Kitabı oku: «Psiquiatría de la elipse», sayfa 4
SER SÍ-MISMO «INFANTO-JUVENIL»
Aunque sería altamente apasionante, no retomaremos aquí el historial de los orígenes de la psiquiatría infanto-juvenil, que recoge los aportes de las corrientes pedagógicas, medicales, psiquiátricas, psicológicas, médico-legales, etc.
Nos contentaremos con la historia reciente vivida por uno de nosotros, que comenzó, en 1959, a abrir camino con lo que se conocía entonces como «neuropsiquiatría del niño». Era casi una trasposición, rasgo por rasgo, de la psiquiatría clásica de adultos: descripción calcada de las enfermedades, de los síntomas, de sus supuestas causas orgánicas, de su tratamiento educativo-medicamentoso. Luego, en 1968, se promulga la separación de neurología y psiquiatría, y en 1970, nace la psiquiatría infanto-juvenil.
Se modificó también la denominación de los «prácticos», lo que determinó su transformación: se convirtieron de pronto en «psiquiatras infanto-juveniles», como si con eso regresaran a la juventud de sus clientes, mientras que esta terminaba por calificarlos en retorno. Esos prácticos están en devenir, en formación, en proceso de constitución personal; andan en busca de su identidad por conquistar y por construir en el mismo movimiento.
Notemos de paso que los prácticos de medicina son, por lo general, denominados por referencia a los órganos y a los grupos de órganos de los cuales se ocupan (gastroenterólogos, endocrinólogos), a las enfermedades o al agente patógeno que tienen que combatir (cancerólogos, parasitólogos). Los psiquiatras, los pediatras, los geriatras y los foniatras son los únicos que se denominan con la ayuda del sufijo -iatre y no -logue. Etimológicamente, eso significaría que están más comprometidos con la acción que con el discurso (habría mucho que decir a propósito de la identificación-rivalidad de los psicólogos en relación con el cuerpo médico). Todos esos «-iatres» tienen en común el hecho de dirigirse a Otro que se supone sin lenguaje y que se encuentra fuera del circuito de producción.
La edad de los clientes separa a los psiquiatras de adultos, que se llaman a veces «generalistas», de los psiquiatras «infanto-juveniles». Este vocablo marca ya un movimiento entre dos etapas: la infantil y la juvenil, de una transformación que no se detiene ahí. Inevitablemente, otra etapa va a seguir: la edad adulta. Notemos, además, que el término infanto- podría definirse como eso que ha de ser estructurado en la infancia, por su sola fuerza de transformación.
En los otros dominios de la medicina, no existe separación radical presupuesta entre el paciente y el práctico, a no ser la cura o la muerte. Y aunque las curaciones son frecuentes, las recaídas, recidivas, nuevas ocurrencias patológicas obligan a los prácticos a intervenir de nuevo.
Por el contrario, en el caso de los psiquiatras infanto-juveniles, como en el de los pediatras, no ocurre nada semejante. Llegará siempre un día en que sus pacientes desaparecerán. Pero esa ruptura no es más que muerte simbólica, y no real. Se efectúa en un proceso de vida signado por la emancipación definitiva. La desaparición solo es relativa, es un pasaje, es maduración, algo así como un rito iniciático. El campo de la práctica cubre una parte delimitada de toda una vida, cuyo éxito depende, entre otras cosas, de los cuidados practicados.
El resto de la medicina podría ser concebido bajo este modelo dinámico si se entendiera la enfermedad física como una etapa de la vida, como movimiento de maduración, a la vez en su aporte experiencial humano y por sus repercusiones corporales, por ejemplo, en el sistema defensivo inmunitario. La enfermedad se inscribiría, entonces, en todo un proceso, que influiría en la vida ulterior del sujeto, incluidas sus manifestaciones moleculares. De la misma manera, la «curación» del delirio de un adulto podría ser comprendida no como una restitutio ad integrum, sino como una integración, una metabolización de la experiencia delirante en la persona.
Lo propio de la psiquiatría infanto-juvenil reside en obligar a sus actores a insertar su encuentro en una evolución: lo que ellos viven se inscribe en una dinámica, uno de cuyos términos es el final de ese encuentro.
SER PACIENTE EN PSIQUIATRÍA INFANTO-JUVENIL
El paciente es, pues, aquí el niño. Enfant, en francés, es un término que establece una doble relación, con la edad y con la filiación. Si, por una parte, enfant remite a adulte (y marca su devenir, como acabamos de señalar), refiere también a «parientes».
Y un parámetro esencial reside en el hecho de que el paciente excepcionalmente se coloca en actitud de sujeto demandante de cuidados: incluso si su comportamiento significa un reclamo, esa profunda demanda de ayuda no es formulada como tal. La demanda viene, en efecto, casi siempre del entorno: familia, escuela, trabajadores sociales, médicos. Por largo tiempo, los psiquiatras de niños han modelado su práctica sobre la de los psiquiatras de adultos: encuentros informativos, recolección de información y de testimonios supuestamente objetivos. El trabajo se efectuaba luego con el niño; la familia solo era requerida para constataciones comparativas sobre los progresos del mismo. A lo sumo, se observaba la mayor o menor cooperación del entorno; por ejemplo, en el caso del adulto, el grado de tolerancia al enfermo formaba parte de la evaluación del pronóstico. El problema de la herencia psicológica era a veces planteado al modo de las descripciones de psiquiatría de adultos, principalmente referidas a los perfiles de las madres o de los padres «esquizofrénicos», versión modernista de las teorías de Morel sobre la degeneración.
La experiencia de la práctica conducirá a los psiquiatras infanto-juveniles a proponer como objeto de reflexión ese frecuente enigma de la perturbación que aparece en un miembro de la familia con ocasión del mejoramiento del niño. La respuesta es variable, y han salido a la luz concepciones diversas del rol de la familia, que no vamos a desarrollar aquí. El punto indiscutible consiste en que ahora se acepta que el campo de la psiquiatría infanto-juvenil no concierne más al niño aislado (incluso cuando la decisión terapéutica se dirija solo a él), sino al niño miembro de un conjunto familiar.
Por nuestra parte, la evolución de nuestra práctica nos ha llevado a renunciar, salvo pedido expreso de los padres, a reunirnos con el padre o con la madre, o con los dos juntos, sin el niño. Con frecuencia, hemos tenido que ser depositarios de terribles secretos de familia acerca de los cuales nada se podía hacer, pues el rol del terapeuta no consiste en transmitirlos al niño en lugar de los padres, ni siquiera de ordenar a los padres que los conversen con el niño, puesto que ellos habían elegido hablar en ausencia de su hijo.
Porque los padres presentan, a su vez, problemáticas personales que intervienen en las del niño. Los mismos reflejos del psiquiatra de adultos actúan en un primer tiempo: «El o los padre(s) están enfermos». ¡Esta afirmación, así planteada, abre un abanico de respuestas que va desde las simples etiquetas hasta la terapia individual de tal o cual de los padres, a veces incluso en lugar de la terapia del niño! Diversas dificultades previsibles impiden esa tentación: la primera es que esos adultos no se presentan para solicitar cuidados o ayuda para sí mismos, sino solamente para sus niños. De todas maneras, el psiquiatra se sitúa como cuidante del niño: este, aunque esté ausente, es el centro del encuentro con los padres.
La segunda dificultad consiste en que todo psiquiatra atento a sus contraactitudes se da cuenta de que toda terminología, nosográfica, semiológica, patogénica, moral o educativa (padre paranoico, madre histérica, padre dimisionario, madre fálica, padres superprotectores, etc.), significa para él mismo un rechazo agresivo de los padres y una fuerte identificación con el niño. No se produce entonces ninguna dinámica de cura, sino más bien designación fija de las responsabilidades de las perturbaciones del niño: este es negado como sujeto, reducido a no ser más que el resultado de las intenciones conscientes y de los deseos inconscientes en relación con él.
Además, como tercera dificultad, el psiquiatra se ve obligado a constatar que las problemáticas de los diferentes miembros de la familia se encadenan entre sí, se completan, formando y produciendo un conjunto familiar, entidad nueva, que no se reduce a la suma de cada uno de sus componentes, y que posee sus propias reglas, su propio funcionamiento.
La llegada de los padres como «padres» al campo de la práctica no puede desembocar más que en constataciones de este género, vayan o no acompañadas de reflexiones teóricas y/o terapéuticas en consecuencia.
SER PADRES EN PSIQUIATRÍA INFANTO-JUVENIL
Desde el momento en que se opera ese cambio de perspectiva que restablece a los padres como «padres», incluidos en un conjunto en el que el niño es otro elemento, el encuentro queda transformado.
Los padres llegan hostiles y tensos, temiendo ser catalogados y que su fracaso, designado por esa demanda, sea ratificado por un interventor externo. Esa referencia a un tercero es una oficialización de la ruptura de equilibrio y también la promesa de cambios deseados, aunque temidos. Cuando se dan cuenta de que son recibidos como «padres», de que la terapia no se ejerce ni directamente sobre ellos ni contra ellos, pueden, paradójicamente, hablar mejor de sí mismos y «revivir» con emoción sus interrelaciones en su familia de origen y en la que han creado después. El trabajo que se elabora entonces puede ser de una profundidad extrema. Lo transgeneracional se instala ahora con toda naturalidad en el centro de los encuentros con los padres.
El niño forma parte de una estructura (el grupo familiar) que no puede ser eliminada, ni siquiera cuando el práctico intenta mantenerla a distancia. El psiquiatra infanto-juvenil está, pues, conminado a trabajar con la familia, y eso constituye una de sus dimensiones mayores. Una ampliación semejante del campo de la práctica no ha sido tomada en cuenta, de manera satisfactoria, ni por el pensamiento médico clásico, ni por el pensamiento psicoanalítico tradicional. Y si actualmente lo pueden hacer, es gracias al enriquecimiento debido a los cuestionamientos de la experiencia psiquiátrica infanto-juvenil.
En efecto, la medicina tradicional aborda lo interindividual con criterios genéticos y hereditarios, complementados más tarde con el concepto de «terreno» (transmisión vertical) y con la aproximación del «contagio» (transmisión horizontal). La práctica psicoanalítica ortodoxa, fundada en la técnica de la cura-tipo en relación dual, apenas puede «evocar» el grupo familiar tal como se representa en el discurso del paciente. O bien considera al padre como un paciente por analizar.
Al contrario, en la práctica psiquiátrica infanto-juvenil, el grupo familiar manifiesta su presencia. La práctica no es asunto de un solo individuo. Este es también miembro de un grupo: ese conjunto que es el sujeto forma parte a su vez de un conjunto englobante, y, en ese sentido, podemos hablar de «terapia en volumen», discursos sobre los padres o el niño y referentes de esos discursos. Los padres y el niño se entrecruzan ellos mismos en una dramaturgia.
EL NIÑO COMO ENCARNACIÓN
El niño actúa, por una parte y a su manera, las problemáticas familiares surgidas, entre otras cosas, de las problemáticas de cada uno de sus padres. E. Lévinas, en el prefacio a la nueva edición de Le temps et l’autre8 [El tiempo y el otro], escribe: «Lo posible que se le ofrece al hijo, colocado más allá de lo que puede asumir el padre, sigue siendo suyo en cierto sentido. Precisamente, en el sentido del parentesco».
Nosotros, por nuestra parte, formularemos las cosas un poco de otra manera: lo que cada ser humano ha reprimido en lo más profundo de sí mismo se le escapa, especialmente, en dos situaciones: la elección de la pareja amorosa durable (uno se asombra con frecuencia al ver algunos emparejamientos) y, de forma aún más fuerte y más sutil a la vez, la posición parental. El niño está hecho de todo eso por mecanismos de complejidades infinitas.
Lo que escapa a los padres —algunos hablarían aquí de lo reprimido o de lo «inanalizable»— no se encuentra en estado bruto. Sufre siempre transformaciones que habrá que describir rigurosamente. El padre, por lo demás, está tentado a no reconocer esas manifestaciones como salidas de él y que reflejan de manera implícita lo más profundo, lo más oscuro, lo más oculto de su ser. Además, el tránsito del uno al otro, del padre al niño, añade la carne: el resultado se traduce en rasgos de carácter, en comportamientos, en actos, incluso en la trayectoria de un destino. No olvidemos que, por otra parte, eso que escapa al padre y no es resuelto en él, se añade y se mezcla con lo que se transmite sin conflicto. El problema se complica por el hecho de que el niño no procede de una sola persona: él encarna también, de manera disfrazada, aquello que ha escapado (podríamos hablar de proyecciones inconscientes) al otro progenitor, pues la elección recíproca de los dos padres pone en juego, como ya hemos dicho, mecanismos del mismo orden.
Los abuelos, los tíos y las tías, los hermanos y las hermanas, desempeñan también un rol en el asunto. No hace falta recordar que cierto número de factores embrollan también el panorama: constitución física en parte heredada, lugar que ocupa entre los hermanos, historia particular del embarazo, del alumbramiento, de la llegada del niño, tema astrológico que algunos pretenden tomar en serio, relacionándolo con los temas parentales…
Más aún, el niño no es más que emanación de los fantasmas (inconscientes) de sus ascendientes y colaterales, y no de los azares de su venida al mundo ni de su existencia. Es sujeto y causa de sí mismo: él es su propio autor, al «hacer» algo singular con todas las influencias, con su «genio» propio (entidad difusa a falta de una definición precisa).
Su completa realización debería consistir en encontrar el lugar original más satisfactorio en una filiación, sin que por eso se limitase a los deseos que se ejercen respecto a él y que él mismo ha interiorizado (la rebelión reaccional es tan alienada como la total conformidad).
LA TERAPIA COMO CONVERSIÓN
Partir a la búsqueda de las causalidades es aquí ilusorio, y no puede desembocar más que en reducciones. Es esa, no obstante, la tentación más habitual de la psiquiatría que, fascinada por el modelo científico medical del siglo XIX, piensa que la explicación etiológica es la vía real de la terapia.
Para continuar avanzando en nuestro propósito, dejemos de lado toda idea de causalidad (organogénica o psicogénica, por ejemplo) y constatemos que trazos psicoafectivos individuales, configuraciones de composición de pareja, perfiles de destino se repiten en lo idéntico o en la oposición, o bien sufren modificaciones; asimismo, que las problemáticas se trasladan así de una generación a otra. Hablemos, más bien, de cambio de registro, de «conversión». Queda por hacer un examen detallado de cada historia particular.
Poner al día esos mecanismos es, sin duda, científicamente interesante, pero su desvelación apenas permite modificarlos. Y se encuentran no pocas personas perfectamente capaces de describir los orígenes personales y familiares de sus dificultades, sin que eso conlleve para ellos la menor mejoría.
La terapia permite por sí misma una conversión por medio de la elaboración de un relato, ya sea que se haga, como en psiquiatría de adultos, en forma de reconstrucción legendaria contada a un analista en interrelación transferencial, o por medio de una representación institucional con múltiples actores.
En psiquiatría infanto-juvenil, el tránsito al individuo sufriente como único actor de la terapia, así como el paso a la institución como marco codificado de una neosociedad reconstituida, son, de hecho, figuras raras, y se trata de inventar cada vez la fórmula individualizada, adaptada al niño considerado como algo particular, es decir, como único.
La terapia, de todas maneras, no es una respuesta a las problemáticas del sujeto, sino una puesta en escena para acoger esas problemáticas, de tal suerte que poco a poco encuentren solución.
LA ENFERMEDAD COMO FIGURA
Los pacientes de psiquiatría infanto-juvenil son definidos con el término niños, y no con el de enfermos, como ocurre en todas las otras disciplinas médicas. Algunos hablan incluso de gosses [chiquillos] o de gamins [muchachos]. Malades [enfermos] no es más que un adjetivo, mientras que es un sustantivo para los psiquiatras de adultos como para los pediatras, que denominan a sus clientes petits malades [pequeños enfermos], donde petit es el adjetivo y malades, el sustantivo. De la misma manera, los miembros de la Educación Nacional no ven en los niños más que eleves [alumnos], en todo caso, a partir de la escolaridad obligatoria. En cambio, los psiquiatras infanto-juveniles no se colocan frente a una enfermedad, sino frente a una persona, cuyas manifestaciones no siempre han de ser inscritas en el marco de la patología. La enfermedad no resume al individuo sufriente objeto de cuidados.
Para eso se pueden aducir varias razones:
– El recurso al psiquiatra es cada vez más diversificado, y el abanico de la clientela es cada vez más abierto: comprende niños cuyas perturbaciones son mínimas, como aprendizaje esfinteriano, dificultades de relación, convivencia escolar, relación con la lectura o con la escritura, etc. Nada hay en todo eso que remita a una entidad mórbida. Muchos de esos niños son «ordinarios», como lo son nuestros propios niños o los de nuestros amigos.
– Otra razón reside en la obligación que tiene el psiquiatra público de vivir en los mismos lugares del área geográfica a la que su servicio atiende: es, por tanto, usuario de los mismos servicios que sus propios usuarios (esto es evidentemente menos cierto en las grandes metrópolis, donde están más diluidos). Así pues, es ineludible para él cruzarse con los niños que acuden a su consulta en diversos lugares públicos: las casas de jóvenes, las escuelas, las tiendas, donde esos niños no se presentan como enfermos, sino como otros niños.
LA DIMENSIÓN SOCIAL
El niño, con su familia, es de hecho incluido en el conjunto social, que se manifiesta por las intervenciones de sus diferentes actores: maestros, trabajadores sociales (asistentes sociales, educadores, puericultores, trabajadoras familiares), reeducadores de la Educación Nacional (redes de ayudas especializadas), consejeros de orientación, regidores y agentes municipales (alcalde y consejeros municipales, personal de cunas infantiles), miembros de las instancias creadas por la ley de 1975 sobre los discapacitados, agentes de la Protección Maternal Infantil, de la Ayuda Social a la Infancia, responsables de la Dirección Departamental de Asuntos Sanitarios y Sociales, jueces de infantes, servicios sociales educativos, etc. El psiquiatra infanto-juvenil tiene que tomar en cuenta todas esas intervenciones potenciales o reales. Incluso cuando ha decidido ponerlas a cierta distancia, su presencia persiste, al menos en filigrana, y no deja de recordarlas. El rechazo a comunicarse con ellas es insostenible por las proyecciones que suscitaría en los cuidantes y en el niño, quien de campo común para esos interlocutores se convertiría en campo de batalla.
Demasiadas interpelaciones exteriores van a afectar también su inserción escolar, la obtención de un lugar eventual para alimentarse, una decisión de permanencia en la institución, la situación económica de la familia. Basta con que un miembro del equipo de cuidantes participe una sola vez en tales reuniones que desembocan en una decisión de realidad (aunque dicha decisión no concierna más que a la dimensión simbólica de aquella realidad) para que todas las relaciones con todos los clientes resulten perturbadas.
Y el contrato de no-injerencia en su realidad es un caso especial, opción deliberada por parte de los cuidantes, y no aplicación sistemática de reglas establecidas.
Los psiquiatras de adultos eran tradicionalmente considerados actores sociales, sobre todo en el territorio de la exclusión (ley de 1878 que regulaba el internamiento, ley de 1968 para la protección de los bienes); su función se completaba con la persona de la asistenta social de higiene mental, encargada de la reinserción: búsqueda de un trabajo, protegido o no, acción sobre la tolerancia de la vecindad. Nada comparable a la presencia cotidiana de la dimensión social en psiquiatría pública de niños, que obliga a tener en cuenta los efectos de repercusión recíproca de las perturbaciones y de la «realidad» escolar: por ejemplo, los efectos de las perturbaciones del niño sobre su adaptación escolar, pero también los de la institución escolar sobre las perturbaciones del niño.
El sector permite también poner en evidencia que la designación de las perturbaciones en un individuo es también una manera de enmascarar esas interferencias con otras dimensiones: familiar, escolar, institucional, social.
Estas graves cuestiones se vuelven a encontrar en aquello que el intersector propone como respuestas a las necesidades.