Kitabı oku: «México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época», sayfa 3

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En cuanto a El Salvador, a finales de ese mismo mes, López Portillo nombró como encargado de negocios a Gustavo Iruegas, el mismo diplomático que había desempeñado un papel fundamental en la instrumentación de la política mexicana hacía Nicaragua durante el curso de la insurrección sandinista.32 El hecho de que un diplomático de rango menor y simpatizante de la insurgencia fuera colocado al frente de aquella legación indicaba la intención de mantener un perfil bajo en las relaciones con el gobierno salvadoreño y a la vez asegurar un enlace directo en dicho país con los grupos guerrilleros y la oposición civil. En palabras del propio Iruegas:

A diferencia de Nicaragua, no íbamos a hacer contactos, ya estaban hechos, la misión era clara. Antes de partir ya había concertado con mis contactos con Carmen Lira dos reuniones: una con dos guerrilleros que estaban aquí y otra con los jefes de un movimiento de personalidades democráticas, entre las que se encontraba un exministro de Agricultura que se habían reunido privadamente con el canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa.33

Ciertamente, según su propio testimonio y el de diversos jefes guerrilleros de El Salvador, Iruegas jugó un destacado papel como enlace entre el gobierno mexicano y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, proporcionando al primero información de primera mano sobre la consolidación militar de la insurgencia y brindándole a la vez un importante apoyo político y operativo al movimiento revolucionario hasta mediados de 1981 en que finalizó su gestión en aquella Embajada.34

Este nivel de involucramiento en el conflicto salvadoreño por parte del gobierno mexicano evidenciaba una decisión mucho más arriesgada que con respecto al proceso insurreccional de Nicaragua. En el caso nicaragüense, la participación mexicana se había producido en el marco de una alianza muy amplia de gobiernos latinoamericanos y cuando ya el conflicto estaba cerca de su desenlace, de manera que los riesgos asumidos por el gobierno mexicano fueron menores. En cambio, para mediados de 1980, cuando se decidió respaldar a las fuerzas revolucionarias de El Salvador, ya habían tenido lugar cambios importantes en el escenario regional. Un año antes el gobierno de Carter había jugado un papel activo en la crisis nicaragüense, retirándole su apoyo a Somoza; asimismo, en el caso de El Salvador la administración estadounidense había respaldado el golpe de estado de los militares reformistas. En cambio, ahora no estaba dispuesto tolerar un nuevo triunfo revolucionario en Centroamérica por lo que apoyaba de manera decidida al gobierno salvadoreño. Del mismo modo los nuevos mandatarios de Venezuela y Costa Rica se habían distanciado del gobierno sandinista y respaldaban la política norteamericana con respecto a El Salvador. En este contexto México se convirtió en el principal simpatizante no socialista de la insurgencia salvadoreña, solo secundado en su postura por el gobierno panameño.

El riesgo que conllevaba asumir esta decisión puede llevarnos a considerar que probablemente el gobierno mexicano se había formado una alta expectativa sobre las posibilidades de la guerrilla para poner en jaque al gobierno salvadoreño y capitalizar la efervescencia insurreccional del movimiento de masas. Ciertamente, durante 1980, a pesar de la violenta represión desencadenada por la extrema derecha contra el movimiento popular, las agrupaciones revolucionarias incrementaron notoriamente su capacidad operativa gracias a la incorporación masiva de nuevos combatientes, así como al entrenamiento y respaldo logístico proporcionado de manera ostensible por Cuba y Nicaragua.35

En el mes de diciembre, ante el agravamiento del conflicto y la inminente llegada de Ronald Reagan a la presidencia estadounidense, la administración Carter consideró seriamente entablar negociaciones con la guerrilla. La cancillería mexicana no fue ajena a dicha iniciativa. Sin embargo, una lectura equivocada de la coyuntura y el desacuerdo entre los propios dirigentes del FMLN echaron por tierra esta opción.36 En cambio en los primeros días del año siguiente las fuerzas revolucionarias lanzaron su primera ofensiva general. Dicha acción no logró sus propósitos de dividir al ejército, poner en crisis al gobierno y extender la insurrección. Pero, aunque el FMLN no contaba con la fuerza necesaria para tomar el poder, a partir de entonces la guerra de guerrillas se generalizó en el país y amplias áreas rurales quedaron bajo control rebelde. La prolongación del conflicto salvadoreño y el cambio de administración en Estados Unidos hacían prever un escenario regional de mayor confrontación. Aun así México sostuvo su decisión de respaldar por diversos medios al gobierno sandinista y al movimiento revolucionario de El Salvador.

“Va a ser una época sumamente difícil para México, para nuestra política exterior”

Del 9 al 12 de febrero de 1981 tuvo lugar una reunión a puerta cerrada entre el secretario Castañeda y Álvarez de la Rosa y los embajadores mexicanos en Centroamérica y el Caribe. En la sesión inaugural, el canciller subrayó la importancia de este evento que, en su opinión, “no podría ser más oportuno ya que de acuerdo con la Política Exterior trazada por el señor Presidente de la Republica, nuestras relaciones con los países de Centroamérica y el Caribe ocupan un lugar de máxima prioridad en nuestro quehacer internacional”. Para el secretario, “la dinámica de los acontecimientos en el exterior” y “la impresionante evolución de México” obligaban a revisar la “forma y nivel” de la presencia mexicana en la región.37

Para explicar los principales elementos de aquella “impresionante evolución” del país a que hacía referencia Castañeda y Álvarez de la Rosa, y que era el trasfondo de la diplomacia activa propia del sexenio de López Portillo, a la reunión de embajadores fueron invitados tres de los principales responsables de señalar el rumbo económico de México: el secretario de Patrimonio y Fomento Industrial, José Andrés de Oteyza, el subsecretario de Comercio Exterior, Héctor Hernández, y Rodolfo Moctezuma Cid, encargado de la Dirección de Proyectos Especiales de la Presidencia. Ellos expusieron ante los diplomáticos las proyecciones del desarrollo nacional a los cuales nos hemos referido, así como ciertos aspectos que dificultaban su concreción.

El secretario Oteyza subrayó que el proceso de industrialización llevaba casi cuatro décadas. En dicho lapso se había desarrollado una industria protegida y subsidiada, ­modelo que no era funcional para impulsar la exportación de manufacturas. Lo ­ejemplificaba de la siguiente manera: DINA, la empresa estatal fabricante de automotores, producía tractores con tecnología japonesa que se vendían en el mercado mexicano, pero que resultaba imposible exportarlos ya que, aun considerando el costo de transportación, a los países de Centroamérica y el Caribe les era más barato comprar tractores directamente a Japón. Lograr que la producción mexicana fuera competitiva implicaba llevar a cabo transformaciones estructurales, pero México necesitaba empezar a exportar para cambiar las dinámicas de producción. Un ejemplo era la forma en que se aprovechaba la relación especial que había con Cuba, que compraba tractores mexicanos a pesar del sobreprecio. La lección era clara: el establecimiento de nuevas alianzas podría permitirle a México incrementar y diversificar sus exportaciones a Centroamérica y el Caribe.

Esta expectativa en el terreno económico se correspondía con lo expresado por el secretario Castañeda acerca de la posibilidad que se planteaba para México, si no de ejercer un liderazgo regional, cuando menos sí de “influir positivamente para que algún día haya en esos países Gobiernos que sean para nosotros interlocutores básicos, que si bien puedan no estar de acuerdo con todas nuestras posiciones, por lo menos permitan con México un dialogo constructivo”. Y como ejemplo de estas relaciones, mencionaba los casos de Nicaragua, Venezuela y Cuba.

Es de notar que estos ambiciosos proyectos en materia económica y política tuvieran como escenario de instrumentación una zona en conflicto. Pero en la perspectiva del canciller, la turbulencia política que experimentaba Centroamérica había que interpretarla como una coyuntura histórica; la crisis anunciaba “una etapa de transformaciones fundamentales [...] una época que podría propiciar profundas transformaciones de carácter social”. Si bien Castañeda fue muy cuidadoso al expresar sus puntos de vista al respecto, algunos de los representantes mexicanos en Centroamérica que asistían a la reunión manifestaron abiertamente su convicción de que dicha circunstancia configuraba un escenario de oportunidad que podría permitirle a México impulsar sus objetivos económicos, forjar nuevas alianzas y fortalecerse políticamente.

“Si estamos fortaleciendo y ayudando a la Revolución sandinista estamos fortaleciendo la nuestra”, sentenció el embajador en Nicaragua, Julio Zamora Bátiz, al definir el carácter del apoyo mexicano: “Entre más Gobiernos democráticos y progresistas existan en América Latina, mayor ayuda tendremos en nuestra tarea de desarrollarnos y de defendernos de las acometidas del imperialismo”. Por su parte Gustavo Iruegas, destacado en El Salvador, también señalaba sin ambages:

Por razones morales, por motivos de seguridad, por conveniencia económica, porque es necesario frenar al imperialismo y porque el imperativo histórico así lo exige, México debe alentar la existencia en la región de gobiernos democráticos de amplio respaldo popular, de carácter nacionalista, y comprometidos en la búsqueda de la justicia social para sus propios pueblos.

El apoyo mexicano al gobierno sandinista, la situación de Guatemala y la postura ante el proceso revolucionario salvadoreño fueron materia de interesantes discusiones a lo largo de la reunión. El embajador Zamora Bátiz destacó la magnitud de la ayuda brindada a Nicaragua desde la caída de Somoza. Según sus datos, México era, sin lugar a dudas, el principal apoyo económico del régimen revolucionario, aunque ciertamente la ayuda fluía de manera desordenada por la propia descoordinación de las instancias mexicanas. Este apoyo era altamente ponderado por los dirigentes sandinistas que profesaban hacia México y su presidente “gran respeto... gran consideración” y no dejaban de expresar “su interés por vincularse más, económicamente” a nuestro país. No obstante el diplomático se mostraba un tanto escéptico con respecto a sus resultados a más largo plazo, señalando el riesgo de que el esfuerzo mexicano pudiera ser capitalizado por “el otro imperialismo”, refiriéndose a la creciente influencia cubana y del bloque socialista en el país centroamericano, para lo cual proponía “ser más consistentes” en buscar que el respaldo a la revolución en Centroamérica abonara efectivamente al establecimiento de “gobiernos representativos... que no se deterioren hacia una dictadura”.

En cuanto a la situación guatemalteca, los registros de la reunión hacen evidente que aún no se hacía manifiesta una política de apoyo al movimiento revolucionario como en los casos de Nicaragua y El Salvador, aunque al parecer desde el año anterior instancias del gobierno habían establecido un acuerdo inicial con las Fuerzas Armadas Rebeldes.38 Como militar de carrera, el embajador Rafael Macedo Figueroa expresó una opinión autorizada sobre los avances de la guerrilla en el terreno militar, pero no profundizó en el conflicto social ni expresó mayor simpatía por la insurgencia. Su principal interés fue exponer algunas características del gobierno guatemalteco, como su carácter represivo, la enorme influencia en su interior de intereses oligárquicos y el poder político adquirido por el ejército. Acerca de la relación bilateral, esta se hallaba afectada por opiniones antimexicanas características de la extrema derecha de dicho país, cuestionamientos al respaldo de México a la independencia de Belice y acusaciones de que la guerrilla que operaba en la región fronteriza se movía con libertad en territorio mexicano.

Sobre esto último el secretario Castañeda señaló que el presidente había ordenado darle seguridades al gobierno guatemalteco de que no había rebeldes de su país en territorio nacional, pero que de ninguna manera México cooperaría “en la guerra contra las guerrillas de oposición y la oposición que tienen allá”. Y asimismo hizo mención de que las recientes maniobras del ejército mexicano en la frontera sur habían tenido también el propósito de “mandar una señal a Guatemala muy directa, muy sutil”.

En cuanto al caso salvadoreño, el análisis de Gustavo Iruegas se enfocó en las consecuencias inmediatas de la “Ofensiva final” lanzada por la guerrilla apenas un mes antes. Según su opinión, aunque esta acción militar no había culminado con una victoria, el FMLN había mostrado que tenía capacidad para derrotar al gobierno. A partir de enero el conflicto se desarrollaba en el campo como un “enfrentamiento entre dos ejércitos”, e incluso la insurgencia contemplaba la instalación de un gobierno provisional en alguno de los territorios que tenía bajo su control. Pero el curso del conflicto era incierto. El ejército salvadoreño estaba recibiendo armamento y asesoría estadounidense. Iruegas preveía que, si los rebeldes no alcanzaban el triunfo en los próximos tres meses, podría generarse un escenario catastrófico:

Se iniciará entonces una guerra popular que rebasará las fronteras de El Salvador, acelerará y modificará el proceso revolucionario guatemalteco, se complicará con la programada independencia de Belice, se extenderá a territorio hondureño, involucrará al gobierno revolucionario de Nicaragua, amenazará al gobierno revolucionario de Cuba y beneficiará a la economía de guerra norteamericana. México no podrá considerarse ajeno al conflicto.

Según Iruegas, la insurgencia salvadoreña consideraba al gobierno mexicano como su aliado político más importante. Él estaba convencido de que nuestro país estaba “llamado a protagonizar momentos difíciles en el desarrollo del proceso revolucionario”. Los rebeldes salvadoreños necesitaban urgentemente el “solidario aporte de la nación y el Estado mexicanos en su proceso de legitimación internacional”. Y, ante la creciente intervención de Estados Unidos, México debía empeñar su “gran fuerza moral que tantos años de actuación internacional justa y valiente le han permitido acumular, para fustigar y, de ser posible, expulsar al intruso”.

En efecto, el reciente cambio de administración en los Estados Unidos anunciaba una mayor complicación del escenario centroamericano. El secretario Castañeda preveía que el nuevo gobierno republicano concentraría sus esfuerzos en impedir que en El Salvador y Guatemala triunfara la insurgencia; también probablemente buscaría derrocar a los regímenes revolucionarios de Cuba y Nicaragua. “Va a ser una época sumamente difícil para México, para nuestra política exterior”, anunciaba preocupado. Muy pronto la “fuerza moral” del país, su prestigio internacional, iba a ser sometida a “una prueba muy dura” en Centroamérica. Pero no había marcha atrás:

Tenemos cierta obligación de ser consistentes, de no abandonar ciertos principios que [...] han definido a la nación desde su independencia; pero no va a ser fácil [...] porque al hacerlo –y tendremos que hacerlo– [...] nos vamos a encontrar en un plano de confrontación con los Estados Unidos y habrá que mantener esa posición como nos ha ocurrido en el pasado en muchas otras ocasiones [...] a pesar de todos los riesgos que pudiera representar [...].

Hacer valer el principio de la no intervención en esta coyuntura era una decisión política pero también una definición histórica. No hacerlo “afectaría profundamente nuestro ser nacional” sostenía el secretario de Relaciones Exteriores. “Dejaríamos de ser México”, sentenciaba categórico.

Intentos de mediación

En los meses que siguieron a la reunión de embajadores, el gobierno mexicano resolvió dar un paso decidido en relación al conflicto salvadoreño, que tras la ofensiva guerrillera de enero había caído en cierto impasse. Aunque las acciones de guerra se extendieron a amplias zonas del país, era claro que el FMLN no tenía capacidad para lanzar una nueva ofensiva general en el corto plazo y enfrentaba los embates del ejército gubernamental. Por su parte, Estados Unidos y la Junta de Gobierno se negaban a entablar cualquier tipo de negociación con la insurgencia. Ante esta situación el presidente López Portillo dio paso a una propuesta que conjugaba un llamado a la solución negociada del conflicto y lo planteado por Iruegas en la reunión de embajadores en el sentido de respaldar la “legitimación internacional” del FMLN. En el impulso de esta iniciativa se consideró también otra idea esbozada por Castañeda en el encuentro de febrero: la de impulsar una acción colectiva, junto con otros gobiernos de la región, en aras de “restablecer cierto grado de paz” en Centroamérica.39 Aunque al no encontrar otro gobierno latinoamericano que acompañara su propuesta, el secretario Castañeda buscó el respaldo del gobierno de Francia que encabezaba el socialista François Mitterrand.40

El 28 de agosto de 1981 se dio a conocer la famosa Declaración Franco-Mexicana sobre el conflicto salvadoreño firmada por los cancilleres de ambos países. En ella se establecía que El Salvador estaba urgido de cambios sociales, económicos y políticos “fundamentales” y se reconocía a la coalición insurgente como una “fuerza política representativa”, avalando su disposición a “asumir las obligaciones y ejercer los derechos” derivados de dicha condición. Francia y México hacían un llamado a la comunidad internacional para evitar “toda [...] injerencia en los asuntos internos de El Salvador”, pero a la vez manifestaban con claridad que la solución del conflicto debía contemplar el establecimiento de “un nuevo orden interno”, la reestructuración de las fuerzas armadas y la celebración de elecciones “auténticamente libres”.41

Así como en su momento la ruptura de relaciones con el régimen somocista había mostrado la disposición del presidente López Portillo a asumir un acompañamiento activo del proceso nicaragüense, esta declaración sobre El Salvador estableció las definiciones fundamentales que regirían la actuación mexicana ante el conflicto regional de allí en adelante, señalando que los procesos revolucionarios tenían su origen en causas internas, que la solución de los conflictos pasaba por la negociación entre las partes enfrentadas y debía conducir a transformaciones sustantivas sociales y políticas y que, en la medida en que el bando insurgente asumiera este compromiso, contaría con el apoyo del Estado mexicano.

Consecuentemente con ello, poco después, el gobierno mexicano auspició la instalación de la representación oficial del FMLN-FDR en el Distrito Federal. Con el transcurso de los años esta suerte de “embajada” llegó a contar con diversas oficinas, personal operativo y cuadros especializados en la gestión diplomática. Este fue un recurso estratégico que los rebeldes aprovecharon con singular habilidad a todo lo largo de la guerra. A la vez, las embajadas mexicanas, no solo en la región sino en otras partes del mundo, prestaron apoyo de muy distinto tipo a la movilidad, las comunicaciones y las gestiones internacionales de los “diplomáticos” guerrilleros.42

En un artículo publicado recientemente la profesora Ana Covarrubias destaca un aspecto poco mencionado sobre la Declaración Franco-Mexicana: el fuerte contraste entre la recepción favorable que tuvo por parte de gobiernos europeos como los de Noruega, Suecia, Holanda, Irlanda y la República Democrática Alemana, mientras que en América Latina únicamente Nicaragua y Granada se adhirieron a ella. Covarrubias señala que, en el ámbito regional, la declaración tuvo como consecuencia el aislamiento de México, pues además de la reacción airada de El Salvador y los Estados Unidos, el gobierno venezolano encabezó una postura de rechazo tajante a la misma, la llamada Declaración de Caracas, que secundaron Colombia, Argentina, Bolivia, Chile, Guatemala, Honduras, Paraguay y República Dominicana. Al parecer, esta reacción ya había sido prevista por el secretario Castañeda, quien la minimizó al declarar: “No es la primera vez que México se encuentra aislado de sus hermanos latinoamericanos, ni tampoco será la última”.43

Ciertamente el gobierno mexicano se mantuvo firme y no cejó en su empeño de contener la agresiva política estadounidense. Con este fin propuso diversas iniciativas en pro del diálogo y la negociación entre las partes enfrentadas. En noviembre de 1981 tuvieron lugar en territorio mexicano pláticas secretas entre el secretario de Estado estadounidense, Alexander Haig, y el vicepresidente cubano, Carlos Rafael Rodríguez. Para lograr que se sentaran a la mesa el presidente López Portillo había echado mano de todos sus argumentos, llegando inclusive a pedirle a Ronald Reagan que “le devolviera el favor que le había hecho al dejar de invitar a Castro” a la Cumbre del Diálogo Norte-Sur. Sin embargo, durante las pláticas quedó claro que para Estados Unidos resultaba inaceptable la alianza de Cuba con la Unión Soviética, su intervención militar en África, la presencia de asesores cubanos en Nicaragua y el apoyo a las guerrillas de Guatemala y El Salvador. El secretario Haig cerró las pláticas con una demanda: “Si quieren hablar en serio, nosotros también. Pero necesitamos un contexto para las discusiones, y algún tipo de señal de su parte de que lograremos resultados”.44 Estados Unidos no abandonaría tan fácilmente su postura, y eso se confirmó cuando, de manera casi simultánea a dichas pláticas, fueron asignados 20 millones de dólares para acciones encubiertas contra Nicaragua.

No obstante la reticencia de Reagan, México lo volvería a intentar. El 21 de febrero de 1982, durante su segunda visita a Nicaragua, López Portillo definió la situación en el Circuncaribe como un problema de tres nudos: la relación Cuba-Estados Unidos, Estados Unidos-Nicaragua y el conflicto en El Salvador. Señaló que la forma de resolverlos estaba condicionada a negociaciones bilaterales y paralelas, y se ofreció como intermediario para facilitar las conversaciones. Cuba y Nicaragua aceptaron de inmediato, pero Washington solo aceptó luego de fuertes presiones de la oposición demócrata: “No estábamos interesados en la iniciativa desde el principio... pero el Congreso y la opinión publica nos emboscaron. Teníamos que acceder a negociar o parecer poco razonables”.45

En marzo, Fidel Castro escuchó de voz de Vernon Walters las condiciones de Estados Unidos para la normalización de la relación bilateral. Cuba debía cesar su apoyo a las guerrillas en Centroamérica y Colombia, retirarse de Angola y Nicaragua y aceptar el regreso de los delincuentes enviados en El Mariel. La respuesta de Castro fue que el regreso de los “excluibles” era un tema sencillo, que desde hacía un año Cuba había suspendido el abastecimiento logístico a Nicaragua y al FMLN y que estaba dispuesto “a apoyar constructivamente el plan de López Portillo para llegar a un acuerdo en El Salvador”. Sin embargo, ni Walters ni Reagan quisieron confiar en el líder cubano y en consecuencia este nuevo encuentro propiciado por México culminó también con un fracaso.46

El camino a Contadora

Al no fructificar las iniciativas de negociación se exacerbó el conflicto en Centroamérica. Para 1982 la Junta de Reconstrucción Nacional de Nicaragua había perdido a la mayor parte de sus miembros moderados, algunos de los cuales se integraron a las filas contrarrevolucionarias. Los sandinistas, por su parte, firmaron un acuerdo de cooperación económica con la Unión Soviética y estrecharon lazos con el Bloque Socialista. Esta alianza era vital para consolidar sus fuerzas armadas y defender el proyecto revolucionario. Desde luego Estados Unidos tuvo en ello el pretexto ideal para endurecer sus medidas económicas y políticas contra el gobierno nicaragüense y redoblar su apoyo a los grupos contrarrevolucionarios instalados en Honduras, Costa Rica y la Costa Atlántica.

En El Salvador, el FMLN había logrado resistir las ofensivas del ejército contra sus bastiones rurales en el centro y oriente del país a pesar de la campaña de tierra arrasada emprendida por las fuerzas gubernamentales que cobró miles de vidas y provocó la salida de masiva de refugiados hacia México, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Belice. Gracias a la asesoría y al armamento recibido de países como Cuba, Vietnam y Libia, la guerrilla salvadoreña pudo consolidar sus fuerzas e iniciar acciones ofensivas de mayor envergadura. De manera paralela, la ayuda estadounidense permitió al ejército gubernamental multiplicar sus efectivos e incrementar su arsenal (incluyendo la renovación total de su fuerza aérea). Asimismo, un centenar de asesores y agentes de inteligencia norteamericanos fueron desplegados en El Salvador. Su presencia fue clave para cohesionar al ejército y redefinir la estrategia contrainsurgente.

De manera paralela al recrudecimiento de la guerra tuvieron lugar en El Salvador importantes procesos de transformación política auspiciados por Estados Unidos. En marzo de 1982 se celebraron elecciones generales para elegir una Asamblea Constituyente y aunque la guerrilla intentó boicotear las votaciones estas se llevaron a cabo. En este proceso quedó de manifiesto que la Democracia Cristiana y el naciente partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena), de ultraderecha, no eran solo los principales referentes del juego electoral, sino que tenían gran poder de convocatoria y contaban con un efectivo respaldo social. En esta medida, la rebelión popular daba paso a una auténtica guerra civil. Cuando en mayo la Junta encabezada por José Napoleón Duarte entregó el poder al presidente provisional Álvaro Magaña, El Salvador se hallaba en guerra pero también estaban en curso cambios fundamentales de carácter social, como la reforma agraria, y había iniciado la renovación “democrática” del sistema político.

En Guatemala las cosas siguieron un rumbo muy distinto. A pesar de contar con amplio respaldo popular, la guerrilla no alcanzó a consolidar sus fuerzas militares y sufrió graves reveses en el campo y la ciudad desde mediados de 1981, cuando el ejército inició su gran ofensiva contrainsurgente. La represión y las masacres se recrudecieron tras el golpe de Estado de marzo de 1982 que llevó al poder al general Efraín Ríos Montt. Además de cobrar miles de víctimas civiles, la campaña de tierra arrasada provocó la huida en masa de campesinos indígenas hacia territorio mexicano dando lugar a una crisis humanitaria de grandes proporciones que colocó a nuestro gobierno en una situación sumamente comprometida.

En cuanto al resto del Istmo, Panamá había sufrido un duro golpe con la sospechosa muerte del general Omar Torrijos en un accidente de aviación. Si bien el gobierno panameño se mantuvo al lado de Nicaragua y de los revolucionarios salvadoreños, su activismo regional se redujo notoriamente. Costa Rica se alineó plenamente con Estados Unidos. El presidente Luis Alberto Monge entabló una dinámica de confrontación con el gobierno sandinista y toleró que la Contra nicaragüense operara en su territorio.

Honduras era un caso extremo. Se había convertido en pieza fundamental de la estrategia estadounidense para combatir la revolución en Centroamérica. No solo su gobierno estaba plegado a los designios de Washington, sino que, desde el año anterior, el territorio nacional albergaba instalaciones militares estadounidenses donde se coordinaban misiones de inteligencia y operaciones especiales contra Nicaragua y el FMLN. Además, el ejército y las fuerzas de seguridad colaboraban abiertamente con la Contra nicaragüense que había sentado sus reales en zonas aledañas a la frontera con Nicaragua. A la vez libraban una “guerra sucia” contra las pequeñas agrupaciones guerrilleras de Honduras y las guerrillas de El Salvador que trasegaban armas a través del país.

Dada la situación, el panorama catastrófico descrito por Gustavo Iruegas en la reunión de embajadores parecía concretarse. La guerra comenzaba a desbordar las fronteras. Inevitablemente la intromisión de Estados Unidos y sus aliados por un lado, y de Cuba y el bloque socialista por el otro, situaba el conflicto regional en el marco de la confrontación Este-Oeste. Por si fuera poco, que Estados Unidos tuviera tropas y aeronaves estacionadas en Honduras y realizara periódicamente maniobras navales en los litorales centroamericanos, hacían patente la amenaza de una intervención militar directa, la cual incluso se podría extender a Cuba.47 En este escenario los espacios de acción de la diplomacia mexicana se estrechaban críticamente.

En agosto de 1982 se presentó la oportunidad de impulsar otra vez una acción colectiva con respecto a Centroamérica, cuando el presidente venezolano Luis Herrera Campins propuso a México impulsar de manera conjunta una nueva iniciativa de diálogo. Ambos gobiernos acordaron convocar por escrito a cada una de las partes confrontadas con quien tuvieran, respectivamente, mayor cercanía política. De esta manera quedaba atrás el distanciamiento que se había producido a raíz de la Declaración Franco-Mexicana. Si bien ante la negativa de algunos gobiernos alineados con Estados Unidos dicho esfuerzo no rindió frutos en lo inmediato, unos meses después, iniciando el sexenio de Miguel de la Madrid, habría de dar lugar a la iniciativa de paz del Grupo Contadora.

Consideraciones finales

Hemos visto que la política de López Portillo hacía Centroamérica no se constituyó de hechos aislados ni de acciones casuísticas, sino que de manera sistemática se propuso respaldar los procesos de cambio sociopolítico que apuntaban a la instauración de gobiernos revolucionarios en el Istmo. Esta decisión estuvo determinada por la evolución de los conflictos internos en los propios países centroamericanos y la actitud adoptada ante ello por la administración Carter. Pero también gravitaron en ella de manera específica los ambiciosos planes de desarrollo económico planteados por la presidencia de la república, el contrapunto con Estados Unidos en torno a la cuestión petrolera y la intención de renovar la legitimidad interna del régimen priísta en concordancia con la reforma política de 1977.