Kitabı oku: «Pedaleando en el purgatorio», sayfa 3
CAPÍTULO V
Clara abrió la carta de su padre, la leyó con mucha atención e incluso subrayó dos líneas mientras parecía recitarlas en voz baja como si de una oración se tratase. Luego, fue hasta la máquina trituradora de papel que tenía en el despacho y pasó el folio por las cuchillas hasta dejarlo convertido en virutas ilegibles. Seguí todos los gestos desde la distancia. También en silencio. Ella había sido tajante y debía respetar su criterio.
—No me preguntes. Cuanto menos sepas, mejor para ti. Voy a buscar los vuelos a Panamá —como siempre, la cabeza de Clara funcionaba a mil por hora.
El viaje a Andorra fue rápido y lleno de facilidades. En realidad, no supe muy bien qué hacíamos en el país de los Pirineos y me limité a ejercer de ciclista en busca de puertos mientras esperaba a que Clara resolviese todos los problemas en los que andaban metidos. Para mí, fue una oportunidad de conocer nuevas ascensiones, debido a que lo difícil allí era encontrar terreno llano. Ese cambio de rutina incluso me sentó bien desde el punto de vista mental.
Unos días más tarde, regresamos a España e iniciamos el viaje a Panamá, un país que nos recibió con calor y humedad. Para muchos europeos, Panamá es un pedazo de tierra pegado a un canal. Pero en realidad tiene el tamaño de Castilla y León y más bancos que niños en la provincia de Teruel. Desde el principio, comprobé que el viaje no iba a ser sencillo. O, al menos, no para mí. Un coche oficial nos esperaba en el aeropuerto, cortesía de Jorge Páez, exmarido de Clara. Sinceramente, me dolían ese tipo de detalles. Hubiera preferido que la relación entre ambos estuviera rota. Pero pronto tuve que asumir que no era así y que nunca lo iba a ser. Jamás he sido celoso, pero esa cordialidad exquisita me superaba.
La primera mañana en Panamá arrancó con la visita de Jorge Páez a nuestro hotel. Lucía el mismo bronceado y la misma sonrisa que le recordaba de nuestro anterior encuentro, cuando coincidimos durante la presentación del equipo Magic Resort. También mostraba, como en aquella ocasión, un destacable don de gentes, así como la virtud y la paciencia de detenerse con todas las personas que le querían saludar. Ser el hijo del presidente de Panamá hacía que la vida de Páez no tuviera un atisbo de anonimato en ninguno de los pasos que daba por el país. Vivía en un escaparate continuo y disfrutaba de ello.
Con nosotros estuvo encantador. Fue respetuoso y no dijo ni hizo nada que me pudiera sentar mal, por mucho que estuviera esperando cualquier gesto fuera de tono para lanzarme sobre su yugular. Era evidente que Clara le había pedido que nos ayudara en Panamá y él estaba dispuesto a ejercer como el perfecto anfitrión. El plan que nos había diseñado era sencillo: coches a nuestra disposición y visitas bien coordinadas a los diferentes bancos y abogados. Todo estaba preparado y se cumplió con puntualidad propia de Suiza.
Comimos en el hotel y justo cuando apurábamos las infusiones, Jorge Páez volvió a hacer acto de presencia. En este caso, para invitarnos a una cena en la casa de su padre, es decir, el palacio presidencial. Resoplé. Aquello era demasiado. Por un lado, era una experiencia que me apetecía. ¡Por supuesto! Pero no era el presidente de Panamá. En realidad, era el exsuegro de Clara. Y no quería situaciones incómodas. Mi novia, como es lógico, contestó en su nombre… y en el mío y dijo que era un honor visitar al padre de Jorge. Yo respondí con el silencio. Asumí que la discreción formaba la esencia de mi papel.
La cena, sin embargo, fue agradable. Entre plato y plato, comprobé que los panameños saben escoger la palabra adecuada. Y los panameños que se dedican a la política son especialmente hábiles en ese arte. De nuevo, me marché con la frustración de que nadie había lanzado ninguna pullita sobre el pasado común de Clara y Jorge. Todos habían sido exquisitos en las formas y el fondo. En nuestro hotel, uno de los mejores de la ciudad, me decidí a contarle a Clara cómo me sentía.
—No te preocupes. Son así. Por eso me enamoré de la familia Páez. Cuando quieren, son encantadores. Como has visto, cuando estás con ellos, todo es maravilloso. Te dicen lo que quieres escuchar.
—No como yo.
—Exactamente. No son como tú. De ti me enamoré por lo contrario: me dices lo que no quiero escuchar.
—No sé si eso es bueno.
—Claro que sí, Lucas. No siempre es agradable, pero es bueno, muy bueno. ¿Cómo te lo explicaría? Bien, puede valer: el azúcar en pequeñas cantidades es maravilloso. En grandes… crea diabetes. Y eso es lo que me pasó con Jorge: me creó un mundo tan maravilloso como irreal. Todo era fachada. No teníamos nada en común, aunque me dijera que su vida dependía de la belleza de mis ojos. Eso suena muy bonito al principio, cuando vives deslumbrada, pero llega un punto en el que dejas de creer en las palabras y empiezas a creer en los hechos. Y la realidad es que Jorge empleaba las mismas palabras con cientos de mujeres. Además, no creas que fui la única que quiso parar la relación. A él le sucedió lo mismo, pero por motivos diferentes: decía que yo era demasiado ácida, que no tenía palabras de cariño, que pensaba en negocios y no en crear una familia, que no tenía paciencia para tejer redes de conexión con otras mujeres de empresarios panameños… Y tenía razón en todas sus críticas. Intenté adaptarme, pero fue imposible. No quería esa vida.
Por primera vez borré mis inseguridades de lo más profundo de mi cerebro y pude concentrarme solo en ser feliz durante el viaje a Panamá. Al parecer, lo más importante ya se había hecho: la familia Pellicer había reorganizado su entramado empresarial y el dinero había pasado de unas sociedades a otras. Además, Clara había desaparecido de los documentos oficiales y, por tanto, podía estar más relajada.
De camino al hotel después de la última visita, iba pensando en cómo entrenar, aunque solo nos quedaran dos días en Panamá. Clara tenía otro pensamiento en su cabeza. Y me lo planteó justo cuando yo me bajaba del taxi y cuando era evidente que ella no lo iba a hacer.
—Lo siento. Tengo que hacer un recado. Prepárate porque esta noche nos vamos a casa. He conseguido adelantar el vuelo. Pero me queda por arreglar un pequeño problema de un amigo. A mediodía nos vemos en el restaurante del hotel y comeremos con ese amigo. ¿Te parece bien?
Y Clara Pellicer desapareció de mi vista con la misma velocidad con la que había sembrado un torbellino de dudas. Había costumbres que no cambiaban.
Llegué puntual a la cita en el coqueto restaurante del hotel. La mesa había sido decorada con esmero: mantel de tela tan fina como blanca y servilletas de un color beis especialmente elegante. No había ninguna cara familiar, así que opté por sentarme en una mesa con buenas vistas, pedir una botella de agua con gas y limitarme a esperar. La tardanza de Clara fue breve. Un par de minutos más tarde aparecía en el salón. Su rostro desprendía felicidad en esa mañana y su sonrisa era capaz de iluminar todo el salón.
—Perdona el retraso, Lucas. ¿No llegó nuestro invitado?
—No. Bueno, tampoco te lo puedo confirmar. No sé quién es.
—Lucas, por favor, claro que sabes quién es.
—Vale. Sé quién es… si me dices el nombre.
—De verdad, ¿tengo que dártelo todo mascadito? ¿No lo adivinas?
Negué con la cabeza. Los golpes de efecto de Clara me sacaban de quicio y ya intuía que algo en aquella adivinanza no me iba a sentar bien.
—Verás, nuestro amigo me pidió ayuda. Tiene dinero y no quiere depositarlo en España. Por un lado, empieza a ver los problemas del pinchazo de la burbuja y tiene miedo de una quiebra bancaria. Además, ese dinero… cómo te lo digo, es dinero de empresas extranjeras y que no ha pasado por España… —Clara se tomó unos segundos para pensar sus palabras—. Es un poco complejo y, al mismo tiempo, es demasiado fácil: no quiere pagar impuestos.
—Me estás generando estrés. ¿Quién es? —pregunté temiéndome lo peor.
—Nuestro amigo necesita un lugar donde colocar ese dinero
—replicó Clara ignorando mi pregunta—. Y le he ayudado con mis contactos aquí. Todos hemos salido ganando. También tú.
—¿También yo?
—Sí, también tú. Por cierto, hablando del rey de Roma.
Sorprendido por las palabras de Clara y el cariz que había tomado la conversación, me di la vuelta y vi cómo en el restaurante había entrado… José Luis Calasanz, mi jefe y mánager del equipo ciclista Gigaset.
CAPÍTULO VI
José Luis Calasanz saludó a Clara con dos sonoros besos en las mejillas. Me impactó ese nivel de confianza entre dos personas que, en mi cabeza, apenas habían coincidido en un par de ocasiones. A mí me estrechó la mano y me obligó a quedarme clavado en la misma silla de la que me había levantado como un resorte para saludarle. Lo hizo agarrándome de la nuca con un gesto autoritario, pero también lleno de cariño. Se le veía feliz y relajado. Y esos no eran los sentimientos que yo albergaba. Lo mío era pura confusión.
—¿Cómo estáis? Yo vivo en Zaragoza y vosotros en Castellón, pero nos tenemos que ver en Panamá, ¿eh?
No supe responder. Una vez más, me había quedado sin palabras. Clara y José Luis lo habían organizado todo a mis espaldas. Ahora empezaba a entender por qué mi jefe se había mostrado tan sensible a la petición de retirarme de las competiciones durante un período amplio en mitad de la temporada. Él también tenía sus propias necesidades: quería ocultar dinero al fisco y necesitaba los contactos de Clara en Panamá. Efectivamente, todos ganaban. Pero no tenía claro qué ganaba yo, si era sincero. Mi temporada no había empezado mal, pero tampoco podía estar eufórico. Ahora estaba perdiendo días preciosos en mi preparación mientras asistía a reuniones con banqueros engominados y mientras cruzábamos medio planeta en aviones de ida y vuelta. En pocas palabras, estaba llevando el tipo de vida con la que jamás debe identificarse un ciclista profesional.
—Pues muy bien. Deseando volver a correr —contesté con poco convencimiento a la pregunta retórica de José Luis.
—Sí, seguro que sí. Los ciclistas sin entrenar y sin correr sois como leones enjaulados, ¿no?
—Algo de eso hay —respondí sin perder la cara de sorpresa.
—Pues me gusta esto, la verdad. No para toda mi vida. Pero Panamá ha resultado un sitio… peculiar. No me lo esperaba tan moderno. Os reconozco mis prejuicios. He estado en algunos países de Hispanoamérica, pero, al final, voy a creerme que Panamá es la Suiza de América, como siempre me dices —comentó mientras pasaba su mano por el gaznate y miraba a Clara.
Ella captó el detalle e inmediatamente levantó su brazo para que un camarero acudiese hasta nuestra mesa. Clara se encargó de todo: pidió la comida y las bebidas y manejó la reunión con su habitual autoridad en este tipo de eventos. José Luis estaba eufórico. Se notaba a la legua que su reunión con los banqueros de Panamá le había ido muy bien y había conseguido quitarse un peso de encima. Pero era también evidente que no quería hablar de ello… delante de mí. Debía intuir que yo no era ajeno al motivo por el que todos habíamos acabado en Panamá. En el fondo, éramos como maridos que se encuentran en un prostíbulo y que se ponen a hablar del fútbol con campechanía, pero sin mencionar a sus respectivas mujeres. ¡Terreno vetado! Eso fuimos durante aquel almuerzo: amigos sin confianza plena y que necesitan de conversaciones sencillas. Solo cuando llegamos a los postres, José Luis descorchó una botella de champán, llenó las tres copas y comenzó a hablar de ciclismo, algo que, sorprendentemente, tampoco había surgido durante toda la comida.
—Este es el último capricho que te consiento —me dijo—. A partir de ahora, quiero que centres tu cabecita en un único objetivo: el Tour.
—¿El Tour? —preguntamos Clara y yo al unísono.
—Sí. Tengo una ley no escrita: nadie corre el Tour en su primer año en el equipo. Prefiero rodarlos en el Giro o la Vuelta e ir conociéndoles. Pero en tu caso, me fío. Sé que no me vas a defraudar. Quiero que vayas para ayudar a Enrique Jiménez. Ese va a ser tu objetivo: ser el último hombre del líder en la montaña. También nos servirá para ver tus límites.
—En el Tour, más que mis límites se me verán hasta las costuras.
—Bueno, ya sabes lo que dicen del Tour, del Giro y de la Vuelta.
—No, ni idea…
—Pues que el ciclista que demuestra que vale en el Tour también vale para Giro y Vuelta.
—Ya, pero tenemos mucho tiempo para el Tour.
—No, para nada. Teníamos mucho tiempo. Llevas casi dos semanas perdidas con tanto viaje y tanto estrés. Pensando en el Tour, no sirve que llegues bien. Solo sirve que llegues al máximo. Olvídate de lo demás. No quiero que ahora te pongas a entrenar como un loco. Necesito que empieces a entrenar bien, desde cero. Harás Romandía para coger un ritmo tras tanto parón y luego habrá una concentración en altura. Yo no tengo claro que eso vaya a funcionar, pero Enrique está obsesionado y quiero que vayas con él. Pero no te equivoques: necesito verte bien en los campeonatos de España. Ahí debes demostrarme que convocarte para el Tour no es un error. Hasta entonces no me importa el rendimiento. Son otros los que tienen que sacar las castañas del fuego. Kenny se está entonando y empezamos a ir por el buen camino.
—José Luis, ¿y por qué confías tanto en mí?
—Lucas, este Tour será muy especial. Lo decimos todos los años, pero esta vez lo es más que nunca. El recuerdo de la Operación Puerto está encima de nosotros y hemos empezado con el pasaporte biológico. Mis patrocinadores me lo han dicho mil veces: si hay un escándalo, se cargan el equipo. El Tour también nos lo ha dicho: equipo que meta la pata, equipo que van a matar. Fíjate en Astana. Tiene a Contador, pero los han dejado fuera por lo que pasó en 2007. Y yo se lo he dicho a los corredores uno a uno. Pero hay algunos que… —explicó José Luis antes de tomarse unos segundos de reflexión— no están dispuestos a escuchar.
—Joder —acerté a decir.
—Sí, jodernos es lo que van a hacer si siguen por ese camino. Lo siento, pero no puedo aceptar la situación —la expresión en la cara de José Luis se había endurecido de repente—. Mi deber es pensar en el grupo y no en los intereses egoístas de un individuo. Así que necesito ir a Francia con tranquilidad. Eso es lo que tú me garantizas. Pero otros son duros de oídos. Y Francia no es el sitio para aprender lecciones. Ya viví registros en la época del caso Festina y solo de pensarlo se me pone la piel de gallina. La gendarmería te mete en la cárcel en menos de un segundo y luego ya si eso, te buscas un abogado y tratas de salir. Estoy mayor para esas mierdas. Así que el debate está cerrado: prepárate a conciencia y te garantizo una plaza en el Tour. Pero debes tener claro que vamos a ir limpios. Sí o sí. No hay alternativa. ¿Vale?
—Estamos de acuerdo. Totalmente de acuerdo, jefe.
Clara y yo volamos hacia España esa misma noche. Ella se había quitado un peso de encima al poner orden en los negocios familiares. Yo, en cambio, vivía en medio de unas circunstancias muy diferentes. Desde mi charla con José Luis Calasanz, sentía una presión golpeando mi cabeza, una presión de cuatro letras, las cuatro letras más maravillosas que un ciclista podía escuchar. Y no, no eran amor. Eran T-O-U-R. Y, de nuevo, una sensación ya olvidada comenzaba a rondar mi cabeza: ¿se podía ir a pan y agua a un Tour? José Luis lo tenía tan claro que sentía que no podía defraudarle. Todos debíamos entender nuestros límites y asumirlos con deportividad. En Gigaset así era. Pero, ¿pensarían igual los demás rivales?
CAPÍTULO VII
Aprincipios de mayo afronté el Tour de Romandía. Es una carrera suiza y sirve como broche final para los que vienen de las clásicas de las Ardenas y, también, como última cita en la preparación de los que tienen en mente el Giro de Italia y andan justos en su forma. En definitiva, es una carrera de alta montaña y mi primer gran test del año con la elite mundial. Sin embargo, nadie en el pelotón estaba pendiente de mí. Todos miraban al Astana y al Giro de Italia, pues la organización había decidido cambiar su anuncio inicial e invitar al conjunto kazajo… si en la lista de inscritos figuraba, entre otros, un Alberto Contador que decía estar en la playa disfrutando de unas vacaciones y totalmente desconectado del ciclismo.
En mi caso, no llegaba a Romandía después de unas vacaciones. Me presentaba tras un mes entrenando duro, pero sin el ritmo de mis rivales. Enrique vio mi pedaleo en la primera etapa y me dijo que estuviera tranquilo porque iba a andar bien y lo único que necesitaba era dejar pasar un par de jornadas. Aquella frase fue balsámica para mis nervios. Las sensaciones fueron buenas durante todas las etapas e incluso me metí en dos fugas. Comprendí que mi nivel no era lo suficientemente bueno para ganar, pero tampoco tan malo como para hacer el ridículo. Jamás fui el primero en quedarme ni tuve la sensación de que estaba corriendo contra rivales mejores que yo. Después de esa semanita por la Suiza con acento francés, regresé satisfecho y con muchas lecciones aprendidas de un Enrique al que cada vez veía más cómodo conmigo. Él había sido octavo en la general y, sobre todo, me había insistido en que debíamos cambiar la mentalidad si queríamos llegar a la elite. Tenía muchos planes y me había insistido en que debíamos hablar durante la concentración que íbamos a hacer juntos.
Enrique quiso que justo después de Romandía nos fuéramos a Sierra Nevada (Granada). Su plan pasaba por descansar, pero a más de 2000 metros, un ejercicio útil cuando se quiere subir el hematocrito y, por tanto, la capacidad del cuerpo de transportar más oxígeno a los músculos y retrasar el cansancio. Es cierto que también es posible incrementar el hematocrito inyectándose EPO artificial, pero nosotros ya habíamos descartado esa idea. Después de esos días de descanso, comenzaríamos a entrenar pensando solo en el Tour y sin precipitarnos. Enrique insistía en que una concentración en altura es mano de santo si se hace bien y una muerte garantizada si se hace mal, puesto que acabas con fatiga muscular para meses. Enrique siempre se había entrenado a sí mismo e incluso había empezado la carrera de Educación Física, así que tenía unos conocimientos mayores que los míos, por lo que no me opuse a sus planes. Estaba con alguien que sabía de lo que hablaba.
Decidimos pasar en altura un total de seis semanas. Tuvimos tiempo para analizar el presente y pensar en el futuro. Lo primero que nos hizo saltar la alarma en el Centro de Alto Rendimiento fue la sentencia pública de Anne Gripper. Esta mujer era una de las jefas de la UCI para cazar tramposos. Y detalló las primeras cifras del pasaporte biológico: 2172 controles de sangre y orina, 854 ciclistas analizados y… ¡23 sospechosos! Enrique estaba indignado.
—¿Sospechosos? Y una mierda. O hay culpables o no los hay. Y si los hay, tenemos que hacer todo lo posible para cazarles. Así que empiezan a meter sanciones o la gente no se lo va a tomar en serio en la puta vida. Llevamos cinco meses de pasaporte y no han hecho nada. Mira lo del Giro: ¡es un esperpento!
Yo optaba por callarme cuando Enrique explotaba. Sabía que no le iba a convencer. En el fondo, todo dependía de los suizos. Ellos no quieren perder los juicios. Sabían que sancionar por un método indirecto era algo revolucionario y que cualquier expediente acabaría en los tribunales. Por eso resultaba necesario acumular pruebas hasta estar seguro de que disparaban con argumentos indiscutibles. Además, el pasaporte estaba ayudando en otro sentido. Y las noticias de ese mes de mayo lo confirmaron.
—Recuerda lo que pasó en Romandía. Se anunció un positivo por testosterona en un control fuera de competición. Al final, el ciclismo está cambiando. Esto va en serio, Enrique.
—Pero va demasiado lento.
—Bueno, no todo lo tiene que hacer la UCI. También los equipos y los ciclistas somos responsables. Mira a Juan Carlos. Lo tenemos medio apartado desde que dio esa analítica rara y no va a disputar ninguna de las grandes. Le están invitando amablemente a dejar la bici.
—¿Y tú ves a muchos equipos con la misma disciplina?
En ese momento no supe qué contestar, pero unos días más tarde llegó la respuesta. Milram expulsó del Giro a Igor Astarloa, excampeón mundial. En su nota de prensa, el equipo se preocupaba por usar las palabras adecuadas. No hablaba de dopaje. Pero sí de valores anómalos. La realidad es que Astarloa fue fulminado de la faz de la tierra. No convencí a Enrique. Según él, aquello era una excepción y seguía poniéndome más ejemplos: los corredores del CSF volaban en todos los puertos y, sobre todo, lo hacía Emanuele Sella, quien se había anotado tres etapas y la montaña. Enrique estaba obsesionado con la revelación del Giro. No era el único. Muchas voces decían en público y privado que esos ciclistas eran unos sinvergüenzas hasta el punto de que el mánager de la modesta escuadra italiana, Bruno Reverberi, tuvo que responder en público: «Demandaré a los que duden». Enrique se salía de sus casillas.
—Coño, Reverberi puede demandar a los que le calumnien. Pero… ¿dudar? Yo dudo hasta de mi padre. Y, por supuesto, dudo de muchos de este Giro. Fíjate: los limpios del Gerolsteiner ven como al papá de uno de sus ciclistas le pillan con el coche lleno de medicinas raras y jeringuillas y, de repente, los corredores de ese equipo empiezan a abandonar. ¿Y lo del CSF? Pero, ¿tú has visto a Sella? ¿Has visto la fuerza con la que sube? Pero no es solo ahí. En Asturias, más de lo mismo. Estoy hasta los huevos. Aquí los únicos pardillos somos tú y yo. Estamos rodeados de golfos. ¡Golfos y terroristas!
En esos momentos, Enrique estaba fuera de control y veía fantasmas por todos lados hasta el punto de que yo intentaba cambiar de tema para no acabar saturado. Mi compañero de habitación se mostraba indignado con exhibiciones como la del equipo LA-MSS. En esos primeros días de mayo habían dominado la Vuelta a Asturias con tres ciclistas en el podio y con cuatro hombres en las cinco primeras posiciones de la primera etapa. Nuestros compañeros del Gigaset habían vuelto a casa con la moral por los suelos.
—Y no pasa nada. ¡Pero nada de nada! Vamos a aplaudir por el nuevo ciclismo… —gritaba en nuestra habitación de Sierra Nevada.
Unos días más tarde, nos enteramos del fallecimiento de uno de los corredores de LA, Bruno Neves, por culpa de un paro cardíaco. A Enrique, todo aquello le pillaba lejos. Pero, para mí, fue un golpe muy duro, puesto que Neves era una de las personas con la que más había tratado en mi paso por Portugal y siempre me pareció un tipo extraordinario. Frente a mi cara de pocos amigos, Enrique entendió que no podía acusar a nadie y menos a Neves. Por una vez, conseguí que se mordiera la lengua.
Sin embargo, los problemas en la estructura de LA-MSS no habían hecho más que empezar. A final de mes, la policía portuguesa entró en las casas de los ciclistas lusos, así como en la sede central del equipo y en el domicilio del director. Encontraron sustancias dopantes de todos los colores y numeroso material para realizar transfusiones. Gran parte de la plantilla fue sancionada, incluido el médico español que les aconsejaba. Aquello significó un mazazo para los que soñábamos con un ciclismo limpio. En mi caso, intenté ver el lado positivo.
—Lo de LA es una buena señal. Ya no es solo la UCI la que busca a los tramposos. Si te pasas, viene la policía. Estamos en el buen camino.
Enrique, demasiado nervioso para escucharme, había tomado otra decisión habitual en esos días: no quería volver a hablar de doping. Así me lo había dicho una noche y así lo estaba cumpliendo. Afirmaba que con tanta noticia le hervía la sangre, le descentraba y, al final, no le servía de nada, ya que él no podía cambiar el mundo. Me insistió en que el dopaje no se podía volver a sacar en una conversación y que solo podíamos hablar de entrenamientos y de cómo mejorar para el Tour. Todo lo demás pasaba a estar prohibido. Aquel cambio de tercio nos vino muy bien y el ambiente empezó a mejorar.
En esas semanas de encierro en Sierra Nevada nos convertimos en enfermos que no atendíamos a nada ni a nadie. Nos levantábamos pensando en la báscula. Desayunábamos pensando en el entrenamiento. Entrenábamos pensando en el Tour. Y descansábamos pensando en el día siguiente. No hacíamos nada más. Ni siquiera nos apetecía ver una película o leer un libro. Todo esfuerzo nos parecía que podía poner en riesgo la disputa de la carrera francesa. Lo sé. Es estúpido y no hay forma de encontrarle ninguna lógica. Pero así acabas razonando cuando te metes en la burbuja de la preparación del Tour. Y todo eso mientras tu cuerpo no sienta un pequeño dolor de garganta o una ligera molestia en la rodilla. En ese caso, ya no hay nervios. Simplemente, todo es histeria.
Estuve más de un mes sin ver a Clara, quien vino solo una vez a estar conmigo, pero luego se centró en la gestión de la crisis de Magic Resort, aunque oficialmente ya no trabajase para la empresa. Así que durante esas semanas de mayo y junio mis únicas compañías eran Enrique y las noticias que nos golpeaban por internet. Con él puse más atención que nunca en la comida y el descanso; y comprendí que para llegar a la elite debía empezar a pensar en los detalles que hasta ese momento había ignorado. Ese mes y medio de preparación exhaustiva tuvo su explosión final en los campeonatos de España: la prueba de la verdad. Algunos equipos deciden la alineación del Tour mucho antes de los Nacionales para dar confianza al bloque. Otros optan por dejar la decisión final hasta el último segundo intentando que nadie se relaje. En el caso de Gigaset, nuestro plan era el segundo.
José Luis Calasanz me había dicho que era fijo, pero a medida que se acercaban las fechas del Tour, notaba que me llamaba más veces y comenzaban a aparecer dudas en su cabeza, debido a que yo era el único debutante en el equipo que estaba en la lista de elegidos para la carrera más importante del año. En todas las charlas me acababa preguntando si me veía preparado para el reto. Y yo siempre intentaba parecer firme en mi respuesta. Pero sabía que, al final, las palabras solo sirven cuando vienen refrendadas con pedaladas, así que debía estar a buen nivel en Talavera de la Reina. No había vuelta de hoja.
—Veo nervioso a José Luis. Empiezo a pensar que me puedo quedar fuera del Tour —le confesé a Enrique para intentar descargar la presión que empezaba a sentir.
—¿Tú te crees que los nervios antes de un Tour de Francia solo afectan a los ciclistas? José Luis no está nervioso. ¡Está desquiciado! Igual que tú. Igual que yo. Es el Tour, amigo. Es una carrera como cualquier otra. El problema es que nadie se ha dado cuenta.