Kitabı oku: «En vivo y en directo», sayfa 12
El cajón de cristal
El eslabón creativo, que empezaba en el modelo extranjero, seguía con su adaptación por la filial local de alguna conocida agencia de publicidad y terminaba en su ejecución por algún canal peruano, fue varias veces roto por la Backus & Johnston (véase, en el capítulo 1, el acápite “Bar Cristal”). El producto, la cerveza Cristal, era peruano; la agencia de publicidad no existía, era su propia oficina creativa en manos de peruanos que no sabían gran cosa de modelos extranjeros; y la ejecución final la cumplía el canal pero con un equipo formado por el auspiciador. Por estas razones Bar Cristal y Kid Cristal no tienen parangón en la televisión peruana; no son consecuencia del teleteatro ni antecedentes de la telenovela; son pura creación de dos hombres de prensa —Jorge “Cumpa” Donayre, alias Juan Renteros, y Benjamín Cisneros, jefe del departamento de relaciones públicas de la Backus—, quienes con sus escuetos conocimientos de radio, cine y teatro hicieron lo que pudieron para una televisión que les era casi desconocida. Tenían la obligación patronal de promover la cerveza —de ahí la idea del bar como primera locación— pero todo lo demás fue fruto de su formación cultural criolla y peruanista, retórica pese a manejarse dentro de los dominios de la comedia y la sátira, costumbrista cuando detallaba los tipos étnicos y su idiosincrasia al límite de la caricatura, y populista en su afán de abordar los cultos de los de abajo. Nada de eso molestaba a la empresa ubicada en el tradicional distrito del Rímac y dueña de un equipo de fútbol de gran hinchada; por el contrario, esta alentó decididamente la labor de Donayre y Cisneros.
El Festival Cristal de la Canción Criolla, cuya primera temporada arrancó en mayo de 1960, tuvo la audacia pionera de poner en escena los valses más famosos. Así, el criollismo musical, que no tenía equivalentes literarios o pictóricos de mucho arraigo, tuvo un popular derivado televisivo. Donayre se convirtió en pluma oficial del criollismo junto a otra que también se fortaleció en la televisión, la de Augusto Polo Campos. Cada emisión del festival, dirigida por Ricardo Roca Rey, musicalizada por el argentino Domingo Rullo, decorada por Alberto Terry y animada por Carlos Alfonso Delgado, rendía homenaje a un compositor criollo. A la ejecución de sus valses seguía un relato dramático inspirado en la letra de alguno de ellos y, al final, la entrega del trofeo Guitarra de Plata al homenajeado. El plebeyo, actuado por Ricardo Blume, Saby Kamalich y Luis Álvarez, alternaba austeros interiores con fondos que simulaban estar iluminados por farolillos de utilería. Siendo muchas de las canciones escogidas, urbanas y arrabaleras, los espacios preferidos por Terry eran aceras anchas y puertas cerradas, enrejados y ventanas. En Ventanita, Blume y Kamalich hablan de amor mientras ocupan las manos jugando con las plantas arreboladas sobre el alféizar, un cuadro de bucólico criollismo,17 hasta donde lo permitía la pesada tecnología de entonces, similar al que recibió a Chabuca Granda cuando fue a cantar La flor de la canela.
A la voz de “¡hermanos míos!”, célebre muletilla de Carlos Alfonso Delgado, el Festival Cristal se acercaba al cierre de temporada anunciando a los finalistas del concurso de valses. Rosa té, de Germán Zegarra y Max Arroyo, triunfó en la primera edición; Limeña, de Polo Campos, ganó la tercera y última en 1963, cuando Roca Rey dejó la dirección a Luis Álvarez. En estos tres años no hubo compositor, intérprete o pieza conocida que no compareciera en escena. Los libretos de Donayre no siempre se ciñeron al espíritu de la letra; más bien, calzaron todos los valses en una imaginería de barrio viejo e interior mesocrático, arreboles y enrejados, rociados siempre que fuera posible con la espuma de Cristal, que ha marcado definitivamente al criollismo. César Miró se sorprendió cuando lo invitaron a participar en la puesta en escena de su vals Todos vuelven. En una mesa bohemia, no de una cantina rimense esta vez sino de un café parisino, un grupo de amigos intercambia nostalgias peruanas. De pronto, entre la niebla artificial del estudio, aparece Luis Álvarez con una chalina de tres vueltas. Era César Vallejo que, este sí, solo volvió en espíritu.18 Sin embargo, Miró había compuesto su vals en Hollywood y no había querido para nada aludir a Vallejo. Así era de totalizante el cajón de la Cristal, levantaba espuma e intentaba absorberlo todo.
El Festival Cristal del Cuento Peruano nació en 1961, para hacer con la literatura breve lo que se venía haciendo con los valses. Esta vez habría menos homenajes y más atención al concurso, cuyo primer presidente del jurado fue Ciro Alegría. En la medida de lo posible solo se escenificarían cuentos ganadores. La revista Cristal Visión los publicaba e ilustraba sus portadas con las escenificaciones de Roca Rey. La favorita de Luis Álvarez fue El ritual de flores, cuento de Carlos Eduardo Zavaleta sobre un tejedor de alfombras floridas en Tarma, que un viernes santo desafía al pueblo con diseños extravagantes, pierde y es masacrado. Muestra de pesimismo y masoquismo andino, además de gran reto de utilería para una modesta televisión. Otra remarcable adaptación fue la de El rabión, cuento de Armando Robles Godoy sobre un viejo atrabiliario (Álvarez) que se aísla con su hija (Sonia Seminario) en una cabaña selvática. Con esta hora estelar la Cristal y el canal 13 atendían un ruego de la audiencia conservadora, mid-cult y nacionalista: adaptar literatura peruana seria por peruanos serios.
Peirano y Sánchez León19 insertan las creaciones de Donayre en la historia del humor televisivo. Ciertamente, la comedia dramática definía el espíritu de Bar Cristal y dio pie a Jorge Montoro para crear a Don Ramón, el viejo cunda y cervecero que se remonta a las licenciosas tradiciones de Ricardo Palma; pero lo que mantenía en vida al bar era el chantaje sentimental, la expectativa por el matrimonio ansiado y, al final, el llanto de felicidad, no la carcajada. El Festival de la Canción hubo de ceñirse a los compases del vals, tristes o alegres pero nunca farsescos. Es el Festival del Cuento el que permite establecer dichas asociaciones, no por las adaptaciones de relatos por lo general adustos, sino porque en medio de estas, Donayre coló sus sketchs de Pablo Zambrano, zambo criollo rodeado de otros tipos sabrosos. Habría que establecer una historia del costumbrismo en la televisión, que incluya tanto a los programas de humor como a las telenovelas, aunque ciertamente más a los primeros.
La refundación
Mudarse del 13 al 5, aun sin cambiar de local, fue un arduo proceso (véase, en el capítulo 1, el acápite “La inocencia perdida”). Los Delgado Parker querían estrenar torre, antena y transmisor nuevo en una ceremonia que, sin distraerlos de su furia competitiva, fuese la gran fiesta que no tuvieron en 1959. El presidente Manuel Prado no había acudido a su bautismo, pero Fernando Belaúnde Terry sí asistiría a la confirmación de su éxito.
Exactamente seis años después de haber nacido, el 16 de octubre de 1965, sin pausa ni giro de programación, renació Panamericana en la frecuencia 5. Esta era la ficha técnica anunciada a mediados de 1965: Torre de 150 metros de altura y 80 toneladas, antena Rhode & Schwarz importada de la RFA, transmisor Philips de 10 kilowatios en video y 5 kilowatios en audio y, por supuesto, un equipo filterplexer para evitar interferencias y acallar las protestas del canal 4 contra la “inviabilidad técnica de dos canales adyacentes”. Genaro Delgado Parker mantenía la gerencia e Isaac Lindley la presidencia del directorio, el hermano Héctor seguía vendiendo sin descanso y el hermano Manuel llevaba dos años al mando de Radioprogramas del Perú,20 dirigiendo una red nacional que alimentaba sus filiales con los programas grabados en Lima, algo similar a lo que el canal, en esta prehistoria del satélite y las microondas, hacía con sus videotapes.
La fiesta fue armada por Genaro y la quiso, más que latina, auténticamente panamericana. La delegación más numerosa fue la de Estados Unidos. Lucía extraña la presencia de Diane McBain y Edward Byrnes del cast de 77 Sunset Strip, de Bárbara Bouchet y Casey Rogers de Peyton Place, de Ina Ballin, Michael Callan, George Montgomery y la vieja gloria de Hollywood Gene Tierney, todos ellos protagonistas de enlatados de la ABC (los Delgado Parker habían iniciado la ruptura con Goar Mestre y la CBS, como vimos en el capítulo 1, acápite “Canal 2 en dos tandas”) que no venían a cantar ni actuar y no reflejaban ni la producción viva ni las posibles joint-ventures del 5, sino el lado pasivo e importador del imperio. Pero Genaro Delgado Parker quería colocar su efemérides en el calendario del primer mundo televisivo; quería que su gente se codease con la de la ABC, algo que González y Umbert, quienes reposaban en la importación de series yanquis tanto como él, no estaban en condiciones de hacer. Además, el Perú de Belaúnde miraba al Norte con mayor deleite aún que el Perú de Prado. La cultura norteamericana gravitaba sobre el país disputando pantalla a las expresiones latinas, y el 5 debía reflejar la nueva correlación. Poco importaba que en un capítulo de Peyton Place (La caldera del diablo), según denunció un indignado periodista, a un personaje que retorna de Lima se le diga “bienvenido a la civilización”.21
Por supuesto, la fiesta también fue latina. Los que realmente la armaron, con excepción del cantante Andy Russell, fueron el comediante argentino-mexicano Raúl Astor, que montó unos sketchs y de paso tanteó el terreno para una posible temporada en Lima; la polifacética Silvia Pinal, el notable cómico argentino Joaquín Verdaguer y el cantautor venezolano Aldemaro Romero, que estrenó su pieza Señora Chabuca Granda. Goar Mestre vino de Buenos Aires para ver a Genaro armar la fiesta con sus contactos de la ABC y, de paso, conversar sobre sus negocios en común.
Pero el invitado estelar fue Belaúnde, nuestro primer presidente de pantalla. Genaro Delgado Parker lo paseó por las instalaciones y le pidió diera el play de honor apretando un botón que echaría el transmisor a andar. Para la audiencia tenía un encargo mayor, lanzar un discurso donde colocó la refundación del canal en una escalada de progreso y de modernización que cogía al Perú entero, y con una irrestricta libertad para expresarse y producir lo que se quisiera. Delgado Parker y Lindley asintieron. Al final, una frase de arquitecto: “La televisión es la ventana que mira al mundo”. Si al terminar 1959, a los tres meses de nacido, los dueños del canal quisieron recibir la nueva década con una precaria transmisión desde el Cerro San Cosme, teniendo como objetivos estratégicos el mercado peruano de arriba a abajo; ahora miraban decididamente al mercado exterior, al que ya habían hecho sus primeras ventas. Sin darse un respiro más allá de esta simbólica refundación, Panamericana prosiguió firmemente el primer proyecto exportador de la televisión peruana.
Un canal en el campus
Un cálculo técnico, un canje político y la preocupación por el papel de una televisión que empezaba seriamente a arquear las cejas de su entorno social, convencieron a Panamericana de promover un canal educativo. Ellos no se resignaron a llevar encima un número tan agorero como el 13 y apenas pudieron convencer al Ejecutivo de liberar la frecuencia 5 (véase, en el capítulo VI, el acápite “La inocencia perdida”) destinada, según ley, a fines que el Estado determinara, ofrecieron en canje auspiciar una frecuencia cultural.
Tras decisiones postergadas y vacíos burocráticos, el 13 nació el 30 de agosto de 1967. En 1963 se había nombrado un directorio simbólico en el que estaban, entre otras personalidades, el arzobispo de Lima y el ministro de Educación y Cultura, y se había creado una empresa, Panamericana Asociación de Fomento Cultural, que demoró algunas temporadas en hacer funcionar los viejos equipos del 13 para programar enlatados diplomáticos y transmitir clases con profesores enviados por la cooperación internacional norteamericana. Ante la insuficiencia de esta práctica y lo engorrosa que resultaba para los Delgado Parker absortos en sus planes de conquista del mercado latino, sus socios Lindley los pusieron en contacto con Antonio Pinilla, creativo de la agencia de publicidad Provenza que les había manejado la campaña nacionalista de Inca Kola y, sobre todo, fundador y rector de la Universidad de Lima desde 1962. En abril de 1968 se establecería la Escuela Superior de Cine y Televisión, antecedente de la actual Facultad de Comunicación, y esta podía ser la sede natural de un canal como el 13.22
Gerenciado por Enrique “Paco” Pinilla, y con Luis Revilla como jefe de producción, el canal 13 de la Universidad de Lima se armó en tres aulas del Pabellón B. La donación incluía equipo de emisión, dos viejas cámaras de torreta, una antena y los servicios del técnico Manuel Serpa. No había transmisor en el paquete, así que se contaría con un equipo de microondas para enviar la señal de la pequeña torre hacia la planta del 5. Esta carencia de transmisor propio fue fatídica, pues cada vez que Panamericana tenía ocupados sus otros equipos de microondas recogía el equipo estacionado en la Universidad de Lima y lo tomaba prestado por unos días, cancelando abruptamente la programación. Aunque el 13 logró frenar dicha costumbre, esta fue una de las razones por las cuales las emisiones del precario canal se limitaron a los días laborables.
Sin ingreso publicitario y con modesta infraestructura, el 13 limitó su horario a dos horas y luego a tres horas diarias, entre 6 y 9 de la noche. El mayor porcentaje de la programación consistía en enlatados de la USIS norteamericana, de Transtel y también de la Unión Soviética. De la modesta producción en vivo no todo era de casa: el canal donaba horas a varias instituciones públicas como la Junta de Asistencia Nacional (JAN), el municipio, el Instituto Nacional de Cultura (INC), y gremios y colegios profesionales. Los programas hechos en casa, con profesores y alumnos de la Escuela como Pedro Flecha, Marco Gallardo, Vladimir Bucanovich, Carlos Barbachán, Roberto Alva, Enrique Reyes, Oscar Kantor, María Esther Pallant, Luciano Talledo, y muchos otros que lanzaban ideas, sin tiempo de ensayo ni pilotos de prueba. Hubo noticieros internacionalistas como El mundo, variedad de pequeño auditorio como Media hora, entrevistas, debates juveniles, ciclos documentales como el de Personalidades peruanas, medias y cuartos de hora especializados como Karate en el 13 o La fiesta brava en el 13, que conducía el médico de la Plaza de Acho Pedro Gutiérrez; informes de salud, de economía, de la bolsa, del estado de la cuestión en cualquier área, incluyendo la política, pues la poca sintonía del canal lo hacía pasar de largo ante los ojos de los censores.
Con muchas paras técnicas forzadas, con muy escaso presupuesto y con una programación flexible que hacía difícil su divulgación por la prensa, el canal llegó a su fin durante el terremoto del 3 de octubre de 1974. La escala no fue cataclísmica pero el movimiento fue el suficiente como para causar una desviación en la antena que los técnicos de Panamericana dejaron sin corregir. Accidentalmente, casi como había llegado al campus, feneció el canal 13 de la Universidad de Lima.
Desde 1965 hasta 1971
La ceremonia de cambio de frecuencia, 13 por 5, realizada por Panamericana Televisión en octubre de 1965, tuvo doble elocuencia. Los hermanos Delgado Parker refundaron su canal y fundaron una fábrica: la primera y única industria cultural exportadora que el Perú haya tenido. Su producto de punta fueron las telenovelas, y a partir de entonces se quisieron rápidas y baratas, prolongadas, emotivas y enérgicas. El staff y sus creativos ya no se sentarían a discutir programas y horarios sólo para que un gerente de programación llenara hojas cuadriculadas en blanco. Ahora había que pensar a largo plazo y en grande; había que apostar a la reproducción ampliada del sistema debatiendo nociones de productividad y optimización de recursos, implementando turnos de grabaciones y ventas por paquetes para que la fábrica trabajase a plena capacidad instalada. Si las telenovelas se prestaban mejor que otros géneros a la producción en línea, entonces, había que pelar cebollas con tecnología moderna, videotape y teleprompter. El canal 5 suscribía plenamente el teorema de Walter Clark, el mago de TV Globo: “Sem novela uma estaçao de televisao nao vive; porque a novela dá audiencia fixa. A base da vida da televisao é a novela”.23
Por supuesto, el imperio del folletín no le debe todo a su baratura. Las sitcoms también son económicas y en la televisión del Norte sobraban ejemplos brillantes. Pero el canal 5, más que Globo, que al fundarse en 1965 tuvo un mercado interno suficientemente desarrollado como para alimentar su primera década de vida, apostó a la universalidad del género como un atributo que facilitaría la exportación. El humor, por lo general, se infla y se asfixia en su localismo, aunque alentado por su boom novelístico el 5 introdujo en mercados vecinos asépticos sketchs de El tornillo, sin jerga ni remedos, y contrató en 1969 a Leopoldo Fernández “Trespatines” para una enlatable temporada limeña. Más globalizado aún, en el verano de 1970, el 5 fue anfitrión del Topo Gigio, feliz invención de la italiana María Perego, que dio el toque de queda para que los niños duerman, dialogando con Braulio Castillo en microespacio producido por Jorge Souza Ferreira. Otro italiano, Federico Gioli, escribía mientras un equipo de sus paisanos movía los hilos invisibles de los varios Gigios requeridos para dar vida al muñecote único. Gioli volvió a Lima en 1975 para dar otro toque de queda a los niños con títeres primos hermanos de Gigio que cantaban “hasta mañana papá, hasta mañana mamá, he estudiado, he jugado y vi mi televisión”. (En 1987, Jorge “Coco” Beleván grabó en Argentina una nueva temporada de Gigio, que había estado ocupada con el argentino-mexicano Raúl Astor. Algunos capítulos llegaron a Lima).24
La publicidad interna, es decir las promociones, eran fundamentales para llamar la atención sobre estos esfuerzos de programación, y así el 5 tuvo rostros emblemáticos como el de Manie Rey, contratada solo para anunciar espacios. Esta identificación de un rostro con una campaña, o la creación de un personaje asociado a un producto no era nada nuevo, era un ABC de la publicidad. El caso más popular fue el de Ricardo Tosso encarnando al Mipayachi, que presentaba en el 4 para la firma Field, dibujos y series enlatadas como Jim West o Ivanhoe. El niño Ricky, su hijo y futura estrella cómica, a veces lo ayudada en la faena. Connie Bushby, futura pareja de Terry, tenía similar cometido como la “Brujita mágica”.
Si la empresa nacional exportadora se ha caracterizado por su endémico rechazo a revelar los rasgos de su identidad local, temerosa de que ello disminuya su poder de venta; el canal 5 no fue una excepción. Sus novelas nadaron en una dramaturgia abstraída en tiempo y geografía, reducida a esa tradicional polaridad dramática que opone lo moderno a lo rural, lo noble a lo plebeyo y el crimen a la justicia; encerrada en pequeños sets impermeables al folclor. Y cuando tuvieron cierto anclaje social, como en Simplemente María o Natacha, atacaron el tema de la migración del campo a la ciudad, el servicio doméstico y la emergencia social con un lenguaje limpio de idiosincrasia para ser consumido por cualquier capital latinoamericana que viviera los traumas del desarrollo, desde Buenos Aires hasta Tegucigalpa.
Mientras el 5 organizaba su producción con un abanico de géneros para el entretenimiento nacional aferrados a su punta de lanza exportadora, la competencia apostaba a la más desconcertante variedad local. El canal 4 importó casi tanto enlatado como el 5, pero no exportó nada; y luchó por reducir la brecha comercial con su rival, ganándole la primera opción para adquirir las series yanquis de moda y saturando las tardes con telenovelas mexicanas que al 5 sirvieron a veces de simple parámetro comparativo, a veces de modelo. Para su prime-time, un agresivo Juan Silva bregó por tener en sus shows musicales a las más rutilantes estrellas internacionales y el mismísimo “Señor de la televisión” Pablo de Madalengoitia fue jalado desde el 5, donde conducía Cancionísima y el concurso Diga la verdad (enero de 1966), para poner en set un concurso más, Póngale cascabel al gato y, muy en especial, una ficción unitaria, fina, demostrativa y con debate en el set como pie forzado.
Usted es el juez (noviembre de 1967) picoteaba en el archivo de la PIP (Policía de Investigaciones del Perú) para encontrar casos y cosas juzgadas que, adaptados por Felipe Sanguinetti, dirigidos en película por el español Fernando Luis Casañ e interpretados por un elenco móvil compuesto por Ricardo Blume, Alfredo Bouroncle, Elba Alcandré, Pablo Fernández, Aurora Colina y Eduardo Cesti, entre otros, dieran pie al talk-show ético-judicial conducido por Pablo. Desde el primer capítulo —“Entre la vida y la muerte”— que narraba la tragedia criminal de un provinciano recién llegado a Lima, Usted es el juez se celebró como el mejor ejemplo de una televisión honda y socialmente preocupada, dramáticamente exigente y buscando un impacto plural que no hacía extrañar la solemnidad culturalista de los primeros tiempos. A partir de allí, Pablo no encarnará más el proceso de la televisión. Volvió a las andadas mnemotécnicas con La pregunta de los 500 mil reales (abril de 1969), con pruebas escritas por el Cumpa Donayre. Fugado del país por sugerencia militar (véase, en el capítulo 7, el acápite “Adiós Kiko y Pablo”), regresó a fines de los años setenta para liquidar con unos cuantos concursos su participación en la historia de la televisión.
Los fines de semana se tornaron cada vez más televisivos.
Los canales marcaron la respiración sabatina y dominical con espacios sin solución de continuidad, revistas que acumulaban noticias, concursos y talk-shows, rematando por lo general en la fanfarria criolla que dejaba oír la voz del nacionalismo oficial. El 5 inició una promisoria serie anual con Perú 67, barajando atracciones tan variopintas como las preguntas de Tealdo, las batidas de Ferrando y los números de Edith Barr, a lo que se sumaban bloques bastante independientes de entrevistas con asomo de talk-show cosmopolita. En alguno de ellos se reunía un panel de caras conspicuas para adivinar la profesión —“¿En qué se gana usted la vida?”— de un desconocido y en otro —“¿Cuál es mi secreto?”— se trataba de intuir una anécdota desconocida de una estrellita local. Pepe Ludmir (eventual productor del bloque), Norma Belgrano, Martínez Morosini, García Calderón y todo el plantel panamericano, además de los nombres de peso en el horizonte farandulero y cultural limeño, solían codearse en estos intersticios de televisión moderna y liberal.
Algunas temporadas antes, Panamericana había lanzado el ómnibus dominical Bingo en domingos gigantes (enero de 1965), cabeceando atractivos musicales y lúdicos en seis horas extenuantes para la producción y laxas para el espectador. Humberto Vílchez Vera fue jalado del 9, donde conducía un similar Domingos gigantes desde fines de 1964. El 5 quería responder a las iniciativas de la competencia, a las que se sumaba el Festival de Guido Monteverde (véase, en este capítulo, el acápite “El 9, canal coaxial del 4”), con ingentes recursos y estrellas, y un animador con harta cuerda apoyado en modelos de rigor como Meche Solaeche, cuya celebridad se reforzó, artículo mortis, desde su lecho en el Hospital Militar, donde fue a parar por su intento de suicidio en setiembre de 1968. Un empleado de Panamericana la halló inconsciente, el lunes a primera hora, en su camerino del canal donde había ingerido barbitúricos tras terminar su participación en Bingo el domingo por la noche (en 1964, la modelo Paquita Rodríguez había provocado similar susto, pero lejos de los sets). Fue un caso de primera plana apagado cuando se adujeron discretamente motivos sentimentales. El general Juan Velasco Alvarado, inminente presidente de facto, intervino para su internamiento en el Hospital Militar.25
El 4, varias temporadas después, hizo descansar su ómnibus sobre la pista de carreras del Jockey Club. El Telehipódromo dominical tuvo desde 1969 una estructura en realidad ausente, pues las carreras de la “polla”, por distantes y reiterativas, jamás concernieron al espectador televisivo como al apostador contumaz. Hacían falta eslabones sólidos para armar la cadena o un conductor que compensara con labia, simpatía y cartas bajo la manga el despiste del ómnibus. Éste pretendió ser, con temporadas en el 2, el 9, el 4 y el 5, el argentino Humberto Vílchez Vera, quien llevó al paroxismo una comunicación retórica y sensiblera con un público que estaba aún muy lejos de descubrir la frontera entre la manipulación e informalidad, inspiración y truculencia, zalamería y verdadero afecto. Sus boutades periodísticas y sus ínfulas literarias —en 1965 publicó el libro Te acuerdas, mamá— añadían más grasa al show.
En noviembre de 1971 se confirmó, con la nacionalización del 51 por ciento de las acciones de cada canal de televisión, la amenaza controlista que se cernía sobre el medio desde el golpe militar de octubre de 1968. La carrera industrial acabó como la de caballos, sin novedad por delante, con una maniobra política que liquidaba el ímpetu de la televisión privada sin construir nada a cambio. Pero la carrera había sido tan intensa que pudo continuar aún después de 1968 y hacia 1969, sin libertad de expresión y con la nueva Ley de Comunicaciones en gestación, lanzar el producto mejor vendido de la industria cultural peruana, Simplemente María, hito en la historia televisiva del continente.
El sueño del color, entre otras revueltas tecnológicas, hubo de ser postergado ante los temores de intervención. Pero afortunadamente, el imperio de la austeridad militar, desdeñosa de la inversión en cualquier entretenimiento considerado frívolo y extranjerizante, no se opuso a la llegada de la vía satélite. Al contrario, la apurada construcción de la Estación Terrena de Lurín meses antes de la transmisión de la llegada del Apolo XI a la Luna, mostró una vocación internacionalista superior a cualquier mezquindad política. El satélite fue la única grata sorpresa pública para una aterrorizada televisión privada; y, tras el bluff del Apolo, sirvió a un propósito que unió a todos los peruanos por encima de la libertad de expresión confiscada y la empresa amenazada: la campaña del Perú en el Mundial México 70. La dictadura descubrió entusiasmada el rol escapista del fútbol amplificado por la televisión, pero ello no sirvió para convencerse —como los militares brasileños— de que era mejor para sus fines dejarla en libertad. Venció, alentado por místicos de la comunicación alternativa, que hicieron poco o nada cuando tuvieron la sartén por el mango, el gorilismo interventor.