Kitabı oku: «La Biblioteca de Ismara», sayfa 5

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Gabriel se volvió hacia su sobrina.

—Clara —le dijo—: hay algo que debes saber.

VIII
PAU
1

Óscar llevó el coche a toda velocidad por las calles de Madrid, buscando las menos transitadas, hacia la A-1. En unos veinte minutos, estaban pasando junto a San Sebastián de los Reyes.

Entonces Óscar los vio. Dos coches grises, a unos 500 metros por detrás de ellos.

—¿Nos siguen? —preguntó Gabriel—. ¿Cómo demonios…? Si he tirado el móvil…

Miró a Clara.

—Clara, dame el tuyo.

Ella se negó.

—Clara, no estamos para tonterías. Dame el móvil.

A regañadientes, la muchacha lo hizo. En cuanto lo tuvo en sus manos, Gabriel lo tiró por la ventana. Clara ahogó una maldición.

—Para el coche —ordenó, histérica—. Tengo que recuperarlo. Tengo que bajar y… tengo allí todos los teléfonos de todos mis amigos, tengo mi cuenta de Facebook, tengo… Eres un mierda y te juro que en cuanto pueda te mataré.

Y empezó a pensar: «Ojalá te muer… » pero no pudo seguir. Por mucho que odiara a su tío en ese momento, por mucho que quisiera hacerle desaparecer, no podía cargar con otra muerte. Si con solo desearlo podía matar, sus padres ya erán más que suficiente. El dolor y la rabia se mezclaron y sintió que el aire le faltaba. Intentó inútilmente contener las lágrimas pero, al no conseguirlo, fijó su vista en la carretera, evitando la mirada de Gabriel. Él la observó en silencio. Hizo un amago de acercamiento, pero Clara se removió, violenta. Una cosa era no querer matarlo, y otra muy distinta dejar que fuera el culpable de su situación quien la intentara consolar.

Entretanto, Óscar intentaba despistar a sus perseguidores. Al llegar a la salida A-19, dribló aprovechando un cambio de rasante y apagó las luces. Era imposible que, a esa distancia, sus perseguidores se percataran de la maniobra, y cuando finalmente se dieran cuenta sería demasiado tarde.

Por unos segundos creyó que los habían perdido de vista, pero apenas habían recorrido unos cientos de metros cuando por el retrovisor pudo ver que los coches les seguían por la avenida de los Pirineos.

—Llevamos un localizador —afirmó, convencido, Óscar.

Gabriel se encaró con su sobrina:

—¿Qué es lo que te han dado, Clara?

Clara dejó de llorar, atónita. ¿Todo esto era por el beso con Lucas?

—¿Qué te ha dado Antonio, o Alfredo, o… como se llame el profesor que ha hablado conmigo?

—Nada. No me ha dado nada, solo su tarjeta.

—Dámela.

—No.

—Dámela, maldita sea. Puedes morir, Clara, ¿no te das cuenta?

—Pero morir ¿por qué? —Ella sintió que el pánico le congelaba la espina dorsal—. Por favor, tío, no me mates, ya te la doy, pero no me mates.

Gabriel se quedó anonadado.

—¿Eso crees? ¿Crees que sería capaz de matarte? Nunca, jamás; daría mi vida mil veces por ti. Pero necesito que me des esa tarjeta. Porque es a él y a los que están con él a quienes debes temer, Clara. No a mí. Y esa tarjeta es un localizador con el que nos están siguiendo.

Clara se lo quedó mirando. En la vida le habían dicho una estupidez tan descomunal. ¿Un papel con GPS? Su tío estaba loco como veinte cabras. Decidió que lo mejor sería seguirle la corriente y le dio la tarjeta. Gabriel la tiró por la ventana. Ella no dijo nada. Estaba concentrada intentando memorizar el número de móvil de Patricia. Una y otra vez, repasaba los dígitos que había oído y leído cientos de veces sin prestar atención, cada vez que Patricia o ella misma daban el teléfono a otra persona, pero era incapaz de confirmar que eran los correctos.

Óscar realizó una maniobra, girando bruscamente en una calle y entrando en un garaje que había visto abierto. Los dos coches grises pasaron de largo un par de minutos después. No había más localizadores, al parecer. Salieron y retomaron la autovía de Burgos. Cada cierto tiempo, salían de la vía principal para circular en un recorrido paralelo. Así lo hicieron en Cerezo de Abajo, luego en La Horra, esquivando Aranda de Duero y, ya en Vitoria, tomaron la E-5 hasta la A-10 y la A-15, de ahí a San Sebastián y por Hendaya pasaron a Francia. Tomaron la Route Nationale 117 hasta Orthez y desde ahí la route hasta la ciudad francesa de Pau.

A las tres de la madrugada circulaban ya por la villa y llegaron a una casa señorial de la Rue d’Orléans. Allí, Gabriel bajó, abrió la verja y esperó junto a ella a que el coche entrara. Al fondo de un patio que encerraba un frondoso jardín, una casa de finales del XIX les daba una fría bienvenida.

No parecía haber nadie. Solo una luz en la planta baja revelaba que estuviera habitada.

La puerta, pintada de verde oscuro, se abrió, enmarcando a una mujer de unos sesenta años que los saludaba con efusión.

Ah, quelle joie! Ça fait longtemps qu’on ne s’est pas vus, mais la famille Riglos est toujours la bienvenue!1

Clara conocía el suficiente francés para saber que les estaba llamando «familia Riglos». Riglos, no Carrasco. Ella no era Riglos. Y si su tío lo era… bueno, definitivamente no era su tío. Empezó a hilar cabos. Un hermano que nunca ha existido aparece para hacerse cargo de ella al morir sus padres, asesina a dos profesores para separarla de todos los que ella aprecia y traerla hasta Francia y allí…

Tenía que ser un secuestro; estaba secuestrada y aunque se escapara, no podría ni siquiera llamar a Patricia y decirle dónde estaba porque no conseguía recordar su maldito número de teléfono.

Oui, ça fait longtemps —asintió Gabriel—. Vingt ans, peut être?2

Bien plus! —replicó la mujer, con una sonrisa—. Vingt-cinq ans, au moins.3

Entraron todos en la casa, hasta una salita coqueta y un tanto recargada, donde Clara se derrumbó sobre un sofá algo pasado de moda. Mientras intentaba pillar el sentido de la conversación que los tres adultos sostenían, fingió quedarse dormida. A nadie pareció extrañarle. Había sido un día duro y Clara casi se durmió de verdad. Fue la indignación lo que la mantuvo despierta. Le irritaba que estuvieran manteniendo una conversación en sus mismas narices, sin importarles un bledo si ella entendía o no francés.

Al final consiguió recordar el teléfono de Patricia, con un par de cifras un tanto dudosas. Ahora solo tenía que distraer a su tío, a Óscar y a la dueña de la casa. Pan comido, claro. De paso, podía descubrir la teoría de campo unificado o la fusión fría. A no ser que sucediera algo parecido a un milagro, Clara no tenía ni la más mínima posibilidad de escapar.

Mientras esperaba a que esa coincidencia cósmica se diese, procuraría averiguar qué querían de ella.

Tu dois le lui dire. Je sais qu’elle n’a que quinze ans, mais c’est son destin, sa vie, ses risques…4

La conversación entre su tío, Óscar y la mujer, que al parecer se llamaba Sophie, seguía desarrollándose en francés y, a pesar de sus esfuerzos, Clara solo pillaba algunas palabras sueltas. Ahora se arrepentía de no haber prestado más atención en clase. Se movió un poco y todos callaron. No se habían olvidado de ella.

Je vais l’amener à sa chambre —dijo Gabriel—. Où…?5

En bas —contestó Sophie, señalando una escalera—, dans la chambre de ta grand-mère. Je pense souvent à elle. Comme elle était belle, ta grand-mère…! Et Clara, elle a ses yeux. Comme une forêt en automne.6

Gabriel se acercó al sofá para llevarla a su habitación, pero Óscar se adelantó y la tomó en brazos. Bajó las escaleras hasta una habitación recogida y un poco recargada, como el resto de la casa. La temperatura era agradable, pero no excesiva y Clara, en cuanto Óscar la tumbó sobre la cama, le quitó los zapatos y la cubrió con la colcha, se durmió de inmediato. A su pesar.

2

A la mañana siguiente la despertó un olor a croissants recién hechos. Subió las escaleras, un poco amodorrada, y se encontró a Sophie en la cocina, preparando un abundante desayuno. Le sorprendió lo temprano que era. En cualquier otra circunstancia la habrían tenido que despertar con cañonazos para tenerla desayunando a las siete. Pero estaba asombrosamente despejada.

Bonjour, ma petite. ¿«Quiegues» huevos en omelette o «a la coca»? —preguntó Sophie con su cerrado acento del sur de Francia.

Pas «a la coca»; à la coque sont des œufs «pasados por agua» —aclaró Óscar—. ¿Cómo los quieres? ¿En tortilla, revueltos…?

—Solo croissants, gracias —gruñó Clara—. Y un café con leche.

Ça c’est du café au lait, con eso seguro que no me confundo —dijo Sophie, con sus erres guturales y recias—. Perdona mi español, porque soy un poco oxidada. Hace mucho que no practico. Desde que cerramos el hotel y no tengo huéspedes de España.

Clara no estaba por la labor de ser sociable y le dedicó una mueca torcida. Se había levantado en un país distinto, con un idioma que le costaba esfuerzo y tras un día sacado de una película de espías. Aunque Sophie pudiera parecer encantadora y los croissants olieran de maravilla, necesitaba saber qué hacía allí y por qué. Su tío aún le debía la explicación que le prometió cuando la sacó corriendo de la Plaza Mayor sin dejarle despedirse de nadie y a mitad de un beso indescriptible con Lucas.

Apareció Gabriel. Se había cortado la coleta y parecía cuatro años más joven. Pero Clara no estaba para valorar mejoras. Lo miró con odio, se terminó el café con leche y el croissant, bajó los escalones que la separaban del jardín y se sentó en ellos.

Hacía ya frío y el viento sur llevaba el aire gélido de los Pirineos, que se levantaban al fondo como un inmenso acantilado irregular. Algún copo de nieve aislado anunciaba la cercanía del invierno.

—Nevó ayer, pero el sol aún tiene puissance… potencia, para derretir la nieve, por eso no queda nada. —Era Sophie, hablando desde la puerta de la cocina—. Mais la semana que viene tendremos los primeros fríos de verdad.

—¿Qué hago aquí? —preguntó Clara, al borde del llanto. Sophie bajó los escalones y se sentó junto a ella.

Ma petite, yo te lo contaría todo, pero es a tu tío que le toca hacerlo. Lo único que puedo decirte es que es por tu bien. Por el bien de todos, en realidad.

—Me ha tirado el teléfono a la carretera, con las direcciones y todo. Estoy secuestrada.

—Tú eres… estás protegida —le corrigió Sophie con suavidad, utilizando su castellano trufado de giros a la francesa—. Ellos te seguían, usando tu teléfono y la tarjeta que te dio ese profesor. Es por eso que las tiró Gabriel.

—¿Pero cómo puede una tarjeta…? —Clara ni siquiera se atrevía a completar la pregunta.

—Porque la tarjeta era un localisateur… un localizador.

—¿Y eso qué es?

—Algo parecido al GPS, pero con una tecnología diversa. Uno móvil, claro, o no te hubieran podido seguir en el coche.

La extrañeza en los ojos de Clara obligó a Sophie a precisar.

—Los localizadores pueden ser móviles o fijos. Los móviles son más grandes. Un gran botón, un billete, un bolígrafo o un lápiz, pueden incluir un localizador móvil y son los más potentes y efectivos. Los fijos, al contrario, solo pueden transmitir su posición cuando llevan un buen rato quietos en un mismo lugar, lo que los hace de menos útiles para perseguir a alguien. Mais son mucho más discretos. Una simple raya en un papel o la cabeza de un alfiler pueden ser un localizador fijo.

La expresión en el rostro de Clara era un poema.

—Pero no te inquietes más —prosiguió Sophie, creyendo que la cara de la muchacha se debía a la preocupación—; aunque tuvieras algún localizador fijo, esta casa tiene barreras protectoras muy potentes, conque dentro no funcionan. Y si tú hubieras traído algún localizador móvil, los detectores habrían saltado al entrar y lo habríamos encontrado.

Clara no daba crédito: la dulce Sophie era en realidad tan paranoica como su tío. Tras esa fachada de abuelita encantadora se escondía otra lunática más. Reparó entonces en que también llevaba un medallón octogonal, similar al que su tío le había regalado. ¿El medallón era la marca de la paranoia? Pero su tío le había contado que ese medallón era de su padre. ¿Sophie era, entonces, otra pariente? ¿La paranoia era hereditaria?

—¿Quiénes son «ellos»? ¿Y quién eres tú? ¿Y quién soy yo? —preguntó, por fin. Tal vez si le seguía la corriente lograría entender cuales eran las verdaderas intenciones de sus secuestradores.

La mujer suspiró, antes de decirle:

—Te prometo que haré todo lo que pueda para que Gabriel te lo cuente. Mais aunque quiera, y te juro que quiero, no puedo decirte nada. Solo que con nadie estarás más segura que con Gabriel y Óscar.

La besó con cariño en la cabeza, se levantó y entró en la casa. Clara la miró irse, deseando miles de cosas, ninguna de las cuales incluía permanecer allí junto a su tío.

3

—Tendremos que ir de compras. —No habían pasado ni treinta minutos desde el desayuno y ya Gabriel estaba complicándole otra vez la vida—. Y aquí, en Francia, las tiendas cierran en domingo. Iremos a Andorra. Todo; ropa, calzado, complementos… ha de ser nuevo antes de que volvamos España. Ah, y tendrás que teñirte el pelo. Es demasiado… tuyo.

La bronca fue de campeonato. Primero, Clara odiaba ir de compras. Segundo, la ropa que tenía era la que a ella le gustaba y le había costado mucho elegirla. No, eso no era discutible. Y, por supuesto, de ninguna manera le tocarían la cabeza.

A Gabriel se lo llevaban los demonios. ¿Pero es que no podía entender que todo eso no era fruto de un capricho, sino que era por su bien? ¿Acaso pensaba…?

Sophie llamó a Gabriel a un aparte, intentando evitar que las cosas terminaran saliéndose de madre. Óscar, conciliador, se acercó a la muchacha:

—Es lo mejor —intentó explicarle—, lo único que queremos es…

—Es que me da igual. —Clara no necesitaba más declaraciones de buena voluntad—. ¿Me estáis metiendo a la fuerza en una secta o algo así? ¡Venga ya! Cada día que pasa os inventáis cosas más absurdas. Estáis todos mal de la cabeza y yo no pienso acabar dando botes vestida con una túnica.

—Clara —le dijo Óscar—. Tú misma viste cómo nos seguían hasta que nos deshicimos de la tarjeta…

—No —replicó ella—. Lo que yo vi es que me sacasteis de Madrid a toda velocidad, me apartasteis de mis amigos y ahora queréis convertirme en otra persona. Eso es lo que veo. Y, la verdad, preferiría que los que dices que nos seguían nos hubieran alcanzado.

Óscar fue a decir algo, pero se contuvo.

Sophie regresó, tomó a Clara de la mano y se la llevó a la cocina. Preparó una infusión aromática y la sirvió en dos tazas. Olía maravillosamente bien, a regaliz y frutas silvestres.

La joven tomó un sorbo y una lágrima amenazó con rodar por sus mejillas.

—Escúchame, Clara —empezó Sophie, dando pequeños sorbitos a la hirviente bebida—. Tu familia es muy importante. No porque sea rica o poderosa, sino porque tiene un deber transmitido de generación en generación. Et para conseguir cumplir ese deber, ha tenido que cambiar a menudo de identidad. Tú eres una Riglos, como tu padre lo era y lo es tu tío, pero ese apellido no puede usarse fuera de estos muros. Tu abuelo lo cambió por Carrasco hace largo tiempo y ahora tú vas a tener que cambiarlo de nuevo. Los que persiguen a tu familia rastrean cualquier señal para encontraros. Y cuando dan con una pista, sucede lo que pasó en tu instituto; ellos asesinan.

Clara se hubiera estremecido, pero estaba ya cansada de tantas historias rocambolescas. Lo único que quería era que le dejaran en paz.

—Hasta la muerte de tus padres —siguió contando Sophie—, tu tío estaba convencido de que había conseguido despistarles. Mas ahora esclaro que os siguen. Por eso tenéis que cambiar de aspecto y de nombre. Por eso tenéis que iros a otro sitio donde poder empezar una vida nueva sin que nadie os conozca.

—Mi vida estaba bien —gruñó Clara—. No sé por qué tengo que empezar otra. No veo qué tiene que ver todo eso conmigo.

—Eres la sobrina de Gabriel y eso te convierte en una forma de llegar a él —respondió, paciente, Sophie—. Quizá aún no sepan que sois los verdaderos Riglos. Pero sí que estáis relacionados con ellos. Y eso es más de lo que han tenido en los últimos años. Si te atrapan, nada les impedirá utilizarte para chantajear a tu tío. Y créeme, él daría su vida con tal de salvar la tuya.

—Sí, seguro…

—No lo dudes, Clara. —La voz de Sophie sonó firme—. Gabriel hubiera podido seguir oculto y desentenderse de ti, mais no lo hizo. Gabriel te quiere. Y ha estado siempre a tu lado, aunque tú no lo notaras.

A Clara le parecía todo tan retorcido y delirante que ni siquiera preguntó qué quería decir Sophie con esa última frase.

—Vale. Resulta que me tengo que cambiar de casa, de ciudad, de amigos, de pelo, de ropa y de nombre. Y encima tendré que dar las gracias…

—Lo siento. Sé que ahora es difícil que me creas, mas esta es la única solución posible, de momento. Si te hubieras quedado en Madrid…

—Ahora sería feliz.

—No. Lo más probable es que estuvieras muerta.

Sophie hablaba en serio, sin duda. Sin embargo, eso no encajaba con la historia que le estaba contando. ¿Por qué iban a querer matarla si su tío era el objetivo? ¿Le ocultaban algo o es que ni siquiera habían conseguido inventarse una película en condiciones? Ese argumento hacía aguas por todas partes. Las conspiraciones, las familias marcadas con un destino y las sectas molaban en televisión, no cuando te las cuentan unos alucinados. Pero era evidente que tanto su tío como esa mujer creían de verdad en lo que decían. Eso les convertía en gente peligrosa; había visto las suficientes pelis de sectas como para tener claro que los fanáticos cumplen sus amenazas, así que no pensaba replicar. Estaba en Francia, lejos de Madrid y de sus amigos. Si les llevaba la contraria, tal vez ella sería la siguiente en desaparecer. No le quedaba otra que aceptar ir de compras, cortarse el pelo y cambiarse el nombre.

—Aunque veo difícil que me acuerde del nuevo —ironizó.

Es con eso que contábamos ya —replicó Sophie—. Hasta que te acostumbres, tendrás que llevar este amuleto al cuello.

Le mostró un hermoso colgante de plata con inscripciones rúnicas, tal vez íberas.

—Tu voz sonará incomprensible cuando tú intentes pronunciar tu viejo nombre —explicó—. Así no podrás darlo par error. Por supuesto, tu tío tendrá también el suyo.

La paranoia estaba alcanzando límites ridículos.

—¿Y tendré que decir abracadabra antes de usarlo? —preguntó, cínica.

Mais no —contestó Sophie—, no es un amuleto mágico, aunque lo parezca.

—¿Y qué es, entonces?

Sophie se le acercó y le susurró al oído, como si le confesara un secreto muy íntimo:

—Es Alquimia.

1 ¡Ah, qué alegría! Hace mucho tiempo que no nos vemos, pero la familia Riglos siempre es bienvenida!

2 Sí, mucho tiempo. ¿Veinte años, quizá?

3 Ni hablar. Veinticinco, como poco.

4 Tienes que decírselo. Ya sé que no tiene más que quince años. Pero es su destino, su vida, sus riesgos…

5 La llevaré a su habitación. ¿Dónde…?

6 Abajo, en la habitación de tu abuela. Me acuerdo mucho de ella. ¡Qué guapa era…! Y Clara tiene sus ojos. Como un bosque en otoño.

IX
ALQUIMIA
1

Serían las diez cuando salieron de la casa en el viejo Citroën GSA de Sophie. Les esperaba un viaje de casi cuatro horas hasta llegar a Andorra la Vella.

—En realidad, España está mucho más cerca —comentó Óscar—. Pero en Aragón las tiendas tampoco abren los domingos y en Andorra llamaremos menos la atención.

«Sí, por supuesto —pensó Clara—. En un coche del siglo XV. Lo más discreto del mundo». Y preguntó en voz alta, con cierto retintín:

—¿Entonces, todos sois alquimistas?

—Eso es —contestó Sophie.

—¿Y yo? —añadió—. ¿También tengo yo poderes alquímicos?

Los tres se rieron, pero Clara no. Había estado meditando después de la conversación con Sophie, y aunque le explicaron que no existían los «poderes alquímicos», que el conocimiento de la alquimia se obtenía a base de estudio, intenso y detallado, los medallones y los poderes mágicos no tenían nada que ver con la alquimia que Clara conocía por los cuentos infantiles, con sus piedras de la inmortalidad y sus señores de barba blanca trabajando entre retortas. No. Eso era otra cosa.

Y su propio sentimiento de culpa se las ingenió para crear un argumento «irrefutable»: si en esas paranoias y yuyus había el más mínimo rastro de verdad, si la alquimia de la que hablaba Sophie era real, aunque solo fuera un poco, entonces las cosas se volvían más oscuras. En ese caso, tal vez fuera la causante de la muerte de sus padres.

Si tenía poderes de algún tipo, entonces era una asesina de verdad.

Tras dos horas y media de viaje pararon junto a una fuente, en mitad de una carretera secundaria, a estirar las piernas y tomar un refrigerio. Unas brioches rellenas de queso y un tupper de crudités. Clara comió en silencio. Los demás hablaban en castellano, pero si lo hubieran hecho en francés, o en chino, no se hubiera sentido más aislada. En su cabeza los argumentos se retorcían, contestándose unos a otros: «es imposible que sea verdad», «pero tus padres están muertos»; «son todo paranoias», «pero tú los mataste»; «son una secta», «pero las muertes que deseas se te conceden»…

—Llegaremos a Andorra alrededor de las dos —comentó Sophie—, y enseguida iremos a comprarte toda la ropa que haga falta, un tinte para el cabello y, si te apetece, unas lentillas de color. Aunque te advierto que será muy incómodo y, además, puede resultar más sospechoso que respetar tu color natural.

—Pues cámbiame el color de los ojos con alquimia, o lo que sea —dijo, intentando ser irónica. En realidad, le importaba un comino el color del iris.

—Tendría que ser permanente —aclaró Óscar—. Luego no volverías a recuperar jamás tu color original. Y sería una pena, porque tienes unos ojos preciosos.

—Me da igual —dijo. ¿Dónde se habían dejado el sentido del humor? ¿Pues no se lo habían tomado en serio? Si no hubiera estado tan harta de las ocurrencias de ese clan enfermizo, se habría reído un buen rato, pero lo cierto es que le daba igual. Por lo que a ella tocaba, podían ponerle la piel de color verde o magenta o teñirle de rosa. Eso no alteraría nada de lo que en verdad deseaba cambiar.

Volvieron a subir al coche y Sophie, dándose cuenta de que había algo más que un simple enfado superficial, dejó que Clara se sentara junto a ella en el puesto del copiloto.

—Yo conozco esa mirada —le dijo, casi en un susurro, en cuanto puso en marcha el viejo Citroën. No quería que Óscar o Gabriel la oyeran—. La he visto muchas veces en gente que no podía perdonarse; por decepcionar a sus maestros, por haber flaqueado en el camino, por creerse indigno de lo que le entregaba la vida… Los seres humanos somos bastante absurdos. Solemos culparnos de lo que no somos responsables y en cambio cargamos sobre los otros nuestros verdaderos errores. No sé de qué te sientes culpable, mais piensa bien en lo que has hecho y luego decide si es tu responsabilidad o no. Si puedes corregirlo, hazlo; si le has hecho daño a alguien, pídele perdón. Mais deja de sentirte culpable, porque la culpa es un sentimiento inútil. No soluciona lo que has hecho, ni ayuda a nadie. Solo te hunde y te hace sentir miserable.

¿Era simpatía lo que estaba empezando a experimentar? ¿Así empezaba lo que llamaban síndrome de Estocolmo? No lo sabía. Lo único que sentía es que no tenía derecho a recibir la amabilidad de nadie. «Si supieras lo que he hecho, ni me hablarías» —pensó; la gente que podría perdonarla ya no estaba y ella no podía hacer nada para solucionarlo.

Llegaron a Andorra y a las tres menos cuarto estaban comprando ropa. Pasaron por varias boutiques y Clara se fue animando un poco. Sobre todo por los zapatos. Sophie tenía un gusto exquisito y le permitió comprarse unos de tacón, que le sentaban de maravilla. Lucas estaría encantado de haberla visto así. Pero Lucas ni estaba ni se le esperaba.

—Sophie —dijo, de pronto, Clara.

—Dime, ma petite.

—¿Podré volver a ver a mis amigos de Madrid?

—Sí, claro —contestó, sonriente, Sophie—. Mais no de momento. Si todo va bien, antes de que llegue el verano se acabará el esconderse.

—¿Y si va mal?

Sophie dudó un momento antes de responder.

—Si va mal —dijo—, ver a tus amigos será la última de tus preocupaciones.

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