renunciando a sus errores. “¿A qué errores –dijo Hus– renunciaré? No me reconozco culpable de ninguno. Pongo a Dios por testigo de que todo lo que he escrito y predicado ha sido con el propósito de rescatar a las almas del pecado y la perdición; y, por lo tanto, muy gozosamente confirmaré con mi sangre la verdad que he escrito y predicado”.[11]
Cuando se encendieron las llamas en torno a él, comenzó a cantar: “Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí”, y así continuó hasta que su voz fue silenciada para siempre. Un celoso partidario del Papa, describiendo el martirio de Hus, y el de Jerónimo, que fue realizado poco tiempo después, dijo: “Se prepararon para el fuego como si fueran a una fiesta matrimonial. No pronunciaron ningún clamor de agonía. Cuando se elevaban las llamas, comenzaron a cantar himnos; y apenas la vehemencia de las hogueras pudo detener sus cantos”.[12]
Cuando el cuerpo de Hus había sido consumido, sus cenizas se arrojaron al Rin, y éste las llevó al océano para que fueran semillas esparcidas por todos los países de la tierra. Aun en lugares en aquel tiempo todavía desconocidos habían de producir abundante fruto en forma de testigos de la verdad. La voz que se oyó en la sala del concilio de Constanza despertaría ecos en todos los siglos venideros. Su ejemplo animaría a multitudes a permanecer firmes frente a la tortura y la muerte. Su ejecución exhibió ante el mundo la maligna crueldad de Roma. ¡Los enemigos de la verdad estaban promoviendo la causa que trataban de destruir!
Sin embargo la sangre de otro testigo debía hablar de la verdad. Jerónimo había exhortado a Hus a mantener el valor y la firmeza, declarando que si cayera en peligro, él se apresuraría en su ayuda. Al enterarse del apresamiento del reformador, el fiel discípulo se preparó para cumplir con su promesa. Sin un salvoconducto se puso en marcha hacia Constanza. Al llegar, se convenció de que solamente se había expuesto a sí mismo al peligro sin la posibilidad de hacer nada por Hus. Huyó entonces, pero fue arrestado y traído de vuelta, cargado de cadenas. En su primera aparición en el concilio, sus tentativas de responder fueron apagadas con gritos: “¡A las llamas con él!”[13]Fue arrojado en un calabozo y alimentado con pan y agua. Las crueldades que rodearon su prisión le acarrearon enfermedad y amenazaron su vida; pero como sus enemigos temieron que la muerte lo librara de sus manos, lo trataron con menos severidad, aunque permaneció preso durante un año.
Jerónimo se somete al concilio
Como la violación del salvoconducto de Hus había despertado una tormenta de indignación, el concilio determinó que en lugar de quemar a Jerónimo, lo obligarían a retractarse. Se le ofreció la alternativa de retractarse o morir en la estaca. Debilitado por la enfermedad, por los rigores de la prisión y por la tortura de la ansiedad y la incertidumbre, separado de amigos y descorazonado por la muerte de Hus, la fortaleza de Jerónimo se rindió. Se comprometió adherir a la fe católica y aceptar la decisión del concilio al condenar a Wiclef y a Hus, exceptuando, sin embargo, las “sagradas verdades”[14] que ellos habían enseñado.
Pero en la soledad del calabozo vio claramente lo que había hecho. Pensó en el valor y la fidelidad de Hus y reflexionó en su propia negativa de la verdad. Pensó en el Maestro divino, que por su causa había soportado la cruz. Antes que se retractara había hallado consuelo en medio del sufrimiento en la seguridad del favor de Dios, pero ahora el remordimiento y la duda torturaban su alma. Sabía que debía hacer otras retractaciones antes que pudiera estar en paz con Roma. El camino en el cual estaba entrando podía terminar solamente en la completa apostasía.
Jerónimo se arrepiente y tiene nuevo valor
Pronto fue traído de nuevo ante el concilio. Su sumisión no había satisfecho a los jueces. Únicamente abjurando de la verdad sin reserva alguna podía Jerónimo preservar su vida. Mas ya había determinado confesar su fe y seguir a su hermano mártir hasta las llamas.
Renunció a su primera retractación, y estando a punto de morir, solemnemente exigió la oportunidad de hacer su defensa. Los prelados insistieron que él sencillamente afirmara o negara los cargos hechos contra él. Jerónimo protestó contra una injusticia tan cruel. “Me han mantenido en silencio durante 340 días en una terrible prisión –dijo él–; ahora me traen delante de ustedes, y prestan atención a mis mortales enemigos mientras se niegan a escucharme... No falten a la justicia. En cuanto a mí, soy solamente un pobre mortal; mi vida es sólo de poca importancia, y cuando los exhorto a no proceder a una injusta sentencia, hablo menos en mi favor que en el de ustedes”.[15]
Por fin se le concedió su pedido. En la presencia de sus jueces, Jerónimo se arrodilló y oró para que el Espíritu divino dominara sus pensamientos, con el fin de no hablar nada en contra de la verdad o que fuera indigno de su Maestro. Para él ese día se cumplió la promesa: “Cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (S. Mateo 10:19, 20).
Por un año entero Jerónimo había estado en un calabozo, sin poder leer o aun mirar. Sin embargo sus argumentos fueron presentados con mucha claridad y poder, como si no hubiera sido perturbado por la imposibilidad de estudiar. Él señaló a sus oyentes la larga línea de santos hombres condenados por jueces injustos. En casi cada generación, los que trataban de elevar al pueblo de su época habían sido despreciados. Cristo mismo fue condenado como un malhechor en un tribunal injusto.
Jerónimo ahora declaró su arrepentimiento y presentó un testimonio de la inocencia y la santidad del mártir Hus. “Lo conocí desde la niñez –dijo él–. Era un hombre excelente, justo y santo; fue condenado pese a su inocencia... Yo estoy listo a morir. No me retractaré ante los tormentos que están preparados para mí por mis enemigos y falsos testigos, que algún día tendrán que rendir cuenta de sus imposturas ante el gran Dios, a quien nadie puede engañar”. Jerónimo continuó: “De todos los pecados que he cometido desde mi juventud, ninguno pesa tan tremendamente sobre mí y me causa tan agudo remordimiento como el que cometí en este lugar fatal cuando aprobé la inicua sentencia pronunciada contra Wiclef, y contra el santo mártir, Juan Hus, mi maestro y mi amigo. ¡Sí! Lo confieso de todo corazón, y declaro con horror que desgraciadamente me turbé cuando, aterrorizado por la muerte, condené su doctrina. Por lo tanto, suplico... al Dios Omnipotente se digne perdonarme mis pecados, y en particular éste, el más monstruoso de todos”.
Señalando a sus jueces, dijo firmemente: “Condenaron a Wiclef y a Juan Hus... Las cosas que ellos han afirmado, y que son irrefutables, yo también las pienso y las declaro, igual que ellos”.
Sus palabras fueron interrumpidas. Los prelados, temblando de rabia, clamaron: “¿Qué necesidad hay de mayor prueba? ¡Hemos contemplado con nuestros propios ojos al más obstinado de los herejes!”
Inmóvil frente a la tempestad, Jerónimo exclamó: “¡Qué! ¿Suponen que yo temo a la muerte? Me han mantenido un año entero en un terrible calabozo más horrible que la muerte misma... No puedo expresar mi asombro hacia una barbarie tan grande contra un cristiano”.[16]