Kitabı oku: «Nínive», sayfa 5
–No veo absolutamente nada.
El hombre se encoge de hombros.
–No habrá luces sino hasta mañana.
–Bueno, ¿pero podría tener una linterna?
Reuben contempla su linterna, enorme, con el ceño fruncido.
–Mejor permítame que le enseñe rápido el lugar.
Se introduce delante de ella. A partir del resplandor de la linterna, detalles ínfimos cobran vida y se extinguen en unos segundos: el marco de un cuadro, el picaporte de una puerta, las patas de una silla.
–Ah –dice Reuben–. El dormitorio. Estará bien.
–¿Bien? No, espere...
Katya avanza a ciegas, palpa el borde de una cama. La percibe acogedora: fresca, tendida con esmero.
–¿Es aquí donde él se alojó? El otro tipo. El exterminador.
No consigue atisbar el rostro del guardia tras el círculo brillante.
–No –responde después de un rato–. Él se hospedó en la Unidad Uno. Abajo.
La luz apunta brevemente hacia el suelo y luego otra vez hacia arriba. Un resoplido en las tinieblas.
–Bueno, es hora de decirle buenas noches. Mañana habrá electricidad.
Reuben se da vuelta y arrea el fulgor de su linterna mientras sale de la habitación. Ella observa cómo el destello se refleja, una o dos veces, en espejos y cuadros, y a continuación la puerta principal grazna de nuevo y se cierra.
Katya está sepultada en una tenebrosidad infinita. Arroja el equipaje a sus pies y aguarda. Siente que el espacio, turbado por su presencia, se estabiliza a su alrededor. Presiona sus rodillas contra la cama. Lo mejor es permanecer muy quieta y no realizar movimientos innecesarios. Se sienta con precaución. Saca su celular del bolsillo. La minúscula pantalla azul parpadea de manera alentadora, pero no hay recepción.
Se quita los zapatos, dando puntapiés, y se interna, a tientas, entre las sábanas ceñidas. Acciones sutiles. Las sábanas huelen a pulcritud. Tose en la oscuridad sólo para verificar la acústica del lugar, pero es inexistente: el sonido se difumina en el aire como una pisada en una alfombra mullida. Envuelta en sábanas negras, en un mundo mortecino, no le queda otra posibilidad que desvanecerse en el sueño hasta que llegue el alba y le muestre este territorio.
Nota
4 En español en el original. [N. del E.]
V. CARNE DE TERNERA ENLATADA
Durante la noche de formas inconexas, Katya despierta frecuentemente, incorporándose con dificultad en medio de retazos de un denso sueño sin sueños. Es capaz de escuchar las pulsaciones de su corazón contra la almohada: un ruido como de arañazos, demasiado estentóreo. Cada vez que despierta la sobrecoge la misma perplejidad: no sabe en qué posición se encuentra la cama, en qué habitación, en cuál casa, en cuál ciudad. En la oscuridad rotunda, ha perdido el sentido del tamaño de su cuerpo o del espacio donde yace. Podría haber una bóveda, similar a la de una catedral prominente, sobre ella, o su nariz podría hallarse a dos centímetros del techo de una caverna.
La mañana llega con un sonido a resquebrajadura, como si un cuchillo cercenara papel de aluminio. Katya sale del más hondo abrevadero de sueño, emerge a la superficie, despeja la escabrosidad de su mente.
Ahora ya no bebe, no mucho, pero hubo periodos de su vida en los que sí lo hacía. La peor parte siempre era el momento de despertar, el pánico que le generaban las supresiones en la memoria. El acto laborioso de reedificar el tiempo, de volver a reunir los pedazos dispersos de su propio cuerpo. Hoy tiene la misma sensación, recostada en esta cama desconocida; hoy debe reconstruir todo de la nada. El modo en que sus miembros están tumbados, si se encuentra bocarriba o bocabajo. Pero, en contraste con el espanto característico del día siguiente que sufre quien ha bebido en exceso, Katya experimenta una especie de alborozo evocador, irrestricto.
Durante varios minutos, reposa en el limbo de la penumbra del alba, misteriosamente disímil en sus cualidades a la del crepúsculo o la de la medianoche o la de las altas horas de la madrugada. Esta oscuridad posee un revestimiento luminoso, la promesa de algo al otro lado. Es como seda azul pálido que asoma a través de un encaje negro, o arena visible en aguas poco profundas, mientras la embarcación de la noche se aproxima a la costa.
Inevitablemente, su cuerpo vuelve a posarse sobre sí mismo. La fuerza de gravedad penetra en la habitación junto con una sutura de luz cerca de su rostro, como si la luz creara volumen. En tanto el cuerpo retorna a ella, se percata de que ha adoptado una pose casi infantil: una mano introducida en la boca y saliva en los nudillos. Observa, con cierto temor, la manera en que la línea azul de refulgencia gana intensidad y a continuación se torna descifrable: la orilla inferior de una cortina. Por debajo, una cama. Estos brazos, estas piernas, esta cabeza opresiva: todo está igual que la jornada previa.
Se trata de una impresión muy antigua: abrir los ojos bajo un cielo raso irreconocible. Cuando eran niñas, en los viejos tiempos con papá, se mudaban sin cesar, de departamento desvencijado en departamento desvencijado. Durmieron en cuartos ajenos, prestados, y en el suelo de los sitios donde vivían los ignominiosos amigos de Len. Durante cierto lapso lo hicieron en un remolque. En ocasiones pasaban un par de semanas, aquí y allá, con primos lejanos o tías que no habían visto en siglos. Len las dejaba con la tía Laura de modo intermitente. Una vez se alojaron en un estacionamiento convertido en hogar temporal, con una puerta corrediza que se abría cada mañana, como la tapa de una lata de sardinas, y ofrecía su intimidad a la inspección de los transeúntes. Otra vez discurrieron algunas noches en el pequeño cuarto de concreto ubicado al fondo del taller mecánico de un camarada de Len, entre carcasas de motores y un hedor a aceite rancio.
No obstante, al alcanzar la etapa adulta, Katya halló una casa e hizo su mejor esfuerzo para adecuarse a ella. No le gusta pasar noches fuera de allí. En lo que se refiere a los amaneceres con amantes… jamás se queda a desayunar. Es una de esas chicas insidiosas que toman sus zapatos y se esfuman a medianoche. Prefiere entregar los aromas de lo ocurrido a la atmósfera viciada de su propia cama.
En el transcurso de la noche, las sábanas de Nínive perdieron su neutralidad fresca y se impregnaron del olor de Katya; sin embargo, siguen siendo herméticas y suaves, como si hubiese permanecido en un estado de desmayo, de absoluta inercia. Se pregunta cuánto tiempo habrá aguardado esta cama para recibir a un ocupante. ¿Será ella la primera?
Rememora fragmentos de la noche anterior: peldaños en un pantano lúgubre. El candil de la luciérnaga en la bicicleta. El aire húmedo y la opacidad. La cara del guardia, que remitía a la Noche de Brujas, mientras sostenía su linterna. Las conversaciones exuberantes de las ranas y los insectos en derredor.
El brillo de la mañana lanza un grano de textura hacia algún objeto cercano a su cabeza. Su brazo pende sobre el destello y la lleva a tocar una fracción de tela. Las cortinas no son ordinarias ni filiformes como las que tiene en casa, sino un telón frondoso que impugna la claridad. Permite que las cortinas resbalen entre sus dedos. En tanto permanezcan cerradas, en el exterior podría haber cualquier cosa. Cualquier paisaje en cualquier lugar del mundo.
La campana de una bicicleta repica en algún sitio y le produce un hormigueo en el pecho. El sonido plateado la desborda de regocijo nostálgico. Es el sonido de su infancia, de días despejados, de andar en bici sin manos en el manubrio y cuesta abajo... ¿De dónde proviene esta remembranza? ¿Acaso tuvo una infancia así? ¿Acaso alguien la tuvo?
Otro sonido: nuevamente la rasgadura. Descorre la cortina, se sostiene sobre un codo y mira la escena portentosa que colma la inmensa ventana. La luz se extingue en el azul del amanecer. Hay una marisma muy quieta, con un cerco, complejo y quebrado, de matas y hojas de helecho. Katya vislumbra cabezas de espadañas, que parecen cinceladas en las aguas blanquecinas. De pronto descubre quién emite ese ruido como de rotura: un ganso egipcio que agita las puntas de sus alas y luego emprende el ascenso con un restallido. Deja tras de sí una estela serrada en el agua.
No es una escena del todo desierta. Hay una suerte de área de construcción en el extremo opuesto de la marisma. Otro complejo urbano en proceso de erigirse. Excavadoras y tractores inertes, sombríos en la alborada, y un brasero, hecho en un minúsculo tambor de hojalata, arde como un dedal de fuego. Un centinela nocturno aún está en su puesto de trabajo.
Katya observa el edificio desde la perspectiva del vigilante solitario: la suya debe ser la única ventana que presenta algún movimiento, la única con la cortina descorrida. La cierra y, en la penumbra, recorre la pared con las manos, buscando un interruptor. Sus dedos hallan un cuadrado de plástico liso, que ni siquiera necesita que se oprima una tecla. Su tacto lo activa por sí solo y las luces surgen paulatinamente, tenues y amarillas. La electricidad ha vuelto.
Se levanta de la cama, percibiendo, de nueva cuenta, todo el peso de su cuerpo. Aún usa los jeans y la camiseta que llevaba la noche anterior.
Los interruptores están situados en lugares recónditos, difíciles de ubicar. Es una chica en un laberinto, que se abre paso fuera de la habitación a través de un oscuro pasadizo, palpando los muros, sin despegarse jamás de ellos. De este modo –le contaron alguna vez– cualquier dédalo puede elucidarse. Se trata de uno de esos datos que ha acopiado en caso de verse en apuros. Posee incontables estratagemas imaginarias de tal índole: planes de escape.
Mediante esta ingeniosa técnica, localiza una pequeña cocina. El refrigerador lanza un zumbido para sí mismo, de manera cíclica. Lo abre, y un rectángulo de luz blanca irrumpe en la negrura. Los estantes están vacíos. Algo en lo que no había pensado: cómo se sustentará mientras viva aquí.
Frente a la cocina, una puerta conduce a una sala yerma. Katya vadea una serie de cortinas blancas de lino y descubre el picaporte de la puerta de un patio. El pestillo se desliza con suavidad, permitiéndole salir a la terraza y a la luz matinal. Estudia el campo de operaciones.
Siente vértigo por unos instantes, al reparar en la escala. Se encuentra en el interior del modelo arquitectónico que examinó en la oficina del señor Brand. Tal como se anunció, una muralla prominente circunda la propiedad, coronada por líneas paralelas de vallas eléctricas. Logra divisar la entrada principal, los leones en los postes –pequeños cual gatos, a la distancia– y, más allá, el corredor de palmeras. Justo a la lado de la verja hay una cabaña de madera: la caseta del guardia. Parece mucho más próxima de lo que se veía anoche, durante su caminata iluminada por la linterna. Su propio bloque, el modesto “alojamiento para los conserjes”, se edificó en un rincón. La caseta del guardia y el bloque se sitúan frente a un arco de edificios más grandes y suntuosos –todos con un enlucido pálido y mampostería–, diseñados a partir de un estilo ligeramente babilónico: terrazas escalonadas, zigurats, pasajes abovedados.
Una plaza central divide las dependencias del personal de los edificios residenciales. Sin embargo, dicha plaza no es el jardín paisajístico que, según los cálculos, debía haber allí: es un terreno cenagoso y estepario, entrecruzado por senderos provisionales, hechos con tablas y huellas de neumáticos de bicicleta. Un riachuelo cruza el área.
Cerca de la base del edificio de Katya, a la derecha, un par de árboles milkwood crecen contra la muralla. Sus troncos se inclinan hacia el suelo y sus hojas son oscuras y brillantes. Constituyen el único signo de vida orgánica dentro del perímetro fortificado. A su sombra se han colocado muebles blancos de jardín.
No hay más follaje que aquel. No hay rastro de los jardines flotantes que sugería el modelo. Los maceteros empotrados en la terraza no contienen otra cosa que escamas de piedra gris. Ciertamente, la vegetación prevista nunca se plantó, o ha sido devorada por los enigmáticos bichos. Además, el complejo carece de las pequeñas figuras humanas, con excepción de ella misma.
Zintle mencionó que la tierra había sido reciclada. Katya se pregunta cuántos pantanos tuvieron que drenar, cuántas miles de almas vertebradas e invertebradas tuvieron que desplazar o destruir para hacer este lugar. En su experiencia, una zona mal drenada supone un imán para toda clase de plagas amantes de la humedad: culebras de agua, babosas y, en especial, mosquitos. El agua creciente y sus viajeros siempre encuentran el camino de regreso.
De hecho, fuera del perímetro de Nínive, los seres insisten en sobrevivir y bregan para entrar. Hacinada contra el muro, en el exterior, hay una turba verde y plateada: arbustos bajos y tramos de césped desvaído, enhebrados y zurcidos en virtud del agua. Se trata de una escena muy bella, que exhibe los colores puros del fynbos5 del Cabo. Desde la terraza, Katya puede oler su dulce acrimonia. Más allá del verdor se extienden franjas cromáticas de distintas gradaciones: una línea de playa blanca y luego el mar, hoy de un azul opaco, similar a una taracea turquesa. Y por encima de todo aquello, un cielo matutino calizo: el azul más sutil del espectro. La súbita ráfaga de luz y brisa marítima es el equivalente visual de ese sonido esplendente de la campana de la bicicleta: chispazo y efervescencia.
Katya es una princesa en una torre nívea... Otra fantasía de la infancia, pero no de una infancia que reconozca como propia. Le corresponde a otra niña, a una niña que nunca fue. ¿De dónde proceden estas visiones insondables? Poco importa: las reivindica como suyas. Estira los brazos a la luz del sol y vuelve a ser pequeña, una criatura acunada por un mundo enorme, fulgurante, que arroja llamaradas de posibilidades. No ha experimentado este gozo peculiar, esta dicha semejante a la de las bestias, durante mucho tiempo.
La atmósfera de algo inacabado, que exhala el complejo, no la deprime. Puede percibir su potencial: es un sitio aún en formación. A diferencia de los entornos por los que transita a menudo, Nínive es un universo totalmente nuevo, urdido de la nada. Ha recelado de este trabajo, pero ahora está impaciente por ponerse en marcha, por inaugurar las negociaciones con los demás residentes, sus compañeros, grandes o pequeños. Columbra los días que le aguardan –¿tres?, ¿podría, quizá, alargar el plazo?–, días tan vacíos y espaciosos como estos aposentos prístinos, como esta oportunidad de oro. Le envía un mensaje, una invitación, a toda criatura que repta, que se escabulle: Ven, ven, infesta, invade, ¡dame una razón para quedarme!
Abajo hay movimiento. Ha aparecido un hombre; se sienta en una de las mesas y fuma un cigarro. A Katya le genera desconcierto tener compañía en su nuevo mundo, pero pronto advierte el uniforme azul marino. Es un guardia de seguridad. De inmediato se siente contenta: ambos pertenecen aquí, ambos son parte de la cuadrilla. El hombre la mira y le dirige un saludo lánguido; su mano queda suspendida en el aire durante unos segundos. Ella deduce, a partir de la gracia y la desenvoltura de su saludo, más que de cualquier otra cosa a la distancia, que no se trata del apocado y taciturno Reuben, el que la guió la noche previa.
A su vez, Katya lo saluda de manera ceremoniosa y se recluye entre los pliegues de las cortinas blancas: una novia de la realeza confinada.
Las paredes del baño son sencillas, con azulejos de un blanco glacial y un borde de flores azules estilizadas. Cuando las toca, deja una huella, una mácula en la superficie lustrosa. Si, por principio de cuentas, este lugar era aséptico, no seguirá en tales condiciones por mucho tiempo. En breve se entromete la visión de su padre. Len mea en el lavabo, oprime las colillas de sus infames cigarros en el alféizar. Katya deja correr el agua de manera estrepitosa. A concentrarse en el trabajo, se dice a sí misma.
Se ducha en un baño flamante –los grifos aminoran con brusquedad su ímpetu y lo recobran sin cesar; el agua sale a borbotones efusivos, caliente, desde un rociador del tamaño de un girasol–. Esto es plomería de calidad. Es un placer esmerilarse a sí misma con un jabón flamante, con una toalla flamante. Evita contemplarse, por costumbre, en el espejo de cuerpo completo. Se peina el cabello prolijamente detrás de las orejas: de ese modo lo siente impecable y bien delineado, como le gusta.
Prioridad a lo prioritario: el uniforme. Ha traído tres overoles verdes, cada uno planchado de forma escrupulosa por la señora de la lavandería ubicada a pocos metros de su casa: un lujo que Katya se permite. Se enfunda en uno de ellos, directo sobre la ropa interior.
A continuación, el cuaderno. Lo abre justo en la página en la que anotó el encabezado “NÍNIVE”. Subraya el título y, después, escribe con pulso certero: “Día uno: jueves 11 de mayo”.
Bajo dicha inscripción apunta: “¿Una especie de escarabajos longicornios metálicos?”
No consigue pensar en nada más por ahora. Llegó el momento de emprender un sondeo concienzudo dentro de las instalaciones, aunque su instinto para estas cosas –su extraordinario olfato– le dice que las paredes y los pisos son tan estériles como un quirófano desinfectado. No obstante, se dedica a ejecutar las rutinas imperiosas. Abre las ventanas y descorre las cortinas hasta que la luz del sol lo inunda todo. Mide las dimensiones y la geografía del interior.
En un principio, el lugar parece bastante anodino. Pero pronto se percata de que todo en estas “dependencias de servicio”, aunque sobrio, es de la más espléndida calidad. Las habitaciones son simples cubos; sin embargo, hay hornacinas y armarios insertados cabalmente, estanterías que, desde sus recovecos, emiten un susurro al tacto. Katya los investiga con ojos y dedos profesionales. Diligente, como un policía secreto, se arrodilla y pasa las manos por las junturas de los zócalos, abre armarios, revisa cada ínfimo rincón en busca de arañas al acecho o geckos. Quita mantas y sábanas de la cama y las sacude. Da vuelta al colchón –ardua tarea, dado que se trata de un colchón pesado, de gran calidad– y examina las costuras.
Le fascinan el suelo de pizarra, las alfombras con matices neutros, las paredes de tono sutil, que no es del todo blanco. He aquí lo que siempre quiso: nitidez, líneas simples, acabados lujosos. He aquí el confort y el sosiego que siempre anheló, con desesperación, en su vieja casa derruida, agrietada. Es como si hubiese imaginado Nínive; como si su mente farragosa hubiese soñado esta amplitud inverosímil y con frialdad delineada. Lo único que le falta a este sitio para ser en verdad fastuoso son artículos electrónicos –televisión, hi-fi–, pero Katya ni siquiera tiene deseos de escuchar música: la música mancillaría el tapizado de silencio. Analiza un ropero bellamente construido e integrado a la pared –recorre el canto biselado de la puerta– y luego dobla y apila sus prendas en las repisas. Nunca lo hace en casa; tiene la costumbre inveterada de extraviar sus jeans, de desperdigar sus sostenes. Pero aquí, al menos por unos días, resulta posible fabular que en realidad habita estos aposentos inmaculados. Se le ocurre que si en este mismo instante su propia casa –su hogar–, se esfumara, se incendiara, quedara sepultada en una ciénaga o en un sumidero, sentiría apenas un leve estremecimiento.
En pocas palabras, Katya jamás ha visto un lugar menos infestado de parásitos en su vida. Si existe alguna sabandija, es porque la ha traído consigo. La esterilidad de este sitio posee algo inusitado. De nuevo se asoma por el ventanal, y el sol contundente de la mañana revela, de modo tajante, que no hay mucho más que un ratón de campo, o una blanquita de la col, soliviantando la propiedad.
Es extraño. Después de todo, allá fuera se extiende una marisma enorme y tórrida: resulta difícil impedir que el ambiente se contamine. Una combinación irreconciliable de elementos: lodo y alfombras color crema, mierda de ganso y mampostería de piedra pálida. Si Toby estuviera aquí, ella diría algo, haría algún chiste al respecto. El comentario agudo permanece en la punta de su lengua, impronunciable. Debe tragárselo.
Pero, un momento... No está sola por completo: ha irrumpido una presencia humana, tan clara como un vocablo dicho en medio del silencio, pese a que le toma unos segundos ubicarla. Allí, en la repisa de la cocina, que es de un estupendo mármol gris, exquisitamente jaspeado de venas blancas, similares a nubes estrato, hay una hoja de papel para correspondencia, gruesa y de tonalidad crema, en la que está escrita, con una caligrafía serpenteante y de proporciones formidables, la palabra ¡Bienvenida! Katya no necesita preguntarse por su autora. Esas vocales exuberantes y redondeadas, la B llena de florituras, los signos de exclamación monumentales sólo pueden haber sido trazados por Zintle.
Al tiempo que recoge la hoja, se oye una nota musical. La sincronicidad es tan notable que le toma un paréntesis desligar las sensaciones y advertir que el papel en sí mismo no está ejecutando una melodiosa bienvenida. Para cuando identifica el sonido del timbre, ya alguien se encuentra dando golpes secos en la puerta: un ritmo penetrante, como de quien baila una giga, que hace saltar su corazón y dejar que la hoja resbale entre sus dedos.
Otea, a través de la mirilla, una espalda encorvada y azul.
–¿Hola?
La figura se vuelve y exhibe dos grandes ojos, parecidos a los de un lémur en el lente distorsionado de la mirilla.
–Soy yo. Reuben.
–Ah, bien.
Katya localiza un intercomunicador en el vestíbulo y oprime los botones –que nunca nadie ha marcado– al azar. La cerradura de la puerta cede. He ahí un hombrecito de cabello negro y entradas en la frente. El tamaño de Reuben parece haberse reducido a la luz del día. Sus rasgos aún son delicados y agradables, pero ahora desvelan la apariencia de su auténtica edad, más cercana a los cuarenta que a los veinte años. Tiene mejillas macilentas, piel morena clara y ojos colosales, nerviosos y de un pigmento inusual: color avellana evanescente, que uno incluso podría percibir, a partir de cierta luminosidad, como anaranjados. Katya observa todo esto de manera especialmente palmaria porque el hombre está de pie bajo un rayo de luz, como un extenuado ángel administrativo. Lleva dos inmensas bolsas de plástico de un supermercado económico –de rebajas–, que ejercen su peso a cada lado y le arquean el cuerpo.
–Reuben, ¡buenos días! –dice, quizá con excesivo júbilo. El tipo se ve apabullado. No obstante, ella se siente, en verdad, feliz de reencontrarse con él.
–La electricidad ha vuelto. ¿Está todo bien?
–Todo está perfecto, gracias. Dormí muy bien.
Soy demasiado locuaz, piensa Katya. Él la mira con perplejidad.
–Sí. Bien –Reuben gesticula usando las muñecas. El peso de las bolsas le hiende las manos, impidiéndole hacer un ademán más efusivo.
–¡Ay! Ay, discúlpeme. ¿Puedo ayudarlo con eso?
El hombre frota sus zapatos en el tapete de la entrada y avanza, arrastrándose. Las bolsas parecen extremadamente pesadas. Katya intenta auxiliarlo –se ve tan frágil soportando esa carga...–, pero él le dirige una mirada que es un fogonazo, enmarcado por cejas bien definidas, y continúa pugnando hasta llegar a la cocina.
–¿Todo esto es para mí?
A modo de réplica, Reuben comienza a vaciar las bolsas, ordenando el contenido en hileras meticulosas, cuya clasificación obedece a las distintas categorías de alimentos. Desempaca cuatro latas de carne de ternera, una hogaza de pan blanco cortada en rebanadas, un tubo de salchicha de Bolonia, un paquete de queso procesado, tres botellas de Sparletta color rojo brillante, una lata de sardinas en salsa de tomate peri-peri, un envase de leche condensada, una lata de café instantáneo, dos rollos de papel higiénico y un costal de azúcar. Lejos de sentirse perturbada, a Katya le divierte el aspecto proletario de la comida. Es innegable que Reuben se dio a la tarea de comprarla para ella –le cuesta imaginar a la glamorosa Zintle abasteciéndose de carne de ternera enlatada–. Quizá esto es lo que se considera el combustible adecuado para una experta en reubicación de plagas, para la Señorita de las Lombrices. Mientras le echa un vistazo a la glutinosa salchicha de Bolonia, se pregunta si dos rollos de papel higiénico serán suficientes para las jornadas que tiene por delante.
Las bolsas, repletas, eran pesadas; sin embargo, ahora que la comida está a la vista, parece bastante exigua. Reuben contempla los productos con tristeza y se encoge de hombros.
–¿Está bien? –inquiere.
–Se ve excelente. Fabuloso. Muchísimas gracias por encargarse de todo esto. ¿Cuánto le debo?
El hombre agita ambas manos para expresar su negación.
–No, está bien, ya se pagó. Bueno, si hay algo más, avíseme. Si hay... –escruta el entorno, primero el techo y luego el suelo– problemas.
–Por supuesto, gracias, aunque estoy bien.
Pero todo indica que Reuben no está listo para zanjar el asunto. Sigue inspeccionando fijamente el piso.
–O si hay... usted sabe. Si cualquier cosa le causa molestias. Estamos ahí abajo, cerca de la caseta, todo el tiempo. Pascal y yo, ¿sabe?
–Sí, claro.
–Botón de pánico –señala una pequeña perilla roja junto a la puerta. Katya ya las ha divisado; están por todas partes, en cada habitación: pertinaces motas escarlata en medio de la escenografía incolora.
–Pasa a través del nodo de seguridad.
–¿Nodo?
–La caseta del guardia, ¿sabe? Presione el botón y subiremos así de rápido –chasquea los dedos–. Y si no estamos allí en ese momento, la señal se envía a la Central de Control. Alguien vendrá. ¿Entiende?
–Desde luego –dice Katya–. Oiga, Reuben... estos insectos... ¿los ha visto?
El hombre asiente.
–¿Cuál es su apariencia? ¿Realmente muerden?
En respuesta, desliza una de las mangas del uniforme hacia arriba. Posee una piel atractiva y un brazo grácil, musculoso, joven. Se trata de una visión inescrutable e íntima.
–¿Lo ve? –dice– Allí. Y allí. Mordeduras. Esta es de la semana pasada. ¿Lo ve?
Podrían ser mordeduras. Diminutos pinchazos rojos. Pero también podrían no serlo. De cualquier modo, Katya asiente.
–No he visto ningún insecto en absoluto.
–Los verá. Salen después de las lluvias. Molestan al perro.
¿Perro? ¿Existe un perro? La nalga izquierda de Katya se tensa al recordar una embestida de la infancia.
Su semblante debe ser elocuente porque Reuben la mira con deferencia.
–El otro sujeto, ¿sabe?, el que estuvo aquí antes por la cuestión de los bichos... A él tampoco le gustaba el perro.