Kitabı oku: «México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época», sayfa 2
Mario Vázquez Olivera
Fabián Campos Hernández
Notas del capítulo
1 Manuel Ángel Castillo, Mónica Toussaint y Mario Vázquez Olivera, Espacios diversos, historia en común. México, Guatemala y Belice: la formación de una frontera, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 2006, (México y sus fronteras), y Manuel Ángel Castillo, Mónica Toussaint y Mario Vázquez Olivera, Centroamérica, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 2010, (Historia de las Relaciones Internacionales de México, 2).
2 Mónica Toussaint, Diplomacia en tiempos de guerra. Memorias del embajador Gustavo Iruegas, México, Instituto de Investigaciones José María Luis Mora, CIALC-UNAM / La Jornada Ediciones, 2013.
3 Mirna Paiz Cárcamo (Gabriela Vázquez Olivera, ed.), Rosa María, una mujer en la guerrilla: relatos de la insurgencia guatemalteca en los años sesenta, México, CIALC-UNAM / Juan Pablos Editor, 2015.
4 Verónica Rueda Estrada, Recompas, Recontras, Revueltos y Rearmados: posguerra y conflictos por la tierra en Nicaragua, 1990-2008, México, Instituto de Investigaciones José María Luis Mora / CIALC-UNAM, 2015.
México ante el conflicto centroamericano, 1978-1982.
Las bases de una política de Estado
Mario Vázquez Olivera 1 y Fabián Campos Hernández 2
Durante los años ochenta el desarrollo del conflicto centroamericano motivó gran interés en México. Para el distinguido internacionalista Mario Ojeda, el rompimiento de relaciones con el gobierno de Anastasio Somoza en mayo de 1979, la Declaración Franco-Mexicana de agosto de 1981 y el impulso a la conformación del Grupo Contadora en enero de 1983, implicaron un rompimiento con la tradicional política exterior de nuestro país.3 ¿Por qué el gobierno mexicano decidió involucrarse de manera tan activa en los procesos centroamericanos? Las explicaciones que ofrecieron en aquel momento tanto el propio gobierno como voceros del partido oficial, académicos, periodistas y analistas políticos subrayaban al respecto los siguientes elementos: gracias al auge petrolero, México había adquirido una capacidad inédita para actuar en el plano internacional, dando lugar a una política exterior activa;4 esa capacidad era propia de una “potencia media” y por lo tanto su actuación debía encaminarse a propiciar la distención y la negociación de los conflictos internacionales.5 En el caso específico de los conflictos centroamericanos, la internacionalización de la guerra y una posible intervención directa de tropas estadounidenses acarrearía consecuencias muy graves para México; ello obligaba al gobierno a buscar una salida política, aprovechando su prestigio internacional, para respaldar los esfuerzos por el diálogo y la negociación entre las partes enfrentadas, promoviendo el respeto a los derechos humanos, dando acogida a refugiados y asilados políticos y haciendo contrapeso a la política intervencionista de la administración Reagan.
Los trabajos más importantes y significativos sobre la actuación de México ante la crisis centroamericana fueron publicados durante el sexenio de Miguel de la Madrid.6 Se trataba de análisis elaborados al calor de los acontecimientos; tenían como base documentos y declaraciones oficiales de carácter público e información periodística, y al parecer no consideraban –o al menos no referían–datos o informes de carácter confidencial. En general, la atención de estos trabajos estaba puesta en los esfuerzos del gobierno mexicano en favor de la negociación y la solución pacífica de los conflictos, y tendían a considerar las acciones previas a enero de 1983 como “aisladas y casuísticas”,7 meros antecedentes de una política de Estado atinada y congruente con nuestros principios tradicionales de política exterior, cuya expresión más notoria era la iniciativa de paz de Contadora. Esta explicación se ha mantenido desde entonces, tanto en la academia como en la propia Cancillería mexicana, como la versión definitiva sobre los fines y las pautas del involucramiento en Centroamérica.8
Nosotros consideramos que esta versión mantiene cierta vigencia. Obras como las ya mencionadas de Mario Ojeda y Olga Pellicer constituyen desde luego referencias obligadas para el estudio del tema; representan una valiosa fuente de información y son ejemplos claros de la capacidad y agudeza de los observadores de la época. Sin embargo, a más de no considerar información relevante de carácter confidencial o reservado, y de su sesgo oficialista, dicha interpretación adolece de una visión de corto plazo, se limitó a dilucidar la coyuntura sin ponderar debidamente los intereses estratégicos del Estado mexicano y el trasfondo histórico de su involucramiento en la región.9
Trazos de una vieja historia
En años recientes se ha desarrollado un renovado interés por estudiar la historia de las relaciones entre México y Centroamérica. Quienes nos hemos dedicado a esta labor coincidimos en destacar la importancia estratégica que tuvo la región centroamericana dentro de los proyectos de Estado desde la consumación de la Independencia en 1821, cuando se buscó anexar a México la capitanía general o reino de Guatemala. Lejos de ser una ocurrencia caprichosa de Agustín de Iturbide, como muchos han supuesto, aquella iniciativa obedecía a consideraciones estratégicas relativas a la defensa, al orden interior, al interés económico y a la proyección regional del naciente país. Tras el fracaso de dicho experimento, México y Centroamérica emprendieron por separado el camino de la consolidación nacional. Aun así se preservó la noción de que México debía ejercer un influjo político permanente en las repúblicas del Istmo en aras de salvaguardar ciertos intereses territoriales y de seguridad estratégica.10
Los problemas del Estado mexicano para consolidarse internamente le impidieron consumar sus aspiraciones con respecto a Centroamérica. Más aún, el manejo poco empático del diferendo territorial con respecto a Chiapas y el Soconusco le enajenaron las simpatías de las élites de la región. Esta situación se vio agravada cuando un poco más adelante, al perfilarse Estados Unidos como potencia continental, consideró a Centroamérica como un área vital para consolidar su hegemonía.
Durante la primera mitad del siglo XX, los gobiernos emanados de la Revolución experimentaron nuevas formas de proyección política en el Istmo, desde la llamada “diplomacia sindical”, distintas iniciativas de enlace radiofónico y cooperación cultural, técnica y militar, hasta el apoyo logístico a los liberales nicaragüenses durante la Guerra Constitucionalista (1926-1927). Aunque estos esfuerzos resultaron infructuosos e incluso motivaron el recelo de dictadores y gobiernos autoritarios, el México revolucionario (real o imaginario) se convirtió en un referente para la disidencia antiimperialista centroamericana que buscaba impulsar reformas políticas y sociales en la región. En este contexto, un buen número de centroamericanos perseguidos en sus países de origen encontraron aquí un lugar de refugio y no tardaron en aprovecharlo como plataforma para emprender sucesivos intentos revolucionarios.
Durante la Segunda Guerra Mundial, México tuvo la oportunidad de intentar en Centroamérica un acercamiento diplomático basado en el petróleo. Durante 1942, Manuel Ávila Camacho envió representantes ante los gobiernos del área ofreciendo sustituir con petróleo nacional el faltante que resultaba del racionamiento impuesto por Estados Unidos a sus exportaciones del energético. Pemex hizo estimaciones de las necesidades de petróleo de los países centroamericanos, las capacidades nacionales de producción y distribución, las posibles vías de embarque y mecanismos políticos para conseguir que México aprovechara la situación internacional para convertirse en proveedor de petróleo para el área. Una comunicación del embajador en Guatemala al presidente Manuel Ávila Camacho ilustra el sentido de esta iniciativa:
Contrarrestando la política que lleva a cabo el Ministro Americano en ésta, en la que se ve a las claras que la llamada “política del buen vecino” [...] se traduce en política de aprovechar la situación para vender las mercancías americanas al precio más alto posible, debemos nosotros que demostrar que la política de México hacía sus hermanos del sur –los que deben de constituir nuestra natural esfera de influencia espiritual y material– es la cooperación sincera, sin ventajas transitorias ocasionadas por el desequilibrio mundial, y así se cimentaría una base sólida para que poco a poco reconquistara México, como tiene derecho y obligación de hacerlo, la dirección material y espiritual que en otro tiempo tuvo y su influencia política cuando menos hasta Panamá.11
Sin embargo, el gobierno de Washington no tardó en echar abajo aquel ambicioso proyecto ejerciendo presiones políticas y comerciales sobre México y Centroamérica para asegurarse que las empresas estadounidenses mantuvieran en exclusiva dicho mercado.12
Cabe preguntar en qué medida este fracaso influyó en el retraimiento mexicano con respecto a Centroamérica durante los años subsiguientes, pues no sería sino hasta el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), y más bien bajo el mandato de Luis Echeverría, que se volverían a formular iniciativas de acercamiento económico hacía nuestros vecinos del sur. Conocido por su activismo “tercermundista” poco se ha reparado en que su campaña de proyección internacional estuvo acompañada de planes económicos. Agotado el modelo de desarrollo por sustitución de importaciones, la forma en que su gobierno previó afrontar la crisis del sistema fue mediante la reestructuración de la economía nacional estimulando las exportaciones a países con menor desarrollo. Para ello publicó la Ley para la promoción de las exportaciones mexicanas y la regulación de la inversión extranjera.13 Y en dicho plan, obviamente, Centroamérica ocupaba un lugar fundamental. Empero, el hecho de que su “tercermunismo” se percibía como personalista y altamente costoso, aunado a su enfrentamiento con el capital nacional, la fuga de capitales, la devaluación del peso y la crisis económica del fin de sexenio, terminaron por abortar este intento. Habría que esperar otra oportunidad.
México entra en el conflicto centroamericano: Nicaragua
A la luz de lo anteriormente expuesto, nos interesa problematizar dos aspectos de la interpretación convencional sobre el involucramiento del gobierno mexicano en Centroamérica durante la década de 1980. ¿Es válido considerar las decisiones del presidente López Portillo como “acciones aisladas y casuísticas”? ¿Y acaso la actuación de nuestro gobierno buscó exclusivamente la solución negociada de un conflicto muy sensible para nuestro país, en razón de su proximidad geográfica, o en un inicio tuvo también otros propósitos?
El conflicto centroamericano en su dimensión internacional inició propiamente en 1977. Tras la muerte del comandante Carlos Fonseca Amador en octubre de 1976, el Frente Sandinista de Liberación Nacional se fracturó en tres organizaciones separadas y enfrentadas entre sí. Estas tenían dirigencias, estructuras y estrategias distintas. Una de ellas, la tendencia Insurreccional o Tercerista, propició un cambio trascendental al impulsar una política de alianzas amplias en lo interno y lo externo. Por primera vez una guerrilla centroamericana se propuso obtener el respaldo político, económico y militar de personalidades, organizaciones y gobiernos no socialistas. En el marco de esa nueva estrategia fue que el gobierno mexicano inició su involucramiento en el conflicto centroamericano.
Al concluir el sexenio de Luis Echeverría Álvarez, México se encontraba en una profunda crisis. Además de ya encontrarse agotado el modelo económico por sustitución de importaciones, por primera vez en décadas el tipo de cambio respecto al dólar había variado, pasando de 12.50 a 20 pesos por dólar, y la deuda externa creció de 53 mil a 300 mil millones de pesos entre 1970 y 1976, lo cual sumado a la crisis política resultante del enfrentamiento del poder político con la clase económica y la presión de otros sectores sociales por el agotamiento de las expectativas de movilidad, mantenían al régimen priísta en un permanente cuestionamiento.
Producto de lo anterior es que el nuevo presidente, José López Portillo, inició su mandato buscando paliar la crisis económica. Los primeros pasos fueron tratar de recomponer las relaciones con Estados Unidos y renegociar con los organismos financieros internacionales la deuda externa. México firmó su entrada al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), con lo cual se comprometió a eliminar las disposiciones proteccionistas que resguardaban la industria nacional y renegoció la deuda externa sobre la base de una transformación profunda: fincaría sus finanzas en la exportación de petróleo. De este modo México recuperó la confianza de los organismos financieros internacionales. El flujo de capitales y las promesas de negocios dinamizaron la economía nacional haciendo que se olvidaran los meses de crisis.
Para agosto de 1977, los Terceristas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) ya habían conformado una propuesta de nuevo gobierno para Nicaragua, integrado exclusivamente por empresarios, intelectuales y personalidades que no podían ser tachadas en el plano internacional de comunistas o guerrilleros. Bajo el nombre de Junta Revolucionaria de Gobierno, estas personas empezaron a visitar a gobiernos de Centro y Sudamérica solicitándoles apoyo político para derrocar a Somoza, presentándoles un plan de gobierno de cinco puntos: régimen democrático de libertades civiles, desaparición de la Guardia Nacional y conformación de un nuevo ejército, expropiación de los bienes de Somoza y sus allegados, economía mixta, no alineamiento internacional y fin de la dependencia de Estados Unidos. Se proyectaba instaurar este nuevo gobierno como resultado de la insurrección popular que los Terceristas planeaban iniciar en octubre de ese año.14
Dicha acción militar no logró el derrocamiento de Somoza. Los propuestos miembros de la Junta de Gobierno pasaron a llamarse Grupo de los Doce, y bajo esa denominación, el 30 de octubre realizaron una primera visita a López Portillo en Los Pinos. En ese momento el presidente rechazó involucrarse de manera directa en el conflicto nicaragüense aduciendo el principio de no intervención, pero se comprometió a brindarles asilo en caso de necesidad.15
Las cosas cambiaron poco después. El giro en las perspectivas económicas de corto plazo impactó directamente en la política interior y exterior mexicana. En el plano interno, López Portillo propuso una reforma del Estado que incluía por primera vez a las fuerzas de izquierda y otorgaba libertad a los presos políticos. En lo internacional, si al inicio del sexenio López Portillo había mostrado un acercamiento con los Estados Unidos, para 1978 diferendos alrededor de la construcción de un gasoducto transnacional tensaron la relación y permitieron al presidente un giro nacionalista. Poderío económico, renovación del discurso político de la Revolución Mexicana y el alejamiento respecto a Estados Unidos abonaron el terreno para que el Grupo de los Doce encontrara una mejor recepción en su siguiente visita.
El nivel del compromiso subió en septiembre de 1978, cuando ya los elementos internos señalados iban muy avanzados y en Nicaragua se desarrollaba la segunda insurrección. En ese mes, López Portillo designó como Encargado de Negocios en ese país al joven diplomático Gustavo Iruegas. Santiago Roel, en ese momento canciller mexicano, le dijo: “vaya usted a Nicaragua a hacer todo lo que pueda por esa gente y su revolución, cuidando las formas, esas son sus instrucciones”.16
La situación económica se terminó de transformar. Muy lejos aparecían los días de la crisis, y para finales de 1978 se empezó a conformar la necesidad de “administrar la abundancia”. Para lograr esto último, José López Portillo instaló la Dirección de Proyectos Especiales de la Presidencia, un organismo cuya tarea era generar diagnósticos y planes de desarrollo sectoriales que debían proyectarse en un horizonte de veinte años plazo y tener un carácter intersecretarial. Para la Dirección el panorama era muy claro: estimaba la población mexicana en el año 2000 en 104 millones de habitantes, lo que significaba crecer un 50% en dos décadas; proyectaba que en dicho plazo México creciera a un ritmo anual del 8% sostenido para alcanzar la meta presidencial de incrementar el ingreso por habitante al nivel de Italia,17 perfilando al país como una potencia regional. ¿Cómo se conseguiría esa meta? La idea era aprovechar el boom petrolero para desarrollar la industria nacional y transformarnos en un país exportador de manufacturas. En estos nuevos planes, Centroamérica tendría un papel fundamental.
El 17 de enero de 1979, López Portillo recibió al Ministro de Relaciones Exteriores de Panamá, quien le comunicó una propuesta del general Omar Torrijos y del presidente venezolano Carlos Andrés Pérez para que México encabezara un movimiento internacional para invadir Nicaragua. Este emisario le hizo saber que ambos estaban dando armas y apoyo a los sandinistas, pero que temían un cambio de actitud en el nuevo gobierno de Venezuela y que se concretara una invasión de Somoza a Costa Rica. López Portillo se negó aduciendo nuevamente el principio de no intervención.18 En ello pesaban, sin decirlo, las posibles consecuencias que una acción de este tipo pudiera tener en la relación bilateral con Estados Unidos.
Un día después de su entrevista con el canciller panameño, el mandatario recibió la visita del coronel Carlos Humberto Romero, presidente de El Salvador. Para López Portillo la situación era clara: Carter le “había movido el tapete” a Somoza y ahora no sabía cómo salir de la crisis. Por su parte, Romero consideraba que para los gobiernos centroamericanos era necesario que Somoza dejara el poder; de no ser así cabría esperar que la crisis política en Guatemala y El Salvador también se agravara, abriendo la puerta a la implantación de “gobiernos castristas” en toda la región. En dicha visita el presidente salvadoreño fue galardonado con el Águila Azteca.19
Por esos mismos días aumentó la tensión con Estados Unidos a raíz de la insistencia norteamericana en adquirir gas y petróleo mexicanos a precios más bajos que los estándares internacionales. En febrero de 1979 Carter visitó México y fue recibido con expresiones tajantes por López Portillo. En sus memorias el mandatario hizo la siguiente reflexión al respecto:
Fui seco y duro en las entrevistas y en discurso. Tanto en el análisis multilateral como en el bilateral: el mundo de influencia de Norteamérica, el mundo libre, no tiene salida para el desarrollo. No hay esperanza y su cancelación es grave. No tienen esquemas substitutivos y eso crea problemas irresolubles como los de Vietnam, Irán y hasta Nicaragua. Insistí mucho en una política superior de energéticos que, ante el pragmatismo norteamericano, sonó a ingenuidad romántica.20
El giro nacionalista en la relación bilateral tomó tintes de enfrentamiento. Incluso se llegó a afirmar que, al terminar aquel discurso, López Portillo musitó un orgulloso: “me lo chingué”.21
El 4 marzo de 1979, en el marco del 50 aniversario de la fundación del Partido Revolucionario Institucional, López Portillo saludó públicamente a los “legítimos representantes del pueblo nicaragüense” y después los invitó a Los Pinos donde se acordó un apoyo económico a la lucha armada a través del PRI.22 Hay que decir que hasta ese momento el involucramiento mexicano en Nicaragua se dio en los círculos más cerrados del poder. Nada de esto fue público y aún hoy son datos no suficientemente ponderados cuando se escribe sobre México y Centroamérica. Poco después vendría el destape.
El 20 de mayo López Portillo anunció el rompimiento de relaciones con el gobierno de Somoza debido a las matanzas que perpetraba contra sus ciudadanos. Mario Ojeda, afirmó al respecto:
El rompimiento de relaciones constituía una importante desviación respecto de la política exterior tradicional. En primer lugar, porque la medida iba dirigida en contra de un gobierno establecido y que había llegado al poder mediante un proceso electoral. Claro está que dicho proceso había sido de dudosa legitimidad. Sin embargo, esa razón no era suficiente para el rompimiento, dado lo común que era ello en América Latina, incluido el caso de México y del propio López Portillo. Pero no fue éste sino otro el argumento que sirvió de base para el rompimiento, el cual fue también novedad. Al basar su decisión no en el origen del gobierno de Somoza sino en sus actos, México se apartaba de su tradición de evitar calificar acciones de otros gobiernos. En opinión del gobierno mexicano, la violación reiterada de los derechos humanos, representada por un evidente genocidio, hacía necesario aislar diplomáticamente a Somoza a fin de apresurar su caída. De ese mismo pecado habían sido acusados Díaz Ordaz y Echeverría por los hechos de Tlatelolco en 1968, pero al parecer el gobierno de López Portillo lo había olvidado.23
Después de romper relaciones con Somoza, el gobierno de López Portillo maniobró en distintos foros internacionales para hacer fracasar los planes de Estados Unidos respecto a Nicaragua. Ejemplo de ello fue la postura que asumió el secretario Jorge Castañeda de la Rosa en la reunión de la Organización de Estados Americanos (OEA) en junio de 1979 donde se discutió la posible conformación de una fuerza multinacional que interviniera en Nicaragua.24 La rotunda negativa mexicana, seguida de los otros países que apoyaban a los sandinistas orillaron a cancelar esta iniciativa. A partir de ese momento quedó en evidencia que el gobierno mexicano respaldaba la inclusión de los guerrilleros en la solución del conflicto.
Al parecer, el apoyo a los sandinistas no se redujo a maniobras diplomáticas y entrega de dinero. Si le damos credibilidad a ciertos testimonios, en junio de 1979 (circa) en el momento final de la crisis nicaragüense, el gobierno mexicano entregó armas y municiones al Frente Sandinista de Liberación Nacional.25 De haber sido así, se habría tratado en todo caso de un aporte muy menor al que brindaron otros países como Cuba, Venezuela y Panamá, en materia de logística militar, a la guerrilla sandinista, sin embargo, habría tenido un sentido simbólico digno de considerar.
Tomando en cuenta el respaldo político, diplomático, monetario y probablemente también militar proporcionado por el gobierno mexicano a la causa antisomocista difícilmente se sostiene la noción de que se trató solamente de “hechos aislados y casuísticos”. Quizá no se trató de un plan fraguado con anterioridad, pero hay sólidos indicios de que el involucramiento mexicano en el conflicto nicaragüense, tuvo la clara intención de favorecer un cambio político de signo revolucionario.
Apoyar a los sandinistas de Nicaragua representaba un cambio inesperado en la política de México hacia los movimientos revolucionarios centroamericanos. En el marco del alineamiento continental con Estados Unidos a partir de la Segunda Guerra Mundial, México implementó un discurso de Guerra Fría en múltiples áreas. Una de las instituciones que condensan este alineamiento fue la Dirección Federal de Seguridad. En sus labores internas la Dirección Federal de Seguridad (DFS) se dedicó a vigilar, perseguir, detener, torturar y desaparecer a disidentes internos, especialmente a los grupos guerrilleros marxistas leninistas, bajo el argumento de que representaban riesgos para la seguridad nacional. Se trató de la llamada guerra sucia.26 Pero esa política también se amplió a los extranjeros. Así, mientras por un lado se daba acogida a numerosos exiliados y se les permitía realizar actividades públicas de denuncia política, por el otro, desde 1960 las instituciones de seguridad mexicanas –el ejército, las policías, migración y la propia DFS– redoblaron su seguimiento a las actividades políticas y conspirativas de los centroamericanos residentes o en tránsito por nuestro país. Durante años, en colaboración con la Agencia Central de Investigaciones estadounidense (CIA), las fuerzas de seguridad mexicanas persiguieron, detuvieron, encarcelaron, expulsaron y en ocasiones entregaron a sus respectivos gobiernos a militantes centroamericanos que usaban el territorio nacional para preparar proyectos revolucionarios socialistas, dando lugar a lo que Fabián Campos Hernández ha llamado la otra guerra sucia mexicana.27
Para el tema que nos ocupa es importante mencionar lo anterior, pues cuando el gobierno de López Portillo decidió apoyar la causa sandinista aún se hallaba inmerso en una sorda confrontación con diversos grupos armados mexicanos y reprimía sin demasiadas contemplaciones a otras organizaciones guerrilleras de Centroamérica que tenían presencia en México. En este sentido el respaldo a la instauración de un gobierno revolucionario en Nicaragua representó también un punto de inflexión en materia de política interior y de seguridad nacional. No se trató de una decisión circunstancial. Muy pronto esta postura se hizo extensiva para el caso de El Salvador y más tarde también para Guatemala.
Un Riesgo Mayor: El Salvador
El triunfo de la revolución nicaragüense tuvo un impacto inmediato en El Salvador. En este país la guerrilla enarbolaba un programa mucho más radical que el Frente Sandinista y ejercía influencia directa sobre sindicatos, asociaciones estudiantiles, centrales campesinas y agrupaciones populares. Durante 1979 la movilización beligerante puso en jaque al gobierno del coronel Romero. En ese contexto, el 15 de octubre se produjo un golpe de estado encabezado por militares reformistas y políticos e intelectuales de centro-izquierda. No obstante, la extrema derecha enquistada en el ejército y los cuerpos de seguridad boicoteó las acciones de la Junta Revolucionaria de Gobierno y recrudeció la represión contra los grupos insurgentes y el movimiento popular. A su vez, la guerrilla incrementó su actividad armada, alentando un estallido insurreccional semejante al de Nicaragua. En enero de 1980, ante la incapacidad de la Junta para contener los excesos de la extrema derecha, el gobierno perdió el respaldo de importantes dirigentes y agrupaciones reformistas. Incluso algunos funcionarios abandonaron sus cargos y se sumaron a la insurgencia. Sin embargo, el Partido Demócrata Cristiano se mantuvo en la Junta en alianza con la cúpula castrense y contando con el respaldo de Estados Unidos y otros gobiernos latinoamericanos como los de Venezuela, Argentina, Honduras y Costa Rica.
Ante la agudización de la crisis salvadoreña, López Portillo declaró en febrero de 1980 durante su visita a Managua: “Ya El Salvador está viviendo su propio proceso definitivo. Creo que hay una buena oportunidad para que ese país centroamericano aproveche la experiencia nicaragüense sin necesidad de extremarla”.28
Esta declaración era un indicio de que el gobierno mexicano iniciaba su involucramiento en este otro conflicto. En abril de aquel año se conformó el Frente Democrático Revolucionario de El Salvador. Bajo sus siglas se aglutinaron socialdemócratas y disidentes demócrata cristianos así como las organizaciones sociales ligadas a las organizaciones guerrilleras; juntos conformaban la cara civil del movimiento revolucionario que buscaba derrocar al gobierno. Según reportes de la cancillería salvadoreña, el 16 de junio el embajador de México en la República Federal de Alemania, Octavio Campos Salas, ofreció una recepción al cuerpo diplomático acreditado en dicho país con un solo objetivo: presentar al Frente Democrático Revolucionario como “legítimo representante” del pueblo salvadoreño.29 Gestos como este hacían evidente que hacia mediados de 1980 el gobierno mexicano ya había tomado partido en la confrontación interna que desangraba a El Salvador.
La decisión del presidente López Portillo de desarrollar una política activa ante los conflictos centroamericanos fue acompañada por intentos de incrementar la presencia económica de México en el área. El 3 de agosto de 1980, México y Venezuela firmaron el Acuerdo de San José. Mucho se ha escrito sobre el papel de este pacto como una iniciativa latinoamericana para solventar la crisis energética de Centroamérica y el Caribe.30 Pero poco se ha dicho sobre dos aspectos fundamentales de este acuerdo: primero, que la no discriminación política para proveer petróleo no dejó nunca de ser meramente discursiva; el gobierno democristiano de Venezuela no estuvo dispuesto a venderle petróleo a Cuba ni a la Nicaragua sandinista, por lo que México asumió totalmente esos rubros y, a la vez, nunca intentó suministrar hidrocarburo a aquellos países del Caribe que tenían una relación privilegiada con Venezuela. En este sentido, el Acuerdo de San José debe de verse como un reparto del mercado regional entre dos países que delimitaban de esta forma sus áreas de influencia. En segundo lugar, debe de señalarse que una de las clausulas para lograr plazos de crédito favorables a los países compradores –uno de los aspectos más afamados del acuerdo– estaba ligado a proyectos de desarrollo energético que debían de consumir un alto porcentaje de materias primas de los países proveedores, es decir que mediante el acuerdo se buscaba impulsar los intereses comerciales de los dos gobiernos que patrocinaron este acuerdo.
En ese mismo mes el presidente López Portillo dejó en claro la visión de su gobierno sobre el futuro político de la región. En el discurso que dio en la Plaza José Martí durante una visita que hizo a Cuba, el mandatario declaró que no había dos modelos de revolución en América Latina, el mexicano y el cubano, como podrían pensar algunos, sino una sola necesidad histórica de la región: hacer la revolución. Y ahora en Centroamérica se presentaba la oportunidad de aprovechar las virtudes y superar las limitaciones de ambos modelos. Se trataba de impulsar una propuesta de futuro exclusivamente latinoamericana, sin injerencias imperialistas, refiriéndose obviamente a Estados Unidos.31