Kitabı oku: «Las principales declaraciones precontractuales», sayfa 3
Teorías solidaristas
Una vez admitido el carácter limitado de la autonomía de la voluntad, y gracias a la influencia de las teorías sociales del derecho, comienzan a formularse las visiones solidaristas o altruistas de la autonomía de la voluntad, basadas en la necesidad de que el contrato no solo sirva a los intereses individuales, sino que satisfaga exigencias más generales y, en cierto sentido, armónicas con el interés general que subyace a la participación en una comunidad política.
El vínculo contractual dejó de ser considerado un campo de batalla donde los contratantes luchaban ferozmente por obtener el mayor beneficio, aunque ello supusiera sacrificar las legítimas expectativas de su contraparte, como lo pensaron los clásicos, para ser visto como un mecanismo que permite conciliar intereses individuales y encauzarlos hacia una finalidad común que es requerida para el mantenimiento de la sociedad60.
El contrato no es un enfrentamiento de intereses, sino una unión de intereses en torno a una finalidad común donde debe primar la simpatía y la sociabilidad61. De allí el calificativo de solidarista, usado para denotar que el contrato no se reduce a la voluntad, sino que el mismo es el nicho para que la solidaridad, la ayuda y el apoyo logren una relación justa entre las partes, con una fuerte intervención en los casos en que no se alcance tal cometido.
Son características de esta visión:
1. El contrato puede ser un instrumento de las políticas públicas: el contrato no puede considerarse un medio destinado exclusivamente a la satisfacción de intereses individuales o “egoístas”, ya que debe servir como instrumento de política pública para alcanzar finalidades que le interesan a la sociedad y que imponen la intervención estatal en la órbita individual62.
2. El interés público es un limitante legítimo del interés privado: si bien la voluntad individual es capaz de generar obligaciones, en virtud de la autodeterminación de intereses privados, también debe admitirse que existen otras obligaciones impuestas por la comunidad política (interés general), las cuales buscan proteger a los contratantes que se encuentran en situaciones de desigualdad o intervenir en vínculos contractuales de especial relevancia en el contexto social63. Esto se debe a que el capitalismo mostró que en muchos contratos una parte impone las condiciones negociales a las demás64, frente a lo cual el interés público tiene capacidad de injerencia para salvaguardar a todos aquellos que demandan o consumen el mismo bien o servicio, y dicha injerencia tiene como consecuencia que el contrato surtirá efectos que van más allá de lo pactado.
3. Interdependencia entre la voluntad individual y la general: la voluntad individual en manera alguna resulta sustituida por la voluntad general, pero entre ellas sí se teje una recíproca dependencia por la cual la primera encuentra límites en esta última, pues le impone “sacrificios” (cargas) que se estiman necesarios para el correcto funcionamiento de la sociedad65. Visiones más radicales consideraron que los efectos del contrato no podían depender de la voluntad de los sujetos, pues debían pasar por el tamiz de la solidaridad social66. En otras palabras, al margen de que el contrato pueda nacer de la voluntad de las partes, una vez se perfecciona se despersonaliza en sus consecuencias para admitir una estricta intervención en ellas que permita salvaguardar valores propios de la solidaridad social, la cual es condición para el correcto funcionamiento de la sociedad.
4. Carácter imperativo de la buena fe: la justicia debe estar inmersa en el contenido del contrato, en directa aplicación de deberes morales derivados del principio de buena fe67, de suerte que la equivalencia de las prestaciones, la prohibición del abuso de la posición contractual dominante, y el reconocimiento de límites derivados de la moral social son reglas de plena aplicación a los vínculos contractuales. Lo convenido no es “necesariamente” lo justo, como se propugnó en la teoría clásica, sino que lo justo deviene de un análisis extracontractual, el cual impone verificar aspectos morales propios de cualquier relación jurídica, tales como el tipo de relación que tienen las partes, la equivalencia de las prestaciones, el límite al ejercicio de los derechos, la exigencia de la buena fe y la finalidad socioeconómica del contrato68. El contenido del contrato, entonces, “se complementa con las directrices normativas de la autonomía, las cláusulas generales, el solidarismo contractual, las pautas de equilibrio, proporcionalidad, utilidad, exclusión del abuso y las obligaciones contiguas, sin reducirse estrictamente a lo escrito o acordado […]. El Estado puede establecer un contenido mínimo legalmente impuesto, por ius cogens”69.
5. Existencia de deberes derivados de la buena fe y la solidaridad: las obligaciones del contrato no se limitan a las expresamente pactadas por las partes, ni a las que se incorporan de forma natural para llenar los vacíos contractuales en virtud de normas supletivas de la voluntad, sino que existen otros deberes, derivados de la solidaridad y la buena fe, que resultan más importantes y decisivos que los anteriores, en tanto condicionan y facilitan la ejecución de aquellos70. Se encontraron deberes de cooperación, información, conservación, lealtad, etc. que son de obligatoria observancia y que garantizan la recta y adecuada ejecución del contrato, por lo que su inobservancia permitirá la intervención estatal para restablecer la finalidad del vínculo contractual. “Consagrar la libertad de contratar con la única exigencia de que ni el objeto, ni la causa de la obligación sean ilícitos, sería en realidad permitir la explotación del hombre, hecho que la moral reprueba […]. Para impedirla, la ley civil se esfuerza por asegurar por diferentes medios la lealtad del contrato”71.
6. Creación de instrumentos destinados a proteger la igualdad entre las partes: la mejor estrategia para proteger la solidaridad contractual es instaurar instrumentos que salvaguarden la igualdad de las partes, ya que al estar en un plano de equilibrio existe mayor probabilidad de que los acuerdos respondan a criterios de justicia. Dentro de tales institutos tiene especial relevancia la consagración de un fuerte catálogo de vicios del consentimiento, la prohibición del abuso de la posición contractual dominante y la interpretación contra proferente72. Versiones más modernas hablarán de la necesidad de una igualdad social, caracterizada por considerar la dignidad humana como base de cualquier proceso contractual, de suerte que el contrato sirva para hacer realidad el desarrollo de la personalidad individual y se impidan situaciones de abuso o explotación. Se busca alcanzar un equilibrio entre lo individual y lo social, cuyo punto de comienzo sea el respeto a la dignidad del otro, la cual no puede ser soslayada en virtud de pacto o convenio alguno73.
El solidarismo sigue irrigando el contrato y, en cierta medida, es la base de muchas de las instituciones que actualmente han penetrado la concepción clásica del contrato para actualizarla y permitir que responda a las necesidades de una sociedad masificada y despersonalizada. Aquí encontramos la raíz más fuerte de la objetividad contractual o la teoría objetiva del contrato, la cual servirá de base para superar muchas de las dificultades del proceso de formación del contrato basado en concepciones subjetivas, como se explicará en los siguientes capítulos de este trabajo.
Teorías críticas
De forma paralela al solidarismo, se desarrollan teorías que propugnaron porque la autonomía de la voluntad se considerara no solo a partir de la intención del interesado, sino incluyendo el contexto de su manifestación, de suerte que se tengan en cuenta las consecuencias del querer en el caso en concreto y los factores que influyen en él.
La voluntad, entonces, no es una mera manifestación interior, sino que está condicionada o conducida por factores exógenos, los cuales son realmente la base del contrato, por lo que debe suprimirse el primero de los conceptos y buscar su sustitución por uno más adecuado al campo económico o social en que se inserta y que dé real cuenta de la fuente del vínculo negocial (la necesidad, la pasión, el poder, etc.)74.
El autor Eduardo Hernando Nieto, citando a Ferdinand Tönnies, sostiene que
las sociedades modernas son fruto del contrato mientras que las comunidades antiguas lo eran del estatus […]. Así pues, si la modernidad no era otra cosa que la aparición de la autonomía individual y del sujeto de poder, entonces se entendía fácilmente el nexo con el derecho civil, esto es, con el derecho de la ciudad y con las relaciones que nacían dentro del espacio en el que se ligaban a las cosas con las personas y tampoco podía dejarse de lado el hecho de que el contrato también era el elemento central del mercado y la economía capitalista, en tanto que sus obligaciones emanaban del libre consentimiento, esto es, de la elección… los miembros de los estudios de crítica legal reconocían esta realidad de la modernidad, discrepaban abiertamente de las bondades y ventajas del nuevo ordenamiento legal […]. En este sentido, se entendía que el derecho moderno encarnaba a la razón en tanto que el poder representaba lo irracional y lo que se mueve por las emociones, valores o pasiones”75.
Dentro de toda la variedad de las teorías críticas, podemos encontrar los siguientes planteamientos comunes:
1. El contrato es un instrumento de poder: los críticos piensan que el establecimiento de relaciones contractuales es un mecanismo del cual se vale el poder para imponer políticas sociales a personas que se han visto vinculadas muchas veces sin voluntad de hacerlo, o con una voluntad diferente a la pretendida por la regulación. Es que el contrato pocas veces se origina en un explícito acuerdo de voluntades, ya que en muchos casos deviene de una imposición, y en ambos casos, las consideraciones de justicia y política pública priman sobre las reales implicaciones del acuerdo. Néstor de Buen Lozano, por ejemplo, al explicar la influencia de la escuela solidarista y del marxismo en el contrato, señala que “el concepto de libertad y de derecho subjetivo, ceden su lugar a la función social. El hombre ya no es libre de no hacer nada. Debe ejercitar su derecho para cumplir la meta suprema del mismo que es el beneficio común […]. Su libertad cede frente al interés colectivo”76.
2. Irresoluble indefinición del contrato: su fundamento no se encuentra en la voluntad, como se ha querido mostrar, sino que obedece a condicionamientos extracontractuales que definen su contenido y permiten su utilización para fines que las partes desconocen, o carecen de conciencia para comprender. Por ejemplo, Duncan Kennedy había puesto sobre el tapete el hecho de que el exacerbado individualismo que sustentaba las reglas contractuales se encuentra en una irremediable contradicción con la visión altruista del derecho, sin que el juez pueda superar esta disyuntiva, sino simplemente inclinarse por una de ellas77, lo que evidencia la debilidad del concepto y su contradicción interna imposible de superar78.
3. Agotamiento del concepto de contrato: el término “contrato” debe ser sustituido por uno que realmente refleje el contenido de los vínculos contractuales, ya que el contrato dejó de ser expresión de la voluntad para obedecer a otras variables, como relaciones reglamentarias, vínculos de adhesión, negocios por necesidad o forzosos, etc. Fenómenos como la despersonalización de las relaciones económicas, la automatización de la contratación, la proliferación de posiciones contractuales dominantes, y la supresión del periodo de negociación del contrato ponen de presente que el contrato no es reflejo de un querer manifiesto de autorregularse, sino expresión de meras necesidades, condicionamientos o imposiciones79. El contrato no nacerá por el acuerdo de voluntades, sino que dependerá de mandatos regulatorios o simple satisfacción de necesidades. Citando in extenso a Néstor de Buen Lozano, después de analizar con detenimiento cómo el contrato se ha sometido a diferentes injerencias, él concluye que:
Etimológica y jurídicamente el contrato es, sobre todas las cosas, un acuerdo espontáneo de voluntades, y donde no existe ese acuerdo, no puede hablarse de contrato […]. Se explica esta decadencia en función de que el sustratum para la vida del contrato, se ha disgregado. El liberalismo, como fenómeno político, económico y jurídico, está dejando su lugar a una tendencia social que exige su propio lenguaje jurídico. De ahí que sea sorprendente encontrar en las legislaciones socialistas, una terminología totalmente inadecuada […]. ¿Cuál será el destino del contrato? Radbruch ha dicho que todo régimen social, cualquiera que sea la tendencia en que se sustente, deja un margen, en ocasiones muy reducido, al juego de la libertad de los hombres. El contrato, figura predominantemente liberal, deberá vivir en ese ámbito pequeño que la sociedad actual deja a la libertad humana. Después de haber sido considerado, inclusive, como el acto creador del estado, cuando en el siglo XVIII Juan Jacobo Rousseau dio forma a la figura del contrato social, el contrato se ha visto convertido, y lo será aún más, según el paso del tiempo, en un modesto instrumento del derecho y, tal vez en un futuro inmediato, solamente en una reliquia histórica.80
4. Inexistencia de igualdad entre las partes: los vínculos contractuales no se forman y mucho menos se ejecutan en virtud de la libertad individual, pues cuando se está en presencia de relaciones “no paritarias”, esto es, aquellas en las que una parte tiene un poder de imposición, realmente responden a la diferencia de poderes y a la victoria que este tiene sobre su contraparte. El contrato, más que el campo en el cual se concilian intereses contrapuestos para lograr una finalidad común es un lugar deshumanizado donde uno de los contratantes busca imponerse sobre el otro, logrando el mayor beneficio, aunque ello suponga el aprovechamiento de los demás, lo que se maximiza en los eventos de posiciones contractuales dominantes, pues la parte fuerte tomará ventaja de su condición para lograr los mayores beneficios81.
Reinterpretación del concepto de autonomía de la voluntad
La coexistencia de las teorías racionalistas clásicas, normativistas, solidaristas y críticas llevó a replantear el concepto de autonomía de voluntad, el cual se mostró insuficiente para comprender el sustrato último del contrato, pues es claro que a partir de la intervención estatal esta figura dejó de ser expresión exclusiva de los contratantes, para convertirse en una mixtura entre autorregulación e imposición normativa o moral, que en sí misma se contrapone a un señorío sobre su patrimonio.
La crítica a la noción de autonomía de la voluntad no se hizo esperar82. ¿Qué es lo autónomo? No es la voluntad sino el sujeto que expresa su querer; “querer” que se encuentra inserto en un contexto que lo condiciona e influye. ¿Qué es la voluntad? Es el simple reflejo de algo que se desea o necesita; sin embargo, en sociedades industrializadas, despersonalizadas y con mercados masivos, los sujetos actúan movidos por deseos socialmente impuestos y que no obedecen a una racionalidad individual, por lo que mal podría pensarse que existe autonomía83, como sucede con los contratos forzosos o los vínculos de adhesión, no obstante, lo cual siguen considerándose verdaderos contratos.
La primera solución a estas críticas fue complementar la expresión “autonomía de la voluntad” con las de “autonomía privada” o “autonomía individual”, las cuales simplemente fueron utilizadas como sinónimos, para indicar que el sujeto es el que posee la facultad de autorregular sus intereses a través de manifestaciones de su querer (de su libertad)84. Así, se quita relevancia al concepto de “voluntad” y se deja vislumbrar que el sujeto no necesariamente se mueve por decisiones racionales individuales, sino que pueden concurrir en su interior otros elementos (condicionamiento o necesidades), que le exceden pero que en manera alguna impiden la configuración de vínculos contractuales de obligatoria observancia.
Ya no interesará el acuerdo, entendido como la concordancia de voluntades de los contratantes, sino el nacimiento de obligaciones en virtud de la configuración de un contrato, el cual puede nacer de comportamientos, manifestaciones, necesidades, etc., siempre que estas se originen en una decisión individual de querer hacerlo85. La autonomía privada busca superar la idea de la prevalencia del querer subjetivo, en tanto lo relevante no es la voluntad, sino la declaración o exteriorización, la cual es fundamental para que el contrato nazca a la vida jurídica86.
La segunda solución consistió en asentar la autonomía individual en el concepto de libertad, entendida como una potencialidad para contratar o no hacerlo, la cual se hacía evidente al momento en que había una exteriorización del deseo interno en orden a producir consecuencias jurídicas87. La libertad se vuelve el sustrato de la autonomía, en el sentido de que aquella es la potencialidad para contratar y la autonomía es la potestad de configurar los vínculos contractuales88. La libertad permitirá celebrar o no contratos, mientras que la autonomía será la que determine el contenido y la forma de los contratos89.
Para que el contrato nazca a la vida jurídica bastará la libertad, aunque la autonomía se encuentra reducida o intervenida, salvaguardándose así el fundamento básico de las teorías subjetivas: que siempre se requiere una exteriorización de un querer para que el contrato nazca a la vida jurídica. Esto porque “el derecho de este siglo ha ido disminuyendo cada vez más el poder de la voluntad […], pese a esas leyes restrictivas, la autonomía de la voluntad sigue siendo el resorte que mueve el derecho privado, es la expresión de la personalidad humana y no podrá, en consecuencia, desaparecer jamás”90.
Así comienza un lento y continuo proceso que busca insertar el concepto autonomía de la voluntad dentro de uno más comprensivo denominado libertad de contratación91, bajo la consideración de que, en sociedades contemporáneas, no es posible sostener, como se hizo en el período de la Revolución francesa, que los sujetos cuentan con plena libertad de estipular todas las reglas que regirán su relación, sino que en muchos casos se entenderá que existe libertad cuando se tiene la potestad de decidir si se contrata o no, aunque ello suponga consentir para someterse a las reglas que son dispuestas por el otro contratante a través de contratos predispuestos92.
Al admitirse la existencia de contratos predispuestos, en los cuales el adherente o aceptante se limita a consentir en lo que la contraparte ha determinado, es claro que bastará con esta potestad de aceptar o no para entender que existe voluntad contractual, al margen de que se carezca de otros atributos como la potestad de definir el contenido contractual o escoger el tipo contractual93. Señala el tratadista Pietro Rescigno:
La producción masiva conduce a una sustancial falta de libertad contractual, en el sentido de libre determinación del contenido, también por fuera de los contratos concluidos mediante módulos y formularios y de las condiciones generales del contrato; y comporta falta de libertad no solo en el nivel del consumidor que es alcanzado por los productores en la última fase de la distribución. Es una constatación antigua aquella según la cual la autonomía contractual, en la plenitud de sus modos de manifestarse, es hipótesis de escuela. Aun si se la reduce a los aspectos de la libertad de contratar (el si estipular o no) y de la libertad de determinar el contenido del contrato, la actual fenomenología del contrato presenta una vastísima gama de figuras respecto de las cuales se advierte el distanciamiento de la idea tradicional de la autonomía negocial y sin embargo se considera que el nombre (y, en cierta medida, la disciplina) todavía tiene razón de utilizarse.94
Por ello, compilaciones contemporáneas en materia contractual, como son los Principios de la Unidroit sobre Contratos Comerciales Internacionales –que si bien no constituyen regulaciones en sentido estricto, sí son parte de la lex mercatoria internacional95– evitan hacer referencia a la autonomía de la voluntad y acogen el principio de libertad de contratación, según el cual las partes se encuentran dotadas de la libertad para celebrar o no los contratos y, consecuentemente, establecer su contenido. En el comentario oficial de esta compilación se advierte que “los comerciantes gozan del derecho a decidir libremente a quién ofrecer sus mercaderías o servicios y por quién quieren ser abastecidos, también tienen libertad para acordar los términos de cada una de sus operaciones”96.
En el mismo sentido, el artículo 1.102 de los Principios del Derecho Europeo de Contratos (Principios Lando) utiliza la expresión “libertad de contratación” para referirse a la potestad que tienen las partes de dar vida jurídica a contratos y determinar su contenido97, evitándose utilizar la locución “autonomía de la voluntad”, por las implicaciones negativas que de ella podían derivarse. Al respecto, explica el profesor Luis Díez-Picazo:
No es inoportuno llamar la atención sobre la terminología. Libertad contractual o libertad de contratar, nos resulta indiscutiblemente familiar, pero entre nosotros comparte el ámbito de discusión con la idea de autonomía de la voluntad o autonomía privada. Parece, lógicamente, que una y otra regla sean perfectamente compatibles, porque libertad contractual no es solo libertad, sino que es libertad para ejercer la autonomía o, dicho de otro modo, libertad para perder la libertad quedando la persona vinculada mediante la creación de obligaciones. Sin embargo, la idea de autonomía, sobre todo cuando se habla, como era frecuente en la doctrina francesa y entre nosotros, de autonomía de la voluntad, se encontraba teñida por una gran dosis de voluntarismo jurídico, procedente, como tantas otras cosas según hemos dicho ya, de las doctrinas del Derecho natural racionalista que acostumbran a presentar al contrato como la obra a la vez maravillosa y un poco mística de la voluntad de las partes. En este sentido, parece preferible la idea de libertad contractual.98
Más aún, el Código de los Contratos de la Academia Iusprivatista Europea (Código de Pavía, artículo 2), si bien utiliza la expresión “autonomía”, no se refiere a la voluntad individual, sino a la libertad para determinar el contenido de los contratos dentro de los límites impuestos por el orden público y las buenas costumbres, denominándola “autonomía contractual”.
Es de advertir que las tres compilaciones antes referidas (Principios Unidroit, Principios Lando y Código de Pavía) representan la doctrina más autorizada y moderna sobre la materia contractual internacional99, por lo que no puede pasarse por alto que todas pretendan superar de forma definitiva la “autonomía de la voluntad” para dar paso a un concepto más expresivo de la contratación contemporánea, como es la existencia de una libertad que puede ser reducida o ampliada dependiendo del ámbito de aplicación100, dando así un claro mensaje sobre los rasgos de un nuevo derecho contractual lo suficientemente flexible y adecuado a las necesidades de nuestra sociedad actual101.
Pero ¿qué es la libertad de contratación? En una dimensión integral comprende cinco diferentes libertades102, a saber:
•Libertad de contratar. Se trata de la potestad de determinar si se desea o no celebrar el contrato, si se desea o no dar origen al vínculo negocial. Es la más básica de todas las libertades y fuente de la autonomía privada, pues es el único espacio que no puede ser intervenido por el Estado para imponer la celebración de vínculos contractuales103, salvo en casos realmente excepcionales, como sucede en materia de servicios públicos básicos.
•Libertad de selección. Se refiere a la posibilidad de establecer el sujeto con el cual se contratará y, por ende, a quién se obligue en virtud del vínculo negocial. La regla general es la libre selección, empero esta encuentra límites cuando se trata de contratos forzosos o cuando se vulneran mandatos fundamentales como la igualdad, por incurrir en una práctica discriminatoria104.
•Libertad de determinación del tipo contractual. Es la potencialidad de seleccionar, del catálogo de tipos contractuales dispuesto por el legislador, aquel que mejor se ajuste a las necesidades de las partes y les permita satisfacer sus intereses socioeconómicos. Es usual que corresponda a los contratantes determinar el modelo contractual que les resulte más conveniente, sin embargo, ello encuentra sus límites en materia de contratos normados o sujetos a normas imperativas105.
•Libertad de modificación del tipo contractual. Potencialidad de pactar reglas que difieren del modelo dispuesto por el regulador, como normas supletivas de la voluntad, siempre que estas no constituyan una práctica abusiva o desnaturalicen la finalidad del contrato106.
•Y Libertad de creación de nuevos tipos contractuales. Se trata de la capacidad de acordar obligaciones en un esquema contractual no previsto por el legislador, sino que obedece a las necesidades de las partes y los intereses que pretenden satisfacer107.
La libertad contractual es, entonces, la potestad de la cual se inviste a los sujetos para determinar si celebran o no contratos, precisar la contraparte, establecer el tipo contractual, definir su contenido y, de ser el caso, crear nuevos tipos. En el caso concreto bastará que se presente por lo menos una de estas facultades para considerar que existe libertad contractual, sin que se requiera la presencia de todas ellas. Por ello, es contrato tanto el negocio celebrado entre consumidores que están en un plano de igualdad y definen todos sus elementos libremente (plenitud de libertad), como los contratos forzosos donde la única posibilidad que tiene el predisponente es modificar los elementos esenciales del negocio que son predefinidos por las normas imperativas (libertad de modificación).
Al reconocerse este carácter de libertad, se recordó que la autonomía de la voluntad podía ser entendida como un verdadero derecho fundamental, cuyas raíces realmente se encuentran en el reconocimiento de la libertad de autodeterminación consagrada en instrumentos internacionales como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (numeral iv)108 y la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículos 3109 y 6110). “En esta perspectiva, se considera que la libertad es anterior a la constitución misma del Estado, y que en la carta constituyente se ha plasmado la libertad de autodeterminación como un derecho fundamental del individuo”111.
Teniendo en cuenta lo presentado en este capítulo, surge la pregunta acerca de cuál es la base de la formación del contrato. Conforme a las teorías expuestas, los vínculos contractuales únicamente pueden nacer de un acto de libertad individual, el cual ha tenido un progresivo proceso de reducción:
1. Para los racionalistas la voluntad debe ser plena, por lo que la esencia del contrato está en el consentimiento pleno de las partes al contratar, solo limitado en casos excepcionales expresamente señalados en la ley.
2. Para los normativistas la voluntad está inserta en una pirámide normativa, donde la ley es el marco de la autonomía de los sujetos, de donde estos solo podrán hacer aquello autorizado por la ley.
3. Para los solidaristas la voluntad debe estar al servicio del bien común, donde encuentra su límite y finalidad, por lo que se encuentra limitada de forma general cuando deba protegerse un interés socialmente deseable.
4. Para los contemporáneos existirá libertad contractual siempre que, en cada caso concreto, el sujeto pueda hacer uso de por lo menos una de las libertades que la componen: de contratar o no, de selección del contratante, de determinación del tipo de contrato, de modificación del tipo y de creación de nuevos tipos.
Pasamos de un esquema de la mayor amplitud, donde los límites eran excepcionales y la libertad era total, a uno de completa reducción, que admite todo tipo de intervenciones o injerencias, sin que se llegue al extremo de suprimirse la voluntad, como lo pretendían algunos críticos, pues en todos los eventos se requiere de una manifestación del querer expresada en el ejercicio de una libertad individual. Por ello, estas teorías se conocieron con el rótulo de “subjetivas” en tanto ponen el acento en la “representación mental existente al concluir el negocio”112 sobre cualquier otra consideración, pues en este momento es en el que surge la autorregulación de intereses privados.
La razón de esto es que el querer, como ingrediente psicológico del contrato, está vinculado con el pensamiento de su titular, por lo que debe darse mayor peso al contenido (la voluntad) sobre el continente (la forma en que se revela)113, donde lo fundamental estará dado por el descubrimiento de la voluntad de las partes que realmente dio lugar al acuerdo de voluntades originador del contrato114.
¿Desaparecerá la voluntad? En su concepción racionalista no tiene otro futuro, pero en su dimensión de la autonomía contractual no desaparecerá, pues siempre se requerirá que los sujetos tengan un mínimo de autonomía para entender que son libres de ejercer su derecho a disponer de sus bienes o fuerza de trabajo. Empero, cada día se reducirá más el espacio de esa libertad, pues de otra forma no se podrán explicar fenómenos como los contratos de adhesión, los contratos forzosos, los contratos normados, los contratos formulario, etc., los cuales desafían permanentemente la idea de una plena voluntad y se conforman con un “mínimo” de libertad.