Kitabı oku: «La Biblioteca de Ismara», sayfa 4

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V
TARDE DE COMPRAS
1

El sábado, apenas veinticuatro horas más tarde, Clara tuvo la confirmación de que algo raro pasaba.

Cuando su tío se disponía a salir de casa, como siempre sin decir adónde iba, ella le comentó que había quedado a las seis en Príncipe Pío para hacer las compras del amigo invisible. Gabriel no le puso ningún problema, siempre y cuando volviera antes de las nueve.

Unos treinta minutos después, Óscar recibió una llamada, se puso rápidamente el abrigo y se fue diciendo que volvería a la hora de cenar.

Clara estaba casi con la mano en la puerta cuando recibió un SMS para retrasar la quedada a las siete. Pensó en salir de todos modos, pero prefirió aprovechar esa hora extra. Ahora tendría tiempo para seguir dándole vueltas al cuento y encontrar un final más potente o algo que sonara mejor que lo que tenía.

Su tío volvió hacia las seis y, pensando que no había nadie en casa, se fue directamente al despacho.

Diez minutos más tarde sonó el timbre. Gabriel gritó:

—¿Puedes abrir tú, Óscar? —Y acto seguido rezongó para sí—: Pero si no hay nadie en casa…

Se levantó para ir a abrir pero Clara ya había salido de su habitación diciendo:

—Óscar no está, tío. Abro yo.

Gabriel salió del despacho a la carrera, visiblemente azorado.

—Clara, no, déjalo, voy yo. No…

Pero la muchacha ya estaba abriendo la puerta.

La profesora de inglés, María Benedé, apareció en el umbral llevando un paquete de buen tamaño. Pasado el primer momento de sorpresa, la profesora empezó a musitar una gran cantidad de absurdas excusas: que había venido a comentar las notas, a hablar de sus buenos resultados, a comprobar si se encontraba bien… Era obvio que María no había venido a verla. Y, como para confirmar las sospechas de Clara, su tío y la profesora hicieron como que no recordaban sus nombres.

Clara se vio obligada a hacer unas presentaciones que sabía superfluas antes de despedirse para irse de tiendas. Desde la calle llamó a Patricia para contarle lo extraño que le parecía todo. Patricia le preguntó si no había pensado lo más obvio.

—¿Lo más obvio?

—Que estén enrollados.

Y de pronto, Clara se sintió estúpida. Era una posibilidad que ni siquiera se había planteado. Y lo explicaba prácticamente todo. Tal vez debía dejar descansar su imaginación y olvidarse de tramas policíacas.

2

María Benedé salió de casa de Clara hacia las ocho y cuarto y entró en el metro. Línea 10. No podía quitarse de la cabeza a la propia Clara abriéndole la puerta y ella soltando un montón de excusas no pedidas. Encontrarla allí era lo último que esperaba. De hecho, habían quedado en casa de Gabriel porque este le aseguró que la muchacha estaría fuera. Verse al día siguiente en el instituto sería embarazoso, sin duda. A saber lo que se había imaginado.

Aunque lo importante era que el manuscrito estaba, por fin, en manos de Gabriel. Esperaba que ese fuera el final de un viaje largo y peligroso que ya había costado al menos una vida. Desde que Sophie lo encontrara en Lyon, años atrás, el documento había sufrido un continuo peregrinar de criptógrafo en criptógrafo hasta que cayó en manos de Fernando y este logró por fin dar con la clave. Un hallazgo que tal vez había provocado, indirectamente, su muerte.

María esperó en el andén hasta que el tren llegó, y entró en el vagón mirando con desconfianza a todos lados.

Ella nunca había sido una mujer asustadiza. Pero desde la muerte de Fernando, cualquier ruido, por pequeño que fuera, la hacía saltar. En otro tiempo, solo quienes trabajaban en primera línea debían preocuparse por ese tipo de ataques. Y ella siempre había preferido quedarse en la retaguardia. Las guerras no solo se ganaban en el campo de batalla. Los pertrechos, la sanidad, la intendencia… eran necesarios. En eso ella era buena. Y no quería ser nada más.

El asesinato de Fernando lo había cambiado todo, cubriendo a todo el mundo con una sombra de sospecha. ¿Cómo pudo localizarle la Hermandad? El ataque había sido demasiado preciso. Sabían contra quién actuar, e incluso dónde estaban los despachos. ¿Quién estaba mandando información desde dentro?

Bajó en la estación de Príncipe Pío e intentó apartar esos pensamientos de su cabeza. Ahora se relajaría junto a Enrique Castán, el crítico de cine, y luego tomarían un trago comentando la película. Él solía invitarla a los estrenos, pero esta vez le había hecho llegar una entrada por correo, advirtiéndole de que se retrasaría y de que el filme se proyectaba en los multicines de Príncipe Pío, doblado. Lástima. Aunque así estaba más cerca de su casa. Comprobó que llevaba la entrada en el bolso y salió del metro.

En la sala uno, la más grande, estrenaban la cuarta entrega de una saga de espada y brujería y regalaban entradas a los cinco primeros que llegaran disfrazados. Catorce o quince frikies hacían cola vestidos de guerreros.

«Me estoy haciendo mayor. Cada día entiendo menos las tonterías que hace la gente», se lamentó, para sí, María.

Canjeó la invitación, subió al último piso y se dirigió a la sala tres; no había acomodador y entró, confiando en que, a pesar de todo, Enrique ya hubiera llegado.

Todavía no.

María se sentó en la fila diez, centrada, casi al final de la pequeña sala. Estaba sola. No era el tipo de cine que la gente veía en un centro comercial.

Miró la hora. Faltaban un par de minutos para que empezara la sesión. Le encantaba ese momento mágico antes de que se apaguen las luces, cuando todo es posible y parece que los personajes se preparan para vivir sus pasiones en pantalla. En el fondo era una sentimental. Aunque los documentales le gustaban, sus películas favoritas eran las comedias románticas. Llamaron al móvil. Era Enrique.

—¿Dónde estás? —preguntó María, sin esperar a que hablara.

—Lo mismo te digo. Estoy sentado en la sala desde hace un rato y como no llegues pronto…

—Espera, espera —le interrumpió María—. Yo llevo aquí cinco minutos y aún no ha venido nadie.

—¿Estás en la sala dos?

—No. La peli es en la tres. En la dos ponen la de Woody Allen.

—¿En dónde estás tú?

—Pues en Príncipe Pío, ¿dónde voy a estar?

—En los Princesa, como siempre.

—Pero si la invitación era para…

En ese momento la puerta de la sala se abrió y uno hombre vestido de guerrero, con una filigrana hexagonal bordada sobre su capa gris, entró y cerró tras de sí.

3

Clara se estaba tomando un batido de fresa sentada en una terraza del centro comercial. Habían acabado comprando cada uno diez chorradas a un euro con las que podrían organizar sin problemas el amigo invisible. Martín y Elena tonteaban y se lanzaban puyas por enésima vez (¡paraestarasícasaosya!) y Jorge se había perdido en una juguetería que también tenía maquetas de Warhammer, que era lo que más le gustaba.

Se topó con los frikies que estaban haciendo cola en los multicines vestidos de guerreros y pensó «qué pringaos». Y entonces entrevió a María Benedé dirigirse a las salas del tercer piso.

De inmediato, uno de los frikies, alto y corpulento, cubierto con una capa gris y una capucha, subió también. Clara creyó reconocer el traje y el signo que había visto en sueños y un escalofrío le recorrió la espina dorsal, pero enseguida se tranquilizó: «Ahora me lo explico —pensó—, seguro que he visto algún tráiler de la película en internet y por eso he incorporado la imagen en el sueño. Los X-men, una película de frikies… me estoy convirtiendo en un cliché».

No volvió a mirar hasta que oyó unos gritos en la entrada de los multicines. El portero le estaba diciendo al frikie que no podía pasar hasta que abrieran la sala de su película, pero él quería entrar ya. El encapuchado miró a su alrededor; todo el mundo estaba pendiente de él, con caras no muy comprensivas. Esperó.

Clara y sus amigos tiraron los vasos a la basura y se encaminaron al metro. Habían bajado ya las escaleras cuando se oyeron unos gritos saliendo del centro comercial y la gente empezó a correr hacia los andenes.


Un encapuchado que blandía una espada cubierta de sangre salió corriendo de los multicines, se dirigió a la barandilla de la mezzanine y la saltó por encima; cayó al vacío tres pisos más abajo y aterrizó sobre una mesa, destrozándola. Acto seguido rodó sobre sí mismo, se enderezó, dudó una milésima de segundo y corrió hacia los aparcamientos.

Todo el mundo estaba atónito. Los guardias de seguridad salieron corriendo tras él pero al poco regresaron con cara decepcionada. Alguien aplaudió y unos cuantos le siguieron, pensando que era un espectáculo promocional de la película que se estrenaba esa tarde, pero había tres heridos y demasiado desconcierto para ser algo programado. Y pronto se oyeron gritos de angustia saliendo de los multicines.

Había una mujer decapitada en la sala tres, fila diez, centrada.


La curiosidad sustituyó al pánico y pronto todos en el centro comercial y en el vestíbulo de la estación sabían que alguien había muerto.

Pero solo Clara tenía la certeza de que conocía a la víctima.

Iba a contárselo a todos, que la había visto entrar, que el monje gris la había seguido, que no podía ser casualidad… Y entonces enmudeció. Porque si fuera verdad, si no fuera una terrible coincidencia, entonces su propio tío, el hermano de su padre, su tutor; el hombre con el que estaba compartiendo su casa, podía ser el responsable.

La profesora había visitado a su tío y ahora estaba muerta, Clara soñaba con un encapuchado, y oía a su tío hablar de Fernando el mismo día de su muerte. No podía ser por azar. No, su tío estaba relacionado con los asesinatos, eso era innegable. Y si no escapaba inmediatamente de esa casa, ella y sus amigos serían las próximas víctimas. O se lo estaba inventando todo y comiéndose la cabeza. Demasiadas películas.

Su móvil sonó. Era Óscar; había oído las noticias, sabía que ella estaba en el centro comercial y temía que le hubiera pasado algo. Le pedía que fuera a casa enseguida.

—Estoy bien, Óscar —lo tranquilizó Clara—. Iré a casa, pero ahora necesito… no sé, cualquier cosa menos encerrarme en un piso.

—Clara, lo entiendo, pero tienes que volver ahora mismo. Si quieres, voy yo a buscarte, pero tienes que venir.

Clara asintió, a regañadientes. Estaba demasiado alterada para discutir. Se despidió de todos y entró en el metro, sin darse cuenta de que un hombre la seguía a una prudente distancia. Era Óscar.

Salieron los dos en Alonso Martínez y cuando la muchacha llegó al portal de su casa, Óscar la llamó:

—¡Clara! —Ella se volvió sorprendida— Espera, que entro contigo.

Clara sonrió aliviada al reconocerlo y retuvo la puerta.

—He salido a comprar —se justificó él, mientras entraba en el patio. Clara se encogió de hombros y subieron juntos al piso.

VI
LA HUIDA
1

Cuando entraron en casa las cosas estaban revueltas. Tal cual. Gabriel estaba organizando maletas y, en cuanto la saludó, empezó a darle instrucciones:

—Por fin estás aquí. Elige un abrigo, dos camisetas, o blusas…, lo que te pongas en la parte de arriba; dos pantalones, o faldas, o lo que sea…, un par de zapatillas y otro de zapatos y tres complementos. Y el bolso que prefieras. El resto lo compraremos cuando lleguemos.

—¿Cuando lleguemos a dónde? —Clara no entendía nada. Quiso preguntar de todo, pero Gabriel no le dejó.

—Ya lo sabrás a su debido tiempo —contestó él—. Han asesinado a dos personas de tu instituto y este no es el lugar donde quiero que te eduques.

Clara no daba crédito.

—Está todo organizado y decidido —prosiguió Gabriel, sin dejarle abrir la boca—, así que no, no puedes despedirte de nadie y tienes que hacer la maleta ya. Saldremos ahora mismo.

—¿Cómo que no puedo despedirme? ¿Y mis amigos…?

—Lo siento. Tenemos que irnos.

—¿A dónde? Me estás pidiendo que cambie mi vida entera para irme a… ni siquiera me lo puedes decir. Pues no, no quiero marcharme. No puedo dejarlo todo sin más. Tengo mi vida, a mi gente, mi corazón está aquí… —Vale, eso había sido muy melodramático, pero lo sentía de verdad. Si se iba de Madrid se moriría de nostalgia. No podía imaginarse la vida sin sus amigos, sin las calles, plazas y parques donde vivía, el ruido, la contaminación, todo… No quería irse, y menos porque…— ¿Por qué nos vamos? De verdad.

—Ya te lo he dicho, Clara; porque tu instituto no es un lugar seguro.

—¿Para quién? —escupió, furiosa—. ¿Para mí o para ti?

—No te sigo.

—Sé que conocías a Fernando y también a María, y está claro que te has enterado de su muerte antes que nadie.

Se quedó mirándolo, los labios apretados, esperando una respuesta.

—Clara —empezó Gabriel, algo condescendiente—, vale que te encante escribir y que tengas mucha imaginación, pero no es el momento. Lo que pasa es que dos profesores de tu instituto han muerto de la misma forma. No quiero que tú estés cerca. No quiero que te suceda nada. Tienes derecho a una vida normal en un instituto normal, sin que haya asesinos corta cabezas merodeando.

—Yo vivía en un instituto normal hasta que apareciste tú. Así que no me cuentes que esto es por mi bien.

Gabriel encajó el golpe. Clara vio que le había dado en lo más hondo y se alegró. Él no podía hacerle esto. No podía salir de la nada y trastocar su vida un día sí y otro también, todo porque era un asesino (vale, tal vez en eso estaba exagerando) o porque le daba miedo que le pasara algo o… Seguro que nadie iba cambiando a sus hijos de instituto por eso.

Se equivocaba. Mientras Clara tenía esa discusión con Gabriel, en otras muchas familias la conmoción era similar. El Instituto debía hacer algo; todos se merecían una explicación. Algo que les ayudara a comprender cómo habían decapitado a dos profesores con apenas una semana de diferencia. Los rumores de una secta satánica entre los docentes, una facción masónica o un grupo de fanáticos religiosos (dependiendo del color de los críticos) no contribuían, precisamente, a calmar los ánimos. En lo que todos coincidían era en pedir una investigación a fondo y depuración de responsabilidades.

2

—No quiero ser frívola —dijo Noe Rodríguez, la forense, mientras recogía pruebas en la sala tres de los multicines de Príncipe Pío—, ¿pero habéis visto cómo está el tapizado?

Señaló el asiento sobre el que yacía el cadáver de María.

—Como si lo hubieran estrenado hoy —respondió su ayudante—. Pero los de al lado no; se les ve maqueados. Lo habrán cambiado hace un par de días.

—¿Y cambiarían el tapizado solo en una parte del asiento? —Noe señaló el límite a partir del cual el terciopelo era igual de viejo que el resto de la sala—. ¿Conoces algún tapicero capaz de cambiar solo una parte de la tela sin que se noten las costuras? Pero mira la madera. Pasa exactamente lo mismo. Es como si algunas zonas estuvieran protegidas por una especie de barniz.

—Doctora, mire esto. —El ayudante alumbró con luz ultravioleta el vestido de la mujer muerta. La marca de un líquido derramado sobre el hombro derecho, parte de la manga y el dorso de la mano del cadáver delimitaba una zona distinta; nueva, joven, más brillante, casi imperceptible en algunas partes, pero muy clara en los dedos y el brazo. Lo que estaba dentro de la huella líquida correspondía a una mujer de unos veinte años; lo que estaba fuera, a otra de más de cuarenta. Los restos de una ampolla esférica en la mano derecha parecían el origen. Como si la víctima hubiera intentado llevarse el líquido a la boca antes de ser decapitada y no lo hubiera conseguido. La doctora y el ayudante se miraron, incrédulos.

—¿Bótox a lo bestia? —dijo él.

—Llévate la ampolla para analizarla —contestó ella—. Esto es muy, muy raro.

—Bueno, no solo esto —continuó el ayudante—. También está lo del medallón.

—¿Qué pasa con el medallón?

—Mire la foto que tomaron al llegar. —Le mostró una imagen en la que el medallón presentaba unas leves filigranas.

—Vale. ¿Y?

—Mírelo ahora.

Le puso la joya en la mano. En la superficie plateada del octógono no había ni rastro de signos, ni siquiera una leve rozadura.

—Puede ser que solo se vean con la luz —aventuró la forense.

—Ya lo he pensado, pero no —replicó él, enfocando el objeto de plata con la linterna, cambiando los filtros, el ángulo… Nada. No había nada—. ¿Ves?

—Bótox mágico, inscripciones que desaparecen… —La forense estaba atónita—. ¿Seguro que no era aquí donde estrenaban la película de magos?

El ayudante se encogió de hombros.

Noe suspiró.

—Cuando pillemos al asesino —dijo—, va a tener que contestar muchas preguntas.

3

Al final, Clara había conseguido una hora de plazo prometiendo que no diría a nadie dónde se iban (cómo iba a decírselo, si no lo sabía); tenía sesenta minutos para despedirse.

Que alguien a quien quieres desaparezca sin dar explicaciones es muy duro. Gabriel tenía que entenderlo. No podía culparla por querer ahorrarle ese dolor a sus amigos. Sobre todo a Lucas. ¿Lucas? Eso era lo más absurdo. Todo el tiempo pensando que era un idiota y ahora que tenía que irse no podía quitarse al borderline ese de la cabeza, con sus musculitos y sus ojos verdes, su sonrisa de chulo de playa y su corazón dolorido…

¿Corazón dolorido, ese insensible macarra que solo pensaba en mujeres de tres tetas? Eh, eh, eh, un momento… ¿Es que estaba sintiendo algo por él? No. Él sí que estaba por ella. Siempre con excusas para preguntarle cualquier cosa. Cada vez que se distraía, allí estaba, mirándola. ¿Y ella? También intentaba hablar en voz alta de cosas que quería que él oyera… No, no podía marcharse sin hablarle.

¿Qué? Lo que no podía era marcharse. Su tío no tenía derecho a fastidiarle la existencia. Fuera un asesino o solo un aguafiestas, no podía arruinar su vida apartándola de sus amigos y sus futuros novios. ¿Había dicho novio?

«Clara, estás desbarrando. No has pensado en ese tío en tu vida… vale, al principio creías que estaba bueno, pero eso fue hasta que abrió la boca y descubriste que tenía el cerebro entre las piernas y viceversa… ¿Y ahora es tu novio? A lo mejor es preferible que te marches antes de acabar convertida en animadora… ¿Es posible vomitar de pensamiento? Porque voy ahora mismo a buscar un baño en mi cerebelo».

En lugar de eso, se encerró en su cuarto. Llamó a Patricia y le contó todo, incluidas sus sospechas sobre la culpabilidad de su tío. Pero Patricia no compartía sus paranoias. Era una tía con los pies en el suelo y el perfecto contrapunto para una Clara con imaginación superdesarrollada. Le encantaba escuchar las historias que Clara se imaginaba, pero siempre le devolvía a la tierra con un par de frases categóricas. «Eso es imposible» era su favorita. Y se la repitió unas cuantas veces a lo largo de la conversación. Sobre todo cuando Clara le dijo que creía que, en el fondo, Lucas era un tío sensible.

Quedaron en la plaza del Dos de Mayo, junto al instituto. En cualquier otro momento se hubieran reunido frente al Príncipe Pío, pero a nadie le apetecía volver ahora allí; demasiado macabro. Con tan poco tiempo, solo podrían venir los que vivieran más cerca.

—Por cierto, yo soy la amiga invisible de Lucas —añadió Patricia—. A lo mejor te apetece cambiármelo, ahora que te vas, y despedirte como una reina…

VII
LUCAS

En cinco minutos le dio vueltas a una estrategia para saber si Lucas sentía o no algo por ella, un complicado plan que terminaría por obligarle a confesar su interés… o que no estaba interesado en absoluto. Y, por supuesto, sin revelarle que a ella le gustaba él. Aunque no sabía cual de las dos opciones sería mejor: si Lucas no estaba interesado en Clara sería un palo, aunque, dado que se iba, al menos no tendría que verlo todos los días. Pero si al final resultaba que Clara era el amor de su vida… ¿qué iban a hacer? ¿Estar pegados al teléfono todo el día? ¿Entrar en el mundo de las chorradas con siglas (T KIERO MCHO, T EXO D MNOS, M GSTARIA, STAR CNTIGO)? ¿Una relación por internet?

No. Tenía que convencer a su tío de que no se movieran de Madrid. Insistir e insistir para quedarse.

Pero Gabriel lo tenía todo muy claro. Una hora para despedirse de sus amigos y eso era todo. Lo que había sucedido con sus dos profesores había sido el detonante, pero hacía tiempo que tenía pensado abandonar Madrid. Estaba demasiado lejos de su trabajo y tarde o temprano tenía que volver. Como su tutor, era responsable legal de Clara y ella se venía con él. Y no. No valía que se quedara en casa de un amigo o que la adoptara un profesor. Se iban ahora. Con despedida, o, si se ponía muy tonta, sin ella.

Y se terminó la discusión.

Clara se fue a la plaza del Dos de Mayo con un macrocabreo de mil pares de narices.

En la plaza la esperaban dos o tres compañeros del instituto, Lucas incluído (gracias, Patricia). Pero también estaba Adolfo, el profesor de Lengua. Eso era un poco raro.

—¿Lo has llamado tú? —le preguntó a Patricia.

—No. Me lo he encontrado por el camino y se lo he contado. Vive por aquí cerca.

Era la última persona que Clara esperaba ver y no tenía muchas ganas de hablarle, pero estuvo encantador; le dijo cuánto sentía que se fuera, cómo le hubiera gustado poder leer sus trabajos y tenerla más tiempo como alumna. Ella asentía mientras vigilaba a Lucas, que cuchicheaba con Patricia.

—Por cierto —añadió el profesor—. Me debes algo.

—¿Yo? —Clara estaba segura de que eso no era verdad. Se puso a la defensiva.

—Sí —insistió él—. Y no te lo voy a perdonar: me debes un cuento. Un cuento sobre un junco.

Por supuesto. Clara sonrió. No le importaba tener ese tipo de deudas. De hecho, había seguido trabajando en él esa última semana.

—Deme su e-mail y en cuanto lo termine se lo mando, lo prometo. —Clara sacó la libreta que le había regalado su padre, para escribir al dictado, pero el profesor se la quitó de las manos y le apuntó el mail con su propio bolígrafo.

—¿A dónde os vais? —preguntó mientras escribía.

—No lo sé. Mi tío no quiere decírmelo.

—Está demasiado alterado —replicó él y le devolvió la libreta—. No hay para tanto. Ha sucedido una desgracia y dos personas han muerto, pero no creo que tenga nada que ver con el instituto. Pero yo tampoco te pondría en peligro, sobre todo después de todo lo que has pasado.

Clara dudó si contarle o no sus sospechas, pero Adolfo era tan… confiable…

—La verdad es que quiere que nos marchemos esta misma noche —se sinceró por fin—, pero yo tengo que contarle a todo el mundo que lo haremos mañana al mediodía. Dice que es para protegerme, pero creo que quiere protegerse a sí mismo.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Adolfo.

—Bueno…, todo ha empezado a pasar desde que llegó mi tío… —Y dudó un segundo antes de añadir—. Creo que…, de alguna manera, él…, él está relacionado con los asesinatos.

—Por esa regla de tres, también podría decirse que todo empezó con la muerte de tus padres —replicó él—. No me interpretes mal. Quiero decir que todos podríamos estar relacionados de algún modo con estas muertes. Todos conocíamos a esos profesores.

—¿Usted conocía a Fernando Navarro?

—Es una forma de hablar. Eran profesores del instituto, conque tenían contacto con más de mil personas entre alumnos, profesores y padres.

—¿Y eso qué significa? ¿Que todos somos sospechosos?

—No. Pero establece una conexión entre nosotros y los crímenes. Y eso incluye a tu tío. A ti te parece que tiene relación con las muertes, pero ¿por qué? Solo por estar cerca cuando sucedieron. Aunque tú también andabas por ahí y no eres la asesina. Hoy estabas en el centro comercial y en esta plaza está el aparcamiento donde mataron a Fernando. Tú también serías sospechosa, si seguimos tu razonamiento. O yo.

Lo que estaba diciendo Adolfo sonaba lógico, aunque Clara tenía más motivos para dudar de su tío que las meras coincidencias:

—Pero ni usted ni yo hablamos del asesinato antes de que nadie supiera nada —añadió—, ni invitamos a ninguna víctima a nuestra casa.

—¿Tu tío invitó a Fernando a su casa? —Adolfo parecía muy sorprendido.

—Bueno, Fernando vino a verme alguna vez, pero no; yo hablaba de María.

—Vaya. —Clara notó que el profesor dudaba, buscando una interpretación satisfactoria— … Bueno…, era tu casa, ¿no? Conque tú también estabas allí… Y sé que todos los profesores del instituto se han preocupado mucho por ti estos meses. Es normal que fuera a visitarte.

—Pero es que no vino a verme a mí, sino a él.

—Clara, son dos adultos —contestó Adolfo, con rapidez—. Seguro que hay más puntos en común entre ellos que unos crímenes, por horribles que sean. Estoy convencido de que tu tío quiere lo mejor para ti. —Y ahora cambió el tono—. Pero si crees, de verdad, que tu vida corre peligro, puedes contar con mi ayuda.

Sacó una tarjeta de visita de su bolsillo.

—Este es mi teléfono particular. Solo se lo doy a personas en las que confío plenamente. Como espero que tú confíes en mí.

Y le entregó la tarjeta. Clara se la guardó en el bolsillo interior del abrigo mientras volvía a plantearse sus sospechas. ¿Tan convencida estaba de la culpabilidad de su tío? ¿De verdad creía que era el asesino? Le molestaba mucho que se la llevara de Madrid, eso es cierto, pero…

—Clara. —Adolfo la sacó de sus pensamientos—. No te estará maltratando.

—No. —Fue categórica—. Nada de eso, ni hablar. No. Es solo que yo… no quiero irme.

—¿Quieres que hable con él? —se ofreció—. Puedo intentar convencerle. Si el problema es la seguridad, vamos a contratar un servicio de vigilancia para proteger el instituto. No habrá más crímenes.

—¿Lo… lo haría? ¿Hablaría con mi tío?

—Pues claro. Dame su teléfono y lo llamo ahora mismo.

Clara le dio el número y Adolfo lo marcó.

—¿Gabriel Carrasco? —dijo, en cuanto oyó una voz al otro lado—. Soy Adolfo Recarte, profesor de Lengua de su sobrina. (…) Sí, está conmigo. (…) No, no le pasa nada. Soy yo quien quería tener una conversación con usted. Me gustaría hablar de lo que ha pasado con los profesores…

Adolfo se fue alejando de ella conforme hablaba. Clara empezó a ver un rayo de esperanza. Si Adolfo consiguiera que su tío entrara en razón, si pudiera quedarse en Madrid con todos sus amigos, en su casa, entre su gente…

Vio a Lucas que la miraba y le hacía señas.

Adolfo seguía hablando con su tío. Clara quiso hacerle entender por señas que iba a hablar con Lucas, pero el profesor estaba demasiado enfrascado en la conversación para reparar en ella.

—Que no te hace falta hacerle la pelota, que no te va a poner más exámenes. —Fue lo primero que le soltó Lucas cuando llegó a su lado.

—Si te vas a poner idiota, me largo ahora mismo.

Lucas cambió de inmediato.

—No, Clara, no te lo tomes así. Ya sabes como soy. Solo quería decirte que te echaremos de menos.

—Tú y quién más.

—Venga, Clara, no me lo pongas difícil. Sabes que me cuesta, y seguramente si no te fueras no estaría hablando contigo, así soy de cagado, pero yo…

—¿Qué? ¿Qué pasa, Lucas?

—Pensaba que creías que era un idiota, por eso siempre hacía el tonto para que pareciera que no me importabas. Pero…

—Pero…

—Me importas. Y te voy a echar mucho de menos. Y ojalá hubiera tenido valor para hablarte antes, porque ahora te vas y yo no sé… Patricia me ha dicho que… te… caigo bien y si lo hubiese sabido antes no hubiera hecho tantas tonterías ni me hubiera metido tanto contigo, porque me gustas mucho, Clara. Desde el primer día que te vi.

—Eso fue en primaria.

—Venga, Clara, que ya sabes por dónde voy.

—Sí, Lucas. Es que yo tampoco me esperaba que tú…

Y acercaron sus labios y se dieron un pequeño beso, tímido al principio, que poco a poco se fue convirtiendo en un beso largo y dulce. Se miraron con ternura y Clara dijo:

—Voy a matar a Patricia.

—¿Por qué? Venga, no le digas que te lo he dicho, que me ha hecho jurar que no te lo diría.

—No, si la voy a matar por no habértelo dicho antes… —rio, y se unieron en un segundo beso, más apasionado que el primero.

—Clara —a su espalda sonó la voz familiar de Óscar—. Tienes que venir conmigo. Ahora. Es urgente.

—¿Qué? —¿En ese preciso momento? ¿Estaba de broma o qué?—. ¿Qué pasa?

—Te lo explico por el camino.

—Deja que me despida.

—No hay tiempo. Vamos.

—No. Tengo que decir adiós.

—Déjela que se despida —dijo Lucas, intentando parecer duro.

—Clara, de verdad. —Óscar insistió, sin hacer caso a Lucas—. Es importante y no hay tiempo que perder.

Algo en la mirada de Óscar le hizo ver que era en serio, en serio de verdad. Lo que pasaba era grave y no le quedaba otra que obedecer.

—Adiós a todos, muchas gracias por venir. Tenéis mi móvil y mi correo y los que no lo tengáis, pedídselo a Patricia y os lo dará. Os echaré mucho de menos.

Clara soltó esas cuatro frases a voz en grito, y Óscar y ella salieron corriendo hacia la calle Velarde.

Adolfo la oyó, salió tras ellos e intentó alcanzarles, pero Óscar la llevaba en volandas a una velocidad pasmosa.

En unos segundos estaban dentro de un coche aparcado en la calle Fuencarral, Clara asustada y Óscar mudo. En el interior les esperaba Gabriel, que colgó el teléfono por el que estaba hablando, lo abrió y le quitó la tarjeta y la batería. En cuanto se pusieron en marcha, partió la tarjeta y volvió a meter la batería. Llegaron a la calle Génova, siguieron hasta Colón, y cuando tomaron Jorge Juan, junto a los Jardines del Descubrimiento, tiró el aparato por la ventana. El teléfono voló por encima de las jardineras y se estrelló contra el suelo.

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