Kitabı oku: «Los hermanos Karamázov», sayfa 11
III. La confesión de un corazón ardiente. En verso
Aliosha, tras haber oído la orden que su padre le había gritado desde el coche mientras se iba del monasterio, permaneció un rato inmóvil, en medio de una gran perplejidad. No es que estuviera allí clavado como un poste, esas cosas no le pasaban. Al contrario, pese a toda su turbación, se las arregló para dirigirse enseguida a la cocina del padre higúmeno y averiguar qué había hecho su progenitor arriba. Luego se encaminó a la ciudad, con la esperanza de que durante el recorrido lograría resolver de algún modo el problema que lo atormentaba. Me apresuraré a decir que los gritos de su padre y la orden de que se trasladara a casa «con las almohadas y el jergón» no le asustaban lo más mínimo. Entendía demasiado bien que esa orden, pronunciada en voz alta y con un grito tan ostentoso, había sido dada «en un arrebato», incluso en aras de la belleza, por así decir, de modo parecido a lo de aquel menestral de nuestra pequeña ciudad, que había bebido más de la cuenta en su fiesta de cumpleaños, en presencia de los invitados, se había enojado porque no le servían más vodka y de buenas a primeras se había puesto a romper su propia vajilla, a desgarrar su ropa y la de su mujer, a destrozar los muebles y, por último, los cristales de la casa, y todo eso, asimismo, en aras de la belleza. Una cosa de este género, desde luego, le acababa de ocurrir a su padre. Ni que decir tiene que al día siguiente aquel menestral, después de la juerga y tras pasársele la borrachera, había lamentado las tazas y los platos rotos. Aliosha sabía que también el viejo, sin duda, le dejaría volver al monasterio al día siguiente, o quizá incluso esa misma tarde. Estaba totalmente convencido, además, de que él era la última persona a la que su padre querría ofender. Aliosha estaba seguro de que nadie en el mundo quería ofenderlo nunca, y no solo es que no quisieran ofenderlo, sino que tampoco podían. Eso, para él, era un axioma, definitivamente aceptado, sin discusiones, y con éstas siguió adelante, sin la menor vacilación.
Pero en ese momento se agitaba en él otro miedo, de un género completamente distinto, y mucho más doloroso, porque ni el propio Aliosha podía definirlo; era precisamente el miedo a la mujer y, en concreto, a Katerina Ivánovna, que tan insistentemente le había suplicado, en la nota que le había entregado la señora Jojlakova, que fuera a verla sin especificar el motivo. Esta petición y la apremiante necesidad de cumplirla despertaron al instante cierta sensación de tormento en su corazón y, durante toda la mañana, a medida que pasaba el tiempo, esa sensación había ido creciendo y haciéndose más dolorosa, a pesar de todas las escenas e incidentes que habían ocurrido después en el monasterio, así como hacía un momento junto al padre higúmeno, etcétera, etcétera. Lo que temía no era ignorar de qué quería hablarle ella y qué le respondería él. Y no era a la mujer, en general, lo que temía en ella: tenía escasos conocimientos de las mujeres, desde luego, pero, aun así, llevaba toda la vida, desde su más tierna infancia hasta su ingreso en el monasterio, viviendo únicamente con ellas. Temía en concreto a esa mujer, precisamente a Katerina Ivánovna. La había temido desde la primera vez que la vio. Y solo la había visto una o dos veces, puede que tres, y hasta había intercambiado algunas palabras con ella en una ocasión. Recordaba su imagen como la de una joven bella, arrogante e imperiosa. Pero no era su belleza lo que le atormentaba sino algo diferente. Era justamente esa inexplicable naturaleza de su miedo lo que acrecentaba su temor. Los fines de la joven eran nobilísimos, él lo sabía; se afanaba en salvar a su hermano Dmitri, que ya era culpable ante ella, y si se afanaba era solo por generosidad. Pero, a pesar de la conciencia y justicia que él no podía dejar de atribuir a todos esos sentimientos magníficos y generosos, un frío le recorría la espalda a medida que se acercaba a su casa.
Se dio cuenta de que no hallaría a su hermano Iván Fiódorovich, tan cercano a ella, en casa de Katerina Ivánovna: su hermano debía de estar ahora con su padre. Estaba aún más seguro de que no encontraría a Dmitri allí, e intuía el porqué. Así que tendrían una charla en privado. Le habría gustado mucho ver, antes de esa conversación fatídica, a su hermano Dmitri, pasar un rato a su lado. Habría intercambiado algunas palabras con él, sin enseñarle la carta. Pero su hermano Dmitri vivía lejos y lo más probable es que tampoco estuviera en casa. Tras detenerse un instante, tomó una decisión definitiva. Se santiguó con gesto habitual y apresurado, acto seguido sonrió por algo y se dirigió con firmeza a ver a su terrible dama.
Conocía la casa. Pero si hubiera tenido que ir hasta la calle Mayor, luego atravesar la plaza, etcétera, habría tenido que ir bastante lejos. Nuestra pequeña ciudad es muy dispersa y las distancias suelen ser más bien grandes. Además, su padre lo estaba esperando, quizá aún no hubiese tenido tiempo de olvidar su orden, podía enfadarse, y por eso debía darse prisa para llegar a un sitio y a otro. Como resultado de todas estas consideraciones, decidió acortar el camino pasando por los patios traseros, pues se conocía todos los atajos de la ciudad como la palma de su mano. Eso equivalía a prescindir casi totalmente de los caminos, avanzar a lo largo de cercados desiertos, saltar incluso a veces vallas ajenas y atravesar patios ajenos, donde, por lo demás, todos lo conocían y saludaban. De esta manera podía alcanzar la calle Mayor en la mitad de tiempo. En cierto momento tuvo incluso que pasar muy cerca de la casa paterna, justo por delante del huerto colindante con el de su padre, que pertenecía a una casita decrépita y ruinosa de cuatro ventanas. La propietaria de esta casita era, como sabía Aliosha, una menestrala de la ciudad, una vieja a la que le faltaba una pierna y que vivía con su hija, una antigua camarera que se había habituado a la vida civilizada de la capital, donde había residido siempre en casas de generales, que desde hacía un año había vuelto a su casa, a causa de la enfermedad de la anciana, y a la que le gustaba lucir sus vestidos elegantes. La vieja y su hija habían caído, sin embargo, en una miseria terrible, tanto que cada día iban a la cocina de Fiódor Pávlovich, como vecinas suyas, para obtener un poco de sopa y pan. Marfa Ignátievna les servía de buen grado. Pero la hija, aunque iba a buscar sopa, no había vendido ni uno solo de sus vestidos y hasta tenía uno con una cola larguísima. De esta circunstancia se había enterado Aliosha de una forma del todo casual, desde luego, por su amigo Rakitin, que decididamente estaba al corriente de todo lo que ocurría en nuestra pequeña ciudad, y, nada más enterarse, se había olvidado de ella por completo. Pero, al llegar a la altura del huerto de la vecina, de repente se acordó de esa cola, alzó rápidamente la cabeza gacha y pensativa y… tuvo un encuentro totalmente inesperado.
En el huerto de las vecinas, encaramado a algo al otro lado de la valla, asomaba, visible hasta el pecho, su hermano Dmitri Fiódorovich; estaba gesticulando con todas sus fuerzas, llamándolo para que se acercara; por lo visto, no solo le daba miedo gritar, sino hasta decir una palabra en voz alta, no fuera a oírlo alguien. Aliosha corrió al instante hacia la valla.
–Menos mal que se te ha ocurrido levantar la vista, estaba a punto de gritarte —le susurró apresuradamente Dmitri Fiódorovich, todo contento—. ¡Súbete aquí! ¡Rápido! Ah, qué bien que hayas venido. Estaba pensando en ti…
También Aliosha estaba contento y solo se preguntaba cómo iba a escalar y pasar por encima de la valla. Pero Mitia, con su brazo hercúleo, lo agarró del codo y lo ayudó a saltar. Recogiéndose la sotana, saltó con la ligereza de un pilluelo descalzo.
–¡Muévete, vamos! —le soltó Mitia en un susurro arrebatado.
–¿Adónde? —preguntó Aliosha, también en un susurro, mirando a todos los lados y descubriendo que se encontraba en un huerto completamente vacío donde, aparte de ellos dos, no había nadie. El huerto era pequeño, pero la casita de los propietarios se alzaba a no menos de unos cincuenta pasos de distancia—. Pero si aquí no hay nadie, ¿por qué hablas en voz baja?
–¿Por qué? ¡Ah, que el diablo me lleve! —gritó de repente Dmitri Fiódorovich a voz en cuello—. Sí, ¿por qué hablo en voz baja? ¿Ves qué confusión de la naturaleza puede obrarse de repente? Estoy aquí escondido, guardando un secreto. La explicación, más adelante; pero, sabiendo que es un secreto, me he puesto a hablar también secretamente, susurrando como un tonto cuando no hay necesidad alguna. ¡Vamos, por allí! Por ahora, silencio. ¡Quiero darte un beso!
¡Gloria al Altísimo en el mundo,
gloria al Altísimo en mí…!
»Antes de que llegaras, estaba aquí, recitándome eso…
En el huerto, que mediría una desiatina77 o poco más, solo había árboles plantados en el perímetro, a lo largo de las cuatro vallas: manzanos, arces, tilos y abedules. El centro del huerto estaba vacío y formaba una especie de prado en el que se segaban varios pudy78 de heno en verano. La propietaria daba en arriendo este huerto al llegar la primavera por algunos rublos. Había bancales de frambuesa, uva espina y grosella, igualmente a lo largo del cercado; también bancales de verduras muy cerca de la casa, cultivados desde hacía poco tiempo. Dmitri Fiódorovich condujo a su invitado hacia el rincón más apartado del huerto. Allí, entre los tilos frondosos y los viejos arbustos de grosellero y saúco, entre mundillos y lilas, aparecieron de pronto las ruinas de un antiquísimo cenador verde, ennegrecido y ladeado, con las paredes de rejilla, pero con un techo bajo el cual aún era posible guarecerse de la lluvia. Ese cenador había sido construido Dios sabe cuándo, por lo menos hacía unos cincuenta años, según la leyenda, por orden de quien era a la sazón propietario de la casa, un tal Aleksandr Kárlovich von Schmidt, teniente coronel retirado. Pero todo estaba ya deslucido, el suelo podrido, todas las tarimas se tambaleaban, la madera olía a humedad. En el cenador había una mesa verde de madera sujeta al suelo y rodeada de bancos, también verdes, donde todavía era posible sentarse. Aliosha enseguida se había dado cuenta del estado de exaltación de su hermano, pero, al entrar en el cenador, vio sobre la mesa media botella de coñac y una copita.
–¡Es coñac! —dijo Mitia soltando una carcajada—. Ya veo lo que estás pensando: «¡Ya se ha dado otra vez a la bebida!». No creas en fantasmas.
No creas a la vana y embustera muchedumbre.
Olvida tus dudas…!79
»No me emborracho, solo “paladeo”, como dice ese cerdo de Rakitin, amigo tuyo, que cuando llegue a ser consejero de Estado seguirá diciéndolo. Siéntate. Te cogería y te estrecharía entre mis brazos hasta aplastarte, Aliosha, porque en todo el mundo, créeme, de verdad, de-ver-dad (¿lo entiendes?), ¡solo te quiero a ti! —Pronunció estas últimas palabras casi en un estado de frenesí—. Solo a ti y a una “infame” de la que me he enamorado. Sí, estoy perdido. Pero enamorarse no significa amar. Uno puede enamorarse incluso odiando. ¡Recuérdalo! Te lo digo ahora, mientras aún hay placer en ello. Siéntate aquí, a la mesa, y yo me sentaré muy cerca, a tu lado, y te miraré mientras no dejo de hablar. Tú callarás, y yo te lo diré todo, porque ha llegado el momento de hablar. Pero ¿sabes?, he pensado que hay que hablar en voz baja, sí, porque aquí… aquí… quizá puedan oírnos los oídos más inesperados. Te lo explicaré todo, ya te lo he dicho: la continuación vendrá más tarde. ¿Por qué crees que rabiaba por saber de ti, por qué tenía tantas ganas de verte todos estos días y también ahora? (Ya hace cinco días que eché anclas aquí.) ¿Por qué todos estos días? Porque solo a ti voy a decírtelo todo, porque es necesario, porque tú eres necesario, porque mañana caeré de las nubes, porque mañana la vida terminará y comenzará. ¿Has sentido, has soñado alguna vez que caes de una montaña a un hoyo? Bien, así estoy yo cayendo ahora, y no es un sueño. Y no tengo miedo, tú tampoco lo tengas. Es decir, sí que tengo miedo, pero es un miedo dulce. Como una exaltación… Bueno, al diablo, lo que sea, qué más da. Espíritu fuerte, espíritu débil, espíritu de mujer, ¿qué más da? Alabemos la naturaleza: ¡mira cuánto sol, el cielo tan limpio, las hojas todas verdes, todavía es pleno verano, las cuatro de la tarde, el silencio! ¿Adónde ibas?
–A casa de nuestro padre, pero primero quería pasar a ver a Katerina Ivánovna.
–¡A casa de ella y a casa de nuestro padre! ¡Oh, qué coincidencia! Pero ¿por qué te llamaba yo, por qué quería verte, por qué lo ansiaba y deseaba con todos los meandros de mi alma e incluso con mis costillas? Para enviarte precisamente con padre, de mi parte, y luego con ella, Katerina Ivánovna, y así acabar con ella y con padre. Para enviar a un ángel. Podría haber mandado a cualquiera, pero necesitaba mandar a un ángel. Y resulta que tú mismo vas a verlos, a ella y a padre.
–¿De verdad querías mandarme a mí? —le soltó Aliosha con una expresión de dolor en el rostro.
–Espera, tú lo sabías. Y veo que lo has comprendido todo al instante. Pero calla, por ahora calla. ¡No me compadezcas y no llores!
Dmitri Fiódorovich se levantó, se quedó pensativo y se puso un dedo en la frente:
–Te ha llamado ella misma, te ha escrito una carta o algo así, por eso ibas a verla; de lo contrario, ¿acaso irías?
–Aquí está la nota —Aliosha la sacó del bolsillo. Mitia la leyó rápidamente.
–¡Y tú has venido por patios traseros! ¡Oh, dioses! Os agradezco que lo enviaseis por atajos y que fuera a parar hasta mí, como el pez de oro que pesca el viejo y estúpido pescador en el cuento.80 Escucha, Aliosha, escucha, hermano. Ahora voy a contártelo todo. Porque a alguien tengo que decírselo. Al ángel del cielo ya se lo he dicho, pero debo decírselo también a un ángel en la tierra. Tú eres un ángel en la tierra. Tú escucharás, juzgarás y perdonarás… Y eso es lo que yo necesito, que alguien superior me perdone. Escucha: si dos seres de repente rompen con todo lo terrenal y vuelan hacia lo extraordinario, o al menos alguno de ellos lo hace, y antes de eso, mientras emprende el vuelo o perece, se acerca a otro ser y le dice: hazme esto o aquello, algo que uno nunca pediría a nadie, salvo en el lecho de muerte… ¿Puede uno negarse a hacerlo… si es un amigo, un hermano?
–Yo lo haré, pero dime qué es y dímelo cuanto antes —dijo Aliosha.
–Cuanto antes… Hum… No tengas prisa, Aliosha: tienes prisa y te preocupas. No hay por qué apresurarse ahora. Ahora el mundo ha salido a una nueva calle. ¡Ay, Aliosha, es una pena que nunca hayas alcanzado el éxtasis! Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Como si no lo hubieras alcanzado! ¡Qué charlatán soy!
¡Que el hombre sea noble!
»¿De quién es ese verso?81
Aliosha decidió esperar. Comprendió que, posiblemente, todo lo que tenía que hacer en ese momento estaba allí. Mitia se quedó pensativo un instante, con los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada en la palma de una mano. Los dos estuvieron un rato callados.
–Liosha —dijo Mitia—, ¡tú eres el único que no se va a reír! Quisiera empezar… mi confesión… con el himno a la alegría de Schiller. An die Freude!82 Pero no sé alemán, solo sé que se llama An die Freude. No creas que hablo así porque estoy borracho. No lo estoy en absoluto. El coñac es coñac, pero yo necesito dos botellas para embriagarme.
Así, Sileno carirrojo,
sobre su asno tropezón,83
»pero yo no he bebido ni un cuarto de botella y tampoco soy Sileno. No soy Sileno, pero sí silente, porque como te he dicho he tomado una decisión para siempre. Perdóname el juego de palabras, tendrás que perdonarme muchas cosas hoy, no solo el juego de palabras. No te inquietes, no me extenderé mucho, te cuento una cosa y enseguida llegaré al meollo. No te haré perder el tiempo como un miserable judío. Espera, cómo es eso… —Alzó la cabeza, se quedó pensativo y de repente se lanzó a recitar con voz exaltada—:
Tímido, desnudo y salvaje
se ocultaba el troglodita
en la hendidura de la montaña,
vagaba el nómada por campos
y a su paso los asolaba.
El cazador, con lanzas y flechas,
batía amenazante los bosques…
¡Ay, del náufrago llevado por las olas
hasta aquellas playas inhóspitas!
Desde las alturas del Olimpo,
desciende la madre Ceres
en busca de Proserpina, raptada:
la tierra que pisa es salvaje.
Nada de cobijo, nada de ofrendas
que saluden a la divinidad,
y el culto ignora a los dioses,
ningún templo los adora.
Los frutos del campo, los dulces racimos,
no adornan ningún banquete,
solo humean los restos de las víctimas
sobre los altares ensangrentados.
Y dondequiera que abarque
Ceres con su triste mirada
encuentra a los hombres
en dolorosa humillación.84
De repente unos sollozos brotaron del pecho de Mitia. Cogió a Aliosha de la mano.
–Amigo, amigo, sí, en la humillación, en la profunda humillación todavía. ¡Es terrible lo mucho que ha de soportar el hombre en la tierra, es terrible la cantidad de sus desdichas! No creas que soy solo un fanfarrón, disfrazado de oficial, que se emborracha con coñac y se entrega al libertinaje. Yo, hermano, casi solo pienso en eso, en ese hombre humillado, si es que no miento. Dios me salve de mentir o de jactarme. Porque pienso en ese hombre, yo mismo soy ese hombre:
Para que el hombre salga de la abyección
por la fuerza de su alma
es preciso que forje un pacto eterno
con la antigua madre Tierra…85
»Solo que ahí está el problema: ¿cómo pactar esta alianza eterna con la tierra? Yo no beso la tierra, no le abro el seno; ¿tendría que hacerme campesino o pastor? Camino y no sé nada, no sé si he caído en el hedor y en la vergüenza o en la luz y en la alegría. Ésa es la desgracia. Y cuando me encontraba sumido en la más profunda, en la más honda vergüenza (y eso era lo único que me sucedía), siempre leía este poema sobre Ceres y el hombre. ¿Me servía para corregirme? ¡Nunca! Porque soy un Karamázov. Y cuando me precipito al abismo, me precipito derecho, con la cabeza abajo y los talones arriba, incluso me siento satisfecho de caer en una posición tan humillante y considero que para mí eso es la belleza. Y desde el fondo de esta vergüenza de pronto empiezo un himno. Sí, soy un maldito, soy miserable y vil, pero también puedo besar el borde de esa túnica con la que se envuelve mi Dios y, aunque al mismo tiempo siga al diablo, continúo siendo tu hijo, Señor, y te amo, y siento una felicidad sin la cual el mundo no puede mantenerse ni ser.
El alma de la creación divina
apaga su sed con eterna alegría,
la llama de la vida prende
con la secreta fuerza de la fermentación;
es ella la que hace crecer la hierba,
en soles torna el caos
y, libres de los astrónomos,
por los espacios los astros dispersa.
Del seno de la naturaleza
todo lo nacido alegría bebe.
Arrastra tras de sí seres y pueblos,
amigos nos brindó en el infortunio,
zumo de uvas, coronas de flores,
y la lujuria de los insectos…
Y el ángel ante Dios comparecerá.86
»Pero ¡basta de poesía! He vertido lágrimas, déjame llorar un poco más. Que sea una estupidez de la que todos se rían, pero tú no. A ti también te brillan los ojos. Basta de poesía. Quiero hablarte ahora de los “insectos”, de esos a los que Dios ha dotado de lujuria.
¡A los insectos, la lujuria!
»Yo, hermano, soy ese insecto, y esas palabras fueron pronunciadas especialmente para mí. Y todos nosotros, los Karamázov, somos así; ese insecto también vive dentro de ti, Aliosha, que eres un ángel, y engendra tormentas en tu sangre. ¡Tormentas, porque la lujuria es una tormenta, más que una tormenta! ¡La belleza es una cosa terrible y pavorosa! Terrible porque es indefinible, nadie la puede definir, porque Dios solo nos ha dado enigmas. Aquí las orillas convergen, aquí todas las contradicciones conviven. Soy muy poco instruido, hermano, pero he pensado mucho en estas cosas. ¡Son muchos los misterios aterradores! ¡Demasiados los enigmas que abruman al hombre en la tierra! Desentráñalos como puedas y sal intacto. ¡La belleza! No puedo soportar que un hombre de gran corazón y elevada inteligencia empiece con el ideal de la Madona y termine con el de Sodoma. Pero aún más espantoso es que, llevando en el alma el ideal de Sodoma, no reniegue del de la Madona, que siga ardiendo por él su corazón, y de verdad, como en los años inmaculados de su juventud. No, el ser humano es vasto, demasiado vasto, me gustaría reducirlo. ¡El diablo sabrá lo que significa! Lo que a la razón se le presenta como una vergüenza, para el corazón no es sino belleza. ¿En Sodoma hay belleza? Créeme, para la mayoría de la gente es precisamente en Sodoma donde reside la belleza: ¿no conocías ese secreto? Lo terrible es que la belleza no solo es espantosa, sino también un enigma. Es la lucha entre el diablo y Dios, con el corazón del hombre como campo de batalla. De todos modos, cada uno habla de lo que le duele. Escucha, ahora vamos al grano.