Kitabı oku: «En vivo y en directo», sayfa 7
La puerta mágica
El primer día de programación regular del canal 9, la teleaudiencia se topó con dos programas audaces. La puerta mágica, dirigido por la poeta y educadora Raquel Jodorowski, hermana del conocido cineasta y dibujante chileno Alejandro Jodorowski, fue el primer programa infantil en atreverse a poner en escena la fantasía. Los niños entonaban una canción mágica al piano, suerte de “ábrete, Sésamo” que accionaba una puerta que les permitía pasar de un opaco salón al “país de la fantasía”, un decorado atiborrado de globos y serpentinas, pero también árboles, hongos de utilería y, en el claro de un bosque encantado, una pequeña cabaña poblada por títeres que escenificaban cada día un cuento distinto. La idea, no carente de imaginación pero sí de carisma y espíritu lúdico, nunca cuajó y el espacio se convirtió en el primer y más sonado fracaso del canal. La Jodorowski tuvo que irse con sus muñecos a otra parte.
Apenas cerrada La puerta mágica los técnicos del 9 —el director Fernando Samillán, los cameramen Juan Carlos García Acha y Orlando Aguilar, el encargado de continuidad Ramón Valdivia y el conductor Miguel Arnáiz— realizaban una proeza. Bajaban, desde los altos del edificio de la avenida Uruguay, cámaras y cables para poder transmitir El hombre de la calle, idea que había entusiasmado a Pereyra en Estados Unidos y que constituyó un anticipo de lo que décadas después serían los reportajes vía microondas. En vivo, se detenía a un transeúnte en plena acera para que repasara con Arnáiz temas de coyuntura. El público y la prensa tampoco reconocieron la originalidad del espacio.
La tercera rutina del 9 era el Telediario de 15 minutos que dirigía César Miró. Volteando teletipos y tijereteando revistas de actualidad —Life, por su calidad gráfica, era la favorita— Miró, apoyado por Emilio Herman, redactaba y leía las notas de actualidad. Los domingos había una Revista de noticias de 30 minutos, que dirigía Herman (responsable además del departamento fílmico del canal), comentaba Pedro Luis Guinassi y leía Arturo Pomar antes de convertirse en la voz oficial del canal 4. A la salida de Miró, Herman se hizo cargo del Telediario.
Los primeros días del canal fueron musicalmente atractivos porque, hábito contractual de aquella época, los artistas invitados para la inauguración estaban comprometidos a un número fijo de presentaciones que iban entre dos shows y una semana completa. Los Tex-Mex, Los Pepes, Iris Vale y Edith Barr alternaron escenarios y micrófono una corta temporada. Ofelia Montesco se negó a firmar un contrato estable con la empresa, aunque permaneció un mes presentando varios shows y animando junto a Arnáiz el concurso de belleza Venus Perú.
España y el sol
Poco a poco nuevos programas vivos animaron a El Sol. A unas semanas de inaugurado el canal debutó Hablemos de hípica de Raúl Serrano Jr. y León Quintero, el más duradero espacio turfista de la televisión. Mientras estuvo en el 9 (tras el colapso de la emisora, éste y otros programas pasaron al 4 o al 13) hizo en él sus primeras apariciones televisivas Augusto Ferrando, entonces polémico comentarista hípico. Filmes y fotos fijas apoyaban la producción. En setiembre salió al aire un proyecto de mucho bombo cultural: Rumor de la ciudad, conducido al alimón por Sebastián Salazar Bondy y César Miró. Tratábase de entrevistas, mesas redondas y comentarios de actualidad, ante un decorado conceptualmente preciso: un ventanal tras el que se fijaba una gran fotografía de la metrópoli. En su primera edición el invitado especial fue un precoz poeta de 12 años: Mirko Lauer. El título fue pronto cambiado a La gente quiere saber.
Augusto Goycochea Luna, el controversial jefe de producción, dirigía algunos shows y se reservó la conducción de La luz es para todos, espacio que reportaba en forma de entrevistas la labor de las entidades benéficas, el mismo ítem de tantos fariseos programas de concurso que derivaban sus premios a obras de caridad. Pero faltaban horas de drama y entretenimiento en El Sol. Dos emigrados argentinos, Eduardo Gibaja y Florangel Ortega, se encargarían de poner en escena la emoción en el 9.
Gibaja, próximo marido de Edith Barr, puso a punto junto al productor Alberto Sorogastúa un Teleteatro del suspenso, donde un intachable elenco que incluía a Luis Álvarez, Saby Kamalich, Pablo Fernández y Germán Vegas Garay interpretaban piezas del amplio repertorio del teatro criminológico. Sin mayores pretensiones escénicas, estas ágiles representaciones de los viernes por la noche fueron mejor recibidas que el Teleteatro estelar de los domingos, librado a la compañía de Elvira Travesí y Juan Ureta Mille, su esposo, que comenzaron con un solemne Alejandro Casona (La casa de los siete balcones) y dos semanas después se atrevieron con un Bodas de sangre que les salió algo contrahecho e irritó a quienes creían que la televisión aún no estaba preparada para García Lorca. El clan Ureta-Travesí tuvo que esperar otra temporada y otro canal, el 13, para consolidarse en la televisión.
Florangel Ortega, a despecho de su nombre y de su espacio España y yo somos así, era un polifacético porteño apasionado de los aires flamencos y de las películas de Imperio Argentina. Así que montó este teleteatro semanal que con una escueta escenografía de patios sevillanos sin azulejos y enrejados sin metal, desarrollaba argumentos agridulces con blancos y gitanos. Las guitarras, las castañuelas y el taconeo venían en ayuda de los libretos. Ortega también tuvo una especializada media hora, ¿Cuál es su hobby?, donde entrevistaba a toda suerte de coleccionistas que se lucían con sus fetiches.
Hacia diciembre de 1959 un auspicioso concurso animó a El Sol. Bus sorteo fue el resultado de una gigantesca campaña de los transportistas privados que involucraron en sus concursos a todo viajero que conservara sus tiques usados. Miguel Arnáiz conducía y Fernando Samillán dirigía el espacio donde los soles fluían a raudales. Cuando el canal colapsó, el concurso pasó con ánfora, talonarios y notario propio al 13.
El socio
Emilio Herman Stava, como César Miró, era un intelectual dispuesto a explorar la variedad del medio. Enterado cinéfilo y crítico de cine, que fue uno de los fundadores del Cine Club de Lima, ya había comprometido a su colega Claudio Capasso para lanzar el espacio semanal Cine en TV, apoyado en filmes y vistas fijas. En el noticiero del canal también había mostrado su entusiasmo, pero necesitaba una ficción para poner a prueba sus afanes experimentales. Así, para escribir el libreto de El socio, fungió de periodista que desciende a investigar los bajos fondos de la ciudad, en este caso los callejones y edificios tugurizados de La Victoria. El protagonista, Rodolfo Mateo, era un camionero honesto que quería vivir de su trabajo pero antes de conquistar su derecho a una existencia pacífica debía enfrentarse a las bandas de hampones de La Parada y El Porvenir. La muerte de su amigo Benito Castro era el hecho criminal que echaba a andar la intriga policial. Lo destacable de Herman era su creencia, a contracorriente de las historias de clase media de la Backus y Johnston y de los teleteatros adaptados, que la televisión de set podía forzar sus exploraciones realistas sirviéndose, como el cine negro y algunas crudas películas latinas de la época, de la anécdota policial. Declaraba Herman a El Comercio:
En el Perú hay muchos problemas interesantes que pueden ser dramatizados para la televisión. No solo en las capas más humildes sino también en la clase media. Por otra parte, contamos con ambientes interesantes como el puerto del Callao, el barrio chino y, naturalmente, los barrios marginales. Sin embargo, creo que lo fundamental no es el ambiente sino el hombre y la televisión es un excelente medio para penetrar en el alma humana. En este sentido, El socio es sólo un primer ensayo.34
La simplicidad y artificialidad de la escenografía de estudio complotaron contra el afán realista que solo tuvo un decorado original, un camión colocado en la puerta del canal. La Backus discernió con mejor cálculo sus ficciones realistas; para suceder a Bar Cristal, pidió al Cumpa Donayre y a Benjamín Cisneros preparar un Kid Cristal para el 4, historia de un boxeador del Rímac (el periodista y poeta Germán Carnero Roque) que conocía penas de amor, negocios turbios de la mafia y recompensas económicas.
Volviendo a Herman, hay que decir que si algo lo detuvo fue la crisis del canal que en el verano de 1960, antes de cumplir medio año en el aire, se hizo insostenible. La escasez de ventas en ningún momento había interrumpido el oneroso plan de producción en vivo. Las películas, un lote de lujo, se proyectaban todas las noches sin auspicios que pagaran su coste. El 4 había sido mucho más prudente y austero en sus inicios. El 9 murió pronto y la familia de El Comercio asegura que los petroleros de Estados Unidos instrumentaron un boicot publicitario replicando a las campañas nacionalistas del director Luis Miró Quesada de la Guerra.
Entró entonces en escena el socio minoritario, el canal 4, que apuró la liquidación para comprar luego un canal barato y sin personal. En marzo de 1960 desapareció el 9 de radio El Sol y en abril de 1962 reapareció otro canal 9, filial de América Televisión. Al mando estaba Nicanor González Jr., estimulado por su papá Nicanor y por su tío Antonio para que aprenda televisión.
Años de tanteo (1960-1965)
Casi sin darse cuenta, la televisión peruana saltó grandes brechas en sus primeros meses de vida. La tenencia de televisores había remontado largamente los 20 mil hogares que se calculaban para fines de 1959 y en la década naciente las cifras no harían más que variar sin descanso. El cinturón de miseria que sin apretar demasiado ya estaba claramente dibujado en torno a la capital, empezaba a lucir sus primeras antenas. Pero lo más importante para la televisión era que en esos hogares precarios, al igual que en los de clase media que pagaban a crédito su primer símbolo de progreso y en los de clase alta, que empezaban a tener serias dudas sobre el carácter exclusivo de su adquisición, los televidentes saciaran sus ansias de entretenimiento.
Al mediodía todo vale
Los telecasters, todos ellos experimentados radiodifusores, no se estaban planteando por primera vez la conquista del público plural, estaban aplicando al nuevo medio lo que les había enseñado la radio. Confinados primero a un reducido segmento de arriba, las primeras brechas por saltar fueron las de género, edad y ocupación. El bloque nocturno encontraba a los hogares completos y facilitaba la formación del “semicírculo familiar” en torno al aparato. Recién con la introducción del bloque meridiano y vespertino se buscaron atracciones específicas para dos segmentos caseros, las amas de casa y los niños.
Dos conceptos que primaban en la televisión norteamericana —la “programación vertical” y la “programación horizontal”— fueron rápidamente asimilados por los canales y los anunciantes locales. Los Delgado Parker, por ejemplo, tan pronto cubrieron en 1960 el espectro horario entre el mediodía y la medianoche, aprendieron a verticalizar su oferta: a las telenovelas para las mamás seguían dibujos animados para los nenes que llegaban del colegio, atracciones plurales en el prime-time y adulteces para terminar. Esa verticalidad se extendía a los cinco días útiles de la semana, consagrando la otra consigna, aquella de la “programación horizontal”.
Pero hagamos una mención aparte para nuestros mediodías que escaparon a estas rigidices hasta las reformas laborales de la década del setenta: siendo nuestra costumbre ocupacional el horario partido y el refrigerio largo a la europea, la televisión tuvo que alterar el modelo norteamericano, ceñido al horario corrido, para entretener a la clase media que almorzaba en casa. Así, el toque de trompeta de El Panamericano en el canal 13 (convertido en 5 desde 1965) y los graves compases del Claro de luna de Beethoven en el canal 4, presidieron por largo tiempo un “primetime chiquito” con números musicales, noticias, sketchs cómicos y telenovelas estelares. El show del mediodía en el 13, desde 1960 barajó las atracciones más diversas y desde diciembre de 1961 dio paso al programa emblemático de la televisión meridiana: El hit de la una, dirigido por Juan Silva y animado por Carlos Oneto, el locutor radial Fidel Ramírez Lazo y otros rostros de Panamericana; hasta que en 1964 entró para quedarse varias temporadas el chileno Enrique Maluenda, insistiendo en el filo musical y alternándolo con entrevistas de Pepe Ludmir, algunos juegos y secuencias varias. Silva, inquieto, también lanzó un espaciado Hit de la noche, no diario y extenuante como el conducido por un ceremonioso, pretendidamente gracioso, pero siempre en caja Maluenda. Recién en los ochenta las amas de casa quedaron en posesión del mediodía y tuvieron sus shows exclusivos.
Ni elitistas ni populistas
¿Hacia qué extremos empezó a tirar la naciente televisión, hacia el elitismo o el populismo, hacia los dos o hacia ninguno? Por la experiencia radial que había descubierto a los broadcasters una demanda amplia y generosa y por el futuro pluralista que, por obligación de su gran inversión, tenían en perspectiva, es de suponer que los telecasters evitarían cualquier sesgo elitista. Por supuesto que, temerosos de desairar a sus primeros consumidores oligarcas o, peor aún, de ver arqueadas algunas cejas ante demostraciones desenfadadas de gusto populachero, la televisión demoró la exploración a fondo de ciertos géneros de masas como el humor en sketchs, el concurso sin coartadas culturales o la misma telenovela. Sin lauros ni títulos propios, tuvo que prestarse prestigios ajenos. Pero esa inhibición no debe ser confundida con elitismo; por el contrario, es una manifestación, aunque represora, de pluralismo.
Mientras la falsa prudencia duró, algunos sectores de elite creyeron encontrar una televisión a su medida y salvo las protestas por los excesos de Daniel Muñoz de Baratta (el kitsch se lo toleraban; la procacidad y la obscenidad, jamás) y por las sesiones de rock’n’ roll (rencilla generacional pero no clasista), la desilusión al enterarse de que la televisión era para todos no los apartó de la pantalla. Se alejaron, sí, algunos intelectuales que habían creído que sus emisiones cultivadas —conversaciones con expertos, reminiscencias de la ciudad, teleteatros con textos de estirpe o, experimentaciones varias— estaban por encima del rating. El mismo desengaño que sufrieron en Estados Unidos. Los Paddy Chayefsky, Sidney Lumet o Delbert Mann, autores de la denominada edad de oro del drama televisivo fugados en los sesenta hacia el cine, lo sufrieron aquí Emilio Herman, Sebastián Salazar Bondy, César Miró y otros enrolados en el primer canal 9 que quebró, en parte, por su vena experimental.
Si algunos se desengañaban, otros se enganchaban: Alfonso Tealdo, periodista de categoría, ingresó al 13 y su entusiasmo con el debate y la entrevista televisiva duró bastante; Pablo de Madalengoitia encontró que el culturalismo, al menos como coartada o telón de fondo, era un ingrediente que la televisión pedía a gritos en sus años de tanteo; la Backus y Johnston tuvo que prestarse prestigio teatral para sus primeras producciones llamando a Ricardo Roca Rey y al elenco de la AAA, pero sus creativos Jorge “Cumpa” Donayre y Benjamín Cisneros sabían que sus argumentos tenían que ser pura idea original asequible a cualquier televidente. La International Petroleum Company (IPC), en el ojo de la tormenta nacionalista desatada en torno a la propiedad de los yacimientos de la Brea y Pariñas, intentó mejorar su imagen auspiciando en 1961 en canal 4 los reportajes de Tempus (el Perú de ayer y boy), producidos por Jorge Tovar, dirigidos por Chago García y presentados por Guillermo Lecca.35 La unidad móvil de América, y por extensión la “televisión entera”, se redimía de frivolidades y excesos al reportar en vivo las galerías del Museo de Arte o las catacumbas del convento de San Francisco. Filmes documentales completaban un paquete al que Cámara Pilsen (julio de 1962, canal 13), con auspiciador cervecero y autóctono, no tenía nada que envidiar. Animó Pablo de Madalengoitia y luego Elsiario Rueda Pinto, Mario Cavagnaro y Norma Belgrano. Las entrevistas se alternaron dinámicamente con los reportajes a temas y personajes y hasta hubo un segmento casi autoparódico, Las cosas de Cuchita, donde Cucha Salazar hablaba y reportaba con candor e impunidad. Pablo todavía pudo hacer un programa abiertamente culturalista —aunque efímero— en el refundado canal 5 y lo llamó La ciudad y el arte (junio de 1966). Eran 25 minutos sin tanda comercial, con el señor de la televisión repasando la agenda cultural y entrevistando a músicos, pintores, poetas y solemnes declamadores de poesía.
Para muchos entusiastas del “video” (eufemismo para la televisión de aquel entonces), en especial para los que animaban concursos y shows musicales, hubo desde los inicios un contacto valioso con el público de abajo. Las elites eran las que pagaban por ver pero el pueblo era el que ponía la emoción de auditorio en esos primeros años en que los espectadores parecían tan distantes y dispersos. El canal 13 mantuvo para programas de Pablo de Madalengoitia como Helene Curtis pregunta por 64 mil soles o Pablo y sus amigos la entrada libre del público (de hecho, buena parte de él, desprovisto de aparatos), tal como se acostumbraba en la radio. Por eso el animador cuenta: “No sentí ninguna diferencia abismal al pasar de la radio a la televisión”.36
Entonces, ¿tuvimos y tenemos una televisión populista? Digamos que se trata de una televisión plural y popular que, en muchos casos, se ha dirigido muy intencionadamente a los estratos pobres adquiriendo un marcado tinte populista. Sobre él podemos hacer el mismo comentario que hacen varios sociólogos y comunicadores brasileños37 sobre su imparable boom televisivo. Que en un mercado interno segmentado y reducido como el nuestro, con masas pauperizadas que, por lo tanto, tienen escasa capacidad de consumo, con estrategias de publicidad y de márketing que apelan principalmente a la solvencia de los estratos altos la televisión es populista más allá de lo mercantilmente necesario. Además, la política electoral, que no hace distingos sociales más allá de los 21 y luego 18 años, a partir de los cuales todos votan por igual, la empuja a ello. La ingente inversión publicitaria destinada a ella sería “pagada” por las elites y, secundariamente, por las masas. Las mayorías pagan poco de lo que se anuncia.
¿Por qué, entonces, ese constante afán de llegar hacia abajo? Las respuestas deberán trascender el cálculo mercantil y aludir a la naturaleza integradora de los medios de comunicación, a su vocación por servir de canal de infinitos mensajes; pero hay que insistir en el cálculo político. Los medios, en países subdesarrollados como el nuestro, suelen hacer un gran servicio a los gobiernos: colaborar a través de la comunicación en la integración y el desarrollo, tres conceptos inseparables en todas las teorías desarrollistas que entran en boga en los sesenta. La estabilidad del Ejecutivo será la estabilidad del medio; una televisión que entretenga a todos encontrará siempre un clima respirable. La “seguridad nacional”, el pretexto de legitimación de tantas dictaduras sudamericanas de los setenta reciclada por el gobierno de Fujimori en los noventa, demandó también la colaboración de los medios. Curiosamente, en el Perú, cuando tras los años de tanteo la televisión inició una carrera ascendente, el gobierno golpista de 1968 no intentó ninguna alianza con ella; por el contrario, la estatizó y frenó su impulso vital. El populismo por iniciativa privada se convirtió en inocuo dirigismo estatal. Pero esa ya es otra historia, volvamos sobre los primeros pasos.