Kitabı oku: «Nínive», sayfa 14
Y en un instante se pone en marcha afanosamente. Una sonrisa le agrieta la cara. Katya los observa a la distancia, observa la forma en que conversan. Sin duda, Len se está esforzando. La muchacha posee un talante amigable y distendido. Posa las manos sobre las caderas y toca el hombro de su padre a modo de broma. No le teme en absoluto.
Katya experimenta una punción de celos –carece de todo recurso para mitigarlos– y se aleja. Cuando se vuelve, nota que ambos han emprendido el camino contrario. La chica toma la delantera. Len la sigue. Transporta por ella la bolsa de ShopRite.
En el umbral de la verja destinada a los peatones, Katya se detiene a fin de decidir lo que hará a continuación. Tras mucho deliberar regresa, encuentra un fragmento de ladrillo bajo el entablado y lo coloca en la entrada, de manera que su padre, una vez que haya finalizado su venta, pueda unírsele en el interior de Nínive.
En el departamento limpia el lodo del suelo. Saca del armario un par de overoles –dos de los uniformes que trajo de casa, planchados y doblados– para él. Escruta el patético saco de posesiones de Len: una cuchilla de afeitar, un peine, papeles de fumar, algunos calzoncillos pringosos. Son horrorosamente similares a los que solía remojar en el baño cuando era niña. ¿No serán los mismos? En tanto extrae los artículos desmoralizadores de la bolsa, siente que zozobra a partir de un lastre, cada vez mayor, de congoja y renuencia. Las posesiones de su padre reclaman un poco más de espacio en su territorio.
Len retorna incontables horas después. Su estado de ánimo sigue siendo inmejorable y está muy locuaz. Quizá haya logrado, al fin y al cabo, liquidar esa cama oxidada por un poco de dinero
Durante la cena comen los segmentos rosas de la carne procesada. Katya ni siquiera considera la posibilidad de ofrecerle una comida distinta, es decir, algún platillo preparado con los alimentos que compró, llena de esperanza, para sí misma. Sabe bien lo que le gusta a su padre. Ingieren la carne junto con los últimos tragos de sirope rojo rutilante. Ella le sirve y se sirve una ración. Siente cómo la grasa se desliza por su garganta, encerando el interior de su boca. Len fuma tabaco acre, que ha obtenido en algún lado. La lluvia reanuda su desmoronamiento.
–Entonces has estado merodeando por ese sitio –dice–. En la Unidad Uno, todo este tiempo.
–Sí, ha sido una época divertida y entrañable. Aquel agujero en el piso... Las cosas se volvieron algo anárquicas –su voz es jubilosa nuevamente. Ufano, cuenta su historia–. No fue mala mi pequeña operación. Nunca nadie vino a supervisar lo que estaba ocurriendo. ¡Incluso embarqué dos de esos enormes y condenados leones de yeso! –ríe en silencio– ¡Leones! ¡Por el desagüe! Conseguí buen dinero por ellos, de una señora, fuera del jardín central. Cuatrocientos varos el par. Efectivo.
–Ingenioso.
–Bueno, gracias. Yo también lo creí en un principio. Pero ahora, bueno, examina las cosas tú misma: esos bichos tienen una maldita vía libre. Son unos tenaces hijos de puta. No aceptarán un “no” por respuesta. Eso y la lluvia, y la humedad elevándose, bueno. Por ese motivo empecé a venir a la Unidad Dos, ¿entiendes? Además, el baño se jodió ahí abajo.
–¿Y qué estabas aguardando? ¿Por qué no te marchaste, simplemente?
Len apaga su cigarro, huraño.
–¿E ir a dónde? ¿A casa? ¿Dónde queda eso? Fui a la tuya, ¿sabías? Pasé por ahí un par de veces. Te vi.
Por alguna deshonrosa razón, los pensamientos de Katya se concentran en Derek. Su padre pudo haberla visto hablando con el viejo, negándole el acceso, apartándose de él. Mira sus dedos, que cogen cerillas quemadas y papeles de fumar Rizla, y, sobre la mesa, construyen un artefacto semejante a los de Derek. Len bufa.
–Y tu hermana no quiso acogerme. Oh, no, de ninguna manera.
–¿Y la culpas por eso?
–¿Qué estás queriendo decir? Jamás le hice nada.
Katya se queda sin palabras.
–Por Dios, papá –exhibe su propia mano como evidencia–. ¿Y qué explicación tienes para esto?
Len la analiza con un temple que podría considerarse insidioso, cual si fuera mitad animal salvaje, quizá una araña o un cangrejo que requiere una manipulación estratégica.
–Los accidentes ocurren –asevera finalmente–. Los accidentes ocurren.
Pero, al parecer, siente que es necesario añadir algo.
–Sucedió de esta forma –dice y se inclina hacia delante y toma la mano de Katya. Su piel vetusta se percibe cálida y algo aceitosa. La palma y las yemas de los dedos son ásperas–. Fue justo así. Es lo que uno debe hacer para controlar a una criatura, a un ser insubordinado que ataca. Eso es todo lo que pretendí.
Y a continuación separa un dedo y otro –el dedo medio y el anular–, y con suavidad los empuja hacia atrás hasta que ella siente una contracción en los tendones. No resulta hiriente. Él sostiene su mano en esa posición, con los ojos fijos en ella, deseoso de que comprenda.
–Mi mano resbaló, eso fue todo. Yo era demasiado fuerte, ¿entiendes?
Lo que Katya está pensando es que su padre nunca antes sostuvo su mano. Su piel en contacto con la suya. Se trata del gesto más afectuoso que ha tenido con ella, de la comunicación más honesta.
También piensa: él recuerda. Él sabe, de manera precisa, lo que pasó. Mano derecha. Dedos medio y anular. Él lo recuerda tan bien como Alma. Katya aleja la mano y siente las irregularidades de la piel de Len, los viejos nudillos a lo largo de su palma, como un tramo de cuerda nudosa que se ha pulido de tanto uso.
Katya coloca un puño sobre su regazo y lo cubre con la otra mano.
–¿Y Sylvie?
Su padre levanta la mirada bruscamente. Ha logrado sorprenderlo.
–¿Sylvie? –Sylvie. Mamá. ¿Qué le hiciste?
Él resopla, como si alguien le hubiera dado un empellón en el pecho. Ríe, pese a que el asunto lejos está de ser jocoso.
–No le hice ninguna maldita cosa. No habría podido lastimar a esa mujer aunque lo intentara. Robusta como un tanque. No, querida, en caso de que no te hayas dado cuenta, ella nos dejó. Se largó, regresó a Inglaterra, de donde vino. Adiós y muchas gracias. Jamás volví a verla.
Una cosa: Len nunca le ha mentido.
–De modo que no sufrió un... accidente –en el instante en que termina de pronunciar la frase, una oración eterna, debe tomar una bocanada de aire: posee la respiración entrecortada.
Cuando habla, la voz de su padre es casi afable.
–No, corazón. Tu madre huía a menudo. No era nada novedoso.
Ella permanece yerta. Pondera la información con mucha cautela en su mente, una bola de cristal. Si hiciera algún movimiento, la bola rodaría y estallaría y probablemente la cortaría en mil pedazos.
–Oh.
–“Oh”, dice ella –Len se cruza de brazos e impele la silla hacia atrás con un rechinido. Su humor ha cambiado de nuevo: parece furibundo, pero también revitalizado y audaz–. Está bien decir “oh”. Yo fui el que cuidó de ustedes, de ti y de Alma, a partir de ese momento. Por ese motivo, Katyoruga... –da un golpe en la mesa–. ¡Por ese motivo nos mantenemos unidos! ¿No es cierto? Tú conmigo. Mañana empezamos esta labor. Tú lidias con el jefe, yo me ocupo de las operaciones de campo. Somos un equipo.
Ella mira, absorta, la superficie de la mesa.
–Fuera de la cama, radiantes y a primera hora, ¿eh? Pájaro tempranero. ¿Qué ocurre?
Katya lo observa y piensa: Es imposible. Esto no puede estar sucediendo.
Piensa: Desde los veinte años he vivido mi vida en el afán de alejarme de esto, de esto, precisamente de esto.
XIV. RESPUESTA ARMADA
En las primeras horas del día siguiente, como si se cerrara un grifo, la lluvia cesa. Katya despierta. Durante el breve hechizo de silencio que cae sobre Nínive, los gruñidos y sollozos que Len exhala mientras duerme también dan una tregua. Al parecer, su cuerpo siempre ha estado acoplado a la naturaleza, siempre ha sido sensible a sus alteraciones.
Durante un intervalo efímero entre los actos naturales, se establece una pausa, un paréntesis de quietud antes de que la orquesta prosiga la función. El director alza la batuta. Las criaturas de la noche aguardan el próximo movimiento. No obstante, cuando este se hace manifiesto, no hay resonancia alguna. Se trata, más bien, de un cambio de temperamento, como si el aire tuviera un magnetismo diferente, o como si se hubiera cristalizado. Quizá tal cosa suceda porque la luna aparece de entre las nubes y sólo vislumbra sombras que se desploman sobre la alfombra, aseadas por el diluvio hasta ser pulcras y nítidas. Quizá todo obedezca al sentido de acechanza que Katya experimenta: dentro y fuera de la habitación, un millón de seres diminutos están resueltamente a la escucha, al filo de una conspicua metamorfosis. Sea lo que fuere, siente el impulso de salir, de ir a la terraza.
Pese a que es muy temprano –¿cuatro, cinco de la madrugada?–, la gente que habita las chabolas ya está de pie, acaso preparándose para extensos periplos al trabajo en taxi. Es posible atisbar destellos en las puertas, las luces de las estufas de parafina. La luna aún se encuentra a ras del mar, prendiéndole fuego a los parajes de agua en la ciénaga. Katya puede observar, desde este punto, que la marisma ha crecido: los estanques más pequeños se fusionan para configurar un lago tortuoso que fluye alrededor de negros islotes de tierra.
En determinadas zonas, el agua parece sorber a lengüetazos las chabolas exteriores, e infiltrarse en los callejuelas lodosas que se articulan entre ellas. En invierno debe ser infernal: la aldea anegada y gélida.
La electricidad está fallando nuevamente. Las frías esferas de las lámparas titilan y resucitan. Se oye un repiqueteo suave y rítmico, cual nudillos que crujen por todo Nínive. Son los pestillos de las puertas, que crepitan para abrirse y cerrarse, abrirse y cerrarse, en tanto la electricidad balbucea. Clic, clac. Regresa la luz. Se apaga. Regresa.
El barro centellea en el interior de las paredes: podría tratarse de agua subterránea, que las lluvias han elevado y la luna ilumina. Sin embargo, no hay grandes charcos, sino un sombreado con líneas cruzadas de plata, semejante a la escarcha en el terreno, que resplandece a la luz de las farolas. Y el barro... restalla. Como hielo que se escinde en astillas.
Katya baja las escaleras de la terraza superior. El piso de yeso es resbaloso bajo sus pies desnudos. Nínive respira, vibra siguiendo un ritmo inédito y complejo, ignoto para ella: no es el compás de las pulsaciones del corazón, no proviene de un ser de sangre caliente.
El sendero entablado es frío; la madera rezuma humedad entre sus dedos desnudos. La luna recoge esquirlas de luz opaca, como fragmentos de pedernal incrustados en el cieno.
¿Qué son aquellas cosas que atrapan la luz?
Se mueven.
Se arremolinan en un enjambre.
Entre ella y los muros de Nínive, el lodo está vivo. Susurra y crepita. Siente un roce en los pies, la incierta pincelada de una antena. Innumerables criaturas corren deprisa sobre sus pies y se escabullen. Toda la superficie está viva; alberga a minúsculas bestias soliviantadas que hacen enjambres.
Katya camina entre ellas. Las farolas parpadean y se encienden, se apagan, se encienden, y al final permanecen inmutables.
No esperaba contemplar tanta belleza.
Se arrodilla y extiende las palmas sobre el entablado. Los animales atraviesan sus nudillos. Las corazas despiden fulgores púrpura, verdes y dorados. Miles de ellos. Katya coloca uno sobre el dorso de su mano y lo examina. El bicho agita, ferozmente y en dirección a Katya, sus antenas articuladas, enviando mensajes cromáticos: la vehemencia insectil, la dicha del enjambre. O una advertencia desesperada. O una lascivia rabiosa. O algo. Desenvaina sus delicadas alas, ocultas bajo los élitros rígidos, pero rápido se precipita hacia el borde de la mano y cae a la marea fervorosa de sus compañeros. De modo que no se trata de un volador avezado. Este éxodo es más una marcha que un revoloteo.
Katya procura hallarle sentido a tal migración. Las criaturas parecen encauzar el enjambre en una dirección, desde la marisma hasta el portón y la calle, para después enfilar, presumiblemente, hacia las casas construidas y no construidas que se encuentran debajo. Están a la búsqueda, ciegas. Es un largo trayecto.
Los escarabajos envuelven sus muñecas con mansedumbre; la cubren de escamas iridiscentes. Comienzan a deslizarse entre sus mangas. Ella siente un pequeño pinchazo –apenas un toque, un pellizco experimental– en la parte superior del brazo y aúlla y se sacude de la cabeza a los pies, crispándose y repartiendo manotazos. Los cuerpos de los escarabajos se despeñan con el golpeteo y otros más trepan a bordo de sus pies, dispuestos a abrirse camino hacia lo alto.
Retirada: diligente retorno, escaleras arriba, a la terraza. En los círculos de luz trepidante que proyectan las farolas, la tierra repta, pletórica de armaduras refulgentes. Visto a la distancia, el espectáculo es el avance, milímetro a milímetro, de algún organismo desmesurado y multifacético que intuye su itinerario y va descubriendo su pasaje.
Katya flaquea. Este trabajo no es para alguien con sólo dos brazos y dos piernas.
Las puntas de sus dedos tropiezan con un plástico. Embiste los interruptores de la luz, pero todos están muertos. Queda reducida a una silueta que trastabilla en la oscuridad e investiga cuáles son los picaportes y las rugosidades que la orientarán en el departamento. El dedo de su pie arremete, dolorosamente, contra la arista de un armario. En el vestíbulo da un giro a la izquierda. Palpa los marcos de una puerta y de otra. El dormitorio.
Columbra el cuerpo de su padre, apenas visible en la negrura. Len duerme como siempre lo ha hecho: denso, omiso, abismal, bocarriba y con los brazos a los costados de la cabeza, igual que un niño. Ella se pregunta por las camas que ha habitado desde la última vez que compartieron un techo.
Con sigilo, toma las pocas cosas que requerirá: botas, guantes. Lleva unas pocas cajas a la terraza –cuya finalidad es recolectar bestias– y, con una en cada mano, se encamina de nueva cuenta al enjambre. El cielo palidece en los márgenes.
Es como vadear una sustancia seca y fluida: tegumentos seminales o granos. Millones. Katya inicia su faena recogiendo escarabajos, uno por uno, y arrojándolos dentro de la caja. No obstante, pronto coloca la orilla de la urna en medio del hervidero y es como si acopiara agua. La caja se llena rápidamente de una docena, dos docenas de cuerpos elusivos. En el instante en que ingresan en el recipiente permanecen inmóviles, avizores ante el peligro. O quizá hayan encontrado, por fin, el sitio que buscaban. Se adhieren al suelo, a los lados, al envés de la tapa. De tal modo, Katya reúne dos, tres, cuatro cajas. Es insensato: jamás podrá contener la marejada.
La luz de la luna exhibe la caseta de los guardias, vacía. La puerta está abierta. En el interior, Katya observa las sillas acomodadas alrededor de la mesa: fantasmas en una conferencia invisible. Las paredes de madera se perciben endebles. Se pregunta si la cabaña en efecto está anclada a la tierra, o si la horda de insectos podría transportarla sobre su caparazón. Sin embargo, se trata de un lugar seguro, arrumbado y próximo a la salida. Escrupulosamente le asigna a las cajas, y a sus introvertidos ocupantes, un hueco bajo la mesa.
Una mancha amarilla, procedente de una ventana en la Unidad Dos, ilumina de súbito el terreno. La electricidad reapareció y Len ha encendido la luz del dormitorio. Ella se pregunta qué estará haciendo: fumando cigarros, atiborrándose de carnes repulsivas, orinando en el lavabo. Entonces las luces se esfuman nuevamente. ¿Habrá vuelto a la cama? Quizá, al menos por esta vez, ha logrado anticiparse a Len en su cometido.
Se sienta en una silla –¿le pertenece a Reuben? ¿A Pascal?–. Abatida, al grado de adquirir la apariencia de cualquiera de ellos, posa las botas sobre una de las cajas y contempla la procesión a través de la ventana, que parece destinada a liliputienses.
La punta de una bota lacera la pared de madera y choca con una protuberancia. Es el enorme botón rojo de la alarma, instalado en la pared, cerca del suelo. Posee un aspecto solemne. Se asemeja al dispositivo que un empleado bancario podría presionar bajo el mostrador, de manera subrepticia, cuando alguien apunta a su cabeza con un arma. Katya aparta el pie.
Siente un hormigueo en los tobillos. Cuando los oprime con los dedos, en la penumbra del amanecer, advierte diminutos abultamientos en los sitios donde las bestias las mordieron. Tiene prurito. Hay criaturas haciéndole compañía. Sus amigos capturados y unos cuantos más en libertad. Espías de la hueste principal. Ahí va uno de ellos: una forma oscura bregando para surcar el techo.
–Acogedor –se dice a sí misma– como un insecto repantigado en un cobertor.12
Insecto repantigado en un cobertor. No son palabras de Len; no es su voz. Se trata de vocablos que envuelven como una manta y huelen a talco y lápiz labial. Palabras que lo sientan a uno en su regazo y le dan un masaje en la espalda.
Afuera el mundo gira y se marcha, con una incitación sin pausa. Un murmullo líquido, como un río que mana.
Katya estira el brazo para tocar el plástico frío del teléfono que reposa en un escritorio, frente a ella.
Los timbres se suceden, uno tras otro, durante largo rato, hasta que por fin Alma responde, soñolienta.
–Kat. ¿Qué hora es?
–Temprano. Al, necesito preguntarte algo. Acerca de mamá.
Silencio en el extremo opuesto de la línea: la vieja Alma ha quedado pasmada.
–Papá dice que ella regresó a Inglaterra.
Alma se sume en el silencio durante largo tiempo.
–Bueno, quizá lo haya hecho.
–Creí que había sufrido un accidente. Dejaste que pensara eso. Desde que era niña, dejaste que pensara eso. Siempre creí que le había pasado algo terrible.
–Fue terrible –Alma despierta abruptamente; su voz es un estampido en el oído de su hermana–. Él fue terrible. Con ella. No lo recuerdas.
–¿Pero por qué? ¿Qué hay del hospital? Pensé que estaba muerta.
Otro silencio.
–Nunca te lo conté. Ingresó a un hospital, creo. Creo que... fue algún tipo de colapso nervioso. Después de eso partió, en efecto. Y yo... –el tono combativo de Alma se ahoga y, de manera espeluznante, comienza a llorar. Súbita, estrepitosa, desconsoladamente– ¡Yo tenía sólo seis años! ¡Seis! ¡Carajo!
–Oh, Alma –Katya no sabe qué decirle a una hermana maldiciente y lacrimosa. El acontecimiento no posee precedente–. Alma. Shhh. Shhh.
Un poco más tarde, el llanto de Alma se atempera y se seca. Katya repara en que se está sonando la nariz.
–Supongo que debimos haber hablado de este tema antes. Yo sólo...
–Lo sé.
–Es duro.
–Lo sé.
–Muy bien, ya puedes parar con el “shhh”. No soy uno de tus... loros enfermos o lo que sea.
Katya aguarda.
–Entonces... ¿tienes idea de dónde está ella ahora?
–No. Ni la más remota –Alma da un suspiro hondo–. Dios, es muy temprano.
Esa voz extenuada y familiar que discurre a través de la línea... Katya no se ha sentido tan cerca de su hermana en años.
–Entonces así ocurrió todo –dice Katya.
–Sí.
–Entonces Len es todo lo que tenemos.
–Dios, no digas eso.
Katya ríe y ambas se despiden. Sin embargo, tras colgar la bocina, esas últimas palabras hieren un poco. Alma tiene a Toby, a su marido y a los bebés. ¿Y Katya?
Ella tiene una hermosa plaga, un ejército de insectos.
Se encorva en la silla para curiosear, a través de la ventana, la progresión de los escarabajos. El ruido sibilante es sedativo, casi hipnótico. La conversación con Alma se desvanece en su mente, de modo paulatino, y comienza a experimentar el ritmo insistente del enjambre, su furtivo ruido blanco. Tal como sucede con la resonancia y la conmoción de una cascada, se trata de un sonido aleatorio, pero en la entropía es posible descubrir remolinos y depresiones y melodías secretas, melodías que evocan canciones de cuna inmemoriales...
¡Zis, zas!
Katya se sobresalta y despierta del trance.
En el exterior hay algo colosal, algo rítmico, similar a un bramido. Se aproxima y a continuación retrocede.
No parece un sonido humano. Y, ciertamente, no parece un sonido benévolo.
Katya se asoma por la ventana de cuento de hadas. El sol aún tiene que burlar el muro de Nínive y todo es azul y sombrío. Algo se mueve a través del fango.
Se trata de su padre. Es muy visible en el paisaje, vestido como está con el uniforme verde rutilante de Reubicación Indolora de Plagas, fluorescente a la luz del alba. Va blandiendo, con la mano izquierda, algo negro y lustroso: una bolsa de basura. En la mano derecha lleva un palo largo y fino. Camina a lo largo del entablado, abstraído, estudiando la pasarela de madera. Pareciera que baila: da un paso a la izquierda, da otro paso a la derecha, brinca, patea. La danza, en un principio, es parsimoniosa y deliberada, y posteriormente se torna cada vez más exultante. Entonces ella repara en que está haciendo un swing con un palo de golf: lo mece hacia arriba y hacia abajo, define su objetivo y acomete las tablas con un cromp, cromp.
Len se encuentra en su elemento, haciendo lo que mejor sabe hacer: erradicar cualquier cosa.
Cruza la plataforma hacia el lado opuesto y se vuelve con el palo de golf elevado en el aire. Katya observa que lo está pasando bien, como en los viejos tiempos. Len ha recobrado su vigor, su gracia maniática. Recula hacia la caseta de los guardias, dando patadas al viento, alegre, semejante a una majorette demente. ¡Plaf, plaf! De su garganta escapan gritos eufóricos, propios del cazador y obscenos en su apremio. Se divierte: resulta imposible aniquilarlos a todos de esa manera. A intervalos se detiene para echar los despojos de los escarabajos, sin guantes, en la bolsa de basura.
Se encamina directamente hacia ella. A pocos metros de la caseta de los guardias hace una pose con el palo de golf colgado de un hombro. Parece la caricatura de un club campestre.
No da signos de haber notado la presencia de su hija. La luz se ha intensificado en el exterior y el interior de la cabaña está en penumbra. Quizá no sea capaz de verla a través de la ventana nubosa. Sostiene el palo de golf en lo alto, trémulo. Mira a izquierda y derecha, como si no lograra decidir hacia qué lado volverse. Katya se halla del todo inmóvil. Él también. Y, por la manera en que inclina la cabeza, ella se da cuenta de que está a la escucha, concienzudamente. Dobla la cabeza de la misma forma. Su padre podrá mantenerse inamovible, pero ella puede permanecer aún más inerte, petrificada como un lagarto bajo una roca. Y es él quien se mueve primero: vira con impaciencia.
Con el costal sobre el hombro y el báculo en una mano, parece el personaje –despreciado, de mala reputación– de algún relato folclórico: el exterminador de ratas, el flautista de Hamelín. Uno o dos hurones trepan por sus mangas. El mundo es una empresa farragosa y él es el hombre idóneo para todo designio farragoso. Y allí se encuentra, batallando con el orbe, manchado de sangre y rezumando jugos vitales. “Debes ensuciarte las manos, mi niña.”
Elabora un nudo grueso con el cuello de la bolsa flácida, de plástico, y la arroja a sus pies. Extrae otra de uno de los bolsillos del overol. El overol de Katya, las bolsas negras de Katya. Hace una pausa para limpiarse los dedos en el pantalón –una franja de materia parda– y gira y parte, dando zancadas, hacia el extremo opuesto del complejo. Desaparece entre dos edificios remotos.
Ella abre la puerta y sale de la cabaña.
Incontables escarabajos huyen a través de una raja vertical en la bolsa de su padre, que es una cosa abominable. Los vivos y los moribundos se deslizan unos sobre otros, despreocupados, a lo largo de los pliegues de plástico. Los heridos consiguen reanudar la marcha incansable y franquean los cadáveres de sus hermanos.
Ella recoge un escarabajo muerto.
Quizá nunca haya contemplado tan de cerca los restos de un insecto, contemplado verdaderamente, examinado sus articulaciones y facetas. Ha sido testigo de infinitos y pequeños decesos, y tal vez la destrucción de un insecto no signifique una gran tragedia. O la destrucción de cientos de ellos. Pero aun así, se trata de una muerte y ella sufre ante el infortunio de una criatura confeccionada de manera tan exquisita, ante la ruina de una bestia forjada con tanta belleza. Parece esculpida a partir de algún metal extraordinario, un metal engastado y moldeado. Un caballero en armas, un diminuto samurái con la armadura magullada y deshecha.
Ella siente la violencia en su propio cuerpo. La devastación negligente. Reparar el daño es imposible, pero castigar a quien ha cometido la tropelía resulta fácil.
Muy fácil. Allí se encuentra, justo frente a ella, a sus pies. Katya mece una de sus botas y patea el botón rojo.
Quizá tenga la expectativa de que ocurra algo más dramático, de que una señal, una sirena o un aullido subyugue a Len al instante. Pero si en verdad hay un clamor semejante, este se emite en otras longitudes de onda. Quizá perturbe las finas antenas de los escarabajos; probablemente discurra entre ellas, tal como el viento sopla y atraviesa la hierba del campo. Sin embargo, Katya no detecta sonido alguno. Aguarda y sólo escucha su corazón palpitante. Len aún está fuera de la vista, tras el edificio lejano, y por un momento es posible rectificar la escena, imaginar que nunca se oprimió el botón.
Pero sólo por unos segundos. Porque los acontecimientos comienzan a desarrollarse con celeridad.
Llega Pascal, esta vez en automóvil, en un vehículo apropiado para una respuesta inmediata. El coche es blanco y azul, y posee una veta amarilla fluorescente en los costados, igual que un patrullero. Pascal tiene un aspecto inusualmente oficial. Salta fuera del auto con un arma –y, por Dios, ¿con esposas?– oscilando en la cadera. Katya jamás lo ha visto moverse con tanta rapidez y siente una punzada de duda. Es el primer vaticinio de que, de alguna forma, se ha cometido un error.
El guardia abre la puerta trasera del vehículo e irrumpe una silueta que se estira, jadeante. Soldado. Katya había olvidado a Soldado. El perro corpulento se desplaza, desmañado, hacia el lodo, como un político cascarrabias que abandona su limusina. Ella se percata enseguida de que Soldado está inquieto. Tiene las pequeñas orejas hacia atrás, postradas. Levanta las garras y agita el hocico de un lado a otro.
Una procesión de escarabajos traspasa el portón de Nínive. La corriente se bifurca en torno a los neumáticos del patrullero estacionado y continúa por el sendero que se extiende desde la entrada. Su destino es incognoscible. Perro y hombre miran el suelo y elevan los pies con expresiones de aversión. Soldado está erizado y uno casi puede ver cómo se yerguen los cabellos en la nuca de Pascal. Un gruñido profundo, frondoso y vibrante percute en la gruta del pecho de Soldado. Pascal le pone la correa justo a tiempo: el perro da bandazos y forcejea con el brazo tenso de su amo.
–¿Qué es esto? –pregunta Pascal, irritado, en tanto indaga el espectáculo a través de los barrotes de la verja–. Le dije que estas cosas vendrían y serían un incordio.
–No, no se trata de los escarabajos...
–Y entonces, ¿de qué?
Sin embargo, Pascal se para en seco y alza la cabeza, a la escucha.
Es innecesario que Katya pronuncie palabra. Pascal puede oír lo mismo que ella: el cromp, cromp de los golpes mortales de su padre, ahora distantes y, sobre todo, su silbido. Su festiva canción de trabajo. Ella conoce bien la tonada: la escuchó, levitando desde la playa, cuando fue a visitar el pantano aquel primer día. Pascal manipula el candado con torpeza y consigue cerrar la verja, pero le resulta difícil desempeñar su labor: Soldado lo tironea, de modo que termina encadenado con presteza a los barrotes. Al guardia le toma unos minutos engarzar la correa. Es una correa sencilla, un poco más gruesa de lo normal, pero, aun así, un artículo que uno compraría en una tienda de mascotas ordinaria. Katya preferiría algo especialmente diseñado para este animal que, en sí mismo, parece un proyectil.
–No está feliz –musita Pascal. Soldado emite un ladrido agudo y ensordecedor, similar al de un pequinés. Comienza a babear. Pascal retrocede y escudriña al animal con las manos en las caderas.
–No puedo llevarlo conmigo, no en ese estado –dice. Su mirada agria da un giro de trescientos sesenta grados, abarcando a Katya, los insectos y los edificios de Nínive. Queda claro que no posee estómago para apresar a un intruso en esas sendas infestadas.
–¿Alguien penetró ilegalmente? –inquiere. Ella se encoge de hombros.
El perro gimotea mientras Pascal emprende su camino –de manera cómica, en puntas de pie–, sorteando los desechos, esparcidos en el cieno, de escarabajos muertos y vivos. Soldado y Katya lo observan hasta que desaparece detrás de uno de los edificios.
Ella se instala en el banco ubicado junto a la entrada, levanta las piernas, coloca las rodillas contra el pecho y le echa un vistazo receloso al perro. Soldado está indudablemente triste. Todo animal adiestrado es metódico por naturaleza, un enemigo del caos, y Soldado experimenta un azoro profundo. Es evidente que execra el olor y el roce de los escarabajos. Pasan los minutos y él se turba más y más. Roe sus patas, se pasea de un lado a otro y ejerce presión sobre la correa durante varios penosos segundos, hasta que parece a punto de estrangularse.
Los minutos se suceden. El día se torna seco. La calle que conduce al exterior de Nínive es un túnel sombrío, pese a que la vítrea luz del sol ilumina las copas de las palmeras. Los cielos están despejados de nuevo despejados. Las ranas guardan silencio. La caravana de insectos se adelgaza. Excepto por el lloriqueo de Soldado, hay un mutismo absoluto.