Kitabı oku: «La Biblioteca de Ismara», sayfa 2
II
GABRIEL
1
Un desconocido se detuvo frente a la sala donde se encontraban los ataúdes. Mediría algo más de un metro setenta y cinco, complexión delgada y nariz rotunda, con el cabello entreverado de canas recogido en una impoluta coleta. Habló un momento con un par de profesores y estos le señalaron a Clara. Asintió brevemente con la cabeza y se dirigió hacia ella. Cuando llegó a su altura, se presentó, mientras Fernando la miraba con curiosidad.
—Hola, Clara. Soy tu tío Gabriel.
Clara levantó la vista, incrédula.
—¿Quién?
—Tu tío Gabriel, el hermano de tu padre.
—¿Mi padre… tenía un hermano?
—Sí. Yo. He venido para hacerme cargo de todo.
—¿Cómo que «hacerse cargo»? —interrumpió Fernando.
Clara los miró, extrañada. No sabría decir porqué, pero notaba algo raro en esa conversación, como si no fuera del todo real. Como si esas dos personas se conocieran de antes pero quisieran fingir que no era así.
—Soy el padrino de Clara y su único pariente vivo —explicó el extraño—. He venido en cuanto supe de la muerte de César. Voy a ser su tutor de hoy en adelante.
Clara miraba desconcertada al recién llegado. Sus padres jamás habían hablado de ningún pariente. Sin embargo, allí estaba Gabriel y aparentaba tenerlo todo bajo control. Clara reconoció en él algunos rasgos de su padre; los ojos claros, algo en el porte… Tenía un cierto aire de familia, sin duda. Pero si lo que decía era cierto, eso planteaba un montón de preguntas: ¿cómo podía ser su padrino alguien a quien ella no conocía? ¿Dónde había estado todo ese tiempo? ¿Por qué nunca la había visitado? Y, sobre todo, ¿cómo era posible que nadie le hubiera comentado nunca nada de él? Para ella fue demasiado. Algo en su cabeza hizo clic y se desentendió. Solo quería que ese día acabara, que alguien se diera cuenta de que todo ese dolor lo había causado ella y le proporcionara el castigo que merecía; que le permitieran ajustar cuentas y pagar su crimen. Y tener así, por fin, algo de paz.
Su tío traía consigo los papeles de la comunidad, un viejo libro de familia, su DNI, todo lo que podía probar que era quien decía. Habló largo rato con Fernando, le dejó tiempo para que se despidiera de Clara y después estrechó su mano, le dio las gracias con amabilidad y se llevó consigo a su sobrina.
Un elegante coche negro, algo pasado de moda, los esperaba en la puerta. Junto a él, un hombre trajeado. Gabriel los presentó.
—Óscar, Clara. Clara, Óscar. —Óscar era un hombre cercano al metro ochenta, al que, bajo un traje de corte impecable, se le adivinaba atlético y flexible. Un coche con chófer. Evidentemente, su tío tenía dinero.
—¿A dónde vamos? —preguntó Clara.
—A tu casa; allí estarás más tranquila. Mañana será el entierro y tienes que reponer fuerzas. Necesitas descansar un poco.
—No necesito descansar —replicó Clara, llorosa—; necesito a mis padres.
Su tío acusó el golpe y sus ojos brillaron con dureza.
—Por desgracia, esa es la única cosa que no puedo conseguir. Ni tú tampoco. Tus padres no van a volver. Y tienes que empezar a vivir con eso.
Clara sintió como si la hubieran abofeteado. Le odió, con todas sus fuerzas. ¿Qué hacía ese monstruo allí? ¿Por qué tenía que hacerse cargo de ella alguien a quien ni siquiera conocía? ¿Por qué nunca nadie le había hablado de él?
Los tres subieron en el ascensor y entraron en la casa. Todos los muebles, todos los rincones, parecían hablarle de su madre, cuya muerte había deseado, y de su padre, que la había acompañado en ese absurdo accidente.
—De momento, hasta que podamos organizarnos en Madrid, nos alojaremos aquí —dijo Gabriel.
Clara pensó en rebelarse, negarse a esa invasión, echarles a los dos y que la dejaran tranquila. Al levantar la vista, su mirada se cruzó con la de Gabriel, que la observaba con una intensidad casi dolorosa. En su mano llevaba una cajita.
—Ábrela —le pidió su tío.
Clara lo hizo. Dentro había una medalla octogonal, lisa por completo salvo por unas finas incisiones paralelas, a un par de milímetros del borde.
—Este medallón era de tu padre —dijo Gabriel mientras sacaba la joya de la cajita—. Yo tengo uno igual.
Y le mostró el que llevaba colgado alrededor del cuello. Era también octogonal, solo que trabajado con unas intrincadas filigranas.
—Los dos lo llevábamos cuando éramos niños. Luego… luego nos distanciamos. Creo que ahora deberías tenerlo tú.
Clara miró el medallón. Era bonito. Sencillo, de plata. Y se sentía cálido y agradable al tacto. Llevarlo puesto sería como si su padre y ella compartieran algo más que una joya. Pensó en el paquetito con su nombre guardado en el cajón y si tendría algún significado que los dos últimos regalos de su padre le hubieran llegado después de su muerte. Las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas. Gabriel no dijo nada y salió de la habitación.
Óscar le trajo un vaso de leche y Clara, sin protestar demasiado, se lo tomó. Apenas ingerido, durmió sin sueños toda la noche.
2
Se despertó sobresaltada. Notó el tacto del medallón contra su pecho y lo miró. Juraría que ahora tenía unas filigranas que no estaban allí ayer. Debía de haberlo visto por la otra cara, porque, pensó, lo que estaba claro es que una joya no podía cambiar de aspecto.
Sin reflexionar, como un autómata, fue a la habitación de sus padres. Iba a llamar con los nudillos y a decir «mamá, déjame entrar», para acurrucarse medio dormida junto a ella y apurar un poco más el sueño, cuando recordó de nuevo el accidente y el corazón le dio un vuelco.
No podría hacerlo nunca más.
Al darse la vuelta para ir a la cocina, pegó un grito, sobresaltada por una sombra. Óscar, vestido de pies a cabeza, como dispuesto a ponerse en marcha en cualquier momento, la esperaba en el pasillo, junto al despacho de su padre.
—¿Quieres alguna cosa? —preguntó el hombre con una voz cálida y agradable. Clara lo miró, estupefacta. La voz le pegaba, pero la amabilidad con la que hablaba, no. Había esperado un tono más severo, ronco, agresivo. Negó con la cabeza y lo esquivó en su camino a la cocina.
No recordaba nada de esa noche y se encontraba extrañamente relajada. ¿Le habrían puesto algo en la leche? «¡Qué tontería!», se dijo. Mejor que no se dejara llevar por su imaginación. La situación ya era bastante rara de por sí, sin necesidad de añadirle literatura.
Y, en cualquier caso, se sentía con fuerzas. Triste, arrasada, inconsolable, pero fuerte.
Al ver la vieja caja de galletas, recordó a su madre alcanzándosela todas las mañanas a lo largo de su vida. La vio desde su altura de cuatro, de diez, de doce años. Su rostro se volvía hacia ella y sonreía…
El dolor le retorció el estómago y tuvo que correr a su cuarto. Pasó por delante de Óscar como una exhalación, entró en su habitación y cerró la puerta con pestillo. Se sumergió entre las sábanas, deseando con todas sus fuerzas poder retroceder dos días y que alguien le impidiera pronunciar esas palabras y causar ese accidente.
No hubo respuesta.
3
Los días que siguieron al entierro su tío se mostró muy respetuoso. Dejó que Clara llorara todo lo necesario, consintió que durmiera hasta muy tarde, y le permitió no volver al instituto hasta que se sintiera con fuerzas, mientras se encargaba de solucionar la ingente burocracia que hace falta para morir en el siglo XXI.
Pero los nichos lucían ya el nombre de sus padres en letras de bronce y Gabriel se estaba haciendo cargo de todos los gastos. El dolor se empapaba lentamente de normalidad.
Fernando se dejó caer de cuando en cuando para verla y ella se lo agradeció. La sensación de que su tío y él se conocían de antes le parecía a Clara cada vez más peregrina. O quizá es que estaba asumiendo su nueva situación.
En cuanto a Óscar y su tío, Clara, poco a poco, les iba tomando cariño. No le quedaba otra familia.
Una mañana, al pasar por delante del despacho de su padre, vio a Gabriel leyendo unos papeles manuscritos. Hubiera jurado que lloraba, pero él, al oírla, le rehuyó la mirada y preguntó:
—¿Qué quieres, Clara? ¿Necesitas algo? —mientras se pasaba la mano por los ojos.
—No, nada, tío. Iba a prepararme una tostada. ¿Te preparo otra?
—No… o, mejor, sí. Con tomate y aceite, por favor. Tengo que terminar un par de cosas, pero en cuanto acabe, voy a la cocina y te ayudo.
Clara asintió. Antes de salir, vio cómo su tío metía los papeles en un sobre en el que estaba escrito «Gabriel», con la letra de su padre.
—¿Una carta de papá? —preguntó.
—Sí —contestó él, lacónico.
—Tío. —La duda le rondaba desde que Gabriel apareciera en el tanatorio, pero no había encontrado el momento de resolverla. Hasta ahora—. ¿Por qué mi padre nunca me habló de ti?
Los ojos del hombre se nublaron con un brillo vidrioso.
—Sabía que no tardarías en hacerme esta pregunta. —Le indicó con un gesto que se sentara y suspiró—. Es una larga historia: César, tu padre, era mi hermano mayor y nos queríamos mucho. Pero hace ya varios años, antes de que nacieras, tuvimos una discusión terrible, ninguno quiso retractarse y eso nos separó. Ni siquiera tu nacimiento pudo volvernos a unir, pero mantuvimos el contacto, hasta que, cuando cumpliste seis años, volvimos a discutir y esa vez fue la definitiva. Desde entonces ni siquiera respondió a mis llamadas o a mis cartas. Hasta hoy.
—¿Y por qué discutisteis?
Él dudó antes de contestar, y empezó a hablar con lentitud, como si cada palabra le costara un gran esfuerzo.
—Fueron disputas entre hermanos, asuntos que nunca deberían haber llegado tan lejos, nada que no hubiéramos podido solucionar de saber… —Tragó saliva antes de continuar—. Tal vez, cuando haya pasado más tiempo y duela menos, pueda contártelo. No digo que no fuera importante, solo que los dos nos queríamos y deberíamos haber pensado más en el bien de nuestra familia; haber sabido llevar mejor nuestras diferencias. Pero de nada vale lamentarse: ahora estoy aquí y no voy a permitir que te suceda nada malo.
Clara lo miró. Aunque no tenía hermanos, conocía de primera mano las discusiones familiares. A lo mejor eso también estaba en los genes de los Carrasco… Sintió deseos de abrazarle, pero no lo hizo. Apenas se acercó para darle un beso en la mejilla. Gabriel sonrió, pero no fue capaz de corresponderle. Tras unos segundos incómodos, ella se levantó y salió del despacho.
Una semana más tarde, Gabriel la instó a volver a clase, pero Clara aún no se veía capaz y su tío lo aceptó, siempre y cuando se comprometiera a conseguir los apuntes para no perder demasiado el ritmo.
Y por fin se sintió con fuerzas para hacer lo que había postergado tantos días; entrar de nuevo, a solas, en el despacho de su padre, en esa habitación donde tantas veces habían hablado, reído e incluso discutido. Los ojos le ardían cuando se acercó al cajón donde, días atrás, había descubierto el regalo. Inspiró hondo, tragó saliva y sacó el paquetito. Lo sostuvo un instante entre sus manos, intentando manejar los sentimientos que se agolpaban en su cabeza y terminó llevándoselo a su habitación. Sentada en la cama, sintiéndose más sola que nunca, se enjugó las lágrimas y lo abrió.
No era un libro, sino una libreta para tomar notas, un cuaderno negro de viaje que se cerraba con un elástico. En la contraportada, su padre le había escrito una dedicatoria:
«Un buen escritor siempre lleva encima una libreta de notas, y las que se cierran con goma son las mejores. Úsala y disfrútala. Te quiero».
Un medallón y una libreta. Eso era lo último que le había dejado. Nunca más le daría otro regalo, ni habría más «te quiero», ni más besos; con lágrimas en los ojos, Clara se dio cuenta de que las que acababa de leer eran las últimas palabras de su padre. El dolor la partió en dos. Abrazó la libreta y se acurrucó en la cama, hecha un ovillo.
Óscar y su tío la dejaron bastante libre toda la semana, haciéndole saber tan solo que estaban allí. Pero llegado el domingo, Gabriel insistió en que tenía que volver al instituto.
La vuelta fue dura. El otoño estaba bastante avanzado y los días eran tan fríos y desapacibles como el ánimo de Clara. Al principio todos la trataron como si fuera de cristal, en especial los profesores. Aprendió a fingir que se encontraba bien para cortar esas miradas de compasión que la enervaban. Su vida fue volviendo poco a poco a la rutina y la gente empezó a comportarse con ella como antes. La tristeza se convirtió en una compañera silenciosa y el sufrimiento mismo también cambió; en unas semanas, dejó de ser una opresión constante en el pecho para irse transformando en punzadas de un dolor agudo, inesperadas, intensas, pero cada vez más espaciadas.
Los días fueron pasando y Clara se sumió en un estado semisonámbulo en el que no tomaba decisiones, sino que las delegaba en su tío, en sus profesores, en sus amigos. No quería pensar ni elegir. Tal vez las cosas se irían resolviendo o tal vez no.
De momento, no le importaba.
III
LA HERMANDAD
1
Fernando Navarro, tutor de Clara y jefe del departamento de Lengua, llevaba nueve años como profesor del IES Lope de Vega. Exactamente desde que Gabriel perdiera el contacto con su familia, en el sexto cumpleaños de Clara. Había cumplido con creces el objetivo de acercarse al hermano de Gabriel y convertirse en su amigo. Pero su misión también consistía en evitar que a Clara le sucedieran desgracias, y en eso había fracasado, de un modo terrible, por razones que todavía no lograba explicarse. Tal vez por eso se había volcado con tanta intensidad en esta otra misión. Tal vez por eso, esa noche aún seguía en el instituto trabajando a contrarreloj.
El bedel se había retirado a las nueve a regañadientes, después de repetirle una y otra vez que no se olvidara de cerrar bien todas las puertas. Tras asegurarle que lo haría y que podía irse tranquilo, Fernando había vuelto a su despacho a seguir trabajando. Ahora eran casi las doce de la noche y el resultado estaba allí, extendido sobre la mesa. Había logrado desencriptar por completo el manuscrito descubierto en los subterráneos de Lyon: un intrincado alfabeto jeroglífico que ocultaba un texto escrito en griego clásico. Fernando había organizado el nuevo texto respetando la distribución y la estructura del original. Rebeca se encargaría ahora de traducirlo y Fernando procedió a enviarle el documento escaneado y toda la documentación necesaria mediante un servidor seguro.
Cuando tuvo la confirmación de que lo había recibido sin problemas, envolvió con cuidado el original en un grueso papel e introdujo el paquete resultante en una caja de madera bellamente trabajada. Ahora debía devolverlo al despacho de María Benedé.
El edificio donde el instituto se encontraba era un antiguo palacio del siglo XVIII reformado hacia 1970, y en el despacho de María habían dejado una pared de piedra vista sin cubrir, tras eliminar del muro el revoco original. Fernando sacó un medallón de su pecho, un octógono de plata con sutiles y elegantes filigranas, y lo apoyó en uno de los sillares. Un rectángulo de unos ciento cincuenta por noventa centímetros se empezó a destacar; una pequeña puerta en el muro. Fernando presionó sobre el batiente y la portezuela giró sobre sus goznes. Colocó el manuscrito dentro del hueco no demasiado profundo que se abría tras ella, cerró la puerta, retiró el medallón y la abertura desapareció del muro como si nunca hubiera estado allí.
Volvió a su despacho y destruyó en el triturador de papeles las pocas notas que había apuntado fuera del portátil. Recogió sus cosas y dio una vuelta por el instituto. Una vez hubo comprobado que aulas y despachos estaban bien cerrados, dejó las llaves en la portería, se aseguró de que alarmas y mecanismos de seguridad estuvieran conectados, cerró con varias vueltas la puerta de entrada y salió del edificio.
Atravesó la plaza del Dos de Mayo camino del parking. Empezaban a bajar de verdad las temperaturas y Fernando se subió el cuello del abrigo para protegerse del ambiente nocturno. Se dio cuenta de que llevaba desatado el cordón de un zapato y se agachó a atárselo. Al hacerlo, escuchó un ruido, sutil, a su espalda, como el que hace involuntariamente alguien que no quiere ser oído. Los sentidos se le agudizaron y todo su cuerpo se puso en tensión. Quizá no fuera nada, pero en su situación no podía arriesgarse. Tenía que llegar a su coche de inmediato.
Corrió hacia la entrada del aparcamiento. El sonido a su espalda cambió; unas patas de considerable tamaño iniciaban también una carrera.
Lo habían localizado.
Corrió aún más rápido. Llegó al parking resoplando y bajó por las escaleras hasta la planta menos dos, donde tenía aparcado su automóvil. Los pulmones le ardían.
Su coche era el único que había en ese nivel. Accionó la apertura automática y las luces parpadearon dos veces a lo lejos. Solo tenía que ponerlo en marcha y salir, sin maniobras. Los jadeos tras él eran más y más cercanos.
El coche estaba apenas a unos metros cuando una bestia, parecida a un lobo grande y oscuro, surgió de entre las sombras, se lanzó en dirección a Fernando y, saltando por encima del vehículo, se plantó entre el coche y él, bloqueándole el paso. Era un lyko, sin duda, uno de los feri de la Hermandad.
El profesor dribló con agilidad; la bestia intentó seguirle pero resbaló sobre el asfalto del aparcamiento. Fernando rodeó el coche, abrió la puerta del copiloto e intentó encerrarse dentro del vehículo. El animal logró introducir una pata entre el marco y la puerta. Fernando, sujetando la manija, tiraba hacia sí mientras pisoteaba la garra del lyko. Unos golpes sobre el capó le advirtieron que otro animal se había subido al techo del vehículo.
Dos lykos. El dueño no andaría lejos.
Intentó una maniobra arriesgada: abrió un poco la puerta; la bestia retiró la pata dolorida, Fernando pudo cerrarla de nuevo y bajó los pestillos de seguridad. Ahora solo tenía que poner el coche en marcha. Metió la llave mientras las bestias zarandeaban el vehículo.
Entonces lo vio, parado delante del coche, con la espada desenvainada, una capa con capucha gris y el característico emblema hexagonal en el lado izquierdo: un miembro de la Hermandad. Un monje. Un esbirro asesino.
El encapuchado subió de un salto al capó y al caer incrustó la espada en el motor. El coche emitió un gorgoteo antes de detenerse.
—¿Dónde está? —gritó el intruso con voz áspera.
Fernando analizó rápidamente el panorama. Lykos a los lados y el Hermano sobre el capó. Ninguna posibilidad de huida: tenía que presentar batalla. Saltó el respaldo de los asientos delanteros, desmontó los de atrás para acceder al maletero y empezó a levantar el falso suelo bajo el que guardaba su propia espada, mientras el monje bajaba del coche y lo rodeaba asestando un mandoble tras otro. El esbirro consiguió perforar la puerta trasera y el arma fue a incrustarse en la pierna de Fernando, atravesándole el gemelo derecho. Fernando aulló de dolor. Tiró de la espada que guardaba en el maletero y, al hacerlo, la cruz de la empuñadura se enganchó en un saliente. El profesor forcejeó para soltarla mientras el cruzado extraía su mandoble para volver a clavarlo de nuevo, esta vez más arriba, traspasándole el muslo. Fernando ahogó un juramento.
—¿Dónde está? —repitió el encapuchado, sacando el arma y blandiéndola en el aire.
El profesor consiguió liberar por fin la espada, un magnífico mandoble decorado con filigranas al igual que su medallón. Maniobró dentro del coche con dificultad, quitó los seguros de las puertas y salió del auto por el lado contrario al de su atacante. Una vez fuera, cojeando, enarboló el arma. Mientras vigilaba los movimientos del monje gris, echó mano al medallón e intentó concentrarse para pedir ayuda, pero las dos bestias se lanzaron contra él.
De un tajo, segó la cabeza de la que venía por su derecha, que sufrió un par de espasmos antes de quedarse inmóvil.
El monje dio un gruñido de disgusto.
La otra bestia se abalanzó sobre Fernando y le hincó los dientes con furia en el brazo izquierdo. Fernando intentó defenderse con la espada, pero el arma era demasiado larga para hincársela sujetándola por la empuñadura. La tomó por la mitad de la hoja y clavó la punta en el cuello del lyko.
El cruzado aprovechó para acercarse y atravesar a Fernando por la espalda. Al sentir en sus entrañas la fría hoja de acero, este se revolvió, golpeó con la empuñadura de la suya la boca de su agresor y le saltó dos dientes. El monje ni se inmutó. Tan solo hincó aún más su espada y la retorció con saña.
Fernando cayó al suelo, agonizante. Se llevó la mano al bolsillo y sacó una ampolla de vidrio recubierta de plata que intentó acercarse a la boca. El monje gris le pisó la muñeca, apartó el recipiente con el otro pie y lo aplastó contra el pavimento del parking. Un líquido verdoso se derramó del frasquito, brilló un segundo y fue absorbido por el suelo, que se volvió de un negro intenso, como recién asfaltado.
El cruzado empuñó el arma y cortó de un tajo la cabeza de Fernando.
El medallón octogonal del profesor emitió un apagado brillo verde y sus filigranas empezaron a desaparecer. Una especie de vaho verdoso salió de la joya y recorrió como una onda expansiva el aparcamiento, perdiéndose en el infinito.