Kitabı oku: «Pedaleando en el purgatorio», sayfa 5

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CAPÍTULO XI

Salí volando y contraje mi cuerpo en un inútil esfuerzo por no caerme o, al menos, pensando intuitivamente que así me haría menos daño. Era absurdo. El primer impacto fue demoledor. Pero, además, no fue el último. Apenas choqué contra el ciclista de Milram, salí rebotado hacia delante con más velocidad todavía. Era imposible frenar mi cuerpo mientras todo daba vueltas a mi alrededor. Llevaba el casco bien puesto y abrochado. Pero no llevaba protección para la piel. Solo maillot y culote. Sentí cómo se rasgaban con el segundo impacto y cómo el asfalto abrasaba hasta el último centímetro de piel del lado derecho de mi cuerpo. Me había arrastrado un par de metros sobre el suelo. Suspiré. Estaba mareado. De repente, me dolía todo el cuerpo y sentía incluso ganas de vomitar. Había perdido la respiración e intentaba recuperarla. Durante un segundo incluso perdí la conciencia. José Luis Calasanz estaba frente a mí. y no le había visto llegar.

—Lucas, ¿estás bien? —me preguntó con un tono tan nervioso en su voz que demostraba que ya sabía la respuesta.

Yo, por mi parte, me había sentado. Intenté incorporarme, pero sin éxito. Traté de sonreír. Quería tranquilizarle. Eso sí lo conseguí, pero mi gesto acabó convertido en una mueca. Un puñal atravesó toda la piel. Sentía incluso la sensación de que la sangre me recorría la pierna. Miré y, efectivamente, unas gotas de sangre iban cayendo con parsimonia sobre el muslo ignorando mi alarma ante lo que acababa de suceder. Aquello no tenía buena pinta. Pero en mi cabeza solo había una idea.

—Así no. Así no puedo irme del Tour.

Intenté levantarme y, de nuevo, regresó la sensación de mareo. José Luis se había agachado y me estaba pidiendo que no me moviera. Viendo su preocupación, sabía que el futuro era negro. Pero quise echar mano de la moral y pensé qué podía decirle a José Luis para cambiarle el gesto. En ese momento recordé una frase de Woody Allen. Las dos palabras más bonitas del mundo no son «te quiero». Son «es benigno». Aquel recuerdo me hizo sonreír. Es curioso y ridículo lo que puede pasar por tu cabeza después de una caída. En el fondo, son recursos mentales para desviar tu atención de lo único importante: las miles de señales de dolor que aparecen en tu organismo. De todos modos, no tenía energías para decirle a mi director lo de «es benigno». Y menos todavía cuando hizo acto de presencia el médico del Tour. En este caso, no se le veía la cara de miedo que tenía José Luis. Algo es algo, pensé.

—¿Cómo estás? —me preguntó en un castellano más que aceptable.

—No hay nada roto —le dije para tranquilizarle.

—¿Has perdido… la cabeza? —me preguntó demostrando que no manejaba tan bien nuestro idioma.

El silencio fue mi respuesta. No quería mentir, pero también sabía que decir la verdad significaba el adiós al Tour. El médico me miró de arriba abajo. Estaba hecho un Cristo, lleno de golpes y sangre. José Luis y el doctor se miraron. Luego me volvieron a revisar. En ese momento supe que iban a decidir mi futuro en segundos. Debía hablar. Tenía que convencerles. Pero era incapaz. El mareo no se había marchado.

—Lo siento, Lucas. Lo mejor es que subas a la ambulancia —me dijo José Luis mientras hacía gestos para que me acercaran la camilla.

Los enfermeros, rápidos, habían colocado la camilla justo a mi lado. Pero no quise que me subieran. Hice un tercer intento por incorporarme y lo conseguí, aunque apoyándome en el médico. Mi director sonrió. Se le veía, de repente, más tranquilo. Los enfermeros me obligaron a sentarme en la camilla y un segundo después ya me habían tumbado y estábamos camino de la ambulancia. El médico venía un par de pasos por detrás de mí, en silencio. Una angustia terrible se había adueñado de mi estómago. Era una sensación inmensa de pena. Las lágrimas se amontonaban en los ojos. Un cámara de la televisión francesa no perdía ni un segundo de la escena y grababa todos los registros de mi rostro. Por un segundo… pensé en Clara y mis padres. Debían de estar viéndome en algún bar cerca de la meta. Y en ese momento un extraño resorte se activó en mí.

—Dadme la bici —dije mientras me incorporaba.

José Luis se quedó en silencio. Estaba sorprendido. Volvió a mirarme y se giró en búsqueda del apoyo del médico. Los enfermeros me pusieron la mano encima intentando que volviera a tumbarme. Aparté sus manos. Y repetí la petición en voz alta. Quería que me dieran la bici. La camilla estaba en la misma puerta de la ambulancia. Todo el mundo miraba al médico. En teoría, era el único que podía hacerme cambiar de opinión. Yo, en cambio, buscaba mi bici. No quería escuchar nada más. Estaba decidido: iba a subirme en la bici.

—¿Estás bien? —preguntó el doctor.

—Dadme la bici —repetí como un autómata.

CAPÍTULO XII

José Luis dio un par de voces y, milagrosamente, apareció Tomás, el jefe de mecánicos. Venía con la bici de repuesto, que había bajado de la baca del coche. Me levanté mientras el cámara colocaba la lente a apenas unos centímetros de mi rostro. No le hice caso. Me monté. De nuevo, sentí que la piel se agrietaba y la sangre volvía a desparramarse por la pierna. Empecé a pedalear con la ayuda de Tomás para arrancar en esos primeros metros en los que apenas acertaba a meter el pie en el pedal. Y, curiosamente, el dolor se calmó. El cuerpo volvía a ponerse en marcha. Me emocioné. Parecía que todo encajaba. Así que intenté ponerme de pie sobre los pedales y acelerar. Sufrí un millón de aguijonazos por culpa del dolor. Algo iba mal. Así que volví a sentarme y apreté los dientes. Podía rodar… suave. Pero nada de milagros. Y por delante me quedaban 70 kilómetros. Aquel dato fue una losa para mi maltrecha moral. Al menos, el mareo había desaparecido.

Unos segundos más tarde tenía a mi lado el coche blanco descapotable del médico del Tour. Lo primero que hizo fue darme una pastilla. No pregunté. Si hay un médico al que le puedes coger una pastilla y tragártela sin preguntar, es al médico oficial del Tour. No trabaja para ningún equipo. Es el médico de la organización y, normalmente, es gente con décadas de experiencia en la oscura labor de apoyar a ciclistas enfermos o caídos.

Me agarré del coche y dejé de pedalear. Lo necesitaba. El doctor comenzó la cura y con cada uno de sus gestos, la intensidad de mi dolor crecía. Al final de ese proceso de operaciones realizado a cuarenta y cinco kilómetros por hora, tenía el cuerpo lleno de una especie de red blanca de pescador que mantenía las gasas pegadas a mi piel. El médico me dijo con un gesto de la cabeza que era el momento de soltarme del coche. Así lo hice y, de repente, me sentí como un náufrago al que lanzan de un barco en mitad del océano y le dicen que solo tiene que nadar hasta la orilla. ¿Qué orilla? En mi caso, para llegar a tierra firme necesitaba recorrer unos 60 kilómetros. ¿Qué sucedió? No lo sé. Sinceramente, he borrado la mayor parte de esos kilómetros. Así somos los ciclistas: máquinas de pelear y pedalear.

Necesité casi dos horas para llegar a la meta y estuve acompañado por un coche del equipo y por un coche del jurado técnico, que andaba pendiente de que no cometiéramos ninguna ilegalidad. También había decenas de miles de personas en las cunetas que se levantaban de sus butacas plegables para aplaudirme en cuanto me veían en el horizonte. Allez, allez… era el grito que más escuchaba, mezclado con ánimos en otros idiomas. Esa también es la grandeza del Tour: el gran evento de fraternidad universal y la única competición donde las aficiones se unen sin problemas de seguridad, ya que comparten el elemento común de amar el ciclismo y a los ciclistas, sin excepción. Pero esa emoción que los aficionados intentaban transmitirme no penetraba en mi cabeza. En esos kilómetros de tortura solo pensaba en mi ídolo, Marco Pantani. Sabía también que debía llegar a meta por Clara, por mis padres y por mí, por todo el esfuerzo de tantos meses de entrenamiento. Sin embargo, mis piernas apenas funcionaban. Todos me estaban esperando allí. Y no quería rendirme. El problema es que mi velocidad no dependía de la voluntad. Solo de las fuerzas y habían desaparecido desde el momento en que salí volando de mi bicicleta.

Fausto Quiroga se acercó con el coche. Era el segundo director del equipo Gigaset y el hombre que se quedaba con los descolgados. También era el director que iba a la fuga en el caso de que fuéramos protagonistas. Jamás había tenido mucha relación con él, puesto que en casi todas mis carreras había coincidido con José Luis. Cuando esa tarde le vi llegar, llevaba un bidón en la mano, aunque el objetivo más que ofrecerme líquido era protegerme del viento y darme un empujoncito para superar el repecho. Además, había órdenes que debía escuchar.

—Me dice José Luis que si te quieres bajar, no hay problema. Sabemos que la caída ha sido muy fuerte.

—Dile a José Luis que no ponga la fecha de hoy en mi lápida.

—Ya veo que no has perdido el humor. Sonríe a la cámara.

Las televisiones de todo el mundo se estaban aburriendo. La realidad es que muchos miran el Tour por el espectáculo deportivo. Otros, por los paisajes. Y también hay un grupo que busca un programa con el que dormir la siesta. Nada más. Era el día ideal para los últimos. Todo se iba a resolver en el esprint y no había mucho que contar… salvo la caída de un casi anónimo ciclista español que venía cortado del pelotón y que, a pesar de estar lleno de moratones, cortes y rastros de sangre, parecía que no se quería rendir. Así que, de repente, me convirtieron en el centro de atención y, por tanto, en un… héroe. Eso también es el Tour y eso también es el ciclismo. Todo lo que hagas en Francia tiene repercusión global. Y los ciclistas vivimos de esa atención. No hay socios, no hay entradas y no hay derechos de televisión para los equipos. Solo tenemos minutos en la tele y eso hay que estrujarlo hasta la última gota.

Apenas unos minutos más tarde vi que llegaban cinco fotógrafos. Nadie quería perderse al protagonista del día. Aún no sabía que Mark Cavendish iba a ganar en el esprint. Pero ya imaginaba que mi nombre y, sobre todo, mi foto, iban a ocupar el espacio más importante en las portadas de toda la prensa del día siguiente. Bueno, en ese momento aún no era consciente de todo lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Lo fui solo unos minutos más tarde, justo cuando vi que el coche número 1 de Gigaset estaba detenido en el arcén. José Luis Calasanz le había pedido al otro director que subiera y él en persona se había parado hasta que yo llegase a su altura. Para empezar, me gritó desde el lateral de la carretera mientras me aplaudía con fuerza. Luego, se subió en el coche para colocarse detrás de mí. Un segundo más tarde, lo tenía a mi lado. Venía eufórico. Era el único de los dos que transmitía esa sensación. Lo mío era un pozo de amargura.

—¿Cómo vas, hijo?

Le miré. No hizo falta responder para que supiera cuál era mi estado de ánimo. José Luis me devolvió la mirada y me dio un nuevo bidón con sales. Llevaba diez bidones cogidos y los últimos ocho no habían sido por necesidad de beber. Repetí el mismo gesto que con los demás: di dos tragos y lo lancé al arcén. Lo importante de cada bidón es que me permitían descansar. Por eso me los daban en los repechos mientras pisaban a fondo el acelerador del coche para impulsarme.

—Te cuento. Estamos perdiendo 15 minutos y nos faltan 30 kilómetros. He calculado que el fuera de control estará en 40-42 minutos. Yo creo que podemos llegar dentro del tiempo, pero lo más importante es que tú te encuentres con ganas de seguir. No te quiero obligar. Lucas, siéntete tranquilo para decidir.

Aquello me sonaba muy extraño. No me quería obligar, pero… había algo más, algo que no me estaba contando. No quise seguir pedaleando en mitad de la oscuridad.

—¿Qué está pasando? —le pregunté.

—Me ha llamado el jefe de Gigaset en España. Luego me han llamado de Alemania. También me ha llamado el capo de nuestras bicis. El de la ropa. Incluso el alcalde de Benicàssim. Están emocionados. Ahora tienes a todo el planeta mirándote y muchos con lágrimas en los ojos. Por eso, si te bajas, no pasa nada, pero…

El mensaje estaba bastante claro. Así que apreté los dientes y seguí pedaleando. El pelotón llegó a meta con victoria de Cavendish. Pero yo tenía a mi lado decenas de motos de fotógrafos y cámaras de televisión, coches de invitados… Nadie quería perderse mi heroicidad. Todo eso estaba muy bien, pero ninguno empujaba la bici. Solo yo podía hacerlo y cada vez estaba más cansado. Mi visión empezaba a no ser demasiado buena. Me costaba mantener los ojos abiertos y sentía que los brazos me colgaban como vigas de acero. Aquello se estaba poniendo cuesta arriba. José Luis venía cada dos minutos con el coche a animarme, me iba dando referencias, me pasaba algún gel y golpeaba con fuerza la puerta del coche. Por un momento empecé a soñar que estaba peleando por ganar la etapa. Necesitaba engañarme con mentiras e ilusiones que me hicieran no arrojar la toalla. En el fondo, necesitaba refugios mentales para huir de la realidad: estaba lleno de heridas, golpes y dolores y mis reservas físicas hacía muchos kilómetros que habían quedado vacías.

Dejé de pedalear a tres kilómetros para la meta. Había explotado. Estábamos en mitad de un repecho a la salida de la autovía y camino de la avenida principal de la ciudad. Ya se intuía el final. Pero mi cuerpo no daba más de sí. Estaba muerto. No podía seguir pedaleando. José Luis se dio cuenta de mi situación y se lanzó como un loco con su coche.

—Vamos, vamos… No te puedes parar ahora.

«No puedo más», le dije con un gesto de la cabeza. Pero José Luis no iba a aceptar un no por respuesta.

—No, no. Ahora no puedes parar. No me jodas. Has sufrido un huevo y hay que llegar a meta. Son cinco minutos más. Cinco. Vamos, vamos…

En el asiento trasero venía Tomás, el mecánico. Había sacado el cuerpo entero por la ventanilla y me estaba gritando como un loco. José Luis cogió un gel y un bidón. Me los dio mientras me susurraba:

—No lo sueltes. Cógelo con fuerza.

La remolcada fue brutal y se prolongó durante muchísimos metros. El coche me llevó en volandas hasta la cima del repecho. En el camino, empezamos a escuchar el silbato del juez árbitro, señal inequívoca de que debíamos detenernos en nuestra actitud. Al parecer, le habíamos pillado un tanto despistado y tardó en comprender lo que estaba pasando ante sus ojos: José Luis había decidido que yo iba a subir el repecho con su ayuda. O tal vez el juez árbitro era compasivo con mi esfuerzo y no quiso hacernos la advertencia hasta que ya estábamos casi arriba. De todos modos, no hicimos caso hasta completar el objetivo. Entonces, ya arriba, José Luis soltó el bidón y yo lo metí dentro del portabidones. Sabía que estaba prohibido el avituallamiento en los kilómetros finales de una etapa y, sobre todo, estaba prohibido que te remolcasen. Tanto mi director como yo teníamos claro que aquello nos iba a costar una multa e, incluso, era posible que nos sancionaran con tiempo. Pero cuando vas camino de perder media hora, es lo único que no te preocupa. Y las multas jamás han arruinado a un equipo o a un ciclista.

Al ver el triángulo rojo del último kilómetro, sonreí, apreté los dientes y volví a pedalear con energía. Curiosamente, no recuerdo absolutamente nada de ese kilómetro final. Estaba fuera de mí. Exhausto. Destruido. Llegué a meta y apenas tuve la clarividencia necesaria para ver que me había dejado 39 minutos. Debía ser suficiente para seguir en carrera. Tampoco me importaba. Allí estaba esperándome mi novia, Clara Pellicer. No supe muy bien cómo había podido acceder hasta allí, pues ella no tenía credencial. Pero me esperaba en meta, al igual que un montón de cámaras. Todos deseaban reflejar el momento del héroe anónimo que llega al final del camino y al que espera una mujer tan bella como Clara. Frené la bici y a duras penas conseguí no caerme. Uno de los masajistas estuvo hábil para sujetarme. Clara se abalanzó sobre mí y con mucha precaución, me dio un beso tan eterno como dulce. Ella estaba llorando por la emoción. Yo, también. Por un segundo, por un solo segundo, todos los dolores desaparecieron.

CAPÍTULO XIII

El mejor día para caerte siempre es mañana. Y el peor para haberte caído también es el mismo. La doble frase parece una estupidez. Pero es una ley del ciclismo. Nunca es un buen momento para irse al suelo. Pero jamás lo pasas peor que al día siguiente de la caída. Todo el mundo piensa que un ciclista es un héroe cuando se levanta, se sube en la bici y sigue pedaleando. No es así. No estamos hechos de otra pasta. Es cierto que somos cabezones y nos cuesta muchísimo rendirnos. Pero en ese momento vas en caliente y la adrenalina que genera tu cuerpo de forma natural hace milagros. Lo duro comienza cuando llegas al hotel y te miras en el espejo. Allí no hay público aplaudiendo, el cuerpo se ha enfriado y la adrenalina se evaporó hace tiempo. No tienes tampoco a tu director para darte ánimos. Estás tú y tu soledad. Y un montón de heridas. Es, en ese momento, cuando empieza la tortura. Solo queda silencio y dolor.

El masajista contempló mi cuerpo desnudo mientras buscaba una respuesta con su mirada. En estas circunstancias hay tres tipos de fisios: los que no quieren tocarte, los que se empeñan en masajearte y te hacen ver las estrellas y, por último, los que intentan quitarte tensión del cuello y de algún otro punto clave pero sin acercarse a las heridas. Como es lógico, prefiero a los del último grupo. Pero mi preocupación en ese momento no era el masaje. Sabía que primero debía ponerme en manos del médico y que me revisase de arriba abajo.

El chequeo médico me obligó a mover todos los huesos. No había nada roto. Pero también fue evidente que no tenía un solo músculo que no estuviera contracturado y que eran escasos los centímetros de mi piel sin heridas, sobre todo, en el lado derecho. Marcelino Sacristán hizo la cura de las heridas. Era hábil, pero no había milagro posible. El dolor estaba ahí e impregnaba cada uno de mis movimientos.

—¿Qué puedes darme para el dolor?

Marcelino Sacristán se quedó en silencio. Miró el maletín donde llevaba todas las medicinas y volvió a inspeccionar mi cuerpo.

—No te preocupes. No me des nada. Pégame un tiro. ¡Es lo mejor!

El médico se puso a reír. Mi respuesta le había llegado al alma. Abrió el maletín y sacó unas pastillas.

—Eres la leche. El único que no me da problemas.

—No te relajes conmigo, Marcelino. Los ciclistas parecemos poquita cosa pero somos bombas ambulantes. Yo, por ejemplo, tengo un pasado bien oscuro —le dije intentando continuar la broma.

—No te relajes conmigo, Lucas. Los médicos parecemos poquita cosa pero somos bombas ambulantes. Yo también tengo un pasado oscuro. Todos lo tenemos. Otra cosa es que algunos quieran tener también un presente oscuro. No es tu caso y no es el mío —me contestó mientras me daba una pastilla.

Me la tomé sin ni siquiera mirar de qué se trataba. En ese momento, habría tomado cualquier cosa para intentar apaciguar el dolor.

—Te he dado medio Valium. Es lo mejor para relajarte. Intenta cenar. Necesitas comer. Y luego trata de dormir. No será fácil. Tómate el Valium entero justo cuando te metas en la cama. Todo lo que puedas descansar hoy, será tu salvación mañana.

Y así fue. Bajé a la cena y traté de comer. Los compañeros estaban preocupados. Pero les dije que estuvieran tranquilos mientras hacía contorsionismos para sentarme en la silla. Enrique Jiménez llevaba el maillot de la montaña y eso era muy importante para Gigaset. Pero mi hazaña de ese día había sido fantástica para todos y cada uno de los patrocinadores. Estaban eufóricos. Habían sumado un montón de minutos de televisión en directo en todo el mundo. Todas las radios querían entrevistarme. Pero viendo el cansancio en mi rostro, sabían que me estaban pidiendo mucho. El jefe de prensa pactó tres preguntas y tres respuestas cortas y así improvisamos una pequeña rueda de prensa que fuera suficiente para que quedaran satisfechos y para que yo no siguiera acumulando más cansancio.

Pero el verdadero problema llegó cuando volví a subir a la habitación. Me quité la ropa y sufrí mil dolores. Intenté ponerme el pijama y volví a sufrir. Incluso el gesto de dejarme caer sobre el colchón me produjo escalofríos. Lo peor parecía haber pasado, aunque no había hecho más que comenzar. El roce de la sábana contra mi piel era como un cuchillo clavándose sin respeto alguno por mi salud mental. Y eso ocurrió durante toda la noche, cada una de sus horas y cada uno de sus minutos. Intentaba dormir del lado que menos castigado tenía, pero el más mínimo movimiento que cualquier otra noche no es ni percibido, en este caso volvía a despertarme.

Me pasé una hora pensando que debía llamar a Marcelino Sacristán para convencerle de que me diera un frasco entero de Valium, aunque eso supusiera no despertarme en tres días. Pero al final uno se acostumbra a todo y el cansancio, las pastillas y la soledad pudieron con los dolores y me permitieron dormir. Al día siguiente, me levanté justo cuando Enrique Jiménez regresaba del desayuno.

—Venga, venga, dormilón. Te hemos dejado dormir lo máximo posible, pero tienes que bajar ya.

Intenté espabilarme mentalmente, pero en ese momento sentía el peso del Valium como un mazo sobre mi cabeza.

—¿Cómo te sientes?

—Bien —farfullé como pude y mientras intentaba ponerme en pie.

—Pues yo te veo hecho una mierda —me contestó Enrique.

No le contesté. No tenía la velocidad mental para buscar palabras que pudieran sonar razonables. Mi único objetivo pasaba por comer. Así que bajé al desayuno y me senté. Uno de los auxiliares me acercaba la comida para que ni siquiera tuviera que levantarme. Marcelino estaba en la mesa, pero no me había dirigido la palabra. Con un vistazo tenía suficiente para saber que había pasado una noche de perros. Cuando acabé de desayunar, me levanté y fui hacia la habitación para preparar la maleta. Marcelino vino conmigo y subió en el ascensor.

—¿Sales hoy?

—No tengo nada mejor que hacer.

Unos minutos más tarde llegué al hall del hotel. El bus estaba esperándonos en la entrada y justo en la puerta del bus vi a Clara y mis padres. Se les notaba angustiados. El día anterior les había pedido que me dejaran tranquilo para curarme y recuperarme. Lo entendieron con la promesa de vernos por la mañana. Intenté sonreír. Seguía física y mentalmente destruido, pero era el momento de disimularlo. Creo que lo conseguí. Estar unos minutos intentando poner buena cara hizo que también mis sensaciones mejorasen. Camino del bus, pensé que debía dejar de ser cenizo. José Luis se sentó a mi lado camino de la salida y me cuestionó si me veía capaz de hacer la etapa.

—Sí, no hay problema.

—Hoy la etapa es bien jodida —dijo mientras me enseñaba el perfil.

No me hacía falta mirarlo. La salida era en Aigurande y la meta estaba en Super Besse. En total, 195 kilómetros para una jornada con final en alto, en pleno Macizo Central, y con dos subidas puntuables de segunda categoría. Lo mejor era que la salida no se presentaba exigente. Y todavía lo fue menos cuando se escaparon tres corredores: los franceses Sylvain Chavanel, Benoît Vaugrenard y Freddy Bichot. Una fuga de tres hombres hace que el pelotón se relaje. Sabe que no son tan peligrosos como si por delante se hubieran ido 10 o incluso 20. Eso me ayudó. Y también lo hizo mi renacido estado mental: me había marcado el reto de superar aquella etapa. Nada más. No pensaba en el Tour. Solo en ganar la línea de meta de una etapa más.

En los primeros kilómetros lo pasé mal. Me descolgué del pelotón y tuve que ponerme a rueda del coche del equipo para aguantar. Un juez árbitro en moto vino para pegarnos la bronca cuando llevaba ahí media docena de kilómetros. El mecánico se puso a gritarles. José Luis, fiel a su filosofía, le pidió calma. Y, al mismo tiempo, le dijo al árbitro que se acercase al coche. Con un buen manejo del francés le soltó un discurso sobre los valores del ciclismo y el ejemplo que los deportistas representan para la sociedad. No entendí ni la mitad de lo que José Luis había dicho. Tampoco creo que el juez árbitro lo entendiera, la verdad. Pero nos dejó seguir corriendo a rebufo del coche. Y eso hizo que me recuperase lo suficiente para volver a la cola del pelotón.

Con la llegada de los puertos más serios, se formó una grupeta con los esprínteres. Fue en ese momento cuando entendí que iba a acabar la etapa. Llevaban un ritmo alto para mi nivel físico de ese día, pero no era algo que me desbordase. Apreté los dientes y dejé pasar los kilómetros. En la disputa por la etapa, Caisse d’Epargne trabajó muy bien, pero Saunier Duval se llevó la victoria con Riccardo Riccò, un joven escalador italiano que había brillado a gran nivel en el Giro de Italia y al que todo el mundo comparaba con Marco Pantani. Era el ciclista al que más odiaba, un tipo que afirmaba con su boca bien grande que había preparado el Tour en la playa y que no necesitaba más para llegar a tope. En el fondo, todo en él me parecía una parodia de un niñato ególatra. Por no decir que tanto Enrique como yo pensábamos que no jugaba limpio. Pero en el ciclismo de esos años era injusto señalar a uno. Solo los controles nos podían decir quién iba limpio y quién no. Y en muchas ocasiones ni siquiera los controles.

De todos modos, esa no era mi guerra. Mi única batalla consistía en llegar a la meta. Por eso, cuando afrontábamos la subida a Super Besse y vi que algunos velocistas se descolgaban de la grupeta, respiré con alivio. Lo peor había pasado, pensé durante un segundo. El día ya lo podía dar por salvado. Por un segundo me sentí eufórico. Pero lo peor llegó justo a continuación, cuando me puse a analizar mi futuro: tenía por delante otros 15 esfuerzos agónicos con el único reto de acabar la etapa. Con ese nivel de contusiones y fatiga, nada más estaba a mi alcance. El panorama resultaba deprimente.

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