Kitabı oku: «Los hermanos Karamázov», sayfa 9

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–Si la visito, puedo tener mis razones para hacerlo, y eso para ti ya es suficiente. Y, por lo que respecta al parentesco, más bien diría que tu hermano o hasta tu propio padre van hacer que seas tú, antes que yo, familia de ella. Bueno, ya estamos. Anda, mejor vete para la cocina. ¡Huy! ¿Qué pasa aquí? ¿Qué es eso? ¡No me digas que hemos llegado tarde! ¡No es posible que hayan terminado de comer tan pronto! ¿Ya han hecho otra de las suyas los Karamázov? Seguro que sí. Ahí está tu padre, e Iván Fiódorovich va detrás de él. Han salido precipitadamente de la residencia del higúmeno. El padre Isídor les está gritando algo desde el porche. Y tu padre también grita y hace aspavientos, debe de estar insultando a alguien. Vaya, también Miúsov se marcha en el coche; allá va, ¿lo ves? Mira, también Maksímov, el terrateniente, se marcha corriendo; sí, aquí se ha montado un escándalo, ¡así que no ha habido comida! ¿No le habrán dado una paliza al higúmeno? O, a lo mejor, se han llevado ellos la paliza… ¡Les estaría bien empleado!…

Las exclamaciones de Rakitin no eran en vano. Efectivamente, se había armado un escándalo, inaudito e inesperado. Todo había obedecido a «una inspiración».

VIII. El escándalo

Cuando Miúsov e Iván Fiódorovich entraban a ver al higúmeno, Piotr Aleksándrovich, hombre en verdad correcto y fino, no tardó en experimentar, a su modo, un delicado proceso: se avergonzó de haberse enfadado. Sentía en su fuero interno que, en el fondo, tendría que haberse limitado a despreciar al miserable de Fiódor Pávlovich, conservando la sangre fría en la celda del stárets, en vez de perder los estribos como los había perdido. «Los monjes, al menos, no tienen ninguna culpa de lo ocurrido —se dijo, de pronto, al llegar al porche del higúmeno— y, dado que estoy en compañía de gente respetable (por lo visto, el padre Nikolái, el higúmeno, pertenece también a la nobleza), ¿por qué no ser amable, atento y cortés?… No pienso discutir, al contrario, procuraré decir amén a todo, encandilarlos con mi amabilidad y… y… así podré demostrarles que yo no voy de la mano de ese Esopo63, de ese payaso, de ese Pierrot, y que he metido la pata, igual que todos ellos…»

En lo referente a las talas en el bosque y los derechos de pesca que eran objeto de litigio (ni él mismo sabía dónde era todo aquello), decidió cedérselos definitivamente, de una vez por todas, ese mismo día —sobre todo, porque era cosa de muy poco valor—, y poner fin a todos sus pleitos con el monasterio.

Se reafirmó en sus buenos propósitos cuando hizo su aparición en el comedor el padre higúmeno. Propiamente, no era un comedor, pues el higúmeno solo disponía de dos habitaciones en el edificio, si bien es cierto que eran notablemente más amplias y cómodas que las del stárets. Con todo, el mobiliario de los cuartos tampoco se distinguía por ser particularmente confortable: los muebles eran de caoba, tapizados en cuero, siguiendo la moda de los años veinte; las tablas del piso ni siquiera estaban pintadas. Sin embargo, todo relucía por su limpieza y en las ventanas había muchas flores valiosas; pero el principal lujo en ese momento, como es natural, consistía en la mesa —hablando, también en este aspecto, en términos relativos— primorosamente servida: el mantel estaba limpio; la vajilla, resplandeciente; había tres variedades de pan, magníficamente horneado, dos botellas de vino, otras dos botellas del excelente hidromiel del monasterio y una gran jarra de cristal con kvas64, igualmente del monasterio, famoso en toda la comarca. No había ni una gota de vodka. Más tarde, Rakitin contaría que se había preparado para la ocasión una comida compuesta por cinco platos: había sopa de esturión con empanadillas de pescado; después un pescado hervido, magníficamente preparado, según una receta propia; a continuación, filetes de salmón, helado y compota y, por último, una especie de jalea que recordaba al manjar blanco. Todo esto se lo había olido Rakitin, quien, sin poder contenerse, se había asomado expresamente a la cocina del higúmeno, donde también tenía sus contactos. Los tenía en todas partes, y sabía tirarles de la lengua. Era de corazón inquieto y envidioso. Era muy consciente de sus notables aptitudes, pero, en su presunción, las exageraba precipitadamente. Estaba convencido de que llegaría a ser una personalidad destacada en su género, pero a Aliosha, que se sentía muy ligado a él, le dolía que su amigo Rakitin fuera insincero y se negara a reconocerlo; al contrario, sabiendo que jamás robaría dinero, aunque estuviera bien a la vista, se consideraba, decididamente, el hombre más honrado del mundo. En ese terreno, ni Aliosha ni nadie tenían nada que hacer.

Rakitin no tenía categoría para que lo invitaran a la comida; en cambio, acudieron como invitados el padre Iósif y el padre Paísi, y con ellos otro hieromonje más. Ya estaban en el comedor esperando al higúmeno cuando entraron Piotr Aleksándrovich, Kalgánov e Iván Fiódorovich. También estaba esperando, un tanto apartado, el terrateniente Maksímov. Para recibir a sus invitados, el padre higúmeno se adelantó hasta el centro de la estancia. Era un anciano alto, enjuto, pero todavía fuerte, moreno, con abundantes canas, de rostro alargado, grave y apagado. Saludó con una inclinación, sin decir nada, a sus invitados, los cuales, en esta ocasión, sí se acercaron a pedirle su bendición. Miúsov estuvo a punto incluso de arriesgarse a besarle la mano, pero el higúmeno la retiró a tiempo, y no hubo tal beso. Por el contrario, Iván Fiódorovich y Kalgánov pudieron esta vez completar el ritual, mediante un sencillo y popular chasquido de labios en la mano.

–Debemos disculparnos, abiertamente, ante su reverencia —empezó Piotr Aleksándrovich, sonriendo con amabilidad, aunque en un tono grave y respetuoso—; debemos disculparnos por acudir sin uno de sus invitados, Fiódor Pávlovich, que había venido con nosotros; se ha visto obligado a ausentarse de su ágape, y no sin motivo. En la celda del reverendo padre Zosima, dejándose llevar por sus impulsos en el curso de una deplorable disputa familiar con su hijo, ha pronunciado algunas palabras completamente inoportunas… dicho de otro modo, completamente indecorosas… de lo cual, al parecer —miró a los hieromonjes—, su reverencia ya está al corriente. Razón por la cual, consciente de su culpa y sinceramente arrepentido, ha experimentado una vergüenza insuperable y nos ha pedido, a su hijo Iván Fiódorovich y a mí mismo, que le manifestemos su más sincero pesar, su desconsuelo y su arrepentimiento… En una palabra, espera y desea poder repararlo todo más adelante, y ahora, solicitando su bendición, le ruega que olvide lo ocurrido…

Miúsov calló. Una vez pronunciadas las últimas palabras de su tirada, se sintió muy satisfecho consigo mismo, tanto que no quedó en su alma ni rastro de su reciente irritación. Volvía a amar a la humanidad, sinceramente y sin reservas. El higúmeno, que le había escuchado con gravedad, inclinó levemente la cabeza y dijo en respuesta:

–Lamento vivamente su ausencia. Acaso, a raíz del ágape habría podido llegar a apreciarnos, al igual que nosotros a él. Les ruego, señores, que se sienten a la mesa.

Se situó ante el icono y empezó a rezar en alta voz. Todos agacharon respetuosamente la cabeza, e incluso el terrateniente Maksímov se hizo notar, juntando las palmas de las manos en señal de singular devoción.

Y justo en ese momento Fiódor Pávlovich hizo su última gansada. Hay que tener presente que en verdad había deseado marcharse y que en verdad era consciente, después de su vergonzosa conducta en la celda del stárets, de la imposibilidad de asistir, como si tal cosa, a la comida del higúmeno. No es que estuviese demasiado avergonzado ni que se considerase culpable de lo ocurrido, si es que no pasaba todo lo contrario; pero, en cualquier caso, sentía que su presencia en la comida no sería oportuna. Pero, en cuanto le acercaron al porche el traqueteante vehículo, y a punto ya de montarse en él, Fiódor Pávlovich se detuvo de repente. Le vinieron a la cabeza las palabras que había pronunciado en presencia del stárets: «Cada vez que entro en un sitio, me da la sensación de que yo soy más canalla que nadie y de que todo el mundo me toma por un bufón»; «venga, vamos a hacer el bufón; no tengo miedo de vuestra opinión, porque todos, todos sin excepción, sois más necios y más canallas que yo». Le entraron ganas de vengar en los demás sus propias vilezas. Recordó entonces, en ese sentido, cómo una vez, hacía tiempo, le habían preguntado: «¿Por qué odia usted tanto a esa persona?». A lo cual había respondido, en un arrebato de bufa desvergüenza: «Pues mire: la verdad es que a mí no me ha hecho nada; en cambio, yo le he hecho una canallada de lo más indecente, y, nada más hacérsela, he empezado a odiarlo». Al recordar aquellas palabras, sonrió silenciosa y maliciosamente, en una rápida reflexión. Los ojos le centellearon y hasta los labios le empezaron a temblar. «Ya que he empezado, habrá que terminar», decidió de pronto. Su más recóndita sensación en esos momentos podría ser descrita con las siguientes palabras: «Ya es demasiado tarde para pensar en una rehabilitación; así pues, voy a ir a escupirles sin recato: ¡si es que no me da ninguna vergüenza, no hay más!». Ordenó al cochero que esperara y regresó al monasterio a buen paso, derecho a la residencia del higúmeno. Aún no sabía muy bien lo que iba a hacer, pero sí sabía que ya no era dueño de sí y que solo necesitaba un ligero empujón para alcanzar, en un abrir y cerrar de ojos, el límite de la infamia; eso sí, no pensaba en ningún caso llegar al crimen ni incurrir en un despropósito por el que pudieran llevarlo a juicio. En última instancia, siempre sabía dominarse, razón por la cual a veces se sorprendía de sí mismo. Se presentó en el comedor del higúmeno en el instante preciso en que había concluido la plegaria y todos se dirigían a la mesa. Desde el umbral, contempló el grupo y se echó a reír con una risa prolongada, insolente, maligna, mirando osadamente a los ojos de todos.

–¡Se creían que me había marchado! ¡Pues aquí me tienen! —gritó, y sus palabras resonaron en toda la sala.

Por un momento todos lo miraron fijamente, sin decir nada, hasta que, de pronto, sintieron que algo iba a ocurrir en ese mismo instante: algo indeseable, disparatado, algo que iba a acarrear inevitablemente un escándalo. Piotr Aleksándrovich, que estaba de un humor excelente, se puso de inmediato hecho una furia. Todo lo que se había calmado y sosegado en su corazón resucitó y se alzó de golpe.

–¡No, no estoy dispuesto a tolerarlo! —gritó—. No puedo… ¡no puedo, de ninguna manera!

La sangre se le subía a la cabeza. Se atropellaba al hablar, pero no estaba ya en condiciones de reparar en las cosas que decía, y cogió su sombrero.

–¿Cómo que no puede? —gritó Fiódor Pávlovich—. ¿Qué es eso que no puede «de ninguna manera»? ¿Puedo pasar o no, su reverencia? ¿Acepta a este comensal?

–Se lo ruego de todo corazón —respondió el higúmeno—. ¡Señores! —añadió de pronto—. Me permito pedirles con toda el alma que, dejando a un lado sus ocasionales querellas, se reúnan en amor y concordia fraterna en este pacífico ágape, al tiempo que elevan sus oraciones al Señor…

–No, no, es imposible —gritó, fuera de sí, Piotr Aleksándrovich.

–Pues si para Piotr Aleksándrovich es imposible, también lo es para mí, y no voy a quedarme. He venido con esta idea: pienso ir a todas partes con Piotr Aleksándrovich; que usted se marcha, Piotr Aleksándrovich, yo también me marcho; que se queda, yo también me quedo. Con eso de la concordia fraterna le ha hecho usted una buena faena, padre higúmeno: ¡no me reconoce como pariente! ¿A que sí, Von Sohn? Aquí tenemos a Von Sohn. Muy buenas, Von Sohn.

–¿Es… a mí? —balbuceó perplejo el terrateniente Maksímov.

–Pues claro que es a ti —gritó Fiódor Pávlovich—. ¿A quién si no? ¡No iba a ser el padre higúmeno Von Sohn!

–Pues yo tampoco soy Von Sohn; yo soy Maksímov.

–No, tú eres Von Sohn. ¿Sabe su reverencia qué es eso de Von Sohn? Hubo un proceso criminal: lo asesinaron en una casa de fornicación (creo que es así como llaman ustedes a esos sitios)… lo asesinaron y lo desvalijaron y, a pesar de su edad respetable, lo metieron en una caja, la cerraron bien cerrada, y de San Petersburgo la facturaron a Moscú, en el vagón del equipaje, con su número correspondiente. Y, mientras claveteaban la tapa, aquellas depravadas bailarinas cantaban canciones y tocaban el gusli65, quiero decir, el fortepiano. Pues éste de aquí es el mismísimo Von Sohn. Ha resucitado de entre los muertos, ¿no es verdad, Von Sohn?

–Pero ¿qué es esto? ¿Qué es esto? —se oyeron unas voces en el grupo de hieromonjes.

–¡Vámonos! —gritó Piotr Aleksándrovich, dirigiéndose a Kalgánov.

–¡No, señores! ¡Permítanme! —intervino Fiódor Pávlovich, en tono estridente, avanzando un paso más hacia el interior de la estancia—. Permítanme también a mí acabar. Allí, en la celda, me han difamado, diciendo que he actuado sin respeto, especialmente por haber hablado, a voz en grito, de gobios. Piotr Aleksándrovich Miúsov, pariente mío, es partidario de que en las palabras haya plus de noblesse que de sincérité, mientras que yo, por el contrario, prefiero en mis palabras plus de sincérité que de noblesse, y ¡al diablo la noblesse! ¿A que sí, Von Sohn? Permita, padre higúmeno; yo, por más que sea un bufón y que me presente como un bufón, soy un caballero de honor y quiero explicarme. Sí, señor; yo soy un caballero de honor, mientras que en Piotr Aleksándrovich solo hay amor propio reprimido, y nada más. Si he venido aquí hace un rato, ha sido, posiblemente, con intención de ver y de explicarme. Tengo aquí a mi hijo Alekséi, que busca su salvación; yo soy su padre: debo preocuparme y me preocupo por su porvenir. He estado escuchando y haciendo mi papel, observando todo con discreción; ahora quiero ofrecerles el último acto de la representación. ¿Cómo actuamos nosotros? Entre nosotros, lo que cae ya no se vuelve a levantar. Lo que ha caído no va a volver a levantarse jamás. ¡Pues no! Yo quiero levantarme. Santos padres, estoy indignado con ustedes. La confesión es un gran sacramento; yo lo respeto y estoy dispuesto a humillarme ante él. Pero resulta que allí, en la celda, todos caen de rodillas y se confiesan en voz alta. ¿Desde cuándo es lícito confesarse de ese modo? La confesión auricular fue establecida por los Padres de la Iglesia: solo en ese caso es un sacramento la confesión; es así desde muy antiguo. Si no, ¿cómo voy a ponerme a explicar yo, por ejemplo, delante de todo el mundo, que si esto o que si lo otro?… Bueno, ya me entienden, que si esto, que si lo otro… ¡Menudo escándalo! No, padres; aquí, entre ustedes, a lo mejor se siente uno arrastrado hacia los flagelantes66… Yo, a las primeras de cambio, pienso escribir al Sínodo67, y a mi hijo Alekséi me lo voy a llevar a casa…

Aquí una nota bene: Fiódor Pávlovich había oído campanas y no sabía dónde. En otro tiempo se habían difundido maliciosos rumores (en relación no solo con nuestro monasterio, sino también con otros en los que existía igualmente la institución del stárchestvo), que habían llegado a oídos del obispo, según los cuales los startsy eran objeto de una consideración excesiva, en detrimento de la preeminencia del higúmeno; por ejemplo, se acusaba a los startsy de hacer un uso indebido del sacramento de la confesión y otras cosas por el estilo. Eran acusaciones sin ningún sentido, que se habían desvanecido por sí mismas a su debido tiempo, tanto entre nosotros como en otros lugares. Pero el estúpido diablo, que se había apoderado de Fiódor Pávlovich y, dueño de sus nervios, lo llevaba cada vez más lejos hacia un abismo oprobioso, le sopló al oído aquella vieja acusación de la que él mismo no entendía una sola palabra. Ni siquiera fue capaz de formularla correctamente, habida cuenta de que en la celda del stárets nadie se había arrodillado ni se había puesto a confesarse en voz alta, por lo que Fiódor Pávlovich no pudo haber visto nada semejante, y hablaba guiándose únicamente por viejos rumores y chismorreos que le habían venido, mal que bien, a la memoria. Pero, una vez soltada aquella estupidez, cayó en la cuenta de que había dicho algo sin pies ni cabeza, y de inmediato sintió la necesidad de demostrar a sus interlocutores y, lo que es peor, de demostrarse a sí mismo que lo dicho no era ninguna tontería. Y, aunque sabía de sobra que con cada palabra no haría sino añadir un nuevo disparate, y aún mayor, a los anteriores, se lanzó cuesta abajo, incapaz ya de contenerse.

–¡Cuánta infamia! —gritó Piotr Aleksándrovich.

–Disculpe —dijo de pronto el higúmeno—. Se dijo en otro tiempo: «Y han empezado a hablar de mí, y han dicho muchas cosas, algunas de ellas malas. Mas yo, habiendo oído todo eso, me he dicho: ésta es la medicina de Jesús, el cual me la ha enviado para sanar la vanidad de mi alma». ¡Por eso mismo, también nosotros le damos humildemente las gracias, estimado huésped!

E hizo una profunda reverencia ante Fiódor Pávlovich.

–¡Bah! ¡Mojigatería y frases viejas! ¡Frases viejas y gestos viejos! ¡La vieja mentira y el formalismo de las reverencias hasta el suelo! ¡Ya conocemos estas reverencias! «Un beso en los labios y un puñal en el corazón», como en Los bandidos de Schiller. No me gusta, padres, la falsedad; ¡quiero la verdad! Pero la verdad no está en los gobios, ¡eso ya lo he dicho bien alto! Padres monjes, ¿para qué ayunan? ¿Cómo esperan recibir a cambio una recompensa en el cielo? ¡Por una recompensa así también yo ayunaría! No, monje santo, lo que tienes que hacer es practicar la virtud en esta vida, ser útil a la sociedad en lugar de encerrarte en un monasterio con la comida asegurada y no esperar la recompensa allí arriba: ya verás cómo así cuesta un poco más. Como ve, padre higúmeno, yo también soy capaz de hablar bien. ¿Qué tienen preparado por aquí? —Se acercó a la mesa—. Oporto añejo de la Factory68, un médoc embotellado de los hermanos Yeliséiev69… ¡caray con los padres! Esto no se parece en nada a los gobios. ¡Hay que ver qué botellitas han preparado los padres! ¡Je, je, je! ¿Y quien ha traído hasta aquí todo esto? ¡Ha sido el campesino ruso, el trabajador, que trae aquí la moneda ganada con sus manos callosas, quitándosela a su prole y a las necesidades del Estado! ¡Porque ustedes, padres santos, están chupando del pueblo!

–¡Eso ya es completamente indigno por su parte! —protestó el padre Iósif.

El padre Paísi callaba con obstinación. Miúsov salió a toda prisa de la estancia, y Kalgánov fue tras él.

–Bueno, padres, ¡yo también voy detrás de Piotr Aleksándrovich! No pienso volver más aquí; así me lo pidan de rodillas, no pienso volver. Les mandé mil rubletes, y a ustedes han vuelto a encandilárseles los ojos, ¡je, je, je! No, no voy a añadir nada más. ¡Me estoy vengando por mi pasada juventud, por todas mis humillaciones! —Dio un puñetazo en la mesa, en un acceso de fingida emoción—. ¡Este monasterio ha significado mucho en mi vida! ¡Muchas lágrimas amargas he derramado por él! Ustedes pusieron en mi contra a mi mujer, a la enajenada. ¡Me han maldecido ustedes en siete concilios, me han criticado en toda la región! ¡Ya basta, padres! Éste es un siglo liberal, es el siglo de los barcos de vapor y de los ferrocarriles. Ni mil rublos, ni cien, ni cien kopeks: ¡no van a recibir de mí nada de nada!

Otra nota bene: nuestro monasterio no había tenido nunca un significado especial en la vida de Fiódor Pávlovich, quien jamás había vertido una sola lágrima amarga por su causa. No obstante, Fiódor Pávlovich estaba tan emocionado con esas fingidas lágrimas suyas que por un momento estuvo a punto de llegar a creérselas; poco le faltó incluso para echarse a llorar, enternecido, pero en ese preciso instante creyó que ya era tiempo de volver grupas. El higúmeno, ante aquella ponzoñosa mentira, inclinó la cabeza y volvió a decir, en tono imponente:

–También se ha dicho: «Sufre con resignación y alegría la infamia inmerecida que sobre ti pesa, y no te aflijas ni odies a tu infamador». Así obraremos.

–¡Bah, subterfugios! ¡Y galimatías! Sigan con sus subterfugios, padres, que yo me voy. Y a mi hijo Alekséi me lo llevo para siempre, en virtud de mi patria potestad. ¡Iván Fiódorovich, reverente hijo mío, haga el favor de seguirme! ¡Von Sohn, para qué quieres quedarte aquí! Ven conmigo a la ciudad. En mi casa hay alegría. Estará como a una versta, y, en vez de aceite de ayuno70 te daré lechón con gachas; comeremos; te sacaré un coñac, después un licorcito: tengo uno de frambuesa… ¡Ea, Von Sohn, no dejes que pase de largo la felicidad!

Salió gritando y gesticulando. Fue en ese momento cuando Rakitin lo vio y se lo señaló a Aliosha.

–¡Alekséi! —le gritó desde lejos el padre al verlo—. Hoy mismo te trasladas a mi casa definitivamente, y te llevas la almohada y el jergón, para que no quede ni rastro de ti en este sitio.

Aliosha se detuvo, como clavado en el suelo, sin decir nada, observando atentamente la escena. Fiódor Pávlovich, entretanto, se subió al coche, y tras él, sin volverse siquiera hacia Aliosha para despedirse, se dispuso a montar, taciturno y sombrío, Iván Fiódorovich. Pero justo entonces tuvo lugar otra escena estrafalaria y casi inverosímil, que vino a rematar todo el episodio. De pronto, al lado del estribo del coche, apareció el terrateniente Maksímov. Había llegado a la carrera, jadeante, para no retrasarse. Rakitin y Aliosha lo habían visto correr. Iba con tanta prisa que, en su precipitación, puso un pie en el estribo antes de que Iván Fiódorovich hubiera retirado su pie izquierdo y, agarrándose de la caja del coche, se preparó para subir de un salto.

–¡Yo también! ¡Yo también voy con ustedes! —exclamó, al tiempo que daba unos saltitos, con una risa alegre y entrecortada, con cara de dicha y dispuesto a cualquier cosa—. ¡Llévenme a mí también!

–¿No había dicho yo —gritó con entusiasmo Fiódor Pávlovich— que es Von Sohn? ¡Es el verdadero Von Sohn, resucitado de entre los muertos! ¿Cómo has podido salir de ahí? ¿Qué hacías ahí vonsohnizando? Y ¿cómo has podido, precisamente tú, abandonar la comida? ¡Hace falta ser duro de mollera! ¡Yo ya lo soy, pero tu caso, hermano, me tiene asombrado! ¡Salta, salta rápido! Deja que suba, Vania71, será divertido. De un modo u otro, se echará a nuestros pies. ¿Vas a echarte, Von Sohn? ¿Y si le hacemos un hueco en el pescante, con el cochero?… ¡Salta al pescante, Von Sohn!

Pero Iván Fiódorovich, que ya se había acomodado en su sitio, sin decir nada, le dio de sopetón, con todas sus fuerzas, un empujón en el pecho a Maksímov, y este aterrizó a un sazhen72 de distancia. Si no cayó al suelo, fue por casualidad.

–¡En marcha! —le gritó con rabia al cochero Iván Fiódorovich.

–Pero ¿qué haces? ¿Qué haces? ¿Por qué lo tratas así? —le reprendió Fiódor Pávlovich, pero el coche ya había arrancado.

Iván Fiódorovich no contestó.

–¡Qué cosas tienes! —empezó nuevamente Fiódor Pávlovich, mirando de reojo a su hijo, después de dos minutos de silencio—. Si fuiste tú el que pensó lo del monasterio, el que anduvo pinchando, el que dio su aprobación… ¿a qué viene ahora ese enfado?

–Ya está bien de decir sandeces, descanse un poco ahora, por lo menos —le cortó severo Iván Fiódorovich.

Fiódor Pávlovich volvió a quedarse un par de minutos callado.

–Un poco de coñac vendría bien ahora —comentó en tono sentencioso.

Pero Iván Fiódorovich no contestó.

–Cuando lleguemos, tú también beberás.

Iván Fiódorovich seguía sin decir nada.

Fiódor Pávlovich aguantó otro par de minutos.

–Pues a Aliosha, de todos modos, pienso sacarlo del monasterio, por muy desagradable que le resulte a usted, mi reverentísimo Karl von Moor.

Iván Fiódorovich se encogió de hombros desdeñosamente y, volviéndose, se puso a mirar el camino. A partir de ese momento, ya no dijeron nada hasta llegar a casa.

63.En distintos momentos de la obra se identifica a Fiódor Pávlovich Karamázov con la figura de Esopo, y ocasionalmente con la de Pierrot; comparte con estos personajes su origen humilde, su exacerbada sensualidad y su carácter grosero, violento y bufonesco.
64.Bebida rusa de muy baja graduación, obtenida de la fermentación de pan de centeno y frutas.
65.Instrumento de cuerda tradicional ruso.
66.Los flagelantes (en ruso, jlysty) eran una secta cismática rusa, de la que hay noticias desde mediados del siglo XVII; se hicieron famosos por sus sesiones de trance colectivo, a base de cánticos y danzas frenéticas, que en ocasiones (al decir de sus enemigos) degeneraban en prácticas orgiásticas.
67.El Santísimo Sínodo, instituido por el zar Pedro I el Grande (1672-1725) en 1721, fue el órgano superior de la Iglesia ortodoxa rusa hasta la restauración del Patriarcado en 1918.
68.Creada en 1727, la Factory House de Oporto agrupaba a los exportadores ingleses de vino de oporto, y controló de manera absoluta el comercio de este producto hasta 1756, cuando el marqués de Pombal decidió acabar con el monopolio británico. Desde finales del siglo XVIII pasó a ser esencialmente un selecto club social, reservado en principio a los miembros de las compañías británicas elaboradoras de oporto, pero siguió influyendo poderosamente en el comercio internacional de este vino.
69.Los hermanos Yeliséiev, con espectaculares tiendas en Moscú y San Petersburgo, estaban entre los principales comerciantes de productos alimenticios en Rusia.
70.Aceite vegetal (en ocasiones, también de pescado) cuyo consumo estaba autorizado por la Iglesia ortodoxa en determinados días de ayuno, a diferencia de los aceites de origen animal, como la manteca o la mantequilla; en Rusia el «aceite de ayuno» solía ser de cáñamo o de linaza.
71.Forma hipocorística del nombre Iván; también aparecen en la obra otras variantes, como Vánechka o Vanka.
72.Antigua medida rusa de longitud, equivalente a 2,13 metros, aproximadamente.
Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
16 ekim 2024
Hacim:
1360 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9782377937080
Telif hakkı:
Bookwire
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