Kitabı oku: «Nínive», sayfa 13
Tras unas cuantas semanas, la estadía de Katya en casa de la tía Laura se volvió intolerable para ambas. En consecuencia –aún le da vergüenza rememorar el hecho–, Katya averiguó dónde estaba su padre y dio marcha atrás en su aventura.
Sus manos caen, estáticas; su pecho asciende y desciende de manera acompasada. En el exterior, el viento crea con la lluvia innumerables columnas estriadas. Piensa en sus vecinos, guarecidos en sus chozas: la lluvia martillea los techos de zinc. ¿Y qué será de Derek y sus camaradas? ¿Qué harán cuando llueva, ahora que su único refugio es un callejón?
Imagina a Derek mojándose, con sus vendas saturadas y cada vez más pesadas, que lo derriban y lo vuelven un hombre de yeso en el suelo, como papel higiénico apelmazado. Cuando regrese a casa le ofrecerá algo de efectivo o un viejo suéter o dos. Es una promesa.
Una cosa puede afirmar acerca de sí misma: nunca ha sido ingrata, nunca ha dejado de valorar un techo, nunca lo ha dado por sentado. Techo, cama, piso, paredes. Todavía le parece increíble poseer cada uno de esos elementos, y simultáneamente; todavía le parece increíble tener tanto derecho a ellos.
Esta soledad es un bien preciado. No hay nadie más en Nínive, y tal reflexión le genera una paz precaria. Consiguió inclinar la balanza a su favor, ¿no es cierto? Se persuade de que sí. Zintle redactará un contrato: eso aseveró el señor Brand. Katya puede quedarse.
Evoca a la rana muerta cayendo a plomo. Un pequeño sacrificio. Un precio exiguo, se dice a sí misma, a cambio de una brizna de soberanía. Ha recorrido un largo trayecto desde allí hasta aquí: desde el pavimento, fuera de aquella horrorosa pensión para estudiantes, hasta Nínive, donde puede tocar las paredes y los pisos con un placer casi epicúreo.
Se siente cautelosamente libre: un utensilio que ha escapado de sus usuarios. Es una pala de construcción o jardinería lanzada al aire, que resplandece durante un instante a partir de la luz reflejada en ella, e indecisa del sitio donde caerá. Sin duda, ya no percibe la gruesa mano del señor Brand sobre ella: el individuo podrá ser su empleador, pero no su amo.
Sin embargo, algo le provoca desazón. Algo, en este asunto, se antoja irreal o incierto. Quizá porque comprende que las herramientas no están hechas para ser libres. Por definición, deben usarse.
Y tiene un presentimiento de lo que ocurrirá a continuación.
Aguarda.
No transcurre demasiado tiempo antes de que su augurio cobre forma.
“¡Ratas-en-una-trampa-para-ratas, aplastadas-desinfladas!”
El golpe en la puerta es claro y estentóreo: no da lugar a malentendidos. Resuena a lo largo y ancho de la Unidad Dos y la arranca de su sopor. Se pone de pie inmediatamente.
Existe la posibilidad de que se trate de Toby. Tal vez haya regresado para entregarle algún instrumento olvidado en la camioneta. Pero sabe bien que no es así.
Todo está muy oscuro. Se desplaza a tientas por el departamento hasta arribar a la puerta. Se ha vuelto avezada en este ejercicio: apenas necesita sus ojos. Advierte, a través de la mirilla, que el sensor de movimiento ha activado la iluminación; no obstante, esta sólo permite ver una forma jorobada a contraluz. No es Toby. La silueta del chico es alta y esbelta: siempre que se aproxima a la puerta de su casa, oscila en el vidrio esmerilado como un alga marina arrastrada por la corriente. Por lo demás, la sombra es demasiado baja para ser Pascal y demasiado fornida para ser Reuben. No, esta figura le pertenece a otro. El personaje lóbrego levanta un puño y vapulea la puerta.
Sabe que si permanece totalmente inmóvil en el vestíbulo renegrido, quienquiera que se encuentre ahí no podrá verla o escucharla. Apenas respira. El visitante es tenaz. Acerca su semblante a la mirilla y la oscurece. Luego se retira. Aporrea la puerta, profiere palabrotas y, al parecer, se va.
Katya aguarda, petrificada, con las manos entrelazadas con firmeza, hasta que el sensor de movimiento aplaca su empeño de vigilancia y apaga la luz exterior.
Pero ella sabe que el sujeto volverá. Y no tardará mucho en hacerlo. Ahora no logra dormir.
Una hora después, oye de nueva cuenta:
“Ratas-en-una-trampa-para-ratas, aplastadas-desinfladas.”
Y esta vez abre la puerta.
XIII. RATAS EN UNA TRAMPA PARA RATAS
–Ya era hora, maldita sea. Mierda, me estaba congelando aquí afuera.
Irrumpe en el departamento afanosamente, empujándola a un costado y trayendo consigo el efluvio de la marisma. Está demasiado oscuro para distinguir su rostro, pero tal cosa es innecesaria. Parece jorobado: lleva alguna clase de bolsa en el hombro. Ella cierra la puerta, de manera flemática, tras de sí.
–Hola, papá –dice–. Pensé que serías tú.
–Hola, mi niña –responde–. La tormenta es canalla, ¿no?
Se mueve con una celeridad y una precisión sorprendentes, a través del umbrío pasaje que conduce al dormitorio. Ella escucha que la cama rechina, como si un enorme peso la comprimiera. Su padre siempre ejerció mayor fuerza gravitacional de lo que sugeriría su auténtica masa. Lo sigue sin pronunciar palabra. Len se sienta en el borde de su cama –la espalda encorvada y las manos entre las rodillas–: una silueta negra que contrasta con el edredón blanco. En virtud de la luz tenue que entra por la ventana, puede ver su cabello engominado, alisado hacia atrás, y su frente centelleante de gotas de lluvia.
–Papá, ¿qué estás haciendo aquí? –¿Y cómo conseguiste introducirte?, se pregunta, recordando el portón clausurado con candado.
–Estoy hecho polvo, mi niña –dice, y su voz suena frágil, avejentada–. Charlaremos mañana, ¿eh? Necesito echar una pestaña.
–Muy bien. Mañana.
Él se apodera de la cama. Ella se tumba en el sofá de la sala. No le resulta incómodo. Sin embargo, no duerme. No se desviste. Aunque se hallen en distintas habitaciones, siente su presencia toda la noche: duerme profunda y estrepitosamente; carraspea, se tira pedos, gime en sueños. No es difícil olerlo. Afuera, la lluvia se desmorona.
Oh, pero había olvidado cómo era por las mañanas.
Katya despierta y lo encuentra ejecutando un show para ella: da zancadas, con los pies desnudos, de un lado al otro de la alfombra de la sala, como si estuviera sobre una pasarela. Frunce los labios en un silbido inaudible. En cualquier momento subirá el volumen. Por supuesto, sabe que ella se ha espabilado y lo observa. Se ha puesto el overol –el overol de su hija– y lo agita y lo ajusta mientras hace cabriolas. No obstante, la prenda vuelve a encogerse y a adoptar su forma original. Sus tobillos quedan al descubierto y él se dobla –una curva magistral, un cuerpo gallardo: siempre poseyó una complexión estilizada– y desenrolla los extremos de las piernas para que el uniforme se adecúe a su altura, poco más prominente que la de Katya. Contonea los hombros, tensa y distiende los pectorales: la tela que ejerce presión sobre los senos de su hija se ve laxa en su pecho. Desenrolla también las mangas a fin de que cubran sus muñecas huesudas. Estira el cuello y aplana las solapas.
Aún somnolienta, Katya se mira a sí misma: envejecida, carente de avidez sexual, haciendo travesuras. Se trata de un espejo antiguo, familiar y cruel. Papá.
Len eleva sus pies, uno tras otro, y hace crujir las articulaciones, enroscando los dedos peludos. Hace estallar sus nudillos, como un cañonazo: su viejo coro matutino.
–Me queda como un guante –coge los tobillos de Katya a través de la manta–. ¡Levántate, Katyoruga perezosa! ¿Una taza de té para tu viejo? Vamos, ponte algo de ropa. ¡No seas descortés!
Ella tiene la garganta hinchada. Una rana que no croa.
Cuando así lo quiere, Len puede mantenerse tan inerte como una roca. Katya lo ha visto acercarse, con sigilo y por detrás, a un rabioso zorro de orejas de murciélago, y aguardar, sin el menor pestañeo, a que una avispa se desprenda de su párpado. Sin embargo, en este momento es el hombre más ruidoso del mundo. Se escucha el fragor de un estampido en tanto se dirige atropelladamente a la cocina y revuelve cosas dentro del refrigerador.
Ella se hunde, se hunde, pesada como una piedra. Yace en el sofá, meditabunda. La sensación que experimentó antes, de ser una herramienta libre en pleno vuelo, cruzando el viento y la luz, se ha desvanecido. Siente que ha pasado de una empuñadura de hierro a otra: un hombre la ha lanzado al aire y el otro la ha atrapado. Una sujeción segura. Una captura consabida. Y siente lo que siente una herramienta. Siente la gravedad. Siente la inevitabilidad. Porque tal es la identidad de una herramienta: un objeto concebido para el propósito del trabajador, para ser una extensión de la mano del trabajador. Para ser depositaria de la suciedad de la palma de quien la esgrime. Para ser hincada en la tierra.
Es una niña de cinco años. Es diminuta, pero con el tamaño suficiente para dejarse caer sobre la duela y alcanzar el lodo.
–¡Ven aquí! –vocifera él desde la cocina– ¿No me has extrañado?
Incluso en su voz alegre y sarcástica escucha la suya propia. Katya camina, aletargada, sonámbula, para unírsele. Su padre ha encendido todas las luces de la cocina y está sentado en un taburete –como si se hallaran nuevamente en el bar–, con las piernas plegadas de manera desenfadada y el overol verde comprimiendo sus rodillas. La mira con ojos brillantes. El mismo verde cristalino que Toby: resulta curioso que no lo haya notado antes. Y, pese a sí misma, no puede sino reír (igual que siempre): ha sacado la carne de ternera enlatada y la escarba. Con fruición. Katya no pierde de vista que esta es la presa que en realidad deseaba seducir a partir de sus absurdos cubos de carne. También pudo haber colocado, a modo de anzuelo, tabaco o whisky. Len bebe la Sparletta roja. Mientras lo contempla, vacía una botella.
–Estupendo –jadea y aleja la boca del pico con el sonido de una succión–. ¿No vas a prepararle una taza de té a tu viejo?
–No tengo bolsas de té. Y, de cualquier forma, veo que te las has arreglado muy bien. ¿Cuánto tiempo hace que despertaste?
–Ah, horas. El pájaro que asoma temprano consigue el primer gusano, ¿eh? –asiente, mirando hacia la ventana opaca. La lluvia persiste, aunque es menos espesa–. Tiempo de ponerse a trabajar.
–Es mi empleo, papá –dice–. Mío –su voz suena algo estrepitosa y se inclina hacia delante, con las manos asidas al borde de la mesa. De tal modo comienza a desentumecerse, a dejar atrás el aturdimiento del sueño. Está lista para la batalla, incluso ansiosa por librarla. Hace mucho que no se sentía así.
Él bufa, apaciblemente divertido, y arremete, dándole una palmada en el hombro izquierdo. Hace aparecer una cosa de tono chillón, verde azulado, que se adhiere al envés de sus dedos. La aproxima a su rostro. Se trata de su amigo del marjal, del escarabajo atribulado e iridiscente, con las antenas articuladas.
Len le permite correr por sus nudillos constreñidos y luego lo cobija suavemente con el puño. El insecto trepa bajo su pulgar.
–Pequeño tesoro –dice–. Promeces palustris. Parece inofensivo, ¿no?
–¿Ese es el bicho?
–Ey...
Vuelve a encarcelarlo dentro de su puño y, con la ayuda de su otra mano, lo sacude como un dado en un vaso.
–Devuélvelo.
–¿Qué? Ah, lo quieres. Muy bien –se acerca a ella y, con un chasquido, el escarabajo se esfuma detrás de su oreja. La magia se revierte.
–Mierda, papá –lo pesca, evadiéndose de su cuello.
Él se ríe entre dientes. Ella abre la ventana, azotándola, y arroja al animal.
–¡Ups! ¡Acabamos de perder uno!
–Por Dios, papá...
Pero Len se ha esfumado y circula por la casa, restallando sus nudillos de manera combativa. Ese sonido: la síncopa de su infancia.
Katya lo sigue, impotente, en su travesía por las habitaciones.
–Qué bueno que lograste instalarte aquí, Katyoruga. Te diré que ya comenzaba a perder las riendas. El lugar donde vivo no está tan mal en verano, ¡pero cuando diluvia...! Y esos jodidos guardias... Jodidos nigerianos o lo que quiera que sean...
–¿Pascal? Es congolés. Y Reuben es de la región.
–Me importa un comino. ¡Carajo! ¡Intenta pedirles que hagan algo! ¿Y Brand? Un hijo de la gran puta. Jamás le paga a nadie. Que se vaya a la verga.
Len habla y habla y habla. Cuando era niña, Katya trataba de llevar su ritmo: correr con la misma celeridad, hablar de un modo igual de escandaloso. No obstante, hoy posee mayor experiencia para abordar a toda criatura temperamental. Es imperioso recordar que debe moverse con prudencia a su alrededor y no hacer nada que lo sobresalte.
–La verdad, me di cuenta de que ese miserable no me iba a pagar. Pero me gustó este sitio y olfateé una oportunidad. Seguí con mis actividades. Tenía acceso. Podía ir y venir sin problemas. Pero luego eliminaron mis malditas huellas digitales del sistema. Y entonces tuve que usar la puerta trasera. La entrada del comerciante, por así decirlo.
Katya no puede dejar de escucharlo; no puede evitar contraer la infección de su caótico brío. Su padre atesta el departamento con su voz, con su olor. Despide una bocanada de humo sinuoso tras otra, y arroja las cenizas en la alfombra. Comienza a hojear su cuaderno, mofándose de esto y aquello. Ella se descubre riendo: se desternilla de manera forzada. Resulta humillante: se asemeja a una niña desfallecida que no logra contener la risa convulsa.
Debe desacelerarlo, y también aplacarse a sí misma. Porque es ahora cuando suceden los percances, cuando las cosas se cimbran y escapan de control: el diente derruido por una oscilación salvaje de la mano, la clavícula fracturada. Innumerables veces, en su infancia, un acceso de dicho estado de ánimo, enormemente histérico, las condujo a ella y a Alma a una sala de emergencias.
–Entonces recibiste mi pequeño obsequio, ¿eh? –Len hace rebotar su puño en la mesa, bastan dos brincos, y chasquea la lengua. Siempre urdió oportunas imitaciones de animales.
–¿Fuiste tú? ¿La rana en la ducha?
–¡Strongylopus grayii! Rana del arroyo que repiquetea, la llaman. Nada especial. Solían gustarte esas díscolas escurridizas. ¿Recuerdas que te las traía a casa como regalo?
Len se ha ganado a su hija. Katya recuerda, en efecto; y sí, amaba a esas ranas. Su padre la atrapa sonriendo.
–¿De modo que quieres verlo? ¿Quieres ver el sitio donde tu viejo ha pasado sus días? –se muestra impaciente, igual que un niño– ¿Quieres?
Y, a decir verdad, ella desea conocer el lugar.
Afuera, Nínive se llena de cieno líquido, como sopa que se vierte en un tazón. El drenaje es nefasto: otro elemento que podría haberle mencionado a Martin Brand sin cobrarle un centavo. Su padre la lleva escaleras abajo, desde la terraza hasta el nivel del suelo, y a continuación chapotean a través del lodo y se dirigen a un costado. Katya no lo había notado antes: en el sector trasero hay una angosta franja de terreno, cuya amplitud permite que una persona se deslice entre el edificio y el muro del perímetro.
La parte posterior del edificio es de ladrillo, está decorada con una maraña de tuberías y posee un par de perforaciones: dos ventanillas de baño, una encima de la otra. Hacen una pausa cuando arriban a las ventanillas. La más baja se ubica a la altura de los ojos, pero nada es visible a través del vidrio matizado. La lluvia los cala de modo tal que deberían preocuparse; sin embargo, a Katya jamás le ha importado empaparse. De niña pasó infinitas horas con su padre en entornos similares: en el barro, bajo la lluvia, tiritando de frío, sosteniendo herramientas para él o vigilando que nadie se acercara. Ahora se desplazan bajo la lluvia como si aquello, en realidad, no estuviese ocurriendo.
–Tuve que ingeniármelas para burlar el condenado artilugio de las huellas digitales –explica Len mientras eleva las manos y palpa el marco de la ventanilla–. Bip, bip, esos malditos botones me volvieron loco... –hurga la moldura con los dedos, flexiona las muñecas y consigue que las bisagras de la ventanilla cedan de repente.
Katya repara en algo. La ventanilla de su propio baño, entornada, se encuentra directamente arriba de esta. Una cañería asciende y sobresale por encima de ambas aberturas.
–Papá... No me digas que trepaste hasta allí.
–Unidad Dos. Muy cabrona. Es arduo meterse. Ya no soy tan joven como lo fui alguna vez.
–¿Trepaste hasta allí? ¿Para usar el baño? ¡Eres un lunático!
–Bueno, no es tan difícil. Aunque, por supuesto, uno debe ser más bien chico. Veo que has subido un poco de peso, por cierto. Exactamente como tu madre. Muy bien, haz el intento.
Len apoya un pie sobre el codo de la tubería y se encarama con su rodilla huesuda. A Katya le toma unos segundos comprender que su padre espera que escale asida a su cuerpo. Titubea. Tal cosa supone un contacto físico de carácter íntimo que no ha tenido con él desde la adolescencia. Sin embargo, coloca una mano en su hombro y un pie en su rodilla, y se eleva.
Resulta extraño. El cuerpo de su padre, debajo del suyo, es muy enjuto. Aún posee vigor, pero sus músculos han perdido la elasticidad fibrosa de otros tiempos. Su hombro se percibe estrecho y su rodilla flaquea cuando sostiene el peso de Katya. El hombre está envejeciendo. Es la primera ocasión en que lo concibe como a alguien próximo a la vulnerabilidad. Trepa sobre él y se aferra al marco de la ventanilla.
Ambos se liberan de la embarazosa fricción cuando ella impulsa su torso por encima del borde. Atisba un espacio fresco e inextricable. Hace las cosas torpemente, de un modo inadecuado, y siente que podría precipitarse de cara al piso. Pero sus manos hallan la cisterna, y de alguna manera logra reptar sobre su barriga, introducir las piernas y desdoblarse, con impericia, en el baño umbrío.
Sus pies descienden a una superficie limosa. Sus zapatos se sumergen en unos pocos centímetros de agua, suficientes para cubrir sus dedos. Al parecer, la Unidad Uno se ha inundado por completo. Camina unos pasos y aguarda a su padre, que se interna tras ella con una capacidad acrobática incólume.
Están en un sitio lúgubre y empantanado. Lo primero que Katya advierte es el olor. No es un efluvio fétido, sino el olor de las cosas vivas, de sus desechos y exudaciones. Saliva y almizcle, moho y putrefacción. Íntimamente vinculado al olor hay un sentido de anarquía indefinible. El caos pende del aire cual un alarido. Es como si hubieran enclaustrado aquí a algún animal salvaje. Más que en ningún otro lugar dentro de la circunferencia de Nínive, es en este departamento frío y húmedo donde siente la presencia de las bestias.
La luz esclarece la habitación. El baño es idéntico al que se alza en la planta superior, pero despojado de todos sus accesorios. Una cuadrícula de lechada en las paredes exhibe el área donde hubo azulejos. Con una mano que explora el muro mojado, Katya se abre camino hasta llegar al pasadizo. La alfombra ha desaparecido. La duela se percibe mullida y sus pisadas son del todo silenciosas.
Las dimensiones le resultan familiares: el plano es el mismo que ostenta la Unidad Dos. Pero el espacio se ha transformado. Lo que observa es un duplicado inescrutable de la Unidad Dos, una reproducción que existe en cierto mundo alternativo y degradado. O el mismo departamento fulgurante en veinte años, quizá cincuenta: un paraje en ruinas desde hace décadas.
Ha quedado muy poco de la decoración original. Las puertas han sido arrancadas de sus goznes. Los muebles se han esfumado, excepto por una simple mesa de madera y dos sillas de respaldo recto en la sala (parece la escena de un cuarto de interrogatorios). Han saqueado los elementos fijos o empotrados. En la cocina, tuberías rotas y cables eléctricos dispersos sobresalen de los puntos donde solía haber interruptores. Rayas similares a venas surcan las paredes y sus márgenes inferiores están verdes de moho: la línea de la marea. Hay fango en el suelo, sedimentado en lazos finos y apilado en las esquinas, como si un río secreto hubiera pasado susurrando por el departamento y luego se hubiera extinguido. En el medio se contemplan zonas de musgo exuberante, que crece a lo largo de la duela. Katya puede ver incluso pequeñas setas –sombrillas de carne tierna– alineadas en el zócalo. Es estrafalariamente hermoso: un prado, una cañada, un valle arbolado. Un terreno entre tiempos, donde las cosas se superponen, donde la marisma ingresa y el mundo, puertas adentro, huye hacia la tierra virgen.
Pese a que han eliminado el mobiliario, el departamento no está vacío. Un milpiés propulsa el oleaje de su tránsito en miniatura hacia el muro. Una libélula azul pasa zumbando, con las alas estremecidas, junto a Katya. En los rincones se amontonan siluetas imprecisas: ladrillos, pértigas de metal inclinadas contra las paredes. Puertas y repisas y secciones de alfombra que van de muro a muro; una enorme espiral de manguera; una pila de espinosas vallas antirrobo. Grifos de agua fría, grifos de agua caliente, fragmentos de tubería.
El sitio es una bodega –Katya lo ha dilucidado– que almacena los ornamentos y accesorios extirpados de Nínive. Una extraña y sombría casa de subastas, habitada por seres subterráneos, o una especie de museo, un catálogo de objetos provenientes del mundo que alumbra la luz del día. Ahora recuerda los inusuales artículos faltantes en los departamentos de lujo: los segmentos de piso desnudo, los toalleros ausentes. Si hubiese inspeccionado mejor el resto de Nínive, si hubiese ascendido a las plantas superiores de los demás edificios, probablemente habría divisado un perjuicio aún más severo.
Se dirige al dormitorio. Conoce la distribución del departamento; podría recorrerlo con los ojos vendados. Hay un saco de dormir empapado, semejante a una babosa de mar azul apelmazada contra la pared. Una hilera de botellas vacías. Un cenicero en el alféizar y un millón de colillas liadas por todo el piso. ¿Cuánto tiempo ha vivido Len aquí abajo? Ciertamente, tal cosa sólo resultaría posible cuando el clima es seco.
Katya ata cabos. Este es el estrato medio del mundo, el que yace por debajo de la luz pulcra y el fasto de la Unidad Dos. En lo profundo existe un universo aún más oscuro: el espacio de las criaturas que reptan, en la base del edificio. Busca, y encuentra tras la repisa de la cocina, el hoyo cochambroso en el suelo. Falta el tablón que cubría la abertura y el nivel del agua es alto. La superficie negra, medio metro por debajo de la duela, le hace un guiño. Las lluvias deben haber empujado el agua hacia arriba en todo el pantano. Resultaría difícil, quizá imposible, deslizarse ahora a lo largo de los cimientos del edificio. Mientras contempla el orificio, un astrágalo de madera pasa flotando.
Y a continuación, un único escarabajo se cuela a través del hueco; trepa sobre el borde de la duela destrozada. Promeces palustris. Este es su portal.
Katya se ruboriza. Experimenta una suerte de admiración por el feudo de su padre, por sus actividades de importación/exportación: escarabajos hacia dentro, materiales de construcción hacia fuera. Se trata del tipo de transgresión de límites que alguien como el señor Brand nunca imaginaría o prevería o vigilaría.
–Tú, viejo y taimado cabrón, tú –dice.
Escucha un estruendo en el dormitorio, regresa y halla a Len luchando con el armazón de hierro de la cama. Lo sostiene a medias con sus patas traseras y posteriormente, Dios sabe cómo, se queda atascado en él. Un brazo penetró los resortes, de manera que no consigue volver a colocar la pieza en posición horizontal. Se tambalea. La escena tiene algo obsceno, como si la fracción de cama intentara montarlo.
–¿Necesitas ayuda, papá?
Len jadea, pero no pedirá auxilio. Katya se compadece de él y sujeta el armazón en tanto su padre se desenreda.
–¿Qué estás tratando de hacer?
Él le dirige una rauda mirada de disgusto.
–Me darán algo de dinero por esta cosa. No mucho, pero aun así... Hay que llevarla afuera, hacia el frente. Y no puedo ponerla en el piso.
Ella coge el metal frío sin pensar en nada. La herramienta de la voluntad. Toda turbación entre ambos se erradica en virtud de la faena: los dos le sacan partido con gratitud.
En los viejos tiempos, Len hacía que ella cargara objetos con frecuencia. Siempre le pedía que tomara la delantera y que, por lo general, transportara lo más pesado. La hija caminaba con celeridad, con demasiada celeridad, y él la azuzaba por detrás, mientras el refrigerador o el armazón de la cama le lastimaba los tobillos. Lo peor consistía en bajar escaleras, intentando maniobrar el peso de la cosa. Ahora, de nueva cuenta, ella debe ir en la proa. Conducen la cama por el pasillo y hacia el vestíbulo, deteniéndose sólo para que Katya, con una oscilación, abra la puerta principal. Juntos se mueven sorprendentemente bien. Nada cae sobre los pies, o troza los tobillos, o hiere las yemas de los dedos.
Salen al aire frío y tempestuoso, y ella guía a su padre hacia la verja para peatones. Con toda certeza, Len es más endeble de lo que solía ser. La hija camina demasiado rápido para su ritmo y él lleva la carga a rastras, tratando de reducir la velocidad. Ella continúa, ejerce presión. Es fuerte.
Cuando Katya frena ante la verja, su padre tropieza con ella. Su respiración se ha deteriorado, pero ninguno de los dos mencionará el asunto. Ella abre la puerta con el pulgar y ambos maniobran el armazón y lo dejan fuera. Él se ha vuelto taciturno, algo arisco.
–Por aquí –dice Len, apartándola a un costado. Ella le permite asumir protagonismo. Son gente de pies ligeros, pero la carga los torna pesados. Sus pies se sumen en lo hondo del barro.
Arriban a un claro cubierto de hierba que Katya jamás ha visto antes: un área de césped, despejada y embellecida con boñigas de vaca y huellas de cascos de caballo.
–Aquí –ordena su padre–. Abajo. Ponlo abajo, mierda.
Depositan el armazón sobre la tierra y ella se sienta en los resortes desnudos. Siente el metal helado en la parte posterior de los muslos. Su padre se toma las manos detrás de la espalda y estira los brazos. Sus articulaciones emiten un ruido seco y breve.
–Está diluviando. El cielo hace pipí –observa, aunque en realidad ahora hay apenas una llovizna–. De hecho, necesito mear.
Katya lo contempla, de modo desapasionado, a la luz neblinosa. Entretanto, él se arrastra hacia un arbusto. Parece exhausto, achacoso. Siempre poseyó cierto estilo que podría haberse considerado incluso gallardo, pese a sus ropas inmundas. En el presente, sin embargo, las prendas se pliegan, holgadas, en torno a sus piernas. Es como si hubiese usado el uniforme de su hija durante semanas, y lo hubiera desgastado a fin de adecuarlo a las exigencias de su cuerpo: sus rodillas y codos angulosos, sus axilas e ingles nauseabundas, sus nalgas y pecho miserablemente decrépitos. Después de esto, no concibe la idea de volver a ponerse esa prenda jamás.
Len regresa con lentitud, subiéndose la bragueta. La piel de su rostro se ha tensado; en sus mejillas se entretejen minúsculas venas rotas. Bajo el overol verde usa una camiseta de rejilla, antigua y amarillenta. Y esos zapatos roídos: el material de uno de ellos, abierto en el dedo gordo, aletea. El dorso de las manos está lleno de manchas, propias de la edad. Katya se sienta con las manos entre las rodillas, mirando cómo la lluvia enhebra gotas en la estructura de la cama. Uno debe ser paciente con los viejos. Paciente y tal vez incluso amable.
–¿Tienes un cigarro? –pregunta Len.
–No fumo.
Finalmente, su padre se instala junto a ella –los resortes chillan– y hurga en su bolsillo para sacar un paquete de cigarros estrujado.
–Papá... ¿Qué está pasando? ¿Qué estamos haciendo aquí?
–Este es el lugar al que acuden para que les haga la entrega. Para recoger las sobras.
–Oh.
Brillante, piensa Katya. Ladrones de chatarra. Observa a Len mientras se da palmadas en busca de un encendedor.
–Entonces, ¿tienes alguna clase de pacto con estas personas? ¿Una cita? ¿En realidad les interesa este fósil?
Él se encoge de hombros.
–No les gusta mucho el hierro pesado. Prefieren el aluminio. Tuberías de cobre.
–Así que de esto se trata. ¿Es esto lo que has tramado en los últimos tiempos? ¿Hurtar chatarra?
Su padre la mira agriamente.
–¿Qué otra cosa podría hacer?
Se ve tan afligido y húmedo... Está encorvado sobre los resortes descarnados. Ella columbra la soledad de su existencia. Los meses gélidos y viscosos de ocultamiento y expectativas. Los patéticos intercambios de residuos llenos de óxido: su único contacto humano.
–Está bien –transige Katya–. Está bien. Dios. Puedes ayudarme. Ayúdame a hacer el maldito trabajo.
Si ella esperaba gratitud o delicadeza... no recibe un ápice de eso. Len resuella y se restriega el dorso de la mano contra la nariz calada.
–Joder, tenía razón –dice–. Necesitas ayuda. Te lo digo gratis. ¡Diez patas!
–¿Qué?
Él le da pequeños golpes en el pecho, justo donde se sitúa la insignia de su negocio.
–¿Cuántas patas tenía aquella cosa? Ni siquiera eres capaz de distinguir tus insectos de tus arañas, mi niña. ¡Ni de tus ácaros! Necesitas mi ayuda, claro que sí.
Y con tal sentencia abandona la cama y comienza a desandar la senda recorrida. Su espalda se torna recta y parece haber recobrado el espíritu. Cada cierto lapso sacude la cabeza y se ríe entre dientes. ¡Diez patas!
Poco antes de arribar nuevamente al muro, se frena en seco. Algo en la maleza lo distrae. Ella se vuelve y advierte un movimiento. Es la muchacha de los azulejos, vestida con jeans ajustados y un suéter amarillo. Lleva una bolsa del supermercado ShopRite sobre la cabeza. Se aproxima y sonríe. Katya le devuelve la sonrisa. No obstante, es a Len a quien la chica se dirige.
Él tose para aclarar la garganta.
–¿Nos vemos más tarde, Katyoruga? Necesito hablarle a solas.