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Las garras de Pumarejo

El pequeño prime-time del mediodía de América fue ocupado en 1961 por La revista del mediodía, animado por Mabel Duclós y Osvaldo Vásquez y producido por Gaspar Bacigalupi, mientras en las noches se sucedían sin pausa ni continuidad series americanas y las producciones de punta del canal. Hasta que llegó el cubano Gaspar Pumarejo (véase, en el capítulo 1, el acápite “Hospitalarios a la fuerza”) a fines de 1962 a avivar la competencia con el 13, canal bajo la influencia de su archienemigo Goar Mestre, de quien fue primero su empleado y luego su fracasado rival, al punto de provocar tempranas guerras de sondeos. El canal 5 publicaba las siempre favorables cifras de Índices U, el 4 las relativizaba. Primero se le vio a Pumarejo en un Ensayo de TV con esbozos en vivo de sus varios proyectos. Para la Navidad, el “Puma viejo”, mote que le puso Muñoz de Baratta, sacó las garras. Presentó un show que privilegiaba un sketch cómico sobre la variedad musical. Ramón y Ramona, rutina casera que exaltaba el hartazgo cotidiano de un matrimonio de clase media, reveló la comicidad de Mabel Duclós, veinte años antes de que la viéramos practicar el arte marcial de los carterazos contra “el jefecito” Antonio Salim en Risas y salsa:

Los protagonistas éramos Enrique Victoria y yo. Ramona era escrita por un cubano, había tenido mucho éxito en Venezuela. Era una cubana muy temperamental, pero yo que soy argentina la hacía a la peruana. Hablaba mucho y rapidísimo hasta que Ramón le gritaba ¡cállate!1

Pumarejo no se recluyó en los sets de América. Productor antes que conductor, no desdeñaba el micro aunque prefería dejárselo a otros; escogió a Rosita Perú, juvenil y amelcochada cantante criolla, para recorrer monumentos, asilos, hospitales, academias de baile y cualquier institución reportable por la unidad móvil. Mientras, en el Hogar club Pumarejo, show que abría espacio a suscriptores con chance a ganar sorteos auspiciosos, había una concesionaria de primera, Chabuca Granda, que llevaba a sus amigos y charlaba con voz pausada, el mentón en alto y esa mirada evocativa que anticipaba un impromptu. Entre sus generosos contratos hubo uno invitando a la española Lola Vilar a reunirse con su hermano Pepe y protagonizar la telenovela Dos caminos diferentes, que nunca se llegó a hacer, retrasando unas temporadas el estrellato local de Lola.2

Los sábados, el infatigable Pumarejo presentaba teleteatros y si no viajaba al extranjero dejando en su reemplazo a “Frijol” Diez Canseco, quedaba los domingos a la cabeza de shows estelares. La secuencia Valores del Perú lo llevó a visitar con la móvil el hogar del nonagenario Enrique López Albújar, el autor de Matalaché. Antes de partir, como buen anticastrista, a reencontrar a Cuba en Estados Unidos, dejó consejos para la televisión peruana: “El Perú en cuatro años de televisión está mejor que otros (...) Hay que promocionar el talento local y reducir, por improductiva, la importación de grandes figuras foráneas”.3

Pelando cebollas

Remecidos por el éxito de las primeras novelas del 13 (Historia de tres hermanas arrancó por todo lo alto en mayo de 1961), los dueños de América encargaron a la compañía de Sylvia Oxman, chileno-argentina de paso por Lima, estirar sus teleteatros todo lo que fuera posible. Empezaron con Sabrina, siguieron con Me casé con mi destino, Lluvia y Atrévete, Susana, hasta que la Oxman y su marido, el empresario teatral Humberto Barbieri, decidieron seguir su camino rumbo a Buenos Aires. Se resistió a partir un destacado miembro del elenco, el argentino Orlando Sacha.

Una temporada después, cuando los Delgado Parker enlataban cuatro novelas diarias, el 4 tuvo sus primeros folletines de largos suspiros. No tuvo que buscar quién los perpetrara; la española Carola Yonmar tenía varios años trabajando en radioteatros de Radio América. Había llegado a “hacerse la América” como recitadora de clásicos de la madre patria. Diminuta, compacta y regordeta, llevaba una maleta con un vestuario de viuda provinciana y un par de candelabros para armar escenas de velorio a lo García Lorca. Dominante, calculadora y siempre flanqueada por un marido sumiso y un perro faldero; quienes la conocieron dudan que sea responsable de todas las telenovelas que llevaron su firma, aunque reconocen que dirigía con mal genio y energía. Empezó con La fuerza bruta (junio de 1962) protagonizada por Carlos Ego Aguirre (el más atareado actor de composición en radionovelas), Felipe Sanguinetti (el conocido cómico en dramática faceta) y Aurora Colina. Siguieron El amo con un adusto Vlado Radovich y Rosario Tijero, La casa de las lilas también con Radovich y Tijero, El seminarista de los ojos verdes con la casta y lánguida mirada de Alfredo Bouroncle encarnando al personaje de un poema de moda además de Rosario Tijero, María Elena Morán y Luis Lévano Flores, El mal que nos hacen, Los buitres con Saby Kamalich, Ofelia Lazo y Jorge Montoro, y La doble vida con Bouroncle y Olga Cabrejos.

América no estaba del todo preparada para semejante ritmo de producción. A la infatigable Yonmar no le bastaba el pase televisivo; resumía los textos y los llevaba al teatro. Vlado Radovich, galán de El amo, afirma que lo más vergonzoso que ha hecho en su carrera es comparecer en la escena sin haber ensayado, sin apuntador y sin “chuleta”,4 obligado a hacer mímica junto a los otros miembros del elenco para ajustarse a un play-back grabado por la directora.5 Pero en los sets la exigencia era mayor, las cámaras se acercaban a los actores disimulando el caos que los rodeaba y el malestar del elenco podía traducirse en confrontaciones enfáticas, en especial, en el clímax del disparo y el anticlímax del “¿quién lo mató?”, hitos de muchas novelas de entonces que, no sabiendo resolverse en llanto, acababan en balazos.

Al canal le pareció que no solo la Yonmar sino el mismo género folletinesco eran huesos duros de roer y no perseveró en la empresa. Además, la filial del 9 estaba explotando con mejor fortuna El derecho de nacer de Félix B. Caignet, y otros argumentos arquetípicos de Caridad Bravo Adams. Por cierto, en diciembre de 1962 nos visitó la mismísima Caridad. La escritora mexicana, pariente espiritual de Corín Tellado, abandonó su empleo en Cuba huyendo del castrismo y se dedicó a vender libretos a varias televisoras latinas. Al llegar a Lima descubrió que algunos habían sido comprados para el 9 y otros pillados por la Yonmar. Presentó La colmena, teleteatro de 12 capítulos con Marcela Yurfa y Saby Kamalich y expuso su vida y obra en dos sentencias: Que no escribía novelas de amor sino que las dictaba a su secretaria y que si a sus 60 años era una solterona se debía a que “quien toca la música no puede bailarla al mismo tiempo”.6

Daniel Camino, coordinador de la española, vio entonces su oportunidad para producir dramáticos de qualité. El primero, Tierra embrujada (octubre de 1962), fue dirigido nada menos que por Ricardo Roca Rey y protagonizado por Ricardo Blume, Teté Rubina y Jorge Montoro. Se suspendió a los pocos capítulos por oneroso y porque sus ambiciones excedieron la apurada adaptación del relato de Francisco Vegas Seminario. Camino moduló sus expectativas y durante 1963 y 1964 produjo varias novelas semanales adaptando best-sellers del Club del Libro: Cumbres borrascosas (noviembre de 1963) con Cathy (Saby Kamalich) y Heathcliff (Ricardo Blume) citándose en una montaña de cartones arrugados, acompañados por Connie Bushby, Milagros Fernandini, Carlos Iglesias y Silvia Gálvez; Rebeca, Llegaron las lluvias, El último acto, Sangre y arena con Pablo del Río y Ofelia Lazo, El proceso de Mary Duggan, donde hizo su debut peruano Lola Vilar y dirigió Carlos Gassols, un Matalaché de López Albújar adaptado por Óscar Morán y la más larga y pretenciosa Doña Bárbara, con Maricarmen Gordon, Kamalich y Blume lanzando textos de Rómulo Gallegos ante fondos tropicales y macetones con palmeras. Sin rehuir la ambientación de exteriores imposibles y los densos plots de los originales, estas telenovelas comprimidas aspiraban a cierto toque de distinción ilustrativa sobre la rutina folletinesca. El actor colombiano Arturo Urrea también tramó dos novelas para el 4 en 1963, Angustia de un querer y Ocaso, título a pelo para los folletines nacionales en el 4, pues el dúo Umbert-González estimó que pelar cebollas no era lo suyo, importó novelas mexicanas y dejó el terreno libre a los Delgado Parker.

El único tío

En la prehistoria del canal 4, en las cabinas de radio América, el joven locutor Juan Salim Facuse y el periodista Antonio Tineo recibieron el encargo de armar los Domingos Nestlé, una suerte de ómnibus radial que debía atraer a toda la familia. Cubrieron varios géneros pero no se les ocurrió nada para el programa infantil. Salim, a regañadientes, improvisó una voz paternal, creó con Tineo algunos animales parlanchines en la tradición de Disney y del Pedro y el lobo de Prokofiev, y lanzaron al aire al Tío Johnny, un tío que se las trae.7 La frase tendría hoy una malicia desbordante pero en aquel entonces, 1958, solo podía traer buenas nuevas. Johnny se hizo pronto popular; sin embargo, cuando América se convirtió en televisión, Umbert y González quisieron un señor que pintara canas, que infundiera más respeto aunque careciera del carisma de los tíos cómplices. La elección de Juan Sedó (véase, en el capítulo 1, el acápite “El club de los niños”) para animar las tardes del 4, frustró por casi un lustro las ganas de Salim por inaugurar un mundo fantástico en la televisión.

Hasta el 3 de junio de 1963, día inaugural de El tío Johnny en canal 4, Salim no quedó con los brazos cruzados. Mantuvo su personaje en la radio, aprendió televisión desde abajo trabajando de coordinador en programas como Bar Cristal e ideó el atuendo de su personaje: Una suerte de Tío Sam con saco a rayas aunque con un discreto sombrero y el blanco y negro apagando cualquier simbología cromática o ideológica. También pensó en un bosque, territorio feérico de miles de relatos infantiles, que fue dibujado en los backings del programa. El dato geográfico era tan vago como que estábamos “en algún lugar del camino, en medio del bosque”, pero a los niños resultó la referencia precisa a un mundo más lúdico que encantado, aunque en él viviera un personaje imposible como la Señora Vaca. Por supuesto, Johnny tenía comparsas y mocosos aventados que rellenaban el show y hasta ponían la nota musical nuevaolera y a gogó; pero él era el director de la escuela y se reservaba el dictado de todas las materias y el arbitraje de todos los juegos. Johnny era más paternal que cómplice, más autoritario que Yola o Cachirulo y, aunque no desarrolló la vena histriónica como su hermano Antonio Salim, era un buen actor.

El buen tío supo capitalizar al máximo las coartadas didácticas, los efectos musicales y la viveza de los participantes. Los concursos para tender la cama o para beber un vaso de leche de un solo sorbo mientras la orquesta golpeaba ta, ta, ta, ta, ta, tatatatán; ta, ta, ta, ta, ta, tatatatán; duraron años y dieron nostálgicos puntos de referencia a la generación de los ochenta que intuyó, viendo a través de El tío Johnny una contingencia elemental: que todos los niños pueden divertirse igual aunque no todos tienen los mismos recursos para ello. Al respecto, el tío tenía una actitud desenfadada que lindaba en la temeridad: los participantes en la demostración de juguetes si no llevaban uno a pilas y muy fino eran puestos al margen. Precisamente, una alusión a los privilegios de los militares, poco después de la nacionalización, apuró su despedida de la televisión peruana. En una edición prenavideña un sobrino le refirió que en su casa se cenaría pavo y al añadirle el dato que era hijo de militar el tío, con su saco a rayas que sacaba roncha a los reformistas, soltó una provocadora ironía.

Los concursos de las pataditas, con campeones que mantenían por tanto rato la pelota en vilo que en una ocasión uno de ellos —Japhet López, entrevistado treinta años después por Panorama, tras quedar inválido a causa de un atraco en Estados Unidos— fue reportado en vivo en el noticiero de la noche, mientras seguía pateando la bola en la esquina del canal; prepararon a muchos para la fiebre futbolera que recrudeció a partir del Mundial México 70. En enero de 1968 Salim fue jalado por el 5, adonde pasó con todos los conceptos de su autoría. El nuevo espacio se llamó El tío Johnny en el 5 y potenció los concursos formativos, los espectáculos a gogó y las ideas lúdico-feéricas que había intuido una década atrás en la radio. Volveremos a él, evocando su canto de cisne en los ochenta.

Desplegando el abanico

Todo canal debía jugar tantas cartas como géneros y públicos diferenciados se le pusieran en bandeja. El 4 no quiso y no pudo jugarlas todas. Los concursos y los musicales fueron cultivados desde un inicio, y Daniel Muñoz de Baratta desbordó los tímidos conceptos que tenían Umbert y González de la comedia. Los teleteatros eran para el dúo eventos, no por especiales menos frecuentes, casi como sacar a pasear la unidad móvil. Pero la telenovela fue encarada como un mal necesario y todas las variantes de talk-show, incluidos los debates, fueron desechados de los planes de producción. Salvemos a Cabildo abierto, intentona de programa político que César Miró moderó a mediados de 1961.

Sin embargo, hubo firmes ensayos en otros géneros y algunas áreas que solo el 4 cultivó. La televisión femenina —que no feminista— fue inaugurada por Queca Herrero en Solo para mujeres del canal 13, pero el 4 le dio impulso con El mundo de la mujer de Narcisa Cisneros a inicios de 1961 y más adelante, en 1965, con Linda Guzmán en Buenas tardes, mucho gusto. La señora Cisneros era de esas voces preciadas del micrófono —había sido Mamá Dolores en la larguísima temporada de El derecho de nacer en radio El Sol— y tenía suficientes nociones básicas de modas, gimnasia, arte y decoración para presidir el “té de tías” que era la televisión mujeril de entonces, por más que se incluyeran charlas de cine o que la cordial y para nada sensual “Nacha” pidiera a la poeta Blanca Varela que recomendara lecturas a sus televidentes de las 3.30 de la tarde.

La programación mujeril está íntimamente vinculada, por su conservadurismo a ultranza, a un género ampliamente cultivado por el 4: los “programas sociales”. Llámense así a espacios como High society de David Odría y High life de Armando Cerna (para antecedentes véase, en el capítulo 1, el acápite “El canal 9: caso cerrado”) que alternaban locución en vivo con filmes y fotos fijas. Estos noticieros de jet set, impensables unos años después, eran lavadas versiones de los acontecimientos privados en que participaban los apellidos de postín y los “ellos y ellas” que retrataba la revista Caretas. David Odría, entre el 4 y el 13, no tuvo reparo en constreñir su inmensa popularidad de animador radial a la comidilla social. Pero no solo las festividades de los ricos y famosos interesaban al conductor sino un evento público y sacro como la canonización de san Martín de Porres en el Vaticano en mayo de 1962. Los primeros enviados especiales de la televisión peruana al extranjero fueron precisamente Odría y el camarógrafo Juan Caycho, encargados de cubrir este trámite papal que visto en High society aparecía como una concesión de títulos nobiliarios al santo de los pobres. Cerna, con su High life, hizo lo que pudo por varias temporadas en la nueva versión del canal 9 y parte de su archivo fílmico fue exhibido regularmente por el Noticiero de ATV en 1994.

El abanico desplegado incluía un programa turfista, Hablemos de hípica, heredado del primer canal 9 y un informativo ágil como el auto volador que llevaba por logo, el Noticiero Conchán que desde agosto de 1962 dirigió Raúl Ferro Colton, ex mandamás de El Panamericano, y narró Arturo Pomar. Este último, el único locutor del medio que sin impostar la voz en demasía, forzaba entonaciones enfáticas y cargaba sus lecturas de ironía obvia o gratuita, pronto se convirtió en la voz oficial del canal, equivalente a Humberto Martínez Morosini en el 13. Aunque Umbert y González no alentaban nada que alterase la moderación de su línea periodística; sí estuvieron a gusto al oír a Pomar leer con especial engolamiento los editoriales contra el 13 cuando el escándalo del cambio de frecuencias. En medio del entretenimiento el canal sabía informar.

El 9, canal coaxial del 4

Tras el desgaste gremial de los empleados del pionero y quebrado canal 9 vinieron los retiros voluntarios, los jales y el despiste de los que no sabían ya si la televisión era lo suyo.

En esas condiciones, al canal 4, a través del socio común Iván Blume y con el propio Nicanor González negociando la renuncia de los resistentes, le fue fácil afirmar su compra. El dúo de América ya tenía bastante con manejar su red radial y su canal en feroz competencia con Panamericana, pero la segunda generación de los Umbert y González estaba inquieta y necesitaba terrenos donde afirmarse y darse golpes sin dañar los cimientos de la empresa matriz. Así que cuando las primeras desavenencias entre Nicanor hijo y Mauricio Arbulú (esposo de la hija mayor de un chancletero Umbert y tratado cual primogénito) amenazaron la armonía de la sociedad, apareció el 9 como un nueva cancha de juego para los jóvenes. Nico pasó a dirigirlo y Mauricio se encargó de las oficinas de provincias del 4.

El nuevo 9 no fue tratado como una simple sucursal. Era una planta alternativa que tantearía tanto o más que América, y en la que no se escatimarían recursos de producción sino que se emplearían, con cierta discreción, los que ya poseía el 4. El local de la avenida Uruguay no favorecía este plan de producción dual, así que 1961 se destinó a la construcción de una nueva y moderna planta a tres cuadras de América, en la calle José Gálvez, la que actualmente ocupa el canal 7. Un cable coaxial para transmisiones conjuntas unía a la privilegiada filial con la matriz y un lazo más íntimo las acercaba: Nicanor González Urrutia fue encargado de gerenciar la emisora. Veinteañero y con aficiones ecuestres y automovilísticas que lo alejaban de la televisión, desde un inicio delegó parte de sus responsabilidades en el subgerente Ramón Alzamora y en Gastón Guido, gerente de radio El Sol, que había salido en paquete con el 9, y que venía operando desde unos meses atrás en el sótano del nuevo edificio. Isaac Aquise, uno de los fundadores de la escuela electrónica del canal 7, era el director técnico de la planta.

Esta fue la programación del lunes 9 de abril de 1962, quinta noche inaugural de la televisión en Lima: A las 7 de la noche dibujos animados; a las 7.30, tráilers de las próximas atracciones; a las 8, el show de Mary Esquivel, la famosa bolerista contratada especialmente para la ocasión; a las 9.15 arrancaba la primera y única versión televisiva nacional de El derecho de nacer, seguida de El hombre del millón, un largometraje inglés; y, cerrando con bombo el bloque nocturno Las cinco llaves, show de Daniel Muñoz de Baratta, cedido por el 4 como un espaldarazo más a Nicanor Jr.

Los temores que el 4 había manifestado con el género novelesco fueron debatidos en el 9. Entre las propiedades de radio El Sol estaban los textos de Félix B. Caignet para El derecho de nacer. ¿Por qué no romper fuegos con una versión en vivo del melodrama latino cumbre? Con el auspicio del detergente Ña Pancha, el director Paul Delfín juntó a Carlos Ego Aguirre como Rafael del Junco, Miguel Arnáiz como Albertico Limonta, Ofelia Woloshin, la debutante Silvia “China” Gálvez y la actriz negra Esther Chávez como Mamá Dolores. Luis Carrizales, futuro director del programa infantil Nubeluz, debutó como “luminito”8 en el 9 y recuerda que trabajaban en dos estudios contiguos, con tres cámaras de “torreta”, y que muchos tachos de luz se quemaban al ser enviados a la carrera de un set al otro.9 Pero en medio del caos del estelar nocturno en vivo, pues El derecho de nacer sería la primera novela local producida durante y para el prime-time, el 9 afirmó la viabilidad del folletín. Al cabo de esta experiencia abrumadora, empezó en el mismo horario Más allá del corazón, libreto de Caridad Bravo Adams (véase, en este capítulo, el acápite “Pelando cebollas”) dirigido por Luis Álvarez y protagonizado por Saby Kamalich, Olga Cabrejos, Esther Chávez, Silvia Vegas y María Isabel Chiri.

Si el 9 no pudo proseguir su línea folletinesca fue porque se ahogó en sus excesivos tanteos. Hacia mediados de 1963 se exploraron con más apuro que audacia y menos recursos de producción, demasiados géneros: El musical criollo era cultivado por Elsiario Rueda Pinto en Arpegios del Perú y los sones internacionales en El super show de Samuel Pérez Barrelo; para animar el concurso La pareja de la suerte fue jalado Pantuflas, del 13, que además tuvo otros encargos cómicos como Sonrisas en el 9 que no acabaron de cuajar como tampoco cuajaron Puerta a la fama, La música es testigo o Siga cantando. En medio de esta explosión de programas en vivo que incluían las muy especializadas Noches de Oriente, del mago Jorge Wong, pasaron inadvertidos los intentos del español José Caparrós por explotar la veta de mineral virgen que era el policial: En Estudio 33 con Arturo Urrea y Maricarmen Gordon ponía en escena anécdotas de ley y orden y en El gran jurado llegó a explorar por primera vez, antes de Usted es el juez, la jurisprudencia peruana.

En 1964 todos los espacios vivos del 9 eran reemplazados por otros. Marcha a la selva, ficción con Benjamín y Margot Ureta como Salustio y Filomena, dos “cholitos de buen corazón” que ayudan a los misioneros a colonizar el territorio allende la carretera marginal idealizada por el presidente Belaúnde, corrió la misma suerte que Adán y Eva, rutinas cómicas con libretos de Serafina Quinteras o El pequeño mundo de don Justino, pillaje de Don Camilo producido por Gaspar Bacigalupi. El canal estaba sobresaturado de proyectos y carente de criterio. No podía pagar la originalidad de sus espacios y, peor que ello, no sabía cuáles sacrificar y cuáles conservar. A falta de esa urgente racionalización productiva la asignación de recursos rasó por lo bajo y todos sus programas lucieron pobre escenografía, insuficiente ensayo, libretos sin vuelo y un apuro no necesariamente creativo. Ni siquiera se pensó en el video para enlatar y enviar a provincias novelas que fueron las últimas que nuestra televisión soportó en vivo. A mediados de 1964 aún daban coletazos En manos del destino y Huracán de ambiciones.

En un gesto desesperado, los dueños de América convocaron al animador argentino Humberto Vílchez Vera y al célebre periodista de espectáculos Guido Monteverde para compilar todas las variedades en una y concentrarlas en los fines de semana. Desde octubre de 1964, el Festival de Monteverde, ómnibus cargado de música, miscelánea, animación del ídolo radial David Odría y sketchs cómicos, encabezó el ranking televisivo y al día siguiente pujaba por el primer lugar Domingos gigantes, otro bus, jalado a la fuerza por la exuberancia gestual y la grandilocuencia de Vílchez Vera, controversial y exasperante conductor que alternaba el humor deliberado y el involuntario. La fórmula dio vida al canal por algún tiempo, pero, probadas las debilidades de la gerencia de Nicanor Jr. para mantener el orden productivo, el resto de la semana fue ocupado mayoritariamente por enlatados. A partir de 1965, Festival incluía al Doctor Rochabús (véase, en este capítulo, el acápite “El humor es cosa seria”) y en su secuencia La escalera del triunfo (ya había debutado televisivamente en canal 13 en octubre de 1960 animada por Alfonso D’Allessio y asistido por el payaso Pimbolo, que interrumpía a los aficionados sin aptitud para trepar metafóricos y a la vez escenográficos peldaños) conducida por Augusto Ferrando estuvo el embrión de Trampolín a la fama y sus policías matatalentos. En los libretos del ómnibus colaboraba un joven César Hildebrandt, pariente de la esposa de Monteverde. En las ventas debutó Óscar Dufour, argentino que hizo una escala imprevista en Lima y emprendió una carrera de productor de programas deportivos, factotum de eventos, publicista, agente de artistas, relacionista público e importante bisagra entre el poder comercial, el poder político y la televisión hasta su muerte en 1999. Por muchas razones periodístico-faranduleras, el paso de Monteverde delante de cámaras y en las páginas de espectáculos merece destacarse en la historia de la televisión.

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