Kitabı oku: «Los hermanos Karamázov», sayfa 8

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–¡Del escándalo que acaba de ocurrir todos tenemos culpa! —dijo con vehemencia—. Pero el caso es que no me imaginaba yo una cosa así al venir hacia aquí, por más que supiera con quién me las iba a ver… ¡Hay que poner fin a esto ahora mismo! Reverendo padre, créame, yo no conocía todos los detalles que han salido aquí a relucir, no quería creer en ellos y ahora me entero por primera vez… El padre tiene celos del hijo por culpa de una mujer indecente y se confabula con esa tarasca para meter al hijo en la cárcel… Y me hacen venir aquí con semejante compañía… Me han engañado, quiero dejar bien claro que me han engañado como al que más…

–¡Dmitri Fiódorovich! —gritó, con una voz que no parecía la suya, Fiódor Pávlovich—. Si no fuera porque es usted hijo mío, en este mismo instante le retaba a duelo… a pistola, a una distancia de tres pasos… ¡Cogidos del pañuelo! ¡Cogidos del pañuelo!56 —concluyó, pataleando con ambos pies.

Hay momentos en los que los viejos embusteros, que se han pasado toda la vida haciendo comedia, fingen hasta tal punto que verdaderamente tiemblan y lloran de emoción, si bien incluso en esos instantes (o apenas un segundo después) podrían susurrarse a sí mismos: «Estás mintiendo, viejo desvergonzado; en este momento sigues actuando, a pesar de toda tu “sagrada” cólera y de tu “sagrado” minuto de ira».

Dmitri Fiódorovich frunció terriblemente el ceño y miró a su padre con inefable desdén.

–Y yo que creía… Yo que creía… —dijo en voz baja, procurando contenerse— que volvía a mi tierra natal con el ángel de mi alma para cuidar a este hombre en su vejez, ¡y me encuentro con un lujurioso libertino y un vil comediante!

–¡A duelo! —volvió a gritar el viejo, sofocándose y despidiendo saliva con cada palabra—. Y en cuanto a usted, Piotr Aleksándrovich Miúsov, sepa, señor, que es posible que no haya habido nunca en su familia mujer más digna y honrada… ¿lo oye?, ¡honrada!… que esa, según usted, tarasca, que es como se ha atrevido a llamarla hace un momento. Y usted, Dmitri Fiódorovich, ha cambiado a su novia, precisamente, por esa «tarasca», de modo que usted mismo ha estimado que su propia novia no le llega a la suela de los zapatos, ¡ya ven cómo es esa tarasca!

–¡Es una vergüenza! —soltó de pronto el padre Iósif.

–¡Una vergüenza y un bochorno! —gritó de pronto Kalgánov, con voz de adolescente, trémula por la emoción, poniéndose todo colorado; hasta entonces no había abierto la boca.

–¿Para qué vivirá un hombre como éste? —bramó sordamente Dmitri Fiódorovich, al borde de un ataque de furia, alzando los hombros de un modo extraordinario, casi como encorvándose—. No, díganme: ¿acaso se puede consentir que siga deshonrando la tierra con su presencia? —Recorrió con la mirada a todos los presentes, mientras señalaba al viejo con la mano. Hablaba despacio y acompasadamente.

–Ya están oyendo, ya están oyendo al parricida, monjes —dijo Fiódor Pávlovich, interpelando al padre Iósif—. ¿Una vergüenza, decía usted? ¡Ahí tiene la respuesta! ¿Qué es una vergüenza? ¡Esa «tarasca», esa «mujer indecente», probablemente sea más santa que ustedes mismos, señores hieromonjes que buscan su salvación! Es posible que sufriera una caída en su juventud, abrumada por el ambiente, pero ella «ha amado mucho», y a la que amaba mucho también Cristo la perdonó…

–Cristo no perdonó por un amor como ése… —se le escapó al manso padre Iósif, que había perdido la paciencia.

–Sí, por un amor como ése, por ese mismo amor, monjes, ¡por ése! ¡Ustedes aquí se salvan a base de coles y piensan que son unos hombres justos! ¡Comen gobios, un gobio pequeñito cada día, y piensan comprar a Dios con gobios!

–¡Es intolerable, intolerable! —se oía en la celda por todas partes.

Pero esta escena, que ya resultaba escandalosa, se vio interrumpida de un modo inesperado. El stárets, de pronto, se levantó de su asiento. Casi totalmente aturdido de miedo por él y por todos, Aliosha se apresuró, no obstante, a sostenerlo por un brazo. El stárets dio unos pasos hacia Dmitri Fiódorovich y, cuando llegó a su altura, se hincó de hinojos delante de él. Aliosha creyó por un momento que había caído de debilidad, pero no se trataba de eso. Una vez de rodillas, se postró a los pies de Dmitri Fiódorovich, en una reverencia completa, marcada, deliberada, rozando incluso el suelo con la cabeza. Aliosha estaba tan perplejo que no fue capaz siquiera de ayudarlo cuando empezó a levantarse. Una débil sonrisa iluminaba apenas los labios del stárets.

–¡Perdonen! ¡Perdonen todos! —iba diciendo, a medida que hacía reverencias a todos sus huéspedes.

Dmitri Fiódorovich se quedó unos instantes como atónito: aquella reverencia a sus pies, ¿a qué había venido? Por fin exclamó: «¡Oh, Dios», y, cubriéndose la cara con las manos, abandonó precipitadamente la habitación. Tras él salieron en tropel los demás visitantes, tan desconcertados que ni siquiera se despidieron ni se inclinaron ante su anfitrión. Únicamente los hieromonjes se acercaron de nuevo a él para pedirle su bendición.

–¿Por qué se ha postrado a sus pies? ¿Es acaso una especie de emblema? —Fiódor Pávlovich, que, por alguna razón, se había calmado repentinamente, intentaba entablar conversación, pero el caso es que no se animaba a dirigirse a nadie en particular. En ese instante todos abandonaban el recinto del asceterio.

–Yo no respondo ni del manicomio ni de los locos —contestó enseguida Miúsov, enfurecido—; en cambio, voy a librarme de su compañía, Fiódor Pávlovich, y créame que va a ser para siempre. ¿Dónde estará ese monje de antes?

Pero «ese monje», el mismo que los había invitado hacía un rato a comer con el higúmeno, no se hizo esperar. Se reunió con los huéspedes en el momento mismo en que éstos salían de la celda del stárets a través del pequeño porche, como si hubiera estado esperándolos todo el tiempo.

–Tenga la bondad, reverendo padre, de testimoniarle mi profundo respeto al padre higúmeno y de pedir disculpas en mi nombre, en nombre de Miúsov, a su reverencia, ya que, debido a una serie de circunstancias imprevistas, sobrevenidas repentinamente, no puedo, bajo ningún concepto, disfrutar del honor de tomar parte en su ágape, a pesar de mi deseo más sincero —le dijo al monje, en tono airado, Piotr Aleksándrovich.

–Pero si una de esas circunstancias imprevistas… ¡voy a ser yo! —terció de inmediato Fiódor Pávlovich—. Escuche, padre, resulta que Piotr Aleksándrovich no desea quedarse conmigo; si no fuera por eso, iría enseguida. Y va a ir; Piotr Aleksándrovich, tenga la bondad de ir a ver al padre higúmeno… ¡y que tenga buen apetito! Sepa que soy yo el que se abstiene, no usted. A casita, a casita, a comer a casita, que aquí me siento incapaz, Piotr Aleksándrovich, queridísimo pariente.

–¡Yo no soy su pariente ni lo he sido nunca, miserable!

–Lo he dicho a propósito para hacerle rabiar, en vista de que no quiere saber nada de nuestro parentesco; y eso que somos parientes, por más que intente disimular. Cuando quiera, se lo demuestro por el santoral. A ti, Iván Fiódorovich, ya te enviaré los caballos a su hora; puedes quedarte también tú, si quieres. En cuanto a usted, Piotr Aleksándrovich, aunque solo sea por educación, debería presentarse ante el padre higúmeno: hay que pedir disculpas por lo mal que nos hemos portado…

–Pero ¿se va usted de verdad? ¿No me miente?

–Piotr Aleksándrovich, ¡cómo me iba a atrever, después de lo ocurrido! ¡Me he dejado llevar, discúlpenme, señores, me he dejado llevar! Y, aparte de eso, ¡estoy impresionado! Y avergonzado. Señores, hay quien tiene el corazón de un Alejandro Magno, y hay quien lo tiene de perrillo faldero. Yo lo tengo de perrillo faldero. ¡Me han intimidado! Bueno, después de semejante escapada, y para colmo a la hora de la comida, ¿quién se traga las salsas del monasterio? Me da vergüenza, no puedo, ¡disculpen!

«El diablo sabrá; ¡éste aún es capaz de engañarme!», se dijo Miúsov. Se había detenido, perplejo, y seguía con la mirada al bufón a medida que se iba alejando. Éste se volvió y, al advertir que Piotr Aleksándrovich estaba pendiente de él, le mandó un beso con la mano.

–¿Va usted a ver al higúmeno? —preguntó Miúsov, entrecortadamente, a Iván Fiódorovich.

–¿Por qué no? Además, ayer mismo el higúmeno me invitó expresamente.

–Yo, por desgracia, me siento casi obligado, en verdad, a asistir a esa maldita comida —siguió diciendo Miúsov, en el mismo tono de amarga irritabilidad, sin reparar siquiera en que el pequeño monje estaba escuchando—. Aunque, al menos, habrá que disculparse por lo que hemos hecho, y aclarar que no hemos sido nosotros… ¿Usted qué cree?

–Sí, hay que aclarar que no hemos sido nosotros. Además, mi padre no estará —observó Iván Fiódorovich.

–¡Solo faltaría que estuviera su padre! ¡Maldita comida!

Finalmente, fueron todos. El monje callaba y escuchaba. Por el camino, atravesando el bosquecillo, se limitó a decir una vez que el padre higúmeno llevaba ya mucho rato esperando y que llegaban con más de media hora de retraso. Nadie le respondió. Miúsov miró con odio a Iván Fiódorovich.

«¡Pues éste va a la comida tan campante! —pensó—. Tiene una cara muy dura y una conciencia karamazoviana.»

VII. Un seminarista con aspiraciones

Aliosha condujo a su stárets al dormitorio y lo sentó en la cama. Se trataba de una habitación muy pequeña, con el mobiliario indispensable; la cama era estrecha, de hierro, con un paño de fieltro a modo de jergón. En un rinconcillo, junto a los iconos, había un facistol, con una cruz y un Evangelio encima. El stárets se desplomó en el lecho, sin fuerzas; los ojos le brillaban, y respiraba con dificultad. Una vez sentado, se quedó mirando fijamente a Aliosha, como si estuviera meditando alguna cosa.

–Vete, querido, vete; a mí con Porfiri me basta; tú date prisa. Allí haces falta, ve con el padre higúmeno y sirve la mesa.

–Permita que me quede aquí —dijo Aliosha con voz implorante.

–Allí eres más necesario. Allí no hay paz. Servirás la mesa y así serás útil. Si se levantan los demonios, recita una plegaria. Y debes saber, hijo mío —al stárets le gustaba llamarlo así—, que en el futuro tu sitio tampoco estará aquí. Recuerda mis palabras, joven. En cuanto Dios haya dispuesto que entregue mi alma, sal del monasterio. Vete para siempre.

Aliosha se estremeció.

–¿Qué te pasa? Por ahora, tu sitio no está aquí. Te bendigo por el gran servicio que rendirás en el mundo. Aún tienes mucho que peregrinar. Y tendrás que casarte, sí. Tendrás que soportarlo todo antes de regresar. Será una tarea ingente. Pero de ti no dudo, por eso te envío a ti. Cristo está contigo. Consérvalo, y Él te conservará a ti. Descubrirás un dolor inmenso, y en ese dolor serás feliz. Éste es el precepto que te anuncio: busca la dicha en el dolor. Trabaja, trabaja sin descanso. Recuerda mis palabras de este día, pues, aunque ésta no sea nuestra última conversación, no solo mis días, sino hasta mis horas están contadas.

Nuevamente, en el rostro de Aliosha se reflejó una fuerte emoción. Le temblaban las comisuras de los labios.

–Y ahora ¿qué te pasa? —El stárets sonrió dulcemente—. Que la gente mundana despida con lágrimas a sus difuntos: aquí nosotros nos alegramos por los padres que nos dejan. Nos alegramos y rezamos por ellos. Déjame, pues. Vete y date prisa. Has de estar cerca de tus hermanos. Pero no cerca de uno de ellos, sino cerca de los dos.

El stárets levantó la mano para bendecirlo. No había réplica posible, por más que Aliosha estuviera deseando quedarse. Le habría gustado que el stárets le dijera una cosa más, y a punto estuvo de irse de la lengua, pero no se atrevió a formular la pregunta: ¿qué había querido dar a entender con aquella profunda reverencia delante de su hermano Dmitri? Sabía que se lo habría explicado de buena gana, sin necesidad de preguntárselo, si hubiera sido posible. No era ésa, así pues, su voluntad. Pero aquella reverencia había dejado a Aliosha estupefacto: creía ciegamente que había un sentido oculto en aquel gesto. Oculto y, acaso, terrible. Cuando salió del recinto del asceterio, dispuesto a llegar al monasterio antes de que diera comienzo la comida con el higúmeno —naturalmente, él iba a limitarse a servir la mesa—, Aliosha se detuvo, con el corazón en un puño: le pareció volver a oír las palabras con las que el stárets le anunciaba su muerte inminente. Lo que le había predicho, con tanta precisión además, tenía que cumplirse de forma inexorable: Aliosha así lo creía religiosamente. Pero ¿cómo iba a quedarse sin su stárets, sin poder verlo, sin poder oírlo? Y él ¿adónde iría? Le había mandado que no llorase y que dejase el monasterio, ¡Señor! Hacía mucho tiempo que Aliosha no experimentaba una angustia semejante. Echó a andar a toda prisa por el bosquecillo que se extendía entre el asceterio y el monasterio y, sin fuerzas para soportar aquellos pensamientos que lo abrumaban de ese modo, se dedicó a contemplar los pinos centenarios que se alzaban a ambos lados del sendero. El trayecto no era largo, unos quinientos pasos a lo sumo; a esa hora no debería encontrarse con nadie por allí, pero de pronto, en el primer recodo del camino, descubrió a Rakitin. Estaba esperando a alguien.

–¿Me esperabas a mí? —preguntó Aliosha al llegar a su lado.

–Precisamente. —Rakitin sonrió—. Veo que vas con prisa a presentarte ante el padre higúmeno. Ya lo sé: tiene invitados. Desde aquella vez que recibió al obispo y al general Pajatov, ¿te acuerdas?, no había vuelto a dar una comida así. Yo no voy a estar, pero tú ve para allá, tienes que servir las salsas. Dime una cosa, Alekséi, ¿qué significa ese sueño?57 Eso es lo que te quería preguntar.

–¿Qué sueño?

–Pues esa reverencia hasta el suelo que le ha hecho a tu hermano Dmitri Fiódorovich. ¡Si hasta se ha dado un golpe en la frente!

–¿Te refieres al padre Zosima?

–Sí, al padre Zosima.

–¿En la frente?

–Ah, veo que no me he expresado con el debido respeto… Bueno, pues aunque sea sin respeto. A ver, ¿qué es lo que significa ese sueño?

–No sé qué significa, Misha58.

–Ya sabía yo que a ti no te iba a dar explicaciones. Seguro que no se trata de nada profundo, al final serán las mismas perogrulladas de siempre. Pero ha hecho el numerito con mucha intención. Ya verás cómo ahora les da por hablar de eso a todos los santurrones de la ciudad y enseguida se corre la voz por toda la provincia. «¿Qué significa ese sueño?», dirán. En mi opinión, el viejo ha estado muy sagaz: se ha olido el crimen. Vuestra casa apesta.

–¿Qué crimen?

Era evidente que Rakitin tenía ganas de contar algo.

–En vuestra familia, ahí es donde va a haber un crimen. Tendrá lugar entre tus hermanitos y tu opulento padre. Por eso se ha dado un golpe en la frente el padre Zosima: por lo que pueda pasar. Luego imagínate que ocurre algo: «Anda, pero si eso ya lo había anunciado el santo stárets, lo había profetizado». Aunque ¿qué forma de profetizar es ésa, dándose un golpe en la frente? Da igual, dirán que era un emblema, una alegoría, ¡solo el diablo sabe qué más cosas dirán! Lo irán pregonando por ahí, recordando a todo el mundo: adivinó el crimen, señaló al criminal. Los yuródivye siempre hacen lo mismo: se santiguan delante de la taberna y arrojan piedras contra el templo. Pues tu stárets igual: al justo lo echa a palos, pero ante el asesino se inclina a sus pies.

–¿De qué crimen hablas? ¿De qué asesino? ¿Qué me estás diciendo? —Aliosha no se movía del sitio, parecía clavado en el suelo. También Rakitin se había quedado quieto.

–¿De qué asesino? ¿Acaso no lo sabes? Apuesto a que tú también lo has pensado. Eso me tiene intrigado, por cierto. Escucha, Aliosha, tú siempre dices la verdad, aunque te gusta nadar entre dos aguas: ¿lo habías pensado o no lo habías pensado? Responde.

–Sí que lo he pensado —contestó en voz baja Aliosha.

Hasta el propio Rakitin se turbó.

–¿Cómo dices? ¿Así que tú también lo has pensado? —exclamó.

–Yo… no es que lo haya pensado —balbuceó Aliosha—, pero, cuando has empezado a hablar de eso de una forma tan rara, me ha parecido que yo también lo había pensado.

–¿Lo ves? ¿Lo ves? Y con qué claridad lo has expresado. Hoy, mirando a tu padre y a tu hermano Mítenka, ¿has pensado en un crimen? Entonces, ¿no me he equivocado?

–Espera, espera —le interrumpió Aliosha, alarmado—. ¿De dónde sacas tú todo eso?… Y, lo primero, ¿por qué te interesa a ti tanto?

–Dos preguntas diferentes, pero muy naturales las dos. Respondo a cada una por separado. ¿Que de dónde lo saco? No habría visto nada de eso si hoy mismo, de golpe, no hubiera comprendido a Dmitri Fiódorovich, tu hermano, cabalmente, por entero; así, de repente, por entero. Me ha bastado con un solo rasgo para captarlo en su integridad. Todas esas personas tan honradas, pero inclinadas a la lujuria, tienen un límite, y ni se te ocurra pasar de ese límite. Si no, a las primeras de cambio apuñalan a su propio padre. Y el padre es un borracho y un libertino desenfrenado, sin el menor sentido de la medida. Ninguno de los dos se va a controlar, y los dos, ¡zas!, de cabeza a la zanja…

–No, Misha, no; si solo es eso, me dejas tranquilo. A eso no llegan.

–Entonces, ¿por qué estás temblando de pies a cabeza? ¿Acaso no conoces el percal? Por muy honrado que sea, Mítenka (que es tonto, pero honrado) es un hombre lujurioso. Ésa es su definición, en eso reside toda su esencia. Ha sido el padre quien le ha transmitido toda su abyecta lujuria. El único que me tiene asombrado eres tú, Aliosha: ¿cómo puedes conservarte virgen? ¡Tú también eres un Karamázov! En vuestra familia la lujuria llega al paroxismo. Y ahora esos tres lujuriosos se están vigilando… con una navaja escondida en la bota. Los tres han chocado de frente, y a lo mejor tú eres el cuarto.

–En lo de esa mujer te equivocas. Dmitri… la desprecia —dijo Aliosha con un estremecimiento.

–¿A Grúshenka59? No, hermano, no la desprecia. Si ha dejado por ella a su prometida a la vista de todo el mundo, eso es que no la desprecia. En eso… en eso, hermano, hay algo que tú ahora no comprenderías. Si un hombre se enamora de una belleza determinada, ya sea encarnada en un cuerpo de mujer o incluso solo en una parte de un cuerpo de mujer (eso lo entienden muy bien los lujuriosos), es capaz de dar por ella a sus propios hijos, de vender a su padre y a su madre, a Rusia y a la patria; aunque sea honrado, se prestará a robar; aunque sea pacífico, degollará; aunque sea fiel, traicionará. Pushkin, cantor de los piececitos femeninos, los ensalzó en sus versos; otros no los ensalzan, pero no pueden mirarlos sin sufrir un espasmo. Y no se trata solo de los pies… Aquí, hermano, poco cuenta el desprecio, aun admitiendo que haya despreciado de verdad a Grúshenka. La despreciará, pero no puede despegarse de ella.

–Eso yo lo comprendo —se le escapó de pronto a Aliosha.

–¿De veras? Seguro que sí, que lo comprendes; si lo has soltado así, de buenas a primeras, eso es que lo comprendes —dijo Rakitin con malicia—. Lo has dicho sin querer, se te ha escapado. Como confesión es más valiosa: eso significa que el tema te es ya familiar, que ya has pensado en eso, en la cuestión de la lujuria. ¡Ah, joven virginal! ¡Caray con la mosquita muerta! Eres un santo, Aliosha, en eso estamos de acuerdo, pero pareces una mosquita muerta, y ¡el diablo sabrá en qué no habrás pensado ya! ¡El diablo sabrá qué más cosas conoces! Virgen, pero hay que ver a qué honduras has llegado… Hace ya tiempo que te vengo observando. Tú eres un Karamázov, un Karamázov de pies a cabeza… No podía ser de otro modo, en algo tenían que notarse la raza y la selección. Lujurioso por parte de padre, chiflado por parte de madre. ¿Por qué tiemblas? ¿No estoy diciendo la verdad? Que sepas que Grúshenka me pidió, refiriéndose a ti: «Anda, tráemelo, que ya le quito yo la sotana». Y cómo me lo pedía: «¡Tráemelo! ¡Tráemelo!». Y yo no hacía más que pensar: ¿a qué viene tanta curiosidad por ti? ¿Sabes? ¡Ella también es una mujer extraordinaria!

–Salúdala de mi parte, y dile que no voy a ir. —Aliosha forzó una sonrisa—. Acaba, Mijaíl, lo que habías empezado; después te diré lo que yo pienso.

–No hay nada que acabar, está todo claro. Todo esto, hermano, es música vieja. Si hasta tú llevas dentro un lujurioso, ¿qué se puede esperar de tu hermano Iván, nacido de la misma madre? Otro Karamázov. Todo el problema vuestro de los Karamázov radica en lo mismo: ¡sois unos lujuriosos, unos codiciosos y unos chiflados! Ahora tu hermano Iván, que es ateo, en virtud de algún absurdo cálculo que desconocemos, publica unos artículos teológicos, en broma de entrada, y él mismo reconoce que es una bajeza. Eso tu hermano Iván. Aparte de eso, está intentando quitarle la novia a tu hermano Mitia y, según parece, lo va a conseguir. Y de qué manera: con el consentimiento del propio Mítenka, porque éste le cede la novia para librarse de ella y liarse cuanto antes con Grúshenka. Y todo eso, a pesar de toda su nobleza y su desinterés, fíjate bien. ¡Ésa, ésa es la gente más nefasta! Después de esto, que el diablo os entienda: ¡él mismo reconoce su vileza y se hunde en ella! Te digo más: ahora a Mítenka se le cruza en el camino el carcamal del padre. Porque resulta que éste, de repente, va y pierde la cabeza por Grúshenka, se le cae la baba con solo mirarla. Únicamente por culpa de esa mujer acaba de montar tal escándalo en la celda, y todo porque Miúsov se ha atrevido a llamarla tarasca y a decir que era una indecente. Está más enamorado que un gato. Antes, sencillamente, la tenía a sueldo para que se ocupase de algunos de sus tejemanejes en las tabernas, pero ahora, de pronto, ha caído en la cuenta y ha reparado en ella, ha perdido la cabeza y no para de hacerle proposiciones que no son precisamente honestas, desde luego. Total, que en este camino han chocado los dos, el papá y el hijito. Pero Grúshenka no se pronuncia ni por el uno ni por el otro; de momento procura escabullirse y se dedica a provocar a ambos; está considerando cuál le conviene más, porque si bien al padre puede sacarle mucho dinero, él no se va a casar, y lo mismo al final le hace una judiada y acaba cerrando la bolsa. Por eso, Mítenka también cuenta: no tiene dinero, pero, en cambio, es capaz de casarse. ¡Sí, señor, es capaz de casarse! De dejar a su prometida, a Katerina Ivánovna, esa belleza sin par, rica, noble, hija de coronel, y casarse con Grúshenka, antigua mantenida del viejo mercader Samsónov, depravado hombrecillo y alcalde de la ciudad. De todo eso puede salir, de hecho, un enfrentamiento criminal. Y eso es lo que espera tu hermano Iván, que hace un negocio redondo: conquista a Katerina Ivánovna, por quien bebe los vientos, y de paso se embolsa los sesenta mil de su dote. Para un don nadie como él, un pobretón, es algo sumamente seductor, de entrada. Y date cuenta: no solo no ofende a Mitia, sino que éste queda en deuda con él hasta la tumba. Porque sé de buena tinta que el propio Mítenka, la semana pasada, estando borracho en una taberna, en compañía de unas gitanas, se puso a dar voces diciendo que no era un digno novio de su Kátenka60, y que su hermano Iván, en cambio, ése sí que era digno de ella. Y, en cuanto a Katerina Ivánovna, ésa, desde luego, no va a despreciar al final a un seductor como Iván Fiódorovich; ya está, de hecho, vacilando entre los dos. Y ¿de qué se ha valido ese Iván para encandilaros a todos vosotros de esa manera, que todos lo adoráis? Pues él se ríe de todos vosotros, como quien dice: yo estoy en la gloria y me relamo a costa vuestra.

–¿Cómo sabes tú todas esas cosas? ¿Por qué lo dices con tanto aplomo? —preguntó bruscamente Aliosha, frunciendo de pronto el ceño.

–Y tú ¿por qué me lo preguntas y tienes tanto miedo a mi respuesta? Eso es porque admites que he dicho la verdad.

–Tú a Iván no le tienes simpatía. Iván no se dejaría tentar por el dinero.

–¿Tú crees? ¿Y por la belleza de Katerina Ivánovna? No es solo cuestión de dinero, aunque sesenta mil rublos es algo bien seductor.

–Iván tiene miras más elevadas. Tampoco se dejaría seducir por miles de rublos. No es dinero lo que busca, ni tranquilidad. Puede que busque el sufrimiento.

–Y ahora ¿con qué sueño me vienes? ¡Ay, vosotros… los nobles!

–Ah, Misha, Iván tiene un alma tempestuosa. Su mente está cautiva. Hay en él una idea grandiosa, aún por desentrañar. Es de esas personas que no necesitan millones, sino aclarar su pensamiento.

–Eso es un robo literario, Alioshka. Has parafraseado a tu stárets. ¡Menudo acertijo os ha planteado Iván! —gritó Rakitin, con evidente animosidad. Hasta le cambió la expresión del rostro y se le contrajeron los labios—. Se trata, por lo demás, de un acertijo muy tonto, no hay nada que adivinar. Estrújate un poco el cerebro y lo entenderás. Su artículo es risible y disparatado. Pero he oído hace un rato su estúpida teoría: «Sin la inmortalidad del alma, tampoco puede haber virtud, de modo que todo está permitido». Y tu hermanito Mítenka, ¿recuerdas?, ha dicho a voz en grito: «Lo tendré presente». Seductora teoría para los canallas… Qué cosas digo, qué tontería… No para los canallas, sino para esos eruditos fanfarrones cuyos pensamientos son de una «profundidad insondable». Es un fanfarrón, y en el fondo todo se reduce a: «Por una parte, es imposible dejar de confesarlo; pero, por otra, es imposible no reconocerlo». ¡Toda su teoría es una bajeza! ¡La humanidad encontrará en sí misma la fuerza para vivir en la virtud, aun sin creer en la inmortalidad del alma! En el amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad encontrará… —Rakitin se había acalorado, casi no podía contenerse. Pero de pronto, como si hubiera recordado algo, se detuvo—. Bueno, basta —dijo con una sonrisa aún más forzada que antes—. ¿De qué te ríes? ¿Crees que soy un simplón?

–No, ni se me ocurre pensar que seas un simplón… Eres inteligente, pero… déjalo, me reía por una idiotez. Entiendo que puedes acalorarte, Misha. Por tu fogosidad me he dado cuenta de que tampoco a ti te deja indiferente Katerina Ivánovna. Hace ya tiempo que lo sospechaba, y por eso no aprecias a mi hermano Iván. ¿Tienes celos de él?

–¿Y también tengo celos de su dinero? ¿No añades eso?

–No, no añado nada del dinero, no quiero ofenderte.

–Si tú lo dices, te creo, pero ¡que el diablo se os lleve, a todos vosotros y a vuestro hermano Iván! No sois capaces de comprender que, dejando incluso de lado lo de Katerina Ivánovna, uno puede no tenerle la menor simpatía. ¿A santo de qué iba a apreciarlo yo? Él se cree con derecho a meterse conmigo. ¿Por qué no iba a pagarle yo con la misma moneda?

–Nunca le he oído decir nada de ti, ni bueno ni malo; no habla de ti en ningún sentido.

–Pues yo he oído decir que hace dos días, en casa de Katerina Ivánovna, me puso a caer de un burro: hasta ese punto se interesó por este humilde servidor. Después de eso, hermano, no sabría decir quién tiene celos de quién. Se tomó la libertad de expresar su opinión, según la cual, si en un futuro próximo no me muestro dispuesto a seguir la carrera de archimandrita61 y no me decido a tonsurarme, me marcharé sin falta a San Petersburgo y me incorporaré a alguna revista importante, seguramente en la sección de crítica; luego me pasaré una decena larga de años escribiendo y finalmente me haré con la publicación. Después volveré a lanzarla, con una indudable orientación liberal y atea, con tintes socialistas, y hasta con cierto lustre dentro del socialismo, pero siempre con el oído muy atento, esto es, apoyando en el fondo a los nuestros y a los vuestros y tratando de confundir a los incautos. El fin de mi carrera, de acuerdo con la interpretación de tu hermano, apunta a que tales tintes socialistas no me impedirán ingresar en una cuenta corriente el dinerillo de las suscripciones ni, llegado el caso, ponerlo en circulación siguiendo las instrucciones de algún judiazo, hasta que esté en condiciones de construirme una señora casa en San Petersburgo, para trasladar allí la redacción e instalar inquilinos en los demás pisos. Ha señalado incluso la situación de la casa: junto al nuevo puente de piedra que, según dicen, se proyecta construir sobre el Nevá, en San Petersburgo, entre la calle Litéinaia y Vyborg…

–¡Ay, Misha, pero si todo esto podría llegar a cumplirse, hasta el menor detalle! —exclamó de pronto Aliosha, sin poder contenerse y riendo alegremente.

–Veo que usted62 también me viene con sarcasmos, Alekséi Fiódorovich.

–No, no, disculpa, estaba bromeando. Tengo otra cosa en la cabeza. Pero dime: ¿quién ha podido darte todos esos detalles, a quién has podido oírselos? No me irás a decir que estabas personalmente en casa de Katerina Ivánovna cuando mi hermano Iván habló de ti.

–Yo no estaba, pero el que sí estaba era Dmitri Fiódorovich, y yo se lo he oído contar con estos oídos a Dmitri Fiódorovich; bueno, si lo prefieres, él no me lo ha contado a mí, pero yo se lo he escuchado, naturalmente sin querer, porque me encontraba en el dormitorio de Grúshenka y no podía salir de allí mientras Dmitri Fiódorovich estuviera en la habitación de al lado.

–Ah, sí, se me había olvidado que es pariente tuya…

–¿Pariente? ¿Que Grúshenka es pariente mía? —exclamó Rakitin, poniéndose colorado—. ¿Te has vuelto loco o qué? No estás en tus cabales.

–¿Cómo? ¿Es que no sois parientes? Eso había oído…

–¿Dónde has podido oírlo? No, vosotros, los señores Karamázov, os dais aires de grandeza y presumís de rancia alcurnia, cuando tu padre corría haciendo el bufón por las mesas ajenas y solo por caridad se contaba con él en cocina. Admito que yo no soy más que el hijo de un pope, una criatura insignificante al lado de unos nobles como vosotros, pero no tenéis por qué ofenderme tan alegre y descaradamente. Yo también tengo mi honor, Alekséi Fiódorovich. Yo no puedo ser familia de Grúshenka, de una mujer pública; ¡te ruego que lo comprendas!

Rakitin estaba fuera de sí.

–Perdóname, por el amor de Dios, ¿cómo iba yo a suponer…? Y, además, ¿cómo me dices que es una mujer pública? ¿De verdad es… una de ésas? —Aliosha se ruborizó de golpe—. Te repito que había oído decir que erais parientes. Vas a verla a menudo, y tú mismo me has dicho que no tienes con ella ninguna relación amorosa… ¡Nunca habría pensado que la desprecias de ese modo! ¿De verdad se lo merece?

56.Se trataba de la modalidad más mortífera de los duelos a pistola. En ella, solo una de las dos pistolas era cargada, y los rivales escogían su arma al azar. Acto seguido, cogiendo cada contendiente con su mano libre uno de los extremos de un pañuelo (ésa era toda la distancia que los separaba), a una señal del director del combate disparaban a quemarropa sobre el oponente.
57.Se trata de una frase hecha, que aparece con cierta frecuencia en el periodismo y la literatura rusa de la época; constituye, en última instancia, una paráfrasis de unos versos del poema El novio (1825), de Aleksandr Serguéievich Pushkin (1799-1837).
58.Forma hipocorística del nombre Mijaíl.
59.Forma hipocorística del nombre Agrafiona (equivalente ruso de Agripina); también aparecen en el libro otras variantes, como Grushka y Grusha.
60.Diminutivo de Katia, forma hipocorística de Katerina; también aparece en el libro la variante Katka.
61.Dignidad eclesiástica en la Iglesia ortodoxa y en la Iglesia católica de rito oriental; en Rusia, los archimandritas estaban a la cabeza de los monasterios de mayor importancia, a diferencia de los higúmenos, que dirigían los monasterios de menor categoría.
62.Como ya se hizo constar en este libro segundo, en el capítulo III, en ruso resulta relativamente normal la alternancia entre el tratamiento de «tú» y de «usted».
Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
16 ekim 2024
Hacim:
1360 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9782377937080
Telif hakkı:
Bookwire
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