Kitabı oku: «La Biblioteca de Ismara», sayfa 6

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A las seis de la tarde era ya de noche en Andorra la Vella. Clara estaba agotada, pero tenía ropa para estrenar en los próximos dos meses: dos abrigos estupendos, varias faldas, pantalones, chaquetas, vestidos, jerséis de cuello alto, barco, en pico, redondo… Se sentía como la prota de una serie de moda. Había sido increíble no tener que elegir. Como tenía que renovar todo su vestuario de una sentada, le habían comprado casi todo lo que le apetecía.

Gabriel y Óscar habían actuado de convidados de piedra y todo el proceso lo habían orquestado Sophie y Clara. Ahora, dando por terminado el día, se sentaron a merendar en una cafetería del centro.

Y entonces Clara volvió a alucinar.

A través del ventanal del establecimiento se podía ver, en la acera de enfrente, a Adolfo, su profesor de Lengua, metiendo unos bultos en la trasera de un monovolumen de color oscuro.

Por un segundo dudó. ¿Era cierto, entonces? ¿La estaban siguiendo de verdad y el profesor era un miembro de una secta rival? Enseguida rechazó esa paranoia. Seguro que estaba en Andorra por casualidad, y hablar con él era la oportunidad que necesitaba para volver a contactar con sus amigos. Pero claro, si su tío se enteraba no le dejaría hablar con el profesor y volverían a salir huyendo. Se excusó diciendo que iba al baño y salió de la cafetería por una escalera lateral.

Intentó llamar al profesor lo más fuerte posible, procurando que los suyos no le oyeran. Adolfo Recarte se volvió, sorprendido y encantado.

—¿Clara? —exclamó, sonriendo—. ¿Clara? ¿Qué haces aquí? ¿Te has venido a vivir a Andorra?

Le pareció una contestación muy normal, pero necesitaba asegurarse.

—¿Y usted? ¿qué hace usted aquí?

—Me encanta el esquí —respondió él con toda naturalidad—, y tengo un pequeño apartamento en Pal. Suelo venir todos los años en cuanto caen las primeras nieves. Y ahora estaba aquí, en Andorra la Vella, comprando para la temporada.

Lógico y razonable. Eso confirmaba que su tío y su secta estaban como una cabra.

—¡Qué casualidad! —dijo ella, llevándole detrás del monovolumen, de modo que pudieran hablar sin ser vistos desde la cafetería—. Yo también he venido de compras. ¿Cómo está? ¿Cómo están todos? No pude despedirme de nadie…

—Bueno, se quedaron bastante sorprendidos al verte salir tan deprisa —contestó Adolfo—, pero la verdad es que desde ayer no he vuelto a verles.

Ayer. Parecía haber pasado un siglo desde que salieron de Madrid, pero apenas habían transcurrido veinticuatro horas.

—Quiero que me dé su mail —dijo Clara, acelerada. En cualquier momento Gabriel y los demás se preguntarían por qué tardaba tanto en volver del baño. No podía entretenerse—; le mandaré mi dirección en cuanto la sepa y así podrá dársela a Patricia y a Lucas. Por ahora no tengo ni móvil ni nada…

—Pero si tú ya tienes mi email —le interrumpió Adolfo.

—No, ya no. Perdí la tarjeta.

—Vaya, lo siento… pero no me refería a la tarjeta. Te lo escribí en la libreta, ¿no te acuerdas?

Clara lo recordó.

—Es verdad. Me lo escribió con su propio boli…

—Clara. —Adolfo la miró fijamente.

—¿Si?

—¿Quieres venirte conmigo? —Hizo una pausa para que digiriera la propuesta—. Al principio tendrías que quedarte con los servicios sociales, pero en unos pocos meses podría pedir tu custodia y convertirme en tu tutor legal. Lo que está haciendo tu tío contigo es cruel…

¿Podía ser verdad? ¿Podía ser tan fácil recuperar lo perdido? Volver a una vida normal, rodeada de gente normal, en su casa de nuevo…

—¡Clara! —La potente voz de Óscar atravesó la calle.

—Es Óscar —dijo, sobresaltada—. Que no lo vea. Si saben que he hablado con usted, me registrarán entera y me quitarán la libreta.

—Podemos marcharnos ahora mismo, si quieres. —Y Adolfo le indicó la puerta del vehículo.

Era tan tentador volver a Madrid, a su instituto, con Patricia, con Lucas, volver a su vida…

—No, no, ahora no —razonó, a su pesar, Clara—. Empezarían a buscarme y me encontrarían enseguida. No. Ahora que tengo su email y su teléfono, podré ponerme en contacto con usted.

Adolfo sacó del bolsillo otra tarjeta.

—Toma mi tarjeta entonces, por si acaso —le ofreció.

—No —susurró Clara—. Si me la encuentran, sabrán que hemos hablado y no podré contactar con usted. No pueden sospechar que nos hemos visto.

—¡Clara! Que nos vamos. —Óscar oteaba en todas direcciones. Su voz parecía firme, pero no podía ocultar un cierto nerviosismo.

—Adiós, pues —se despidió Adolfo, con un mohín tristón.

—Adiós —respondió Clara.

Óscar volvió a entrar en la cafetería y Clara aprovechó para llegar hasta las escaleras laterales y hacer lo propio. Óscar la vio acceder al establecimiento, pero en lugar de sermonearle, pareció respirar aliviado.

—Es que he visto un poco de nieve y me apetecía tocarla —mintió Clara—. ¿Nos vamos ya?

—Sí —dijo Óscar.

Y Clara se despidió con discreción de la sombra que se ocultaba en la calle contigua.

3

—No. Que no la sigan. El localizador no funcionará mientras se mueva, pero en cuanto se quede quieta, será cuestión de horas. Seguro que la llevan a una casa franca, pero tendrá que salir, sentarse, ir al instituto, pasear. Volverá a estar quieta el tiempo suficiente y entonces sabremos a dónde han ido. Vamos a permitirnos el lujo de ser pacientes.

Adolfo colgó el teléfono. Le molestaba utilizar esa tecnología, pero había que reconocer que era útil para comunicarse con los simpatizantes. No volverían a fastidiarla. Y si lo hacían, él no sería quien cargara con las consecuencias.

Se acercó a la puerta trasera de su monovolumen y dio unos leves toquecillos en la ventana. Una bestia se lanzó con los ojos encendidos y las fauces abiertas contra el cristal, hasta que vio el rostro de Adolfo. Entonces se calmó.

El profesor entró en la furgoneta y salió en dirección a la vieja frontera con España.

4

Clara no podía esperar a llegar a Pau. Todo el viaje estuvo pensando cómo pedirle a Sophie, con su mejor cara de niña buena, que le dejara conectarse un rato a internet para mandar un mensaje a Adolfo y, de paso, entrar también en su cuenta de Facebook y hablar con sus amigos.

Pero al llegar a la casa, Óscar y Gabriel cambiaron inmediatamente todas las compras de coche.

—¿No nos vamos a quedar? —preguntó Clara.

—No —contestó Gabriel—. Salimos en media hora. Quiero que lleguemos cuanto antes a nuestra nueva casa.

—Pero es ya muy tarde, ¿no? —insistió, consciente de que, fueran a donde fueran, sin la ayuda de Sophie ni en sueños podría conectarse a internet—. Por poco que dure el viaje, no llegaremos hasta la madrugada.

—No te preocupes por eso —replicó Óscar.

Sophie le trajo el colgante de plata con las runas íberas que le había mostrado esa mañana.

—Deberías ponértelo —le dijo.

Clara estaba enfadada. Nada estaba saliendo como ella quería. Todo el mundo podía opinar sobre su vida y ahora tenía que ponerse un colgante absurdo que le impediría decir su apellido. Y entonces tuvo una idea. Esa comedura de tarro era bien fácil de desarmar.

Se puso el amuleto al cuello con aire desafiante. Ahora les demostraría que todo eso de la alquimia era una estupidez alucinatoria. Y también se probaría a sí misma que lo de sus propios poderes era pura psicosis. Pronunciaría su nombre y quedaría claro el grado de delirio de los alquimistas, de esa mujer, de ella misma.

—Clara Crosdodfajant —dijo. Vaya, se le había trabado la lengua.

Lo intentó de nuevo:

—Clara Crisodanitx. —¿Otra vez? Volvió a insistir—: Cisrudgadfa… Claslkdjaot… Chustireated…

Era imposible. Cada vez que intentaba decir «Carrasco», la lengua se le trababa.

—¿E…es magia? —preguntó, asombrada.

Sophie la miró, sin decir nada, negando con la cabeza. Clara sintió cómo una desazón amarga reptaba con lentitud para instalarse dentro de su cabeza. Su culpabilidad había encontrado la certeza que buscaba. La magia existía, luego era su solo deseo el que había provocado la muerte de sus padres. Gruesos lagrimones empezaron a caer por sus mejillas.

Ma petite. —Sophie la abrazó—. ¿Qué te pasa, mi niña?

Clara solo lloraba. ¿Cómo podía contarle lo que le estaba carcomiendo? ¿Cómo explicarle quién era de verdad? No. Tenía que soportar el dolor ella sola. Ni siquiera tenía derecho al perdón.

—Estarás bien, cariño —le decía con ternura Sophie—. Te lo prometo.

Óscar se acercó para decir que el coche ya estaba preparado, pero se detuvo al verlas abrazadas. Volvió hacia donde estaba Gabriel y habló con él en voz baja.


Clara se calmaba frente a una infusión caliente. Sophie la miraba con ternura y Gabriel esperaba en silencio. Habían hablado largo rato y al final habían decidido que Pau seguía siendo un lugar seguro y podían esperar a que terminara el puente de la Constitución para que Clara empezara en su nuevo instituto.

Clara los miraba pensando que no habían entendido nada. Pero tampoco le importaba. Tal vez mañana fuera capaz de apreciar las posibilidades que tenía quedarse unos días más junto a Sophie. Pero ahora solo podía sentirse miserable, como no se había sentido desde el entierro de sus padres. Solo quería dormir; dormir y no despertar jamás.

Entre tanto, una fina nevada empezaba a cubrir de blanco la ciudad.

5

Clara se despertó más despejada. El aroma dulzón de los croissants parecía susurrarle que el mundo también podía ser un lugar amable. Clara se lanzó a comer con apetito el desayuno que Sophie le había preparado. La dueña de la casa le contó su plan: relax, paseos y diversión, las dos solas. Óscar y Gabriel se quedarían en la casa.

Visitaron el castillo y comieron en el restaurante del museo. De cuando en cuando, Sophie se paraba a hablar con los transeúntes, que recordaban con nostalgia los tiempos en que su pequeño hotel aún funcionaba. Y ella siempre tenía una sonrisa amable, presentando a Clara como une parente venue d’Espagne.7

Clara intentó decir «Carrasco» alguna que otra vez a lo largo de la tarde, solo para comprobar que las propiedades del colgante eran reales. Dijera Sophie lo que dijera, eso era magia.

—No lo es —había perjurado Sophie por enésima vez, mientras paseaban por el parque del castillo. Era increíble lo rápido que esa mujer recuperaba el dominio del castellano. Ahora, solo de cuando en cuando se colaban giros franceses en su discurso—. La Alquimia no se basa en oraciones ni en invocaciones, ni en la acción de un ente superior sobre la materia, sino en seguir un método modificado y perfeccionado a lo largo de siglos. Es el origen de la ciencia moderna, que se asienta sobre nuestras bases. El método científico no existiría más de no haber existido primero los alquimistas. La ciencia es la versión materialista de la alquimia, el método sin la filosofía. De hecho, la palabra «química» viene de la palabra árabe alkímya. Aunque los resultados te parezcan cosa de magia, no lo son. Si la gente del siglo XIX viera de pronto un móvil, o un ordenador de hoy en día, también pensaría que es magia. Pero tú lo sabes: es tecnología.

«Lo que tú digas —pensó Clara—. Pero eso es magia, lo llames como lo llames».

Esa noche fueron a ver una función de ballet. Clara revivió sus clases de danza viendo a los bailarines evolucionar como sin peso en el escenario. Recordó las lesiones que le obligaron a dejarlas e imaginó lo distinta que hubiera sido su vida si… La verdad es que todavía le gustaba bailar. A veces disfrutaba, a solas, repitiendo los ejercicios que había practicado tantas veces en las clases de danza y aún era capaz de hacer un spagat.

El espectáculo terminó y las dos volvieron a la casa en el viejo coche de Sophie.

—Sophie —preguntó Clara, cuando entraron en el salón—. ¿Podrías dejar que me conectara a internet?

Sophie suspiró antes de contestar.

—Clara, por mí sería muy fácil decirte que tu tío no me deja y cargarle toda la responsabilidad. Pero la verdad es que es peligroso. Para ti, para nosotros… cualquier contacto con tus amigos ahora revelaría a los que os persiguen dónde te encuentras. Y eso sería terrible. Quizá mortal. No puedo. Lo siento.

—Los echo de menos —replicó, suplicante.

—Ya te lo dije. Si todo va bien, volverás a verlos muy pronto.

Clara comprendió que no conseguiría nada y dejó de insistir. Por ahora. Lo volvería a intentar más adelante.

6

Sophie, Óscar y Clara fueron a esquiar a Gavarnie al día siguiente. Gabriel tenía que quedarse solucionando algunos asuntos en Pau y parecía que sin él todo era más relajado. Se lo pasaron de miedo.

A media tarde el cielo se encapotó y en pocos minutos se desencadenó una ventisca que les obligó a bajar con rapidez. Pararon en un bar de carretera y Clara se dio cuenta de que, a pesar de haberse puesto crema protectora, tenía la cara quemada por el sol. Cuando volvieron al coche, Sophie le aplicó un after sun de color verdoso que le alivió inmediatamente y Clara se durmió.

Cuando estuvieron seguros de que el sueño era profundo, Óscar y Sophie iniciaron una conversación en francés.

—Se merece saberlo —dijo ella—. Ahora. ¿Cómo podemos pedirle que participe si no sabe nada? Estamos corriendo un riesgo innecesario. ¿Y si cuando se entera se asusta tanto que se niega a asumir su responsabilidad? Si la tratamos como una niña, no tenemos derecho a quejarnos porque se comporte como tal. Y si eso pasa, perderemos. Todos.

—Gabriel aún confía en que no sea necesario decirle nada —replicó Óscar—. Espera encontrar algo en el manuscrito que podamos destilar, obtener o fabricar sin la participación de Clara. El secreto de los Riglos no tiene por qué pasar por ella. La quiere demasiado para obligarla a madurar antes de tiempo.

—Si ese documento es lo que sospechamos, quizá sea fundamental para vencer a Ramyr, pero no puede convertirse en una coartada para mantener a esta criatura en la ignorancia. Ella tiene derecho a tomar sus propias decisiones. Su padre ya murió por obstinarse en criarla alejada de nosotros.

—No —puntualizó Óscar—. César se negó a creer que la misión de los Riglos fuera real, eso fue lo que los mató, a él y a su esposa.

—¿Y qué hubieras hecho tú? Imagina que tus padres no te han contado nada sobre tu pasado y tu hermano Gabriel, el fantasioso de la familia, se presenta en tu casa y te cuenta que hay una sociedad secreta en lucha contra un enemigo mortal increíblemente poderoso, que tu hija es la destinada a terminar con ese malvado invencible, y que debe llevársela a un lugar remoto para enseñarle lo que tú crees que son tonterías…

—Es que no son tonterías, Sophie.

—Para él sí lo eran. Creyó que su hermano se había vuelto definitivamente loco. Y no quiso que su hija fuera arrastrada a esa locura.

—Pero eso lo mató, a él y a su esposa, y estuvo a punto de terminar también con Clara. Si ese domingo no se hubiera quedado en Madrid, ahora estaría muerta y no tendríamos nada. Si al menos hubieran mantenido el contacto con nosotros, todo habría sido distinto.

—Gabriel es muchas cosas, pero no un relaciones públicas.

—Ni de lejos. Adivina cuál fue el último libro que le regaló a su sobrina.

—¿Cuál?

El pequeño alquimista.

—¡No! —se escandalizó Sophie, casi divertida.

—Sí. Después de eso, César y él tuvieron la peor discusión de su vida, no volvió a cruzar palabra con él ni, por supuesto, le permitió que se acercara a Clara. Y así hasta el accidente.

—¿Ya es seguro, entonces, que fue la Hermandad quien acabó con ellos?

—Eso es lo que estamos averiguando. Pero todo parece indicarlo.

—Si los mataron por ser de la familia… —Un murmullo en el asiento trasero hizo que Sophie callara. Pero Clara seguía dormida.

—No podían dejar de ser quienes eran. —Óscar tomó el desvío hacia Pau. A esa altura, el temporal se había convertido en aguanieve—. No importa si quieres o no ser parte del juego, o cuántos inocentes deban morir en el proceso; la Hermandad cumplirá sus órdenes. Pero si fueron ellos, saben quién es Gabriel y saben o sospechan quién es Clara. Y eso plantea dos retos: averiguar cómo han logrado enterarse, y preparar lo más pronto posible nuestra defensa.

Clara se arrebujó en el asiento y ambos guardaron silencio.

—Dentro de poco no podremos conversar en francés —susurró Sophie—. Se le dan bien los idiomas. Estoy segura de que antes de que volváis a España podrá entender el sesenta por ciento de lo que digamos.

—Pues será mejor que lo dejemos —concluyó Óscar—. A veces me pregunto si no tendríamos que contárselo todo nosotros, dijera Gabriel lo que dijera. Pero sé que la última voluntad de César era mantener a Clara al margen. Y mientras esté en su mano cumplir con ese deseo, por muy absurdo o irracional que nos parezca, Gabriel no le contará nada. Yo no puedo, ni quiero, luchar contra eso, al menos, de momento. Es él quien debe tomar las decisiones que afectarán para siempre a la vida de su familia. Nos guste o no, y aunque nuestro destino dependa de ello, es el único pariente vivo que le queda en el mundo.

Ninguno de los dos añadió nada más sobre el tema y la conversación siguió por otros caminos.

Clara durmió de un tirón hasta que llegaron a la Rue d’Orléans. Medio amodorrada, se tomó un vaso de leche con cacao y se acostó.


El after sun de Sophie era milagroso. Clara se levantó con un bonito color bronceado, feliz. Fuera nevaba y era muy agradable mirar por la ventana y ver el cielo nacarado vertiendo blandamente sus copos sobre Pau.

Se encontraba a gusto en esa casa. Hablar con la alquimista le hacía sentir que tenía otra oportunidad de entregar el cariño que hubiera querido darle a su madre. Junto a Sophie parecía posible aceptar el perdón.

—Hoy haremos una sesión de alquimia para degustadores. —La voz de la francesa interrumpió sus pensamientos.

—¿Y eso qué es?

—Hoy cocinaremos. Haremos una quiche-lorraine, que es la mejor manera de comprender los principios básicos de transformación a través del calor…

—Ja, que bueno —rio Clara.

Óscar asomó la cabeza:

—¿Qué es lo bueno?

—Sophie —contestó Clara—. Que dice que cocinar es como la alquimia…

—Porque lo es. —Sophie se reafirmó—. ¿Has hecho o visto hacer algo al baño maría? Pues es una técnica de alquimia, y se llama así por Miriam la Alquimista, o María la Judía: ya ves si están cerca las dos cosas. Si dominas las técnicas culinarias estás en camino de comprender las bases de la alquimia. Todas las dos tratan de transformar un elemento en otro, aunque los fines sean distintos.

—Pero no peores —apostilló Óscar, relamiéndose.

—No peores, es verdad —concedió, riendo, Sophie.

Cocinaron, se divirtieron y comieron. Incluso Gabriel pareció contagiarse del ambiente relajado.


Pero todo termina. Con la sensación de haber disfrutado, pero con ganas de seguir en Pau una semana más, llegó el momento de marcharse. Clara empezaría las clases y se enfrentaría a sus nuevos compañeros en… de hecho, no tenía ni idea de a dónde se dirigían.

—Bueno, supongo que ahora me podréis decir a dónde vamos.

—No te preocupes. —Gabriel acomodaba el equipaje en el coche de Óscar—. En diez minutos estaremos allí.

¿Diez minutos? No había muchas opciones. Tenía que ser en Francia o en un sitio fronterizo. Y si mañana iba a ir al instituto, habría aulas de informática, conexión a internet… A mediodía, como muy tarde, Lucas y ella estarían hablando.

Sophie salió al jardín a despedirles. Clara le dio un enorme abrazo y le hizo jurar que se mantendrían en contacto. La alquimista asintió y volvió a abrazarla. Luego se quedó al pie de las escaleras esperando a que se fueran.

Subieron al coche y Óscar arrancó, pero en vez de enfilar hacia la verja de entrada, condujo el automóvil a un cobertizo al otro lado del jardín. Entraron por la enorme puerta abierta y todo fue oscuridad durante un par de minutos. Una luz débil se fue poco a poco transformando en lo que parecía la boca de un túnel. Salieron a un jardín con grava, frente a un palacete de estilo modernista rodeado de árboles.

Era un túnel cortito. Entonces seguían en Francia.

Bajaron del coche, sacaron las compras y entraron en la casa.

Era amplia, pero no hacía frío. Como si hubieran puesto la calefacción antes de llegar.

—Bienvenida a Bosca —dijo su tío—. Esta será tu casa desde ahora.

¿Bosca? ¿Esa ciudad de cincuenta mil habitantes al pie del Pirineo, donde los osos se morían de frío en invierno y solo se iba a esquiar? ¿Bosca? Maldita sea, ¿en qué momento del viaje se había dormido?, porque no es que la geografía fuera su fuerte, pero habían recorrido bastante menos de los, como mínimo, ciento y pico kilómetros que separaban Bosca de Pau.

Miró el reloj de la casa. Cinco minutos antes estaban en el jardín de Sophie. No podía ser. No había cambio horario entre Francia y España. Sencillamente, era imposible.

Entró en el salón y una luz anaranjada empezó a parpadear.

—¿Un localizador? —se extrañó Óscar—. Pero si lo miramos todo anoche.

—Alguien de los suyos nos ha visto en Pau, seguro. Hay que pasar otra vez los detectores.

Revisaron una a una todas las prendas. Nada.

—Ven, Clara. Veamos si lo tienes tú. —Gabriel empezó a pasar el detector por las cosas de Clara. El aparato parpadeó al pasar por la libreta. Ella se asustó.

—No. No me tires la libreta, por favor. Otra cosa más no. Me la regaló papá.

—No te la voy a quitar —la tranquilizó su tío—. Solo voy a desactivarla.

Introdujeron la libreta en una caja de boj decorada con filigranas plateadas y, al salir, la luz anaranjada no volvió a encenderse.

—Ya está. Alguien debió meterte algún localizador.

—Pero si en casa de Sophie no encontrasteis ninguno —apuntó Clara.

—El detector de Sophie solo capta los localizadores móviles y el de tu libreta debía ser fijo. Ella se niega a poner un detector de fijos porque dice que le da dolor de cabeza, y que como su casa está protegida contra transmisiones, basta con detectar los móviles. Y este es el resultado.

«Lo que está claro es que se tragan sus propias paranoias», pensó Clara. Lejos de Sophie, todo parecía aún más irreal. Detectores fijos, móviles, dolores de cabeza… Ella sí que tenía la cabeza como un bombo. En cuanto pudiera le mandaría un mensaje a Adolfo y…

—¿Te enseño tu habitación? —Óscar le indicó las escaleras. Clara asintió. Aunque no le apeteciera demasiado conocer su nueva celda, al menos allí podría estar un rato a solas.

Subieron a la segunda planta y luego a la tercera. El pasillo era elegante, pintado en un gris suave con las puertas lacadas en blanco. Todo parecía antiguo y nuevo a la vez, como recién restaurado. Al final de unas escaleras más estrechas estaba su habitación.

Una estancia circular, de unos 5 metros de diámetro, en una torre, rodeada de ventanas. ¡Y para ella sola!

—Es preciosa —dijo con sinceridad—. ¿Tengo internet?

—No.

—¿Tendré móvil?

—No.

—¿Play?

—¿Cómo?

—Consola de videojuegos.

—Sí. Sin conexión a internet, claro.

—Esto es una mierda de aburrimiento.

Óscar la dejó sola. Y Clara volvió a repasar su nueva habitación.

Si la viera Patricia, iba a flipar en colores y si la viera Lucas, la coronaba como la tía más guay de todo el instituto y si la vier…

No la iba a ver nadie.

Ella estaría allí, en esa ciudad helada y perdida al sur de los Pirineos, eternamente sola para el resto de su vida. Su habitación era guay, la casa era guay, pero estaban en el sitio equivocado. ¿De qué servía tener lo mejor de lo mejor si no había nadie con quien te apeteciera compartirlo?

Pero, aunque no quiso reconocérselo a su tío, cuando esa noche miró por la ventana y vio lo que parecía un bosque en medio de la ciudad, sintió que esa habitación tenía algo que le hacía sentirse bien, cómoda. Que la recibía como si, por fin, hubiera llegado a su hogar.

7 Una pariente de España.

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