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Teoría subjetiva: recepción en Colombia

La doctrina nacional tiene como piso común el reconocimiento de la autonomía de la voluntad como elemento clave para el entendimiento del contrato y su formación115, en el sentido de que los vínculos contractuales nacen a la vida jurídica cuando confluye la voluntad de cada uno de los interesados, sin perjuicio de la admisión de límites propios del intervencionismo estatal, sobre todo en el campo económico y por razones sociales116.

Así, en el año 1926 Carlos Pareja sostenía que “los romanos entendían por consentimiento el acuerdo de las partes en la proposición que una de ellas hacia a la otra; este concepto se deduce de la definición de convención: acuerdo de varias voluntades para un mismo fin jurídico”, forma de comprender el contrato que consideraba aplicable a nuestro derecho a partir de una lectura armónica de las normas del Código Civil117. El contrato, entonces, solo podía derivarse de la autonomía de la voluntad de los sujetos que libremente llegaran a un consenso sobre los extremos negociales.

En el mismo sentido, Antonio Rocha aseveró que el consentimiento es la fuente de obligaciones, en cuanto que la voluntad es un elemento necesario para dar nacimiento al contrato, pues “no hay contrato si no ha habido un previo acuerdo de voluntades o si cada una de las partes no ha dado su asentimiento a un reglamento o una norma preestablecida”118.

De forma aún más directa, Juan Camargo, en 1919, señalaba que “siendo el consentimiento el acuerdo de las voluntades sobre un mismo fin, es claro que habrá consentimiento perfecto desde el instante en que realmente y sin llegar a duda las voluntades concurran; cuando coexistan la oferta y la aceptación; cuando hay querer recíproco de las partes sobre el objeto de la prestación”119. Tendencia que se mantiene en la obra de Álvaro Pérez Vives, quien aseveró que todo acto jurídico se inicia con una oferta y solo engendrará una situación jurídica concreta con la aceptación120, pues en este momento se configura el consentimiento base de la relación negocial.

Luis Enrique Cuervo, en 1929, enseñaba que la fuerza obligatoria de los contratos derivaba de nuestro deber de actuar con justicia frente a los demás y, por tanto, no ocasionarles ningún daño, lo que exige que una vez haya un acuerdo sobre un negocio las partes deben abstenerse de incumplirlo y subordinarse a aquello que hubieren consentido121.

La doctrina nacional clásica tomó como fundamento la visión subjetiva, pues puso a la voluntad como eje del contrato, bajo la consideración de que esta era indispensable para que el negocio jurídico naciera a la vida jurídica en el momento en que ambas partes, de forma libre y sin mayores injerencias que las derivadas del orden público, manifestaran su querer a través de una oferta y su correlativa aceptación. Sin voluntad se descarta cualquier forma contractual, pues la autorregulación de intereses supone un acto individual que solo puede provenir del poder jurigéneo reconocido a los sujetos.

Consideraciones similares se encuentran en autores recientes, tales como Jesús Ángel Linares Vesga, para quien el contrato es fruto de la autonomía de la voluntad y, en virtud de ella, las partes se subordinan a lo pactado libremente, una vez convergen una oferta y una aceptación122.

El autor Antonio Bohórquez Orduz rechaza, por ejemplo, la posibilidad de que un contrato se forme a partir de comportamientos, porque “existen relaciones jurídicas surgidas de los hechos, similares a ciertos contratos, pero sin que lleguen a configurarse como tales, pues no hay una específica y clara disposición de intereses en el sentido que los contratantes suelen emplear”123, salvaguardando así el peso de la autonomía de la voluntad como base del contrato.

El profesor Miguel Betancourt Rey precisó que la autonomía de la voluntad es una facultad que se otorga a los particulares para autorregularse, siendo el elemento “más esencial” del contrato. Sin embargo, advirtió que “a impulso de las ideas socialistas, el legislador introduce cada vez mayores límites a la autonomía. Pero en todo caso, no pudiéndose prescindirse de la autonomía ni siquiera en los regímenes socialistas, esta se mantiene como el principio más elemental del derecho privado”124.

El doctrinante Guillermo Ospina Fernández confirma esta tendencia al aseverar que el contrato es “el concurso real de las voluntades de dos o más personas encaminado a la creación de obligaciones. Esta fuente es, pues, un acto jurídico típico y caracterizado, puesto que sus efectos se producen debido a la voluntad de los agentes”125. Advierte que la autonomía de la voluntad es de la mayor aplicación en materia contractual, pues consiste en la atribución otorgada a los particulares para que puedan crear relaciones jurídicas a través del encuentro de voluntades de los contratantes para imponerse restricciones jurídicas y facultades correlativas126.

Jorge Suescún Melo propugna por el reconocimiento de la autonomía privada pero basado en el correcto entendimiento de que su fuerza jurigénea “no proviene de la voluntad de los contratantes sino del reconocimiento que les hace el ordenamiento jurídico”127, en tanto la doctrina clásica racionalista desconoció que en el Estado se originan todos los derechos subjetivos, incluyendo el de contratar.

José Manuel Gual Acosta parece fundir en un mismo concepto la autonomía de la voluntad con la libertad contractual, pues entiende que esta última equivale al poder de establecer la ley del contrato en el caso concreto, advirtiendo que, en todo caso, existen medidas de protección que limitan esa libertad128. William Namén Vargas es directo en referirse a la libertad de contratar integrada por las cinco libertades a que hace referencia la doctrina internacional, advirtiendo que en cada una de ellas se encuentran diferentes limitaciones derivadas de razones de interés público129.

Pero es que no podría ser de otra forma, pues el legislador patrio acogió, en el Código Civil (legislación nacional desde el año de 1887), la fórmula sacramental según la cual “las obligaciones nacen […] del concurso real de las voluntades de dos o más personas” (Código Civil, artículo 1494), dando así una evidente prevalencia a la autonomía de la voluntad como requisito indispensable para el nacimiento a la vida jurídica de los contratos, a través del procedimiento de la confluencia de la oferta y la aceptación130.

Esta posición claramente se encuentra reconocida en el artículo 1502 del Código Civil, el cual prescribe que “para que una persona se obligue a otra por un acto o declaración de voluntad, es necesario que consienta en dicho acto y declaración”, denotando con ello que la autonomía de la voluntad es la base del contrato y fundamento para que puedan obligarse las personas.

El Código de Comercio de 1971 confirmó esta visión al remitir al Código Civil en lo relativo a la formación de los contratos (artículo 822) e insistir en que el “contrato es un acuerdo de dos o más partes para constituir, regular o extinguir entre ellas una relación jurídica patrimonial” (artículo 864).

Por ello, ante la claridad del sistema regulatorio los autores nacionales simplemente adhirieron, muchas de veces de forma acrítica, a la teoría subjetiva del contrato, manifestada en el férreo respeto a la autonomía de la voluntad; pero ¿a cuál de sus versiones? La doctrina ha recurrido a todas las versiones. Desde quienes omiten suministrar datos precisos (Juan Camargo), hasta quienes defienden el racionalismo francés (Ángel Linares), el normativismo kelseniano (Jorge Suescún Melo), la solidarista (Luis Enrique Cuervo, Miguel Betancourt Rey y, en cierto sentido, Guillermo Ospina) y la libertad contractual (William Namén Vargas y José Manuel Gual Acosta).

Sin embargo, en todos los casos es un punto coincidente el reconocimiento de la autonomía de la voluntad sujeta a los límites del orden público y la moral social, como se infiere de una interpretación literal y sistemática de los mandatos aplicables a la materia, entre otros, los artículos 16, 1518, 1523, 1524, 1741 y 1742 del Código Civil, en concordancia con los artículos 105, 143, 824, 846 y 899 del Código de Comercio; los cuales son unánimes en reconocer que la voluntad es la base del contrato, siempre que esta se avenga con el orden público, la moral social y las buenas costumbres131.

Lamentablemente, nuestra regulación permaneció siendo tributaria de la teoría racionalista, con influencias del solidarismo, sin que se observara una evolución que era necesaria en virtud del cambio en el modelo contractual, amén de la evolución del sistema económico. Nuestros códigos Civil y de Comercio no tienen en cuenta la masificación de las relaciones económicas, la producción automatizada y robotizada, las nuevas formas de colocación de bienes y servicios, y la tecnificación de los objetos negociados, que en cierta medida llevan a que el contrato no sea expresión de un libre y voluntario cambio de voluntades, sino que es un instrumento que puede esconder una explotación de la parte contractual débil132.

Contemporáneamente, encontramos una tendencia que reconoce importancia a las nuevas realidades contractuales, para reclamar una revisión de las tendencias clásicas que logre una mejor explicación de los vínculos contractuales, pues la voluntad no tiene el papel que quiso reconocérsele desde el racionalismo, y menos aún es la base del contrato. Por ejemplo, doctrinantes como Arturo Valencia Zea y Álvaro Ortiz Monsalve, años atrás, advertían sobre la existencia de dos procedimientos diferentes de formación del contrato: el instantáneo y el sucesivo, reclamando reglas especiales para cada uno de ellos133, aunque omitiendo, lamentablemente, el realizar un desarrollo completo del tema.

Jaime Alberto Arrubla Paucar advierte que el concepto de autonomía de la voluntad de corte racionalista no tiene asidero en una economía como la actual, siendo necesario adecuarlo a la realidad134. Similar apreciación efectúa Jorge Suescún Melo, para quien se puede hablar de una verdadera crisis de la autonomía de la voluntad, pues las bases sobre las cuales se construyó y asentó este concepto, como son la igualdad y la libertad, no tienen el mismo alcance en una economía de mercado caracterizada por la existencia de posiciones contractuales dominantes y contratos de adhesión.

Autores más categóricos, como Alejandro Duque Pérez, proponen una revisión del concepto de contrato para indicar que el mismo no puede limitarse a ser expresión de la voluntad, sino que al lado de esta debe reconocerse la adecuada satisfacción de las necesidades sociales connaturales al mismo, “siendo la suma de estas dos condiciones la que constituye el supuesto normativo que habrá de realizarse para el perfeccionamiento del contrato y consecuentemente la creación de normas particulares y concretas cuya fuente formal sea este”135.

De forma concordante, Fredy Andrei Herrera Osorio habla de la necesidad de una nueva noción de contrato contemporáneo, asentado en una balanza entre los conceptos de libertad de contratación y justicia contractual, “con una pérdida de importancia de la autonomía privada, para entrar a proteger a ciertas personas que se encuentran en una situación de desventaja frente a su contraparte, como sucede con los consumidores”136.

EL CONTRATO CONTEMPORÁNEO Y LA OBJETIVIDAD

La teoría contemporánea del contrato impone ir más allá del querer para admitir que los vínculos contractuales también se nutren de las expectativas razonables que las partes ponen en su contraparte. Por ello, debe considerarse el contexto social que los rodea, de suerte que el contrato esté abierto a la finalidad socioeconómica que debe satisfacer, aunque ello suponga morigerar la voluntad que le sirve de base y mirar los efectos que en la sociedad debe cumplir. Esta pretensión, no obstante, es incompatible con el entendimiento clásico del contrato, que le brinda más importancia a la voluntad que a su declaración.

En tal sentido, la teoría objetiva del negocio jurídico, que se enfoca en la declaración de la voluntad, permite alcanzar aquel objetivo de reducir la importancia de la voluntad en aras de alcanzar los fines sociales del contrato. Por ello, en el presente apartado se desarrollará la teoría objetiva del contrato y su aplicación y alcance en el derecho contemporáneo.

No debe olvidarse que la voluntad tiene un nuevo alcance en nuestros días y se encuentra en claro proceso de reducción. Para el predisponente de un contrato, por ejemplo, su voluntad carece de la proyección necesaria para determinar la persona con quien entablará sus vínculos contractuales, ya que, ante la masividad, no le es dable controlar la persona que finalmente aceptará su propuesta. Adicionalmente, para el adherente su voluntad se limita a la facultad de aceptar o rechazar las condiciones impuestas por el productor o proveedor137; más aún, ante la necesidad de un bien o servicio, carece de autonomía para decidir sobre la celebración del negocio jurídico, sin que por ello pueda concluirse que no nació a la vida jurídica138.

Esta nueva realidad nos lleva a la admisión de la teoría objetiva del contrato, particularmente para los contratos no paritarios139, en donde la autonomía de la voluntad tiene un contenido más reducido y se hace necesario acudir a la protección de la confianza del otro contratante para atribuir eficacia a las actuaciones que se hacen reconocibles a terceros140.

Al respecto, José Luis Monereo Pérez señala:

La posibilidad de dos o más personas de quedar jurídicamente obligadas por su propia iniciativa significa el reconocimiento del poder creador de la autonomía de la voluntad. Ese paradigma de libertad se rompe en los abundantes supuestos en que expresamente el esquema contractual se construye sobre una diversa posición de los sujetos contratantes […], en estos casos no existe propiamente negociación ni equilibrio de intereses entre los particulares, debido a la existencia de condiciones impuestas por el contratante más fuerte. Estas situaciones imponen, desde imperativos del constitucionalismo económico y social, el señalamiento de límites a la libertad de contratación.141

El debilitamiento de la autonomía de la voluntad solo puede ser compensado con el hecho de que las conductas o comportamientos de un sujeto deben ser ponderados de forma objetiva y sin miramientos a la intencionalidad, para atribuirles una calificación jurídica, de suerte que la formación, definición de contenidos y extinción de vínculos jurídicos no esté en manos de decisiones individuales caprichosas sino de la evaluación ponderada que de ellos hace la sociedad142.

Ya el tratadista Hans Kelsen había advertido que la creación de un vínculo negocial puede lograrse aún contra la voluntad del oferente143, denotando con ello que la base del contrato no puede afincarse exclusivamente en el acuerdo de voluntades, pues en algunas ocasiones el oferente se encuentra atado por la confianza depositada en su comportamiento.

En similar sentido, Karl Larenz sostiene que cualquier negocio jurídico tiene una “base objetiva, [esto es, el] conjunto de circunstancias cuya existencia o persistencia presupone debidamente el contrato –sépanlo o no los contratantes–, ya que, de no ser así, no se lograría el fin del contrato, el propósito de las partes contratantes y la subsistencia del contrato no tendría ‘sentido, fin u objetivo’”144.

El insigne tratadista Massimo Bianca señala:

La superación del llamado dogma de la voluntad es hoy un hecho cumplido en el terreno del derecho positivo. La disciplina legislativa del contrato no hace depender la relevancia jurídica del acto de la realidad de la voluntad interna de las partes. El contrato no se valora como un fenómeno síquico, sino como un fenómeno social, esto es, que lo que importa es el valor objetivo que este fenómeno adquiera como acto de decisión mediante el cual las partes constituyen, extinguen o modifican una relación patrimonial.145

En el mismo sentido, el teórico del derecho François Ost, al referirse a la revalorización del período contractual, asevera que el contrato ha cambiado su centro de gravedad hacia elementos más objetivos, realistas e institucionales, donde la fuerza obligatoria del vínculo emana de su utilidad social y de conformidad con un mínimo de justicia contractual146.

No obstante, es Emilio Betti el mayor expositor de la teoría objetiva del contrato y del negocio jurídico. Para Betti, el negocio jurídico es aquel acto a través del cual los individuos regulan sus relaciones con otros y al que el derecho le otorga efectos jurídicos de acuerdo con su función económica y social. En tal sentido, la declaración no es una mera manifestación de una intención o estado de ánimo, sino una determinación de la conducta propia frente a la de los demás que tiene, por ello, carácter vinculante para quienes la emiten147.

Asimismo, Betti diferencia la teoría objetiva de la concepción clásica del negocio jurídico, en que la causa de este no reposa en la simple liberalidad de quien emite la declaración, sino que debe servir a una función económica y social, en tanto que solo si se encuentra dirigida a satisfacer fines valiosos para la comunidad y el ordenamiento será reconocida y se garantizará su sanción jurídica. Igualmente, se plantea la posibilidad de someter a una parte a las consecuencias perjudiciales de su declaración, derivadas de la confianza razonable suscitada en otros, “sin que se pueda siquiera considerar influyente en sentido contrario la prueba de que él no quisiese o pensase aquellas consecuencias”148. Así, la teoría objetiva permite imponer el cumplimiento, bajo ciertas circunstancias, de una declaración cuyos efectos no se pretendían, algo impensable bajo la perspectiva que defiende el dogma de la voluntad.

El objetivismo planteado por Betti presenta, en los términos de Luigi Cariota Ferrara149, las siguientes críticas a la concepción subjetiva de la voluntad:

•El dogma de la voluntad (el subjetivismo) no logra aprehender la esencia del negocio jurídico en tanto considera que esta se encuentra en la voluntad, cuando, en realidad, el núcleo del negocio jurídico (y del contrato, por supuesto) radica en su contenido normativo y en cómo regula el comportamiento de las partes.

•Se exagera la contribución de la voluntad en la producción de los efectos jurídicos del negocio jurídico, reduciendo la declaración a un mero instrumento de la voluntad.

•El concepto de voluntad es equívoco. A veces se entiende como el objeto del querer, en otras se identifica con la cosa que se declara y en ciertos casos con el proceso psíquico del querer. Bajo la noción de proceso psíquico, Betti afirma que se acaba con la declaración, reduciendo el negocio jurídico a una simple declaración de intención150.

•El dogma de la voluntad es insuficiente a la hora de explicar ciertas situaciones, necesitando la creación de ficciones que demuestran su “insinceridad constructiva”151. Por ejemplo, cuando se prescinde de la voluntad del declarante se recurre al concepto de voluntad presunta o presumible. En realidad, se recurre a este tipo de ficciones ocultando efectos derivados de situaciones objetivas previstas en la ley, como ocurre, por ejemplo, cuando se da efectos jurídicos a conductas –o a la ausencia de ellas en el caso del silencio– realizadas por un sujeto sin que sean precedidas por una declaración de voluntad. Igualmente, en el caso de las reglas de interpretación establecidas legalmente, el subjetivismo acude de manera ficticia a la voluntad presunta cuando, en efecto, lo que pretende la ley es establecer criterios objetivos de interpretación de la declaración.

•Bajo una concepción subjetivista son inexplicables ciertos fenómenos donde ocurre una separación clara entre la voluntad (entendida como un hecho psicológico actual) y los efectos jurídicos de la declaración. Por ejemplo, tal fenómeno ocurre, explica Cariota Ferrara, al entregarle efectos jurídicos al testamento sin que exista una voluntad actual emitida por una persona viva, incluso admitiendo la posibilidad de aplicarlo en caso de que el testador se haya arrepentido de lo declarado, pero no haya realizado las modificaciones en debida forma152.

Así, la perspectiva objetivista brinda mayor importancia a la declaración que a la voluntad que la genera. El elemento importante, entonces, al determinar los efectos jurídicos del negocio jurídico y el contrato es el contenido de la declaración y no la intención genuina de las partes. Por ello, esta perspectiva permite la interpretación de los contratos – bajo ciertas circunstancias– aun en contra de la voluntad de las partes.

En este orden de ideas, la aplicación de esta perspectiva es de particular importancia en la contratación contemporánea, donde los fines del contrato superan al simple desarrollo de la libertad de los individuos. El nuevo contexto contractual exige la consideración de elementos que exceden el querer de los interesados y que tienen su fuente en la naturaleza misma del vínculo o en su finalidad socioeconómica153. El contrato no debe interpretarse a partir de la vida anímica interior de los partícipes, sino que se trata de un acto con sentido: el operador jurídico deberá determinar cómo lo entendieron el declarante y el destinatario, considerando todas las circunstancias que permiten deducir una conclusión sobre la intención efectiva de ambos. Para esto se requiere averiguar hechos, las circunstancias conocidas por el destinatario y las que hubieran podido indicar su significado154.

La confianza en la apariencia se convierte en un valor central de la contratación contemporánea155, pues la forma en que los particulares se perciben mutuamente y la compresión generalizada que se realiza de sus actos cobran valor normativo, aunque ello exceda la realidad subjetiva que los llevó a contratar156. Las obligaciones que nacen del contrato no hunden sus raíces, necesariamente, en el aspecto subjetivo de la voluntad, ya que muchas de ellas se derivan de una consideración objetiva del vínculo, basada en la confianza y en las expectativas razonables de los sujetos vinculados157.

Tal cambio de concepción es vital para garantizar la efectividad del contrato como instrumento económico o de desplazamientos patrimoniales158, pues los sujetos mal podrían estar atados al vaivén de la intención subjetiva de los contratantes, que es de imposible determinación en casos de vínculos masivos o seriales, sino que, por el contrario, se requiere confiar en la interpretación socialmente aceptada del comportamiento, garantizando así la eficacia del vínculo contractual y la protección de la confianza en el tráfico comercial159.

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