Kitabı oku: «Del Estado al parque: el gobierno del crimen en las ciudades contemporáneas», sayfa 4

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Las imágenes del poder centralizado del Estado son fácilmente cuestionables por realidades como las anteriores —o por tantas otras—, y caracterizar en abstracto lo que es parte del Estado central y lo que es externo a este es una tarea difícil, cuando no de poca utilidad. Por un lado, la organización administrativa de los Estados suele ser excesivamente compleja. Las divisiones del espacio en estados federales, departamentos, municipios, corregimientos, pueblos o similares pueden crear espacios dependientes del Estado de forma absoluta o con una libertad relativa —más o menos amplia—. La descentralización de las funciones del aparato central suele ser engañosa y hace difícil diferenciar cuándo actúa el Estado y cuándo actúan sus divisiones administrativas o, aún más, cuándo estas últimas actúan como si fueran el Estado central32. Por otro lado, la regulación jurídica de los Estados continentales suele estar cobijada por un principio del derecho administrativo que prohíbe a los servidores públicos la realización de cualquier acción —a nombre del Estado— que no les esté expresamente permitida por alguna norma. Lo anterior implica que el Estado central termina por ser siempre el encargado de autorizar la acción de todas sus divisiones —esto, por supuesto, es simplemente una ficción jurídica que intenta dotar al Estado central de una capacidad de la cual carece en la realidad—. Finalmente, la tradición “estatalista” de los países continentales es cuestionable cuando se mira a los países anglosajones en los que el papel de los gobiernos centrales ha sido tradicionalmente menor33. Lo que resulta clave es que desde los estudios Estado-céntricos del crimen se han construido imágenes de poder centralizadas asociadas al sistema punitivo en general, que homogeneizan las acciones del poder legislativo, los organismos de justicia penal y las fuerzas policiales34; sin embargo, sucesos como los descritos se unen con la invitación a guillotinar la cabeza del rey lanzada por Foucault35, para crear la necesidad de buscar los referentes del gobierno por fuera de estas imágenes del poder central.

La pretensión de generalidad de la “ciencia penal”36 ha invitado a pensar el gobierno del crimen en términos abstractos, alimentando la focalización de los estudios jurídicos en el Estado, no como el complejo aparato que este puede representar, sino como una unidad vertical donde las decisiones se toman en diferentes organismos de orden superior y bajan mansamente por una cascada que es incapaz de afectar su contenido u obligatoriedad. Así mismo, los esfuerzos por entender el crimen desde otras perspectivas, sean estas económicas, sociológicas o históricas, han pasado en muchas ocasiones por la comprensión del gobierno estatal ligado al aparato punitivo37 entendido en un sentido similar al de la ciencia penal. En ambos casos, los análisis generados por los estudios que van en dicha dirección —que no son, por supuesto, la totalidad de los realizados por la academia actual— se caracterizan por generar una interpretación del control del crimen desde arriba.

El estudio del crimen y el Estado-centrismo

Plantear que el pensamiento contemporáneo sobre el crimen está atrapado en el Estado-centrismo o que sigue apuntando a la cabeza del “rey” como objeto de estudio es sin duda una exageración. No solo muchos estudios se han emancipado de la figura del Estado como foco de atención38, sino que, incluso aquellos que se mantienen enfocados en este, han conseguido un nivel de sofisticación que permite cuestionar algunos aspectos de la centralidad del Estado en el control del crimen. Sin embargo, también es posible afirmar que esta centralidad del Estado sigue muy presente y que, a pesar de la sofisticación de muchos estudios, estos siguen compartiendo el rasgo característico de una mirada del crimen “desde arriba”.

Para comprender la forma en que el Estado-centrismo ha dominado el pensamiento sobre el crimen es necesario, primero, abandonar la intuición más evidente que se desprende de la expresión propuesta, y es que los estudios Estado-céntricos son tales por tener como objeto la organización superior del Estado, bien en sus instituciones o bien en el ordenamiento jurídico de categoría nacional, pues, aunque es un rasgo que puede encontrarse en muchos estudios, no todos se conducen en esta forma. Lo que caracteriza al Estado-centrismo de los estudios del crimen es la creencia de que los actores, prácticas, discursos, saberes y técnicas que constituyen la escala de Gobierno nacional tienen la capacidad de imponerse en todo el espacio físico del territorio estatal o que, cada vez que “el Estado” hace su aparición en los análisis académicos, se concibe como una estructura homogénea reducible a la escala de Gobierno nacional. Lo anterior implica que el análisis Estado-céntrico es realizado desde arriba hacia abajo, porque considera que el poder se concentra en —y es capturado por— una esfera superior desde donde se logra moldear lo que pasa en todo el territorio nacional.

La presencia del Estado en los análisis de arriba hacia abajo no se presenta —al menos no necesariamente— por analizar una estructura de corte nacional —o los organismos superiores según el caso—, sino por encontrar en estas estructuras la fuente última del poder de gobierno del crimen39. El Estadocentrismo es, pues, una apuesta analítica por entender que la distribución del poder en el gobierno del crimen recae principalmente en ciertos órganos que cuentan con una capacidad permanente de imponer sus objetivos, decisiones, proyectos, saberes y técnicas sobre todo el espacio físico estatal, sumada a la creencia de que cualquier caso en el que lo dispuesto por estos poderes no se cumpla puede considerarse una desviación o una mera excepción.

Esta concepción de un poder focalizado en ciertos órganos, con una capacidad aparentemente permanente de gobernar el crimen deriva en que, más allá de la forma en que se construyan los análisis concretos, se reconoce siempre la centralidad de estas parcelas del Estado como gobernantes principales del crimen. En últimas, es una mirada en la cual el poder está siempre arriba y por ello debe ser analizado en dirección descendente. Un ejemplo de cómo el Estado-centrismo está presente sin ser evidente se encuentra en los estudios de los positivistas de los comienzos de la criminología. Aunque muchos de estos no se ocupaban directamente del Estado o de la legislación penal40, como sí lo hacían sus pares en la disciplina jurídica41, la admisión tácita de las definiciones contenidas en los códigos administrativos y penales, o el análisis de sujetos condenados como base para sus investigaciones anulaba analíticamente los inconvenientes relacionados con la volatilidad del poder dentro de la organización estatal42 —como aquellos relacionados con la convencionalidad de la ley o la selectividad de la administración de justicia—.

A pesar de la contribución de la criminología crítica para abandonar el Estado-centrismo43 y de la invitación foucaultiana de descabezar al rey en el análisis político, muchos —aunque, por supuesto, no todos— los estudios contemporáneos sobre el crimen siguen apuntando a la escala de Gobierno nacional. Entre los estudios sobre el crimen que siguen enmarcados en este Estado-centrismo es posible crear una división para separar aquellos que admiten sin más la centralidad de la escala de Gobierno nacional y aquellos que, aún cuestionándola, continúan focalizando sus análisis en esta —los que podrían denominarse estudios Estado-céntricos críticos—. En el primer campo es posible ubicar con facilidad la mayoría de los estudios que siguen preocupándose por entender las causas del crimen —o que, en otras palabras, continúan la senda de la criminología positivista44— y los de la dogmática jurídico-penal45.

El segundo campo es, desde luego, mucho más difícil de caracterizar, pues los matices son demasiados. Aunque el rasgo en común de estos estudios sigue siendo el mismo, la sofisticación de los análisis hace más complejo identificar el papel que se confiere al Estado en estos casos. Pensemos, por ejemplo, en dos líneas de estudio que, desde diferentes perspectivas, reconocen la volatilidad del poder, pero mantienen el Estado-centrismo como elemento clave en sus análisis.

Por un lado, se encuentran los estudios sociológicos o criminológicos que mantienen el Estado-centrismo, pero reconocen la complejidad del gobierno del crimen en las sociedades contemporáneas. Tomemos como ejemplo el texto Castigar a los pobres46. Aunque el autor admite la multiplicidad de elementos extraestatales que se han gestado en el marco del neoliberalismo y su interacción con la escala de Gobierno nacional, su conclusión de la expansión del Estado penal termina por conferir a los organismos centrales del Estado un papel de decisión casi absoluto sobre el destino del gobierno del crimen. Si bien su análisis es mucho más sofisticado, pues reconoce el papel que la globalización, el neoliberalismo, los organismos locales, los jueces o ciertas formas contextuales de ejercer el poder de policía juegan en la consolidación del Estado penal, su tesis depende de las decisiones del Estado central en materia económica —más concretamente, de la decisión de liberar la economía como condición para convertirse en un Estado penal, o de la aceptación tácita de que el neoliberalismo, como teoría política, debe ser aceptado principalmente por el Estado— y penal para moldear el gobierno del crimen47. Es decir, su lectura sobre el Estado actual del gobierno del crimen termina por depender de una o varias actuaciones de la escala de Gobierno nacional.

Estas mismas observaciones podrían hacerse al texto Punishing race48 el cual, a pesar de reconocer que los mecanismos que configuran la represión sistemática contra la población afroamericana en Estados Unidos y derivan en una sobrerrepresentación de estos en la población carcelaria son más complejos que la simple legislación penal —confiriendo, por ejemplo, un papel central a la elaboración de perfiles de sujetos peligrosos por parte de las policías locales—, termina por afirmar que es la legislación antidrogas la que ocupa el lugar central en la explicación de la sobrepoblación negra en las cárceles estadounidenses.

Más complicado es el caso de análisis similares a los realizados en Gobernar a través del delito49 o La cultura del control50. En el caso del primer texto el argumento central es que existe una tendencia contemporánea a intervenir frente a ciertos asuntos —antes no considerados como ámbito del gobierno del crimen— a través del aparato punitivo. El trabajo es difícil de caracterizar en tanto incorpora elementos de gobierno cotidiano que parecen excluir al Estado, como sucede con el papel que las escuelas juegan en el gobierno del crimen —a pesar de que muchas de estas son públicas y pueden depender directamente del Gobierno nacional o estatal—. A pesar de ello, el autor parece seguir pensando que el papel de estas organizaciones independientes al Estado ha sido patrocinado por el Estado mismo, como si fuera este quien da su “visto bueno” a que actores externos o escalas de gobierno distintas puedan intervenir frente al crimen, con lo que, en últimas, es el Estado quien decide cómo se gobierna el crimen.

En el caso del famoso texto de Garland, su generalidad impide ofrecer una caracterización similar a la ofrecida en los trabajos de Wacquant, Tonry o Simon que cuentan con tesis mucho más específicas. Podría decirse que el intento de Garland es explicar cómo se crea —en Estados Unidos y el Reino Unido— una cultura del control que soporta una forma específica de gobernar el crimen que solo existe en la modernidad tardía51. En últimas, su pretensión es ofrecer una teoría omnicomprensiva de cómo es el campo del control del crimen en las sociedades modernas tardías avanzadas, algo que lo obliga a considerar una multiplicidad de factores, tales como la pérdida de fortaleza del ideal rehabilitador de la pena de prisión, la salida de los expertos de la elaboración de las políticas públicas, la existencia de tendencias a excluir a los enemigos de la sociedad— criminología del otro— o a autogobernar la propia vida para evitar ser víctima de un crimen —criminología del yo— entre otros. El problema del texto de Garland es que, en orden de imponer su interpretación, necesita homogeneizar al máximo al Estado y el concepto mismo de cultura, por lo que deja de lado que el Estado no es una organización que responde a un proyecto unívoco y que no existe una sola cultura sino muchas que coexisten en los mismos espacios y épocas52.

Con todo, Garland incluye dentro de sus análisis una serie de actores no estatales, desde privados que trabajan o comercian con seguridad o los propios sujetos que autogobiernan sus propias acciones, que hacen que su posición sea difícil de caracterizar como Estado-céntrica. A pesar de lo anterior, su visión del Estado —casi siempre homogénea administrativa y culturalmente—, aunque admite que el gobierno del crimen no es exclusivamente estatal, sigue caracterizado por una actuación que sucede de algún modo desde arriba hacia abajo. Esto ocurre también con los textos de Simon, Wacquant y Tonry quienes incluyen una infinidad de actores extraestatales que participan del gobierno del crimen, pero cuando “el Estado” aparece en sus análisis, sigue inmovilizado en organismos de nivel superior encargados de trazar la política criminal en los niveles legislativo, judicial y ejecutivo, y de tomar las decisiones económicas.

A pesar de su cercanía al Estado-centrismo analítico, tanto Simon como Garland introducen elementos que permiten pensar que la multiescalaridad que se expondrá más adelante es compatible con sus lecturas, pues ambos conciben la existencia de espacios físicos —como la escuela en el caso de Simon o el vecindario en el caso de Garland— que tienen sus propios actores, prácticas, discursos, saberes y técnicas para gobernar el crimen más allá de las aportadas por el Estado. Según creo, la cuestión central en estos autores no es que exista un Estado-centrismo radical, sino que en los lugares en los cuales se apartan del mismo no aportan herramientas adecuadas para comprender las relaciones entre estos y el Estado. Esto, sin duda, no es un error analítico, sino simplemente una limitación endémica de todos los estudios académicos para captar la totalidad de la realidad social.

Por otro lado, es posible hallar los estudios jurídicos que siguen anclados al Estado-centrismo, pero admiten que en cuanto al gobierno del crimen se refiere, el Estado puede tener disputas por el control de la fuerza o que existen factores por fuera del control del Estado central que influencian —o deberían influenciar— la forma en que se castiga. Tomemos como ejemplo el tratado Derecho Penal: parte general de Zaffaroni, Slokar y Alagia53. Aunque su análisis tiene el corte dogmático tradicional de los textos de derecho penal continental, su visión sobre el poder estatal es mucho menos pacífica. El cuestionamiento de la figura del Estado, y de la centralidad que la legislación penal y los organismos de justicia juegan en la forma en que opera el sistema penal, es una crítica al Estado-centrismo que, sin embargo, tiene pocas consecuencias en el análisis. La creación de criterios exteriores al ordenamiento jurídico —como el concepto de vulnerabilidad— o el reconocimiento de que el derecho es solo una forma mediante la cual se legaliza la intervención violenta del Estado caracterizada por la selectividad, son solo anécdotas de un texto que termina por reconocer que el control del delito es definido por la forma en la que la escala de Gobierno nacional organiza la política criminal.

Estas mismas objeciones pueden plantearse a otros textos relevantes que siguen la misma senda, como Derecho y Razón54 o Principios distributivos del Derecho Penal55. En cuanto al primero, el autor concibe un sistema filosófico que fundamenta al Estado de derecho y precede todo el ejercicio del poder penal, con lo que considera una suerte de orden superior al Estado mismo; igualmente, admite la selectividad del sistema policial, la ineficacia de las normas penales y los problemas de formación de la verdad en los procesos penales, que derivan en que las condenas no estén siempre alineadas con las prohibiciones creadas por el Estado central. Sin embargo, su trabajo es, sin más, un tratado de corrección dogmática que intenta buscar mecanismos para amplificar y perfeccionar el poder Estado-céntrico de castigar. Por su parte, Robinson, en su texto Principios distributivos del Derecho Penal, considera que deben tenerse en cuenta datos empíricos para poder dar eficacia a un sistema de sanción que, al no considerarlos, enfrenta fisuras en la ejecución del castigo moldeado por el Estado central, pero, al igual que Ferrajoli, el reconocimiento de la falibilidad del Estado lo lleva a proponer un mejor modelo para garantizar la concentración del poder.

Con todo, las observaciones aquí planteadas no implican que concentrarse en las autoridades de orden nacional o jerárquicamente superiores del Estado sea inadecuado para realizar estudios sobre el gobierno del crimen. Esto debido, al menos, a tres factores. En primer lugar, que existen objetos cuyo conocimiento puede depender mayoritariamente del estudio de hechos que tienen lugar en la escala de Gobierno nacional. Ejemplos de ello son precisamente los realizados por autores como Zaffaroni o Ferrajoli, que en ningún caso podrían prescindir de la legislación penal y de las normas constitucionales como aspecto fundamental de sus análisis. En segundo lugar, que la escala de Gobierno nacional cuenta muchas veces con la capacidad de imponerse en las relaciones que establece con organismos del Estado de menor entidad y con los individuos. En tercer lugar, porque a pesar de las diversas limitaciones de los estudios Estado-céntricos para comprender el gobierno del crimen, es necesario admitir que todos los enfoques tienen limitaciones y es necesario, más que el abandono de una u otra forma de análisis, buscar mecanismos para complementar cada uno y abrir canales de diálogo entre ellos. Por ello, el problema no radica en centrarse en la escala de Gobierno nacional, sino en pensar que el gobierno del crimen se reduce solo a esta escala. Esto último es característico de algunos estudios sobre el crimen —sobre todo aquellos de dogmática jurídica— pero no de todos —sin duda, aquellos que se caracterizan como Estadocentrismo crítico pueden eludir en gran parte esta crítica—.

Los pensamientos Estado-céntricos juegan un papel importante en la consolidación de una narrativa que concibe el poder como algo centralizado en los organismos de carácter nacional o jerárquicamente superiores; sin embargo, la perspectiva crítica aportada por algunos de los estudios señalados los pone al margen del proyecto legitimador de la visión centralizada del poder y visibiliza la relevancia empírica y analítica que tiene la escala de Gobierno nacional. Siguiendo el ejemplo inicial, sin duda la FIFA no es el único organismo que puede gobernar el fútbol, así como las organizaciones jerárquicamente superiores o de corte nacional del Estado no son las únicas que gobiernan el crimen, pero no se debería estudiar el fútbol sin considerar al menos a la FIFA, o admitir que dicha entidad tiene la potencialidad para someter a las federaciones y miembros que la componen. Así mismo, no se debería estudiar el crimen sin tener en cuenta la escala de Gobierno nacional.

En cierta forma, podría plantearse que, mientras sea la legislación penal —cuyo carácter en los Estados continentales es nacional— la que decida qué conductas son delito, o mientras los organismos jerárquicamente superiores del poder judicial cuenten con mecanismos para imponer sus decisiones a los jueces, la escala de Gobierno nacional es irrenunciable. La cuestión no pasa por reconocer esta inevitabilidad, sino por encontrar las herramientas necesarias para que el análisis de esta sea lo más fructífero posible. Antes de presentar la multiescalaridad como herramienta para abordar el estudio del gobierno del crimen, y como herramienta clave en la comprensión de las relaciones entre el Estado central y sus estructuras jerárquicamente inferiores, quisiera presentar la forma en que el Estado-centrismo analítico se ha configurado en Colombia.

El Estado-centrismo en Colombia

Si estudiar la escala de Gobierno nacional es casi ineludible, es normal que muchos estudios sobre el crimen tomen el camino del Estado-centrismo, y no debería sorprender que siga pasando en el futuro. La situación de la academia colombiana no solo comparte este enfoque, sino que es más dramático teniendo en cuenta que la mayoría de estudios sobre el crimen han sido realizados por profesionales del derecho, quienes enfocaron sus esfuerzos en la comprensión de la normatividad nacional en materia penal56.

Que los juristas sean quienes hayan realizado la mayoría de estudios sobre el crimen57 en Colombia se debe no solo a la capacidad del discurso jurídico nacional de apropiarse del conocimiento en cuanto al crimen se refiere, sino a la dispersión del conocimiento criminológico y a su tardío establecimiento como disciplina independiente58. Incluso hoy, podría decirse que la criminología no aparece aún como disciplina independiente, pues no existen pregrados en la materia y los pocos programas de posgrado existentes suelen estar vinculados con la enseñanza jurídica59.

La presencia de la academia jurídica en los estudios sobre el crimen ha generado que la focalización principal esté en la legislación penal —que tiene carácter nacional— y las decisiones de los órganos centrales del poder judicial: la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia. Aún más, la ciencia jurídica nacional ha abordado el estudio del crimen desde el dogmatismo positivista, buscando establecer sistemas completos y cerrados para comprender el “concepto de delito”60.

A pesar de la centralidad de la academia jurídico-penal en el estudio del crimen, la situación política del país ha sido una invitación para muchas disciplinas a estudiar diversas formas de violencia agrupadas en torno al conflicto armado. Estos esfuerzos han hecho una labor encomiable en escapar al Estado-centrismo, no solo por sus puntos de partida analíticos desligados de la centralidad del poder en los organismos principales del Estado, sino porque han mostrado la incapacidad de la escala de Gobierno nacional para controlar el territorio en el cual quieren imponerse y su inhabilidad para excluir otros actores, discursos, prácticas, saberes y técnicas de gobierno61.

Los estudios que han criticado el Estado-centrismo han servido no solo para que la naciente criminología nacional haya optado por una visión mucho más difusa del poder, sino para reconocer que, en Colombia, a pesar de la existencia de un Estado estructuralmente centralizado por casi doscientos años, se ha carecido de una verdadera imagen de poder que pueda imponerse en la mayoría de oportunidades en sus relaciones con organismos inferiores o con los ciudadanos. Estos análisis también han mostrado la forma en que la debilidad de la escala de Gobierno nacional ha conllevado la creación de discursos que buscan proyectar su capacidad de imponerse en forma vertical, así como de técnicas autoritarias para concentrar el gobierno del crimen en los organismos de carácter nacional. Lo anterior deriva en que muchos de los estudios publicados en Colombia que abordan el gobierno del crimen terminan por pertenecer a este Estado-centrismo crítico que reconoce que el poder es contextual y difuminado y que, aunque sigue enfocándose en la escala de Gobierno nacional para realizar sus análisis, puede resultar compatible con la propuesta analítica que se ofrecerá más adelante62.

Piénsese, por ejemplo, en los análisis realizados en Castigo, liberalismo autoritario y justicia penal de excepción63 o en Combatientes, rebeldes y terroristas64 en los que, a pesar de reconocerse la insuficiencia del Estado central para imponerse en el territorio nacional, o de proponerse otros factores exteriores como elementos necesarios para el comprender el gobierno del crimen, se termina por centrar el objeto de estudio en la legislación nacional y construir un análisis de arriba hacia abajo que permite la creación de patrones explicativos del modelo estatal de gobierno del crimen65.

Estos textos muestran la forma en que la centralidad del Estado ha sido paulatinamente refinada y relativizada por algunos estudios, pero también la forma en que esta permanece como elemento central del análisis. A pesar de que ambos entienden que el poder no es, al menos exclusivamente, asunto del Estado central, no ofrecen herramientas concretas para abandonar el Estado-centrismo o para dialogar con otras esferas o escalas de gobierno del crimen, sino simplemente para reconocer la insuficiencia del centralismo y, aún más, “el Estado” como categoría analítica sigue apareciendo como una estructura homogénea.

Si bien en el contexto nacional se han ofrecido algunas herramientas para problematizar la comprensión del gobierno del crimen, presentando el método de la sociología del castigo de Garland como alternativa para abandonar los estudios tradicionales del crimen en la región —tal vez apuntando, también, al abandono de la criminología de la academia jurídico-penal por parte del Estado-centrismo—, estas propuestas terminan por concentrarse en la identificación de los factores y actores que inciden en que la política criminal Estatal se moldee en ciertas formas específicas, o la forma en que diferentes actores interaccionan con el Estado en un campo en el que este último sigue apareciendo siempre desde un punto de vista central-nacional66. Es decir, aunque reconoce que el gobierno del crimen no es un asunto exclusivamente estatal, la comprensión de la incidencia de este sigue centrada en la escala de Gobierno nacional.

Por supuesto, el estudio de la escala de Gobierno nacional debe continuar, no solo por la falta de conocimiento en la materia a nivel mundial, sino porque en el contexto latinoamericano y nacional existen muchos vacíos sobre la forma en que el Estado central se materializa en el control del crimen. Pero, al mismo tiempo, es necesario buscar herramientas para extender la comprensión del gobierno del crimen más allá del papel del Estado central, que permitan percibir la forma en que este aparece en interacción con otros mecanismos de gobierno. En últimas, el asunto no debería ser simplemente cortar la cabeza del rey, sino advertir cuál es su lugar67.

2. UN MUNDO LLENO DE ESQUINAS: LA INVESTIGACIÓN DEL CONTROL DEL CRIMEN EN LAS CIUDADES CONTEMPORÁNEAS

El lugar del Estado

Así como la realización del partido en Nápoles ponía en cuestión la capacidad de la FIFA de controlar a los futbolistas profesionales, a los clubes, a las ligas, las asociaciones y las federaciones bajo su supuesto dominio, una infinidad de factores debaten la capacidad del Estado central para gobernar el crimen. Esto no se reduce a reconocer que existen situaciones que escapan completamente de las capacidades del Estado, sino a aceptar que el Estado es incapaz de controlarse a sí mismo, y que, muchas veces, ni siquiera tiene intenciones de hacerlo.

El Estado-centrismo implica una disminución de la complejidad de la realidad, no solo por sobrestimar la cantidad de acciones de los sujetos que el Estado central es capaz de gobernar, sino por la comprensión misma del funcionamiento del aparato estatal. La creencia de que el poder de gobernar el crimen recae siempre en ciertos órganos y de que cualquier caso en el que esto no resulte exitoso es una excepción y no una regla limita la capacidad de entender las relaciones que se construyen en el interior del enorme aparato que necesita el Estado para su operación, y desconoce la forma en que tienen lugar cada una las interacciones cotidianas en materia de gobierno del crimen.

La homogeneización del Estado, en la que la ciencia jurídico-penal y la criminología han jugado un papel fundamental68 es incapaz de dar cuenta de las tensiones, negociaciones, cooperaciones y rupturas que se dan entre la escala de Gobierno nacional y los ciudadanos, y entre las diferentes escalas de gobierno estatales. Esta homogeneización también impide ver que el gobierno del crimen es un asunto en el que se presentan factores, instituciones y actores externos al poder estatal; que cuando es el Estado quien gobierna el crimen no siempre lo hace a través de los mecanismos Estado-céntricos ligados al sistema punitivo, y que este último no es un proyecto unidimensional que se pone en práctica a través de un poder concentrado en los delineamientos político-criminales del legislador o los órganos principales de las ramas ejecutiva y judicial.

Los estudios que parten de esta versión simplificada y homogeneizada del Estado encuentran su limitación en la tarea de comprender la movilidad del poder dentro del propio organismo estatal. Esto puede extenderse incluso a aquellos estudios críticos del Estado-centrismo que, aunque basados en el reconocimiento de que existen muchos actores involucrados en el gobierno del crimen, no logran captar esta volatilidad del poder dentro de la organización estatal. A pesar de que este tipo de estudios acepta la influencia que factores como el neoliberalismo o las sensibilidades sociales juegan en la forma en la cual se construye la institución social del castigo y el gobierno del crimen, y reconocen la multiplicidad de poderes que convergen en esta materia, siguen anclados en una visión estática del Estado que no permite comprender la forma en que diferentes proyectos, técnicas, saberes, prácticas, discursos y actores confluyen en el marco de la propia estructura estatal y convergen en ciertos espacios físicos.

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