Kitabı oku: «100 personas que han hecho único al Atleti», sayfa 4
15 / 100
FUTRE, EL ÚLTIMO HÉROE DEL SIGLO XX Y UN MOMENTO
Paulo Futre (Montijo, Portugal, 28-2-1966), símbolo del Atleti de finales de los ochenta e inicios de los noventa, factótum de la victoria de Jesús Gil y Gil (ver capítulo 83) en las elecciones a la presidencia del club en 1987, el delantero que nos hizo soñar de nuevo con grandes títulos y, entre otras cosas, el autor de uno de los goles más recordados por los atléticos en más de un siglo de historia.
Llegó al club en plena campaña electoral para elegir presidente —la última que se ha celebrado antes de que se convirtiera en sociedad anónima deportiva— tras haber sido una de las estrellas del Oporto que ese mismo año había ganado al Bayern contra todo pronóstico la Copa de Europa.
Seleccionar a los mejores de algún deporte o de alguna faceta en la historia, en la vida, siempre es muy relativo, y, entre otras cosas, depende de la época que le haya tocado vivir a cada cual. Sin embargo, hay que mojarse, y creo que Futre estaría entre los diez más queridos por la afición. También, y a pesar de su irregularidad, entre los mejores.
Claro que a la mayoría de jugadores no la vimos jugar o conocemos de ella solo por la referencia de nuestros abuelos o nuestros padres. Pero qué le vamos a hacer… De momento hablemos del legendario Paulo, desde luego el último gran ídolo colchonero de proyección internacional del siglo XX.
El luso cuando estaba fino y metido en el partido era imparable. Era un jugador que parecía estar enganchado a una torre de alta tensión. Un coche de Scalextric enloquecido sobre su carril, en este caso sobre su banda. Melena al viento con aquella camiseta de Puma y publicidad de Marbella. Máxima verticalidad.
Sucedió en el estadio Santiago Bernabéu una calurosa noche de verano, la del 27 de junio de 1992, en la final de la Copa del Rey de aquella temporada cuando el alemán Bernd Schuster ya había puesto a los de Luis Aragonés por delante en uno de los mejores lanzamientos de falta que hayan visto esas gradas. El portugués recibió un balón de Manolo, un extraordinario pase al hueco a la media hora del partido, y se lanzó derechito hacia la meta defendida por un «viejo amigo» suyo, Paco Buyo, portero de los blancos y con quien había tenido ciertos «problemillas» a lo largo de su carrera deportiva. Tras superar a Chendo, Paulo pegó al balón con toda su alma, con su pierna izquierda y al palo corto para saldar «sus cuentas» con el guardameta gallego del Madrid.
Con Buyo había protagonizado un incidente en la temporada 1988-89 en ese mismo estadio en un derbi en el que el madridista fingió haber sido agredido por el atlético y por un compañero de este, Antonio Orejuela. La jugada, en la que el portero demostró ser mejor actor que guardameta, dio con la expulsión de Orejuela. Más que ser un actorazo contó con un público incondicional, entre los que se hallaba un espectador siempre dado al «aplauso fácil» hacia el equipo local: el colegiado Martín Navarrete. Ni que decir tiene que el encuentro finalizó con la victoria del Madrid.
Recomiendo a todos los atléticos que busquen las imágenes tanto del gol de la final de la Copa de 1992 como del incidente en el derbi de la temporada 1988-89.
Si bien Futre fue el estandarte del primer Atleti de Gil y Gil, su nombre ha quedado también unido para siempre al de Luis Aragonés. El técnico, un motivador nato, de una inteligencia natural increíble, caló desde el primer momento a su pupilo y le pulió, le enseñó y mejoró su juego, sobre todo su remate. Una prueba de ello es el golazo relatado arriba.
Con motivo del fallecimiento de Luis en febrero de 2014, el de Montijo recordaba en el especial del diario Marca una de las mejores anécdotas que definen al genio de Hortaleza. Cuenta que, la mañana de esa final de la Copa, el míster entró en su habitación para exigirle que vengara a su compañero Pizo Gómez, del que al parecer unos días antes varios jugadores blancos se habían reído en un semáforo de una calle de Madrid. Luis le pidió que hiciera que esa noche fuera inolvidable para los Míchel, Hierro y compañía. Y Futre cumplió.
16 / 100
EL PADRE DANIEL, EL «PATER»
Hubo un tiempo en el que en los clubes de fútbol había un capellán. En algunos todavía existe. Sí, un cura que decía una misa al empezar la temporada, bendecía el estadio, casaba a los jugadores o bautizaba a sus hijos. Incluso, si el entrenador era muy creyente, la mañana del partido decía misa. Así era, aunque hoy parezca increíble.
En nuestro equipo, en su día el «pater» fue Pablo Serrano Villafañe, don Pablo, quien había sido capellán en un tercio de requetés, ¡casi nada!, durante la Guerra Civil y párroco del barrio de Peñagrande Lacoma, según recuerdan Miguel San Román y «Petón» en su obra Blanco ni el orujo (ed. Córner), y que, entre otras ceremonias, oficiaba en las bodas de los jugadores de los años sesenta. El día 7 de diciembre de 1958 se puso la primera piedra del entonces nuevo campo colchonero y allí estaba don Pablo, un leonés de Sahagún, para bendecir el que ocho años después sería el coliseo rojiblanco hasta 2017: el estadio del Manzanares, nombre oficial del Calderón en sus primeros años.
Más tarde, y durante mucho tiempo en el Atlético, el capellán se llamó Daniel, el padre Daniel, tan del Atleti que hasta se parecía a Luis Aragonés, de quien celebró su funeral en febrero de 2014.
Vinculado al club desde su juventud, Daniel Antolín Hernáiz se hizo socio en 1974 y tenía el número de abonado 1.215 hasta que un accidente de tráfico en su pueblo natal, Pineda de la Sierra (Burgos), se lo llevó el 21 de septiembre de 2018. Uno de sus últimos actos públicos, la bendición del Metropolitano en 2017.
Un hombre bondadoso, que reconocía que no rezaba para que los otros equipos perdieran o bajasen de categoría, pero sí para que ganase su Atleti. A veces, Dios escuchaba sus plegarias, otras no, aunque no hay duda de que es atlético.
Me quedo con unas palabras suyas con motivo de los dos añitos en Segunda, entre el año 2000 y el 2002: «el descenso fue un gran sufrimiento para todo el que tenga un sentimiento atlético. Pero, como siempre hemos tenido el lema de que el dolor purifica, nosotros ya estamos purificados». Por cierto, al padre Daniel no le hacía ninguna gracia lo de «un añito en el infierno» (lema publicitario con el que el Atlético afrontó su primer curso en Segunda) porque, según la teología, del infierno no se sale.
«El que va al infierno», recordó, «no sale de ahí». Afortunadamente, salimos.
17 / 100
JAN OBLAK, EL ESLOVENO INMUTABLE
Y del infierno y el cielo del padre Daniel al Ángel de la guarda de la portería rojiblanca desde 2014, Jan Oblak.
El esloveno (Skofja Loka, 7-1-1993) ha sido, si tenemos en cuenta de manera global todas las temporadas en la que ha estado en el club, el mejor jugador del Atleti. ¿Cuántos puntos nos ha dado? ¿Cuántas eliminatorias hemos pasado gracias a sus paradas? No hay respuesta. Pero sin duda más que alguna estrella caprichosa que ha compartido vestuario con él y que ha estado mucho mejor pagada.
Tras el paso de dos porteros como David de Gea y Thibaut Courtois, en el verano de 2014 parecía muy difícil mantener el nivel en esa posición tras la final de Lisboa y la gran temporada del belga. Sin embargo, con el fichaje de Jan, procedente del Benfica, paradojas del fútbol, el club en cuyo estadio habíamos disputado el último partido de la temporada anterior, se consiguió.
No le fue fácil al esloveno hacerse con la titularidad por la que tuvo que pelear duramente en su primer año con Miguel Ángel Moyá. Había sido el portero más caro de la historia de la Liga, 16 millones, y el octavo más caro en la historia del fútbol. Pero en su primera oportunidad, en el inicio de la Liga de Campeones y tras haber padecido una lesión que retrasó su competencia con su compañero durante aquella pretemporada, no tuvo su mejor noche y encajó tres goles en El Pireo ante el Olympiakos. Relegado al banquillo, no fue hasta los octavos de final de la máxima competición continental de aquel curso cuando tuvo otra oportunidad de demostrar su calidad.
La tanda de penaltis ante el Bayer Leverkusen, un 17 de marzo de 2015, no auguraba nada bueno dado el precedente que traía en su maleta. La derrota en la tanda definitiva en la final de la Liga Europa entre el Benfica y el Sevilla, y su suplencia durante aquellos meses, llevaron el clásico murmullo a las gradas del Calderón cuando en el minuto 20 Moyá se lesionó. Fue la primera gran noche de Oblak en el Atleti con una parada al primer disparo de Çalhanoglu y forzando que otros lanzamientos del Bayer salieran fuera. Él no se dio ninguna importancia.
Aquella noche comenzó a volar. En todos los sentidos. También hacia la titularidad. Para un lado, para el otro. Para la izquierda, para la derecha. A este se la rebaño por aquí, al otro por allá. Y no se inmuta. Juanito no se inmuta.
Sería contra el mismo equipo alemán, pero dos años más tarde y en la misma fase de la Liga de Campeones, cuando, en mi opinión, tuvo la mejor intervención en su etapa en el Atleti y, probablemente, de su vida. Jan replicó a la delantera del Bayer con tres paradones seguidos a disparos a bocajarro en cuatro segundos. Seguía sin inmutarse. Brandt y Volland todavía se deben de estar preguntado cómo fue posible que no abrieran el marcador en aquella jugada. No fue un gran partido, acabó a cero y pasó el Atleti por el 2-4 de la ida, pero por vivir aquel momento mereció la pena pagar una entrada.
Como lo mereció el penalti de la semifinal de Múnich en 2016, el partidazo de Londres contra el Arsenal en la ida de la semi de la Liga Europa de 2018 en el que desesperó al equipo rival, el encuentro de la Liga 2018-19 en Barcelona o una doble en el Metropolitano contra el Celta esa misma temporada. ¿Y qué decir de sus manos salvadoras en Anfield, ante el Liverpool, en la vuelta de los octavos de la Liga de Campeones de 2020 en una noche que jamás olvidaré?
Y Oblak sigue sin inmutarse.
18 / 100
¡¡¡APLASTA ARTECHE!!!
Se podía ganar o perder, pero cuando Juan Carlos Arteche estaba sobre el terreno de juego sabíamos que, fuera lo que fuera, dejaríamos el campo con orgullo y honor, con coraje y corazón. No había duda. La lucha y el esfuerzo no se negociaban. Aquellos jugadores de los años ochenta, a lo mejor no eran los mejores de la historia, pero lo daban todo. Exagerando un poco: volvían a los vestuarios sin cabeza o con la cabeza del rival en sus manos.
Arteche fue miembro de las plantillas del Atleti en una de las épocas más convulsas de la entidad, la que va desde finales de los setenta, en concreto desde 1978, hasta 1988, ya con Jesús Gil y Gil en la presidencia del club. Vivió el final de la grandeza del último Atlético de Vicente Calderón, la locura de las dos temporadas del doctor Alfonso Cabeza al frente del club y los también caóticos años iniciales del mandato de Gil, con quien acabó muy mal.
Apodado con cariño «el Algarrobo», en alusión a uno de los personajes más duros de la popular serie de televisión Curro Jiménez, o «Artechenbauer», por el mítico central alemán Franz Beckenbauer, el nombre del defensa también está en la historia rojiblanca por aparecer en la letra de la canción «Soy un socio del Atleti» que versionaba el «Soy un novio de la muerte» legionario. En ella, un grupo de los años ochenta, Glutamato Ye-ye, liderado por Iñaki Fernández y Patacho, gritaba en pleno éxtasis: «¡Aplasta Arteche!» o «¡Rompe Arteche!». Este himno es uno de los habituales del Frente Atlético y durante décadas se escuchó en el fondo sur de nuestro añorado Calderón.
Sin duda, el protagonista de este capítulo está entre los jugadores más carismáticos del Atleti. Tan carismático dentro como fuera del campo, de tal forma que sus críticas a Gil y Gil y el hecho de liderar un «levantamiento» contra el dirigente le costaron la salida del equipo en 1988 tras once temporadas.
Nacido en Maliaño (Cantabria), el 11 de abril de 1957, Juan Carlos se formó en las categorías inferiores del Racing de Santander para ser fichado por el club de la ribera del Manzanares en el verano de 1978. El 4 llegó a tiempo para compartir dos temporadas en el eje de la defensa con Luiz Pereira, quizás el mejor central que haya vestido la camiseta rojiblanca del que aprendió todo lo que un futbolista puede enseñar a otro. No ganó la Liga, pero estuvo muy cerca de hacerlo en 1981, cuando el equipo dirigido por José Luis García Traid y presidido por Alfonso Cabeza (ver capítulo 36) sufrió uno de los mayores atracos que el fútbol español recuerda. Bueno, el fútbol español no creo, pero la afición atlética sí.
Aquella Liga perdida al final de la misma fue un mazazo. Sin embargo, Arteche y un equipo plagado de canteranos y jóvenes, entre otros, Roberto Simón Marina, Quique Ramos o Miguel Ángel Ruiz, se impondría en la Copa del Rey de 1985, la Supercopa de España posterior y llegaría hasta la final de la Recopa un año más tarde.
Qué más da… En cualquier caso, Juan Carlos Arteche es mucho más que un jugador en el universo atlético en el que las personas, su pundonor, su actitud y su generosidad no se miden por el número de goles o de títulos que uno gana o pierde. No.
Una buena muestra de cómo era Juan Carlos la hallamos en un partido en el Calderón contra el Betis en noviembre de 1983, en uno de sus mejores encuentros. El jugador cántabro lideró una increíble remontada en una tarde lluviosa con dos tantos de cabeza en los últimos minutos del encuentro para imponerse por 4-3 después de ir perdiendo 1-3. Pero como en nuestro equipo nada puede ser perfecto y sí épico, el bueno de Arteche se rompió el menisco en el remate del cuarto tanto, ya en el tiempo añadido, y tuvo que ser retirado en camilla. Genio y figura. Pura leyenda.
¡¡¡Aplasta Arteche!!!
19 / 100
ANDRÉS TUDURI, EL CABALLERO ATLETA
Nos remontamos en este capítulo al pleistoceno futbolístico español. Entre otras cosas para rendir de alguna forma homenaje a los primeros jugadores que se pusieron la camiseta rojiblanca, blanquiazul al comienzo de la historia del club. Para ello he escogido a Andrés Tuduri (Tolosa, Guipúzcoa, 28-8-1898), al que descubrí cuando escribí 100 goles que han hecho grande al Atleti (Lectio Ediciones).
Tuduri fue un futbolista, jugador de hockey hierba y un atleta que, incluso, llegó a poseer récords de España en pruebas de relevos. Andrés permaneció entre 1916 y 1928 en el club, en unos tiempos en los que se jugaba a este deporte por afición, pero en el que la gente ya se dejaba todo sobre un terreno de juego en el que ahora no se celebraría ni un partido de preferente. Un centrocampista que en 1924 consiguió un tanto que la prensa de la época calificó de «el mejor de la historia». Y fue contra el Real Madrid en el homenaje a su paisano Mariano Arrate, de la Real Sociedad. Parece increíble pero el homenajeado no era de ninguno de los dos conjuntos que le homenajearon. Cosas de aquellos años, cosas del Atleti, que ya despuntaba en aquella década como una entidad singular.
El caso es que el veloz Andrés dribló a medio conjunto blanco para rematar por alto al guardameta rival, Martínez, e inaugurar el marcador en el antiguo Campo de Salamanca, de Madrid. El peculiar homenaje terminó con un empate a tres.
En los años veinte, al conjunto que, entre otros, formaron Tuduri, Pololo, Barroso, Fuertes de Villavicencio, Alfonso y Luis Olaso, Burdiel, De Miguel y Marín, se le conoció como el Equipo de los Caballeros, debido a que firmaron una carta en la que defendían el amateurismo del fútbol frente a la incipiente profesionalización de algún club vecino, recuerda Bernardo de Salazar en sus Cien años del Atlético de Madrid, editado por As. Nuestros jugadores defendieron su forma de vida por el puro placer de practicar «el sport» al tiempo que estudiaban o trabajaban. Recordemos que el club Athletic de Madrid fue fundado a modo de sucursal del Athletic de Bilbao por estudiantes vascos, vizcaínos en concreto, que vivían en Madrid. Y lo único que querían era jugar al fútbol.
Hasta 1928 no se disputó la primera Liga y en su fundación estuvo el cuadro colchonero, así que los «caballeros» se tuvieron que conformar con conquistar los primeros títulos regionales para el club.
Tras su retirada, Andrés Tuduri fue miembro del Comité Olímpico Español (COE) y presidente de la Federación Española de Atletismo. Como buen amateur finalizó su carrera de ingeniería y trabajó en el Metro. Los años traerían a la entidad a otro vasco estudiante de ingeniería y caballero también llamado a hacer historia, José Eulogio Gárate (ver capítulo 90), «el ingeniero del área».
20 / 100
MI TíO PEPE Y SUS DIEZ HIJOS
Una de las personas que fue decisiva en mi afición colchonera fue mi tío Pepe, José Roncero.
Suelo decir que para un niño es fundamental, en su ser futbolístico, cuando se decide por un equipo u otro, la primera vez que pisa un estadio. Esa primera visión del césped, de los colores, del ruido, de los olores, incluso, en aquella época de los puros y del coñac que se vendía en las gradas, no se vuelve a tener en la vida y te marca para siempre. Puedes volver mil veces al mismo lugar, pero ya nada será igual. Parecido, sí. Sin embargo, ya nunca será lo mismo. Como en tantas facetas de la vida. El primer beso, el primer partido: ¡aquella primera vez!
Del párrafo anterior se deduce que a mi primer encuentro en el Calderón fui con mi tío Pepe, una de las personas de las más peculiares que he conocido, y mira que las he conocido con carácter, raras, especiales y bizarras. A cientos. No recuerdo la fecha, pero sí el encuentro. Fue contra el Málaga, hacía frío, sería a mediados de los setenta y ganamos 1-0. Me asombró el juego en sí mismo, pero, por encima de este, la gente y el ambiente. Tengo grabado el momento en el que, poco a poco, fui divisando el césped saliendo hacia la grada y a medida que subía las escaleras hacia nuestras localidades. Durante años, en el Calderón, procuré que mi asiento estuviera lo más cerca posible de aquella primera localidad que había ocupado de niño.
José Roncero era tan peculiar que solía ir a los partidos de casa acompañado de un sacerdote y un abogado, ambos amigos suyos. No sé si la profesión de sus vecinos de localidad tendría algo que ver con el trago que habitualmente se pasaba en aquella tribuna entonces de bancos corridos de madera en una de las zonas «nobles» del coliseo del Manzanares. El caso es que mi tío se «hacía escoltar» por un cura navarro y un letrado melillense. El padre Guaras o Eguaras, nunca me enteré bien del apellido, y don Ramón, respectivamente.
Iba pues al fútbol bien preparado para todo, lo terrenal y lo celestial, que pudiera acontecer allí, por si acaso debía echar mano de uno o de otro. Más que a un estadio parecía que fuera al patíbulo. Además solían acompañarle dos de sus diez hijos, ya que disponía de otros dos abonos. Aquella tarde yo ocupé el asiento destinado habitualmente a uno de sus vástagos junto al sexto de la lista en orden de nacimiento, mi primo Aníbal. Nunca le agradecí lo suficiente a Pepe que aquel domingo me llevara al Calderón, pues, si ya era rojiblanco por mi familia materna, que es la suya, hubo un antes y un después de aquel domingo sin fecha.
Pepe y mi madre, Conchi, se habían criado en el barrio de Cuatro Caminos, muy cerca de donde estaba el antiguo estadio Metropolitano, en plena Ciudad Universitaria de Madrid, donde ahora se hallan varios colegios mayores. Su vocación atlética había sido, por lo tanto, ineludible. De hecho, mi abuelo Luis era amigo de los Otamendi, la familia que construyó aquel moderno recinto deportivo antes de la Guerra Civil y que se denominó como tantas otras cosas Metropolitano, pues en el barrio estaban las cocheras del Metropolitano o del Metro.
Mi tío Pepe fue un apasionado seguidor rojiblanco. Casi todo en su vida, como buen colchonero, era apasionado y exagerado; ya he dicho que tuvo diez hijos (todos atléticos). Tanto que es la única persona que conozco que viajó a Bruselas a presenciar la final de la Copa de Europa de 1974. Sí, la que perdimos en aquellos dos partidos contra el Bayern de Múnich, la del gol de falta de Luis Aragonés. Evidentemente, entonces no había las facilidades que hay ahora para viajar y menos para ver un partido de fútbol fuera de nuestras fronteras, la mentalidad era otra. Supongo que a Bélgica se desplazó sin el cura y el abogado, y así pasó lo que pasó: que nos volvimos sin la Copa. Pero ¿a quién le importa? Miles de atléticos se dejaron sus ahorros y su tiempo para ir al estadio Heysel y dieron un ejemplo de lo que es la lealtad a unos colores. Encima muchos se quedaron a ver el segundo encuentro, pues la final en caso de empate no se dilucidaba en una tanda de penaltis, sino que había otro partido.
Aquellos, muchos de ellos emigrantes en Bélgica y Alemania, sí que hicieron único al Atleti.
Con el tiempo, me enteré por medio de otro de mis primos, Jose, que el encofrado de la planta de arriba de su casa lo habían hecho en su día utilizando parte de las vallas de publicidad, supongo que serían de metal, del viejo Metropolitano. Muy poca gente, por no decir nadie, puede decir que ha vivido debajo de los restos del estadio del Atleti. Genio y figura. Sobran ya más palabras.