Kitabı oku: «Nínive», sayfa 6

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Nota

5 El fynbos, término en afrikáans, es una formación vegetal –arbustiva– muy extendida y característica de la región del Cabo en Sudáfrica. Se le considera uno de los seis reinos florales del mundo. [N. de la T.]

VI. MARISMA

Ella se echa la mochila al hombro. Es un vejestorio color caqui que dejó atrás su padre. Parece la pieza de un kit militar. Katya supone que Len, en su inimaginable juventud, formó parte de las Fuerzas de Defensa de Sudáfrica, aunque resulta difícil concebirlo marchando a las órdenes de un superior. Él nunca lo mencionó. La hija nunca indagó. En el morral lleva: cuaderno de apuntes, cámara, binoculares, lápices, cinta métrica, botella de agua, guantes extra y lentes oscuros. Ha meditado sobre la posibilidad de conseguir algo que tenga un aspecto más profesional, quizá una maleta de armazón rígida con cierres apropiados, como las que se utilizan para transportar equipo electrónico o fragmentos humanos en refrigeración. Le conferiría un aire de perita forense y daría una buena impresión a los clientes. Con el dinero que obtendrá por este trabajo, tal vez pueda permitirse adquirir nuevo material.

Franquea la puerta del área donde se hospeda y sale a la terraza. Mira el suelo y descubre que los vestigios de la danza cenagosa que notó la noche anterior han sido misteriosamente expurgados. Las baldosas lucen impecables. ¿Reuben las habrá limpiado? Prueba tal vez su celular: no hay recepción, ni siquiera aquí arriba, en la terraza. De cualquier modo, ¿a quién llamaría? A Toby. Lo fustigaría para que haga su trabajo.

Baja las escaleras hasta llegar a la Unidad Uno. Seguro esto también es parte de la labor que le han asignado. Presiona el pulgar en el sensor que hay junto a la puerta. Nada. Al parecer, existe una estructura jerárquica de acceso y ella carece de autorización para ingresar a ciertos niveles.

No importa. Se coloca los lentes oscuros y se aventura en el lodo a fin de explorar los principales bloques de departamentos. En un principio, los edificios poseen un talante soso y reiterativo. Pero el recinto es más extenso de lo que parece y pronto se torna inextricable, con callejones sin salida y pasajes cerrados y vías peatonales entrelazadas, todo construido a partir de la misma piedra blanca rociada de visos plateados. El lugar se antoja perfectamente desagraviado y, sin embargo, Katya lo percibe, con enorme decepción... raído. Desgastado, pero no debido al uso. Es, más bien, como un objeto flamante que se ha instalado en una repisa durante demasiado tiempo, perdiendo su realce. Coincide en cada pormenor con el esmerado modelo arquitectónico que Zintle le enseñó en la oficina pero, de algún modo, en su súbita expansión hasta alcanzar la escala real, las aristas de la superficie se han desafilado. Nada que no pueda repararse. Katya visualiza la manera en que el sitio resucitaría si fuera habitado adecuadamente.

Las alcantarillas de concreto, por las que la corriente del arroyo entra y sale de la propiedad, son profundas, empinadas a los costados y provistas de rejas idóneas para cribar el agua. De esa forma, ningún objeto mayor que un renacuajo desnutrido podría atravesar el filtro. No obstante, allí donde el agua entra, la parte externa de la rejilla está obstruida por césped, y una infinidad de bolsas de plástico niega el ingreso: no es de extrañar que la corriente se haya reducido a un chorrito reticente.

Katya presiona el dedo en las puertas de un par de departamentos de la planta baja y estas se abren sin reparos. En el interior todo es de proporciones mucho más vastas que en la Unidad Dos. Los espacios están en consonancia con el lenguaje visual del folleto publicitario: habitaciones inconmensurables, techos altos y acabados suntuosos resplandeciendo a la expectativa de ser usados por primera vez. El diseño de cada uno es idéntico. La decoración es pomposa pero inusualmente errática. Katya advierte que faltan perillas y segmentos de alfombra, como si los cuartos aguardaran toques finales. Ciertas cosas que uno esperaría hallar en un departamento amueblado –sillas, electrodomésticos, puertas de alacenas– brillan por su ausencia, mientras que otras minucias sí están presentes.

En varios departamentos hay piezas de arte enmarcadas en las paredes: reproducciones de viejos grabados de monumentos y ruinas antiguos. Katya las examina con interés. Torres escalonadas, pirámides, estatuas. Reconoce los leones que se alzan en los postes del portón de entrada, y también el motivo de flores, similares a margaritas, de los azulejos del baño.

A Alma le gustaría este lugar, reflexiona, y fantasea por unos momentos con una vida inmejorable: Alma y su familia en uno de estos departamentos; Toby, quizá, en su propio estudio; y ella... bueno, en realidad sólo puede imaginarse en aquel pequeño sitio destinado a algún conserje. Tiene el tamaño apropiado para ella. Podría saludarlos a todos desde su terraza, sin encontrarse demasiado cerca ni demasiado lejos.

Sin duda, debería registrar cada bloque de manera escrupulosa, de cabo a rabo, pero muy pronto le aburre la homogeneidad de la urbanización. Tras estudiar cuatro departamentos análogos de la planta baja –una serie desconcertante de actos de rebobinar y repetir escenas–, decide seguir adelante.

En tanto se desplaza entre los edificios, da una vuelta en redondo e, inesperadamente, se aproxima a la caseta del guardia. Se encamina de nueva cuenta hacia las Unidades Uno y Dos, completando el circuito. El guardia que vislumbró antes, bajo los árboles milkwood, continúa allí, apoltronado con el mentón sobre una mano. Un delgado hilo de humo escapa de su cigarro, que protege del viento usando la palma. Inclina ligeramente la cabeza y ella comprende que la está exhortando a que se acerque. El lenguaje corporal del hombre es poderoso. Katya avanza hacia la sombra, esquivando las ramas bajas de los palos de leche. El tipo, de piernas largas y piel oscura, lleva puestos lentes de sol.

–Hola –dice Katya.

–Buenos días. Yo soy Pascal –afirma, y roza su gafete de identificación con la yema del dedo–. ¿Ha tenido una noche reparadora?

Su voz es precisa y de acento francés; elige las palabras con cuidado.

–Muy reparadora. A propósito, soy Katya.

Otra inclinación de cabeza.

–Sí. Entiendo que está aquí con la finalidad de asistirnos.

Katya sonríe.

–Ese es el plan. Sin embargo, dígame... Creí que este sitio se hallaba infestado, ¿sabe? Pero se ve tan limpio... ¿En realidad existe un problema?

Pascal asiente. Le da una calada a su cigarro.

–¿Los ha visto? ¿A los bichos?

–Sí. Los he visto. El año pasado, muchos, muchos, por todas partes. Y ahora. Han comenzado a llegar otra vez: uno, dos, seis. Y habrá más.

–¿Pero qué son? ¿Qué aspecto tienen?

Pascal se inserta el cigarro en la boca y, por unos segundos, Katya presume que no responderá, pero enseguida eleva las manos ante su rostro, enlaza los pulgares y ondula sus largos dedos. La contorsión significa “sabandija”. Un ser con incontables patas.

–Los verá –dice– después de que llueva.

Junta las palmas. Luego se coloca los lentes de sol en las sienes y permite que Katya observe sus ojos, a corta distancia uno del otro.

–¿Ya le han pagado?

–Estoy aquí sólo para llevar a cabo un reconocimiento del área. Me van a pagar cuando haya concluido el trabajo –Katya hace una pausa–. ¿Por qué?

–No, sólo quería saber.

Ella vacila.

–¿Podría preguntarle de dónde es? ¿Originalmente?

–República Democrática del Congo.

No brinda ningún otro dato y ella opta por no ejercer presión. Las historias de refugiados siempre la cohíben un poco, e incluso la atemorizan. Imagina en Pascal un desarraigo mucho más lacerante que el suyo, y también una noción de perseverancia inexorable que la avergüenza.

–¿Se dirige a algún lado en este momento? –inquiere, redimiéndola de su obtuso silencio.

–Tal vez. ¿Qué tan lejos están las tiendas?

–Reuben irá –dice–. Tal vez hoy, más tarde, o tal vez mañana, por única ocasión. Puede pedirle que le consiga algo.

Detrás de Pascal, emplazada en el muro del perímetro, hay una verja para peatones. Katya emprende la marcha, pero se queda pasmada cuando advierte que un perro hercúleo yace tumbado, patas arriba, en el umbral. Una cruza con Mastín o Rottweiler: uno de esos perros corpulentos, de fauces descomunales. Tal vez un Boerboel. Es negro y cobrizo, de pelo corto, sólido como un novillo, con un miembro grueso y un escroto que le cuelga entre las patas, extendidas para recibir el calor del sol. El animal levanta el hocico robusto para mirarla. Sin duda, ha detectado las moléculas de tortuosa adrenalina que ella deja flotando en el aire.

–¿Esa cosa es amigable?

Pascal silba una nota, que resuena entre sus dientes, y el perro se yergue y se mueve con lasitud, presionando los belfos negros contra su mano. El hombre lo sujeta del collar.

–Su nombre es Soldado.

Tráeme babuinos cuando quieras y ya veremos, piensa Katya.

Pasa junto a ellos, trazando una circunvalación a fin de evitar el contacto, y va hacia la verja. Está hecha de madera reforzada con acero; es angosta pero prominente. A su lado, otro sensor para apoyar el pulgar: quienquiera que haya diseñado el sistema estaba, al parecer, igual de preocupado por la gente que salía como por la que entraba.

–¿Qué hay más allá? ¿Puede uno llegar hasta la playa?

–Puede caminar. Aunque está sucio. Lleno de fango, lleno de estas cosas, estas cosas minúsculas...

–¿Serpientes? ¿Bichos?

–No, no, algo diferente... –se pellizca la piel del cuello y emite un sonido a través de los dientes, que remeda una succión.

–Ah... ¿Mosquitos? ¿Garrapatas?

–Tal vez garrapatas.

–Ah, bien. De cualquier modo voy a arriesgarme. Gracias.

Pone el dedo gordo en el sensor y oye el clic de la verja liberándose de sus trabas. Pascal deja caer los lentes de sol sobre sus ojos y se despide con un gesto de asentimiento.

Desde el instante en que traspasa la verja, Katya nota una transformación física en la atmósfera, como si el aire fuera más puro. Los resortes del portón oscilan y se cierran a sus espaldas, y ella se descubre en un entablado. El entablado tiene forma de L: corre paralelo al muro y luego, en oposición al bloque de los conserjes, se desvía a la derecha en un ángulo, y desemboca en el barrizal, en dirección a la playa –asume Katya–. La madera de pino descortezada es lisa y de un amarillo fulgurante; se hunde y emerge como una cinta ornamental. Los pies de Katya se ensortijan dentro de sus botas de seguridad con casquillo. Sería agradable andar descalza y sentir esa textura. En pocos meses –imagina–, la plataforma se habrá ennegrecido de humedad, se habrá podrido, fusionándose con la marisma.

Katya titubea en su intento de interpretar el paisaje. La playa es pública y relativamente segura, igual que el recinto amurallado del fondo, pero no logra discernir la franja de tierra que los separa. Busca, de manera instintiva, señales de corrupción: no hay desechos ni otros signos de presencia humana, no hay estructuras foráneas hechas de zarzo. El territorio se ve prístino. ¿Se encuentra sola, con toda certidumbre? Y, al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo tomaría cruzar esta zona incierta? ¿Veinte minutos? Llegará al mar en un tris. Es un día perfecto. Y resulta maravilloso transitar por un entablado, especialmente uno nuevo y fragrante como este; las piruetas, a cada paso, son involuntarias. Un mirlo vuela como una saeta y casi le toca el rostro con la punta del ala: una bendición. Katya cierra el cierre de su uniforme hasta el cuello e inicia su peripecia, con la autoridad de Nínive a cuestas. Después de todo, está aquí para trabajar.

La vegetación se aglomera frente a ella: rígidas golas de dakriet6 por encima de su cabeza, césped y una profusión de flores pequeñas, amarillas y rosas. El sendero amarillo del entablado da un giro sinuoso para introducirse en un laberinto de juncos y se interrumpe de manera abrupta. Hasta ahí llega la construcción, no más lejos. El suelo se halla un metro hacia abajo, pero parece lo suficientemente firme y Katya da un salto: las pantorrillas calan hondo en el cieno marrón.

El acontecimiento le provoca risa, hasta que se percata de que está empantanada. Ni siquiera logra alcanzar la madera del entablado: se precipitó demasiado lejos. Por un segundo se plantea la inapelable humillación que supondría morir de ese modo. Experimenta manos de arcilla alrededor de sus tobillos, manos que la sumergen. No obstante, se las arregla para sacar un pie a la superficie –con ruidos destemplados, que parecen sorber el lodo–, y a continuación, en un arrebato de pavor, arremete de cuerpo entero. Se arroja, como un paracaidista, en la balsa que componen los juncos circundantes, dislocando una de sus botas hasta casi despojarse de ella. Trepa al terreno más seco. Jadea y luego ríe de nuevo.

Está recostada en un campo de flores. Vuelve la cabeza y posa la mirada en un escarabajo que se abre camino con la nariz hacia el corazón de una margarita amarilla. Es una criatura de apariencia extravagante: antenas articuladas; patas que sobresalen en ángulos agudos; cabeza angosta, acorazada y dotada de tenazas; y un par de alas extensas, similares a vainas de cuchillos torneadas con precisión. Todo esto se halla revestido de una fantástica iridiscencia verdiazul, desde la punta de las antenas hasta el extremo de las seis patas. El insecto bebe a sorbos, pacíficamente, la flor satinada.

–Eres bastante estrambótico, ¿no es cierto?

Katya se incorpora y restriega el fango más espeso de sus botas.

La ciénaga es de una belleza excéntrica y está rebosante de vida. Posee una plétora de estanques de agua ambarina que destellan ahí donde las toca el sol. En ciertos fragmentos, el agua es cristalina; en otros permanece inerte, en depósitos de limo. Las telarañas refulgen, con gotas de rocío, en las sombras. Hálitos de aroma a prado alternan con el azufre de las plantas en descomposición. Por momentos, Katya se descubre a sí misma cruzando un pastizal de espadas flexibles y rosáceas que le llegan hasta los hombros, o vadeando zonas de césped anegado. Repara en que el sitio ha sufrido un incendio poco tiempo atrás: la vegetación foránea se quemó a ras del suelo, dejando espacio para que crezca una nueva. Los huecos entre los tocones son abundantes en bancos de flores diminutas de tonos lavanda, rosa y blanco. También hay dedos cortos y gruesos de plantas suculentas y margaritas con núcleos color yema de huevo, con abejas en sus bocas.

Y las bestias, ¡las bestias! Proliferan y se escabullen en la hierba. Aquí y allá hay parches de arena gris lívida, marcada con huellas simétricas de minúsculas garras y colas. Cada cierto lapso, un pájaro oculto lanza un graznido encolerizado pero candoroso. Hay abejas, jejenes, un ciempiés –gordo y ensamblado en varios eslabones, que lucha para esquivar los dedos curiosos de Katya– y dos pequeñas tortugas geométricas que se encaraman sobre la arena. Un árbol ostenta una escultura de barro entre sus ramas; cuando Katya lo palmea, descubre que está lleno de hormigas presurosas, huidizas. Katya desea tocarlo todo: los turgentes caparazones de las tortugas, los suaves estallidos de las voluminosas espadañas. Hoy no lleva guantes.

Mientras pasea, Katya se siente alborozada. Se trata del tipo de paisaje que exaltaría a un niño: lodo y estanques para chapotear, nada demasiado grande o protuberante, ningún acantilado solemne ni árboles gigantes. La belleza reside en modestos tesoros. Es un sitio hecho de retazos de agua, cambiante y fortuito. Aquí no hay señalizaciones, árboles desmesurados y distintivos, peñascos o piedras en absoluto. Katya ha perdido a Nínive de vista; sin embargo, aún no logra oír el mar. Inmensos racimos de dakriet se elevan a su paso; cada uno tiene el mismo aspecto desde cualquier ángulo. Hay filamentos de agua que no circulan en alguna dirección concreta; al parecer, se deslizan a hurtadillas hacia derecha e izquierda, a sus espaldas, en tanto ella se enreda entre hebras de pasto que le llegan hasta los muslos. El sol y la sombra irisan sus ojos. Por momentos, emprende una carrera hacia un terreno acuoso, de mayores dimensiones, que parece formar parte de la marisma que contempló desde la habitación, pero su contorno es amorfo y está saturado de juncos y cubierto de algas: sólo revela su verdadera naturaleza cuando Katya ya tiene el tobillo empapado en un lodazal que, hasta hace unos instantes, semejaba tierra firme.

Al cabo de un rato, Katya se rinde en su afán de hallar una senda que conduzca a la playa. De pronto, el espacio presenta una insondable curvatura, que la lleva a desplazarse en círculos, como Alicia en el jardín de las flores. Sospecha que resulta físicamente imposible caminar por el agua, sin desvíos, hacia el lado opuesto, y así retornar al esquema expuesto en el mapa.

Una pelota de golf anida en un matorral, como un huevo enigmático. Una vez que vio la primera, sus ojos detectan otra, y otra más: una docena. Un impulso atávico la compele a recogerlas y crear un cuidadoso montículo sobre la hierba. Es rara tal pirámide de esferas blancas: el único indicador de presencia humana en este paraje acuoso.

A continuación se aleja de un juncal, asoma a una llanura esmeralda y tropieza con una extraña aldea en miniatura. Los trabajadores municipales –conjetura– han cercenado la vegetación foránea, dejando las ramas muertas en cúmulos separados de manera uniforme, que parecen chozas derruidas. Por otro lado, el suelo comienza a formar jorobas, similares a dunas, y la suculencia fría y húmeda de la flora se endurece hasta convertirse en maleza propia de la playa. Surgen barricadas bajas de árboles milkwood, pese a que el mar sigue siendo elusivo.

Katya se coloca bajo la sombrilla de uno de los milkwood. Debe ser cerca del mediodía y empieza a hacer calor. Baja el cierre de su overol. La brisa mitiga el sofoco, pero ella claudica y desenfunda los brazos de las mangas, y permite que la mitad superior del uniforme quede suspendida alrededor de su cintura. Sólo lleva puesto un sostén y pronto experimenta un ardor placentero en el torso, ahí donde el sol se insinúa a través de las hojas.

Nunca ha sentido tanta paz. Reposa en una calidez aletargada y piensa que este es el sitio al que quizá realmente pertenezca. El techo es un árbol, el suelo es la tierra y hay bestezuelas rumoreando en las inmediaciones: un dulce hechizo.

A través de sus pestañas, distingue una forma peculiar entre las hojas. Justo por encima de ella, una cacerola herrumbrosa y agujereada pende de una rama. Se incorpora con rapidez y vuelve a cubrirse con la parte superior de su overol. El viento trae una pequeña bocanada álgida.

Katya trastabilla fuera de la sombra y asciende una cuesta de arena nívea. Desde la cresta, al fin puede atisbar la amplitud del mar y, entre ella y el océano, un escenario de médanos, inhóspito y escarpado. Pequeñas moscas la atosigan. Las ahuyenta a manotazos. También se da una palmada en la cabeza: una música socarrona se ha inmiscuido en su mente, la brizna de una melodía. Un silbido. ¿De dónde proviene? De ahí abajo, de la playa.

Un caballo y un jinete van a medio galope a lo largo de la costa. En medio de su trayecto, una silueta ambigua está de pie, inclinada, umbría en contraste con la playa. Si tuviera a Toby a su lado, lo enviaría a investigar: “Fíjate bien, Tobes, apúrate, no pierdas tiempo”. El caballo flamea como un espejismo; sus cascos baten la arena en silencio. En tanto Katya se aproxima a la figura yerta, el animal se ve cada vez más diminuto. Por fin, Katya advierte que la forma oscura, reclinada, mucho más grande que un hombre, constituye los escombros de un barco.

El caballo y el jinete siguen adelante y desaparecen de la escena, pero el silbido persiste, descoyuntado a la distancia, como la banda sonora de una película un poco fuera de sincronía con la imagen. El acontecimiento le genera turbación. Se agazapa, ubicándose de modo tal que la duna se alce entre ella y esa figura remota. El silbido mengua.

Ha irrumpido una brisa helada. Es hora de regresar. En esta ocasión, la marisma transige y le permite hallar el camino de retorno. Sin embargo, ya no divisa la pirámide de pelotas de golf. Es como si se hubiera hundido, sin más, en el suelo, lo cual podría ser perfectamente posible en esta tierra cenagosa.

Una vez en la verja, la magia de la huella digital no funciona. Katya repara en que está demasiado cubierta de barro, y aun cuando escupa en su pulgar y lo refriegue con la parte interna del cuello de su uniforme, la puerta se niega a reconocerla. Al fin le ofrece el puño. La gruesa madera emite un ruido sordo, amortiguado. Katya hace un intento aún más acucioso, con los nudillos. Antes de darse cuenta, está pronunciando “ratas-en-una-trampa-para-ratas, aplastadas-desinfladas”.7 Todos responden a esa canción. Es un embrujo: pronto puede oír las ruedas de una bicicleta, y la puerta cloquea su conformidad para aceptarla en el interior. Ella la empuja con cautela, aunque ahora no hay ningún perro fornido del otro lado.

Reuben monta su bicicleta a horcajadas. En el instante en que ve a Katya, se carcajea, hace repicar la campana y detiene los pedales, sonriendo. Reuben y Pascal: a Katya la complace que estos personajes sean sus compañeros en Nínive, que crucen senderos con ella a intervalos dictados por una suerte de mecanismo de relojería. Todo indica que Pascal es el hombre del perro y Reuben el ciclista.

–¿Irá a la ciudad? –pregunta Katya, detrás del ciclista.

–Mañana –grita Reuben, y da vueltas entre los edificios. Katya, por fin, ha logrado que sonría.

Le escocen los nudillos mientras mira hacia atrás, hacia el fango. “¡Ratas-en-una-trampa-para-ratas!” Len solía llegar a horas atípicas y rapeaba tales palabras desde el techo o a un costado del remolque. “¡Aplastadas-desinfladas!” A Alma y a Katya siempre se les erizaba la piel. Despertaban de inmediato y se acuclillaban para recibir lo que fuera que su padre trajera a casa. Podía tratarse de un obsequio sorpresa, dulces o un libro de cómics. En ocasiones, Len arribaba con un ánimo irascible y ellas debían esquivarlo. Si lo habían despedido nuevamente o había perdido dinero o había tenido una pelea, se mostraba enfervorizado de indignación y las despertaba para relatarles aquella última injusticia. Otras veces estaba de muy buen humor y silbaba y se frotaba las manos, listo para empacar sus maletas. O les regalaba algo para que jugaran: un collar de culebra o una rana.

Es posible volverse adicto a esa clase de lotería, de imprevisibilidad. Pero Alma no la toleró y se replegó, tornándose sigilosa y marchita y secretamente obcecada. Urdía sus planes para escapar. Katya trató de jugar la partida. Dormía con un ojo abierto, siempre alerta a los estados anímicos de su padre, siempre preparada para avenirse a lo que ocurriera.

Una vez, años atrás, uno de los novios fugaces de Katya vino a visitarla y utilizó el ritmo de Len para llamar a la puerta.

–¡Hiciste que me cagara de miedo! –vociferó Katya– ¿Por qué to-caste de esa manera?

–¿No lo hace todo el mundo? –contestó el pobre muchacho, desconcertado.

Y ella no pudo darle explicaciones.

¿Cómo explicar a su padre? Era un hombre temible, un hombre físicamente peligroso. No es que abusara de ellas, ni que las odiara. Pero era una compañía virulenta, que siempre dejaba caer martillos en sus pies o las mantenía fuera toda la noche, bajo la lluvia. Si levantaba una mano, esta descendía con violencia; no las tocaba si podía darles un empellón. Jamás pudo respetar la fragilidad de ningún cuerpo. Se ganaba la vida a partir de cosas que suponían un riesgo: animales con dientes y aguijones y garras y diversos venenos, y una variedad de aparejos con cuchillas, componentes para ejercer peso y clavos puntiagudos. Todo esto agravado por su temperamento, tan impaciente, tan proclive a los movimientos céleres e irreflexivos, a raptos inauditos de ira y gozo. Su padre era orgulloso: prefería colisionar con el mundo que doblegarse ante él. Y algunas de las metrallas de su vida rebotaban en sí mismo, de modo inevitable, y acometían a sus vínculos cercanos.

Como familia, tenían una extraordinaria propensión a los accidentes. Len fracturó la clavícula de Alma, de diez años, mientras extraía, oscilante, un tanque de combustible de la pickup. No fue deliberado. Katya recuerda que se sintió ufana de no haber sido ella quien sufriera el percance; esperaba que su padre hubiese notado la manera sagaz en que saltó a un costado. Y en otra oportunidad, Len llevó a Katya a eliminar varios nidos de pájaro de un techo. Ella tenía ocho años. Su padre no sujetó la escalera tambaleante para que bajara; en consecuencia, uno de los puntales se torció y colapsó. Katya aterrizó pesadamente sobre un brazo y con uno de los peldaños alrededor del cuello. Era valiente; no lloró, transportó la caja de herramientas a la camioneta, usando la mano izquierda y, esa noche, durante la cena, sostuvo su tenedor de forma torpe. Alma se dio cuenta, pero papá no. Katya rehuyó la mirada de su hermana a través de la mesa. Recién al día siguiente, cuando no pudo vestirse con el brazo derecho, débil y tumefacto, su padre la llevó, de mala gana, a un hospital público. Len se paseó de un lado a otro en la sala de espera, al tiempo que un médico residente oprimía y manipulaba el brazo de Katya, intentando persuadirla de que confesara su dolor. No lo hizo, no lo haría. Al fin, el joven doctor, frustrado, cogió sus brazos y la alzó de cuerpo entero en el aire. Ella se mordió los labios. No aulló.

Su padre ejecutaba trucos de magia. Podía sacar monedas de sus orejas. Podía hipnotizar a una rana. Podía imitar acentos y hacer chistes y canciones hilarantes. Podía lograr que Katya llorara de risa –el único tipo de llanto concedido–. La llamaba Katyoruga. A veces, cuando estaba crispado, abofeteaba a sus hijas, y eso lastimaba, pero no era la peor parte. Lo más aterrador era la sensación de que ellos, los Grubbs, moraban en un mundo despiadado, colmado de elementos hostiles que en cualquier momento podían sublevarse y herirlos. Lo más sabio era estar atentos para contraatacar.

En la actualidad, Katya despierta a menudo con un sobresalto, lista para lo que sea que ocurra. Escucha el eco del llamado de su padre, incesantemente, en la puerta de sus sueños.

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292 s. 5 illüstrasyon
ISBN:
9786078764266
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