Kitabı oku: «La Biblioteca de Ismara», sayfa 3
2
Gabriel y Óscar conversaban en el despacho cuando lo notaron. Esa extraña desazón, tan temida. Gabriel echo mano a su pecho y miró el medallón. Las filigranas brillaban con una luz mortecina. Eran malas noticias.
—Fernando ha caído. Nos han localizado.
—No —replicó Óscar—, solo lo han localizado a él. Si supieran dónde estamos, habrían organizado una ofensiva y en este momento estaríamos luchando.
—Pero si han localizado a Fernando, tal vez ya han encontrado… —Gabriel calló. Ambos sabían lo que eso significaba.
—Confiemos en que no. Lo único claro es que andan muy cerca.
—Salgamos. Tendremos que ocuparnos del cadáver.
—No, Gabriel —le detuvo Óscar—. Pueden haber dejado un merodeador esperando que se presente alguien. Por mucho que nos duela, no podemos hacer nada hasta mañana. La mejor manera de no despertar sospechas es seguir con nuestra rutina hasta que podamos volver a Ismara.
—Ismara. —Gabriel negó con la cabeza—. No lo veo claro. Clara todavía no está preparada.
—Estaría segura —insistió Óscar—. Piénsalo bien; allí nadie la alcanzaría, sabríamos en todo momento dónde está… Todo son ventajas.
—No para ella —replicó Gabriel—. Estuviera dispuesto a enviarme esa carta o no, mi hermano dejó muy clara su voluntad: quería, por encima de todo, que Clara se criara alejada de mí, de los nuestros. Que yo no le contara nada de, en sus propias palabras, «mis absurdas ideas sobre el mundo, reales o no». Murió por mi culpa, porque yo no fui capaz de mostrarle la verdad sin ofenderle. No voy a traicionar su última voluntad. No… —La voz se le quebró—. Mientras Clara no tenga edad para decidir por sí misma, intentaré darle una vida normal.
—Estupendo. Solo tienes que convencer de eso a los que nos están matando.
—No la llevaré a Ismara, Óscar.
—Muy bien. Pues entonces sigamos con el plan original. Vayámonos a Bosca. No estaremos en Ismara, pero sí cerca.
—Bosca… Antes estaba de acuerdo, pero ahora… No sé si es buena idea volver a abrir el refugio en la boca del lobo.
—El lobo solo puede ver su propia boca si la ve reflejada —contestó Óscar—. Y los lobos no se miran al espejo. Es lo que dices siempre.
—Cuando solo éramos tú y yo. Ahora es distinto. Ahora la tenemos a ella. Ahora podemos perderlo todo. —Gabriel se frotó los ojos, cansado, y suspiró—. Fernando muerto… No puedo creerlo.
Clara estaba dormida en su cuarto, pero algo extraño, como una desazón, la sacó del sueño, y en el duermevela le pareció ver brillar el medallón que le había regalado su tío. Pensó que debía ser un reflejo, o la luz de la ventana. A través de la puerta llegaba la voz apagada de su tío hablando con Óscar, pero solo entendió unas pocas palabras inconexas: «lobo», «muerto», «Fernando».
Sin duda estaba soñando. Se arrebujó en la cama y volvió a dormirse casi de inmediato.
3
Las alarmas del instituto Lope de Vega se pusieron en marcha en cuanto el Hermano rompió los cristales de una ventana del segundo piso. Tenía poco tiempo, pero sabía que el lyko le advertiría en cuanto alguien se acercara. Recorrió a toda prisa los interminables pasillos, acompañado por el sonido metálico de sus botas. Llegó a la planta de despachos y localizó el de Fernando. Cerrado con llave.
Reventó la puerta de una patada. En el interior, todo parecía escrupulosamente ordenado. Se entregó a una búsqueda frenética, tumbando estanterías, rompiendo cerraduras, partiendo a espadazos los cajones y destrozándolo todo. Pero nada. Allí no parecía estar lo que buscaba.
Iba al despacho contiguo, dispuesto a hacer lo mismo, cuando oyó la llamada de advertencia del lyko: alguien se acercaba. Pateó la puerta, entró y rebuscó a toda prisa pero sin resultados.
El lyko seguía gruñendo en la calle.
Echó una última mirada, se encaramó a la ventana del despacho, saltó desde el alféizar y aterrizó en el suelo limpiamente, dispersando el impacto de la caída con una precisa voltereta.
El lyko fue a su encuentro. En su grupa, embutidos dentro de una especie de arnés, llevaba los restos del otro animal. No podían correr el riesgo de que un feri llegara a ser analizado.
Dos coches de la policía se detuvieron en la calle San Bernardo, a la entrada del instituto. El encapuchado agarró el medallón hexagonal que llevaba al cuello, vio las filigranas de la joya iluminarse en ámbar, señalando hacia el sudeste, y salió a todo correr en esa dirección.
Una alcantarilla mostraba unos caracteres anaranjados fosforescentes. El monje levantó la tapa como si no pesara nada y el animal y él desaparecieron en su interior.
La tapa cayó sin apenas ruido y el brillo ambarino se extinguió mientras, en la fachada lateral del IES Lope de Vega, los policías descubrían la ventana rota.
4
Rebeca era una mujer nerviosa, menuda, que dependiendo de cómo fuera vestida podía aparentar tanto quince años como los treinta que tenía en realidad. Se había pasado toda la noche pendiente de recibir los documentos que le enviaba Fernando a través del servidor seguro habitual. Y ahora que los tenía, no podía esperar.
En cuanto abrió el archivo, comprobó satisfecha el meticuloso trabajo de su colega. La transcripción de las páginas originales al griego estaba distribuida respetando la estructura del manuscrito y las ilustraciones habían sido insertadas en los espacios correspondientes. Bien. En muchos legajos de esa época, tan importante era lo que se decía como dónde se decía.
Preparó un buen número de hojas de papel fotográfico A3 y empezó a imprimir el documento a tamaño un poco superior al real.
Lo ideal hubiera sido poder trabajar sobre el manuscrito y no sobre una copia, pero a ella no se le daba tan bien descifrar claves y una buena digitalización también tenía sus ventajas. Poder ampliar el documento era una de ellas, y otra, que podían trabajar más personas sobre el mismo manuscrito en lugares diferentes. Había excelentes medios técnicos en el siglo XXI.
Se preparó una infusión mientras esperaba a que la impresora terminara su trabajo. Tomó la taza caliente con las dos manos y suspiró. Tras la ventana la vieja Oviedo se empapaba con lentitud bajo una lluvia menuda. Tiempo atrás, la investigación se hubiera hecho en la Biblioteca de Ismara, donde ese documento habría tenido un lugar de honor. Pero gran parte de los fondos, especialmente aquellos que hablaban de la historia del Alquimista Oscuro, fueron robados o destruidos. Los pocos investigadores que trabajaban en la Biblioteca, y Rebeca no era uno de ellos, se encontraban una y otra vez con ejemplares catalogados en los índices que habían desaparecido para siempre. Tal vez en este manuscrito se hallaran las claves necesarias para…
Un pitido en la impresora le indicó que se había quedado sin papel. Fue a solucionarlo y reparó en la última hoja que acababa de salir. Estaba bellamente ilustrada, aunque no era el dibujo lo que le llamó la atención, sino una frase escrita en latín, no en caracteres griegos: Ex sanguine nihil. Pero si el manuscrito estaba codificado y en griego clásico… ¿Era un error de Fernando? Cotejó la página con la imagen del original que tenía en pantalla. La frase estaba en latín en ambos documentos.
Un momento… ¿qué era esa especie de brillo metálico? No parecía casual. De hecho, la forma era semejante a una ro, una «erre» griega. Comparó las dos copias, pero en la imagen del original no se veía tan claro. Quizá era un problema de la luz del escáner, o de la tinta de la impresora o tal vez… Mañana llamaría a Fernando para preguntarle. Dio otro sorbo a la infusión y continuó imprimiendo.
Un pálido resplandor verdoso se insinuó bajo su blusa y una sensación de congoja le hizo soltar la taza, que se rompió en mil pedazos contra el suelo.
«Fernando —pensó—. Lo han descubierto».
Pálida, se sentó un segundo en la silla y sacó el medallón octogonal de su pecho. Sus filigranas iban apagándose poco a poco.
Fue al ordenador, entró en el servidor y lo desconectó. No sabía en qué circunstancias se había producido la muerte, pero era imprescindible bloquear el acceso a su red de comunicaciones. El protocolo era aislar el servidor del exterior por completo hasta que se supiera si la seguridad de la conexión corría o no peligro.
Miró las páginas que seguían saliendo de la impresora. Al menos el documento estaba a salvo. Pero ahora ella sería la única que trabajaría en él.
Fernando había muerto. ¿Cómo era posible?
5
En el instituto no se hablaba de otra cosa. Habían matado al profesor de Lengua como a un prota de videojuegos. Decapitado, lleno de heridas de arma blanca y mordiscos de perros salvajes. ¡En pleno centro de Madrid! Pero además habían entrado en su despacho y también en su apartamento y lo habían dejado todo patas arriba. Como si buscaran algo y no les importara qué pudieran destrozar en el intento. El ataque no había sido casual.
Las noticias hablaban de crimen ritual, de sectas satánicas, de juegos de rol, de ajustes de cuentas, de drogas, de mafias… No tenían ni idea.
Si eso no era la propaganda de una peli, era para tener miedo de verdad.
Los de primero de Bachillerato se hacían los gallitos asustando a la gente en los recovecos de los pasillos, aunque la verdad es que todos tenían miedo. Fernando no era el personaje más apreciado del instituto, pero era un profesor, y el crimen sucedía un mes y medio escaso tras la muerte de los padres de Clara. Algunos empezaron a evitarla, como si tuviera gafe o pesara sobre ella una maldición. Al fin y al cabo, Fernando era muy amigo de su padre, y encima le ponía las mejores notas, siempre hablando de Clara, del talento de Clara, de lo buena escritora que era Clara… Habían muerto ya tres de los adultos que la rodeaban. ¿Cómo podían estar seguros de que todo eso se pararía allí? ¿O esas muertes no eran sino el comienzo de una serie interminable de desgracias?
Lo peor de todo es que la propia Clara empezaba a pensar que tenían razón. Porque, en el mismo momento en que se enteró de la muerte de Fernando Navarro, la relacionó con lo que había oído entre sueños y una imagen siniestra se empezó a formar en su cabeza. Su tío Gabriel podía estar detrás de la muerte del profesor de Lengua. «Por supuesto —pensaba—, también podría ser una paranoia de las mías. Pero yo oí “Fernando”, y algo de lobos y muertos…». Una idea, que ella misma catalogó de absurda, se abrió paso en su cabeza: su tío había aparecido en su vida tras la desaparición de sus padres. ¿Pero y si no era así? ¿Si ya estaba allí y usó el accidente como excusa para presentarse? ¿Y si de algún modo inimaginable, también estuviera relacionado con esas muertes?
Al día siguiente todo el instituto se congregó en el patio para guardar un minuto de silencio por el profesor asesinado, pedir más seguridad y manifestarse contra la violencia. Jefatura de Estudios proporcionó brazaletes negros para quienes quisieran llevarlos y las banderas ondearon a media asta.
El director del Lope de Vega reunió a los delegados de los cursos afectados por la desaparición de Fernando. María Benedé, la profesora de Inglés, se encargaría de las clases hasta que llegara el sustituto definitivo. Los trabajos pendientes, hasta que se pudieran recuperar los materiales de Fernando Navarro, seguirían sin hacerse. Ella continuaría donde lo habían dejado y a partir de allí intentaría terminar lo propuesto antes de los exámenes, que eran la semana siguiente.
Miró a Clara de un modo extraño y Clara pensó: «Lo sabe. Sabe que mi tío es culpable». El codazo de Lucas la sacó de sus pensamientos:
—Le vas a echar de menos, ¿eh? Seguro que esa no te pone notazas; con la mirada que te ha echado, conténtate si te aprueba.
—Eres lo más insensible que me he echado a la cara. Era amigo de mi padre, ¿sabes?
Lucas intentó balbucear una disculpa, pero Clara le cortó:
—Y además: ¿a tu profesor le han cortado la cabeza y crees que lo echaré de menos solo porque me ponía buenas notas? Cómprate un euro de cerebro y luego hablas.
—Eh, perdona, que iba de coña, señorita ofendida.
—Que te pires.
IV
EL NUEVO PROFESOR
Pero María no duró mucho como profesora de Lengua. Solo una semana después ya había aparecido un sustituto. Un hombre cuando menos peculiar; de modales exquisitos, metro noventa de estatura, un cuello larguísimo y un cuerpo de gimnasio que le hacía parecer más un atleta que un profesor.
—Adolfo Recarte —se presentó.
Dijo que había repasado los expedientes de todos los alumnos y que se veía en condiciones de adaptar la materia impartida para terminar el curso cumpliendo con el temario propuesto. Así todos saldrían ganando y la pérdida de un profesor en circunstancias tan trágicas no significaría un drama en lo académico.
—Y os voy a proponer una cosa para empezar —continuó—. Mañana me traeréis un trabajo de medio folio que describa un objeto personal. Algo pequeño; una goma de borrar, una cinta del pelo, cualquier cosa que sea vuestra, pero que no vayáis a necesitar, porque, y os lo advierto para que luego no me vengáis con que tengo que devolvéroslo, me lo quedaré junto a vuestro trabajo, a modo de ilustración. Y no, no quiero una foto del objeto. Quiero la pestaña postiza, el guante o la goma de borrar. Conque mejor que no sea más grande que una tablet y que sea muy barato. A este primer trabajo lo llamaremos «Estudio del natural», como los pintores a sus bocetos.
Un bosque de manos se levantó preguntando si tal o cual objeto podía servir. Adolfo fue dando indicaciones a todos y finalmente se inclinó junto a Clara, que ni se había movido.
—¿Tú no tienes dudas? —le dijo en voz baja.
Clara lo miró, inexpresiva:
—Un objeto pequeño y personal, ¿no?
—Eso es. ¿Cómo te llamas?
—Clara Carrasco.
La cara del profesor se iluminó en una sonrisa amplia. Se incorporó.
—Atención, clase —exclamó en voz alta—. Clara es una de las personas con más talento de este instituto. Sabe cómo contar historias, manejar los tiempos y el suspense. Si alguno de vosotros tiene alguna duda sobre cómo redactar o terminar un trabajo, consultádselo.
Clara se quedó de piedra, roja como la grana, sin saber qué decir. Aunque el profesor felicitara después a otros alumnos, a Clara no le hizo ninguna gracia entrar así con un profesor nuevo.
Bueno, ninguna, ninguna… nunca estaba de más que te felicitaran. Y ella estaba muy orgullosa de su forma de escribir. Pero al terminar la clase el profesor la citó para que acudiera a su despacho antes de irse a casa y eso ya le gustó menos.
Cuando acabó el día, algo incómoda, Clara se encontró llamando a la destrozada puerta del antiguo despacho de Fernando Navarro, ahora ocupado por Adolfo Recarte.
—Pasa y siéntate, Clara —le invitó la voz grave y calmada de Adolfo—. Sé que has pasado por momentos muy duros en estas últimas semanas, e imagino lo difícil que te habrá sido seguir luchando a pesar de todo. Quiero que sepas que lo que he dicho en clase es totalmente sincero. Confío en tu talento y creo que puedes llegar a ser una gran escritora, periodista o cualquier trabajo que tenga que ver con el dominio del lenguaje. Por eso, si necesitas ayuda, apoyo o consejo, académico o no, puedes contar conmigo.
Clara se quedó mirándolo, atónita. ¿De dónde había salido ese marciano y a qué venía todo eso de la confianza? Ella no era de las que se confesaban al primero que le ofreciera su hombro. Y menos a un profesor. Jamás había sido una «pelota» y no iba a empezar ahora. Pero Adolfo seguía hablando:
—De hecho, el cuento que escribiste el mes pasado, el del junco, creo que podrías convertirlo en una historia corta. Yo te puedo ayudar con pautas o ejercicios que te ayuden a soltarte y a solucionar los típicos bloqueos de escritor. Insisto, solo si tú quieres. Y digas que sí o que no, no influirá para nada en la nota de la asignatura. Esto es totalmente al margen.
Era una oferta generosa. «Demasiado como para no pensar que hay algo oculto», se dijo. Y acto seguido se burló de sí misma. Se estaba volviendo demasiado paranoica. Su tío podía ser un asesino, el nuevo profesor tenía segundas intenciones… A lo mejor tenía que dejar de ser tan peliculera.
Clara dijo que se lo pensaría y salió del despacho. De verdad tenía que pensarlo. Sí, siempre era mejor tener al profesor a favor que en contra, pero ¿y si se ponía muy pesado? Lo último que quería era tener que buscar la manera de quitárselo de encima. Aunque no le había dado la impresión de ser un plasta. Hasta le había parecido guay, que era mucho más de lo que Fernando había sido nunca; por mucho que no se alegrara de su muerte, empezaba a ver un lado positivo a las malas noticias.
Sí, ese pensamiento había sonado mezquino.
Recordaba ese cuento. Era la última historia que había escrito, justo antes de saber que sus padres habían muerto.
Se negó a que el dolor volviera a apoderarse de ella, apretando los dientes. Funcionó el tiempo necesario para salir del instituto y alejarse de sus compañeros.
Al llegar a casa revisó el cuento. Adolfo tenía razón. Podía alargarse para que abarcara diez o doce páginas más. Se puso a ello. Hacia las siete de la tarde, cuando Gabriel la llamó para comer alguna cosa, casi había terminado de reescribirlo. Sonrió, mientras devoraba una tostada de queso y salmón ahumado. Por primera vez en dos meses, se sentía realmente bien.
Gabriel la miraba encantado. Para él también era una victoria verla sonreír.
Clara volvió a la habitación con intención de concluir el cuento, pero la inspiración se había ido. Le salían frases previsibles, sin ritmo ni sentido, así que pronto se vio de nuevo en internet, chateando, haciendo planes para el fin de semana y cambiando su estado a «aburrida».
A última hora recordó el «estudio del natural» que les había mandado Adolfo. Echó una rápida ojeada por la habitación. No vio nada que le pudiera servir y tampoco le apetecía darle al profesor nuevo algo demasiado personal. Y entonces se le ocurrió. Le pareció divertido usar uno de los coleteros de su tío para hacerlo pasar por uno suyo. Salió de la habitación, fue al cuarto de baño y recogió uno de los muchos elásticos que su tío tenía enrollados en el mango de un cepillo. De vuelta a su cuarto, en poco más de cinco minutos había llenado tres cuartos de hoja con una descripción detallada. Plegó el folio y lo metió en un sobre junto al coletero. Trabajo terminado.
Esa noche tuvo un sueño extraño. Un ser oscuro vestido de gris, con un signo hexagonal en el pecho, los ojos brillantes ocultos en una capucha, susurraba: «He de encontrarle, he de encontrar mi némesis».
A la mañana siguiente había olvidado el sueño, pero la palabra resonaba en sus oídos: némesis. Fue al diccionario, pero no la encontró. Miró en la Wikipedia y vio que era la diosa griega de la venganza… Quiso preguntarle a su tío, pero había vuelto a desaparecer. ¡Eso era talento para el escapismo, y no lo de los magos de YouTube!!
Sabía quién podría contestarle: Óscar. Estaba claro que él sí se preocupaba de verdad. No entendía cómo podía ser amigo de su tío. Uno tan guay y el otro tan estirado. Al principio había creído que Óscar era el chófer, pero nada de eso. Si conducía era porque su tío no tenía carné. Ni chófer, ni mayordomo, ni nada. Óscar era perfecto.
Clara se lo preguntó mientras desayunaban.
—Es la venganza de los dioses —le contestó enseguida—, la respuesta al pecado de orgullo, o hibris.
—Y entonces, ¿qué sentido tendría la frase: «He de encontrar mi némesis»?
—¿Dónde has oído eso? —preguntó intrigado Óscar.
—Lo he soñado. Alguien lo susurraba en la oscuridad.
Clara hubiera jurado que Óscar se había estremecido, pero si fue eso, pasó con rapidez, porque contestó de inmediato.
—Supongo que se referirá a alguien capaz de destruirle. «Némesis» tiene ese sentido en inglés y ahora muchos lo utilizan también en castellano.
«Némesis es quien acaba con alguien que ha pecado de orgullo». Se quedó con esa idea. Y se preguntó de dónde demonios podía sacarse una palabra que no conocía, para soñar con ella.
En el instituto, Lucas tenía la respuesta.
—Es de los X-men.
—A mí no me gustan los cómics —repuso Clara.
—Pero eso no quiere decir que no lo hayas oído. Se te quedaría en la cabeza. A veces pasa. Yo vi una vez la foto de una tía con tres pezones y de cuando en cuando me vuelve… —El coro de adolescentes que le rodeaba se rio con ganas. Clara ni se dignó en contestar. Valiente panda de micromentes.
En el recreo, su amiga Patricia la vino a buscar:
—Estoy harta de cotilleos. Que si Lucas está tan bueno como el Mario Casas, que si se ha enrollado con Elena, que si no durarán, que si Lucas por aquí…
Patricia no callaba.
—Decían que él y una tía de bachillerato… —continuó.
—Vale, ya lo pillo —le cortó Clara—; vienes de un programa de cotilleo.
—Pero de los bien cutres.
Siguieron riéndose, poniendo a caldo a todo el instituto. Entonces Clara vio, a través de las ventanas que daban al patio, a su tío hablando con María, la profesora de inglés. Tuvo que mirar dos veces, porque al principio no lo reconoció. Parecía alguien distinto, alguien… ¿cuál era la palabra…? Normal. Con ropa normal, gafas oscuras normales y aspecto normal. Sí, incluso la coleta parecía normal. Nadie se fijaría en él dos veces. Excepto, claro está, su sobrina. Pero allí estaban los dos, conversando como si ya se conocieran de antes.
No dijo nada, pero no les quitó el ojo de encima mientras Patricia pasaba de los líos de Marisa y Rubén a la salida del armario de Aarón. Para Clara no era difícil. Podía mantener una conversación insustancial mientras pensaba en otra cosa. Esa capacidad le había permitido superar un montón de clases y charlas estúpidas sin convertirse en una borderline. Al cabo de unos minutos, Gabriel se fue.
Clara se disculpó con Patricia y salió corriendo detrás de él. Lo detuvo en la puerta del instituto.
—Hola —le dijo él, al verla. Y sin darle la oportunidad de preguntar nada, añadió—: he venido a hablar con tus profesores, a ver qué saben de la muerte del amigo de tu padre y, de paso, interesarme por tus notas.
Una explicación que no había pedido… y demasiado simple. Lo que se temía; su tío ocultaba algo.
—¿Conocías a la de inglés de antes?
—¿La de inglés?
—María Benedé.
—Ah, tu nueva tutora… Apenas. Mientras te recuperabas, hemos estado en contacto un par de veces… Te han pasado muchas cosas en estas semanas, y quería saber cómo afecta eso a tu rendimiento académico.
Sonó la campana de final de recreo y se despidieron. Mientras lo veía marchar, pensó que la conexión entre esos dos no parecía deberse tan solo a una o dos charlas en un mes. Volvió a clase, dándole vueltas a la mejor estrategia para averiguar qué estaba pasando. Preguntarle a su tío otra vez sería inútil. Si quería saber de qué conocía él a su profesora de inglés, y breve suplente de lengua, o por qué y de qué estaban hablando, tendría que descubrirlo sola.
Decidió investigar por su cuenta.