Kitabı oku: «Pedaleando en el purgatorio», sayfa 4

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CAPÍTULO VIII

El campeonato de España sirvió para que Alejandro Valverde ganase la medalla de oro después de batir al esprint a Oscar Sevilla y también para constatar que ninguna televisión se interesaba por retransmitir en directo la prueba. Las alarmas saltaban por todos sitios: para empezar, Antena 3 había vendido el 49% de la empresa organizadora de la Vuelta a España (Unipublic) a ASO, los organizadores del Tour de Francia. En realidad, los gestores de Antena 3 estaban deseando marcharse de un deporte al que no le habían puesto conocimiento ni cariño y que les generaba dolores de cabeza. Habían gastado en la compra 42 millones de euros y ahora solo pensaban en retirarse sin perder mucho.

En esa primera década del siglo, vivíamos años duros para la credibilidad del ciclismo. Nadie apostaba por nosotros. Éramos —y con razón— la oveja negra del deporte, aunque jamás lo habríamos admitido. Estábamos ciegos y no estaba en nuestro esquema mental hacer una autocrítica: en 2006 el campeonato nacional se había muerto por el plante de los corredores tras la difusión del sumario de la Operación Puerto en el diario El País. En 2007 solo La Sexta se había prestado en el último segundo a dejarnos el escaparate de una cobertura televisada en directo. En 2008 no hubo nadie dispuesto a hacernos un hueco.

En lo deportivo, la prueba fue emocionante porque Sevilla buscó la victoria de forma heroica. Caisse d’Epargne tuvo que echar mano de Valverde para frenarle, lo que demuestra el gran nivel del de Ossa de Montiel. Todos sabíamos que Caisse d’Epargne intentaba ganar con cualquier otro corredor que no fuera su líder, así que el hecho de que hubieran usado al Bala —sobrenombre de Valverde— demostraba que se habían tenido que emplear a fondo. Y eso que la carrera se les había puesto de cara con dos ciclistas a rueda de Sevilla. Pero José Iván Gutiérrez y David Arroyo no pudieron resistir el ritmo y Valverde tuvo que llegar a la cabeza como el séptimo de caballería surgía en las viejas películas del Oeste, con música épica de fondo y cuando ya se intuyen a lo lejos las palabras The End.

Nuestro equipo rindió a un nivel aceptable. Subimos al podio con Enrique Jiménez y yo llegué también en ese primer grupo perseguidor. Eso hizo que el propio José Luis Calasanz viniera hasta la zona de podio para abrazar a Jiménez por su bronce y, también, para felicitarme por mi buen trabajo en la persecución. Ambos habíamos demostrado que la preparación en Sierra Nevada nos había sentado bien. Yo tenía muchas dudas sobre esa concentración en altura, pero lo habíamos hecho todo a la perfección y los resultados empezaban a llegar. Sabíamos que Valverde se había presentado en el Nacional tras ganar el Dauphiné y su nivel estaba fuera de nuestro alcance, pero no queríamos ser comparsas. En otras palabras, solo sentíamos que habíamos perdido con Sevilla y podíamos estar confiados de cara al Tour.

Precisamente con Sevilla tuve un intercambio de impresiones en la zona de podio. Estábamos bebiendo el primer refresco, ese que sabe a gloria. Yo acababa de felicitar a Enrique, pero tenía la mirada puesta en la avenida principal de Talavera para localizar el bus. No pasaba control y no tenía podio, por lo que me podía largar. Justo en ese momento llegó el subcampeón de España con su reluciente ropa de color verde fosforito y las decenas de calaveras blancas estampadas sobre fondo negro. De mis labios, surgió una única palabra, casi accionada como un robot.

—Enhorabuena.

—Para lo que me va a servir —contestó Sevilla.

Y en ese momento, una vez más, no supe qué decirle. En sus ojos se intuía una inmensa tristeza. La Operación Puerto había saltado a los titulares el 23 de mayo de 2006 y ahora estábamos, en junio de 2008, con un corredor que no había sido sancionado, pero al que tampoco se le dejaba correr en la elite. Aquello era un limbo jurídico inexplicable, una sanción encubierta en forma de círculo vicioso del que nadie sabía ni podía salir. En 2007 Sevilla había saltado de T-Mobile a Relax pensando que encontraría un oasis de paz en el que reconstruir su carrera e incluso el equipo había maniobrado y negociado con el Consejo Superior de Deportes un plan supuestamente revolucionario en la lucha contra el dopaje. Pero la realidad fue diferente: estando en Relax, la Vuelta vetó todo nombre implicado en la Operación Puerto, incluido Sevilla, por lo que el equipo entró en barrena, con mil problemas económicos.

Eso forzó a Sevilla a coger la maleta y firmar por el modesto y extravagante Rock&Racing americano, un conjunto donde se había unido a otros ilustres apestados como Tyler Hamilton o Santiago Botero. Ellos iban de «malditos», con calaveras en la ropa y declaraciones de tono amenazante. Pero aquello no dejaba de ser una pose que, además, no encajaba bien con la cara de niño ni con la sonrisa eterna de Sevilla, quien había acabado ahí como recurso final ante el veto de los grandes organizadores y, en consecuencia, la falta de apetito de los grandes equipos.

Su frase, «para lo que me va a servir», me persiguió todo el día. Así era yo. Asumía como propios los males ajenos. Y necesitaba darle vueltas hasta encontrar una solución, algo que no siempre conseguía. En el caso de Sevilla, me perseguía la imagen de ver en el mismo podio a Alejandro Valverde. Eran la cara y la cruz de una misma moneda. Uno se iba en apenas unos días al Tour mientras que el otro tenía en su calendario el Tour de Qinghai Lake, en China. El mundo era injusto. Y así se lo expuse a mi compañero Enrique.

Cuando se lo comenté, le pillé metiendo la medalla de bronce en la maleta. No me hizo caso. Seguía ordenando la ropa mientras yo daba argumentos sobre la injusticia, las dos varas de medir, la suerte en la vida de estar en el momento y lugar equivocados… Enrique comprendió que no me iba a callar fácilmente, así que cerró la maleta, se sentó sobre la cama, me miró a los ojos y me dio una lección.

—No tienes arreglo, amigo. Abre bien las orejas.

—Dispara —contesté sabedor de que la confianza entre ambos había crecido con el paso de los meses.

—La Operación Puerto ha sido como un incendio que arrasa una sierra entera. Los árboles, los animales… todo es calcinado. Pero en mitad de esa destrucción, ves una zona que ha quedado intacta. Tal vez sea porque el hombre construyó un cortafuegos, quizás sea porque el viento cambió de dirección o puede que fuera porque un avión lanzó un cargamento de agua en el momento adecuado. No lo sé. Pero ese trocito no se ha quemado. Y ya está, se disfruta y no se piensa más. Es la vida.

—Así que a Sevilla lo matamos y a Valverde lo convertimos en héroe.

—Olvídate de Valverde. Vamos a ver… —siguió Enrique antes de frenar su explicación, lanzar un fuerte soplido y mirarme con aire resignado—. Sevilla ha sido calcinado por la Operación Puerto. Y eso no tiene remedio. Por mucha agua que eches, está calcinado. Jamás volverá a correr en Europa. Lo intentó con Relax, pero las grandes vueltas no le quieren. Necesitan otra imagen y otros nombres. Sevilla jamás volverá a correr un Tour o una Vuelta. Eso es así. ¿Vivimos un deporte hipócrita? Sí. Pero ellos han cometido un error, les han cazado y ahora deben reconocerlo públicamente y pagarlo. Los abogados les dicen que no lo hagan, que callen, que intenten seguir corriendo… y así siguen metidos en el mismo círculo y pagando facturas abultadas a esos letrados. Se están equivocando. Pero no es mi decisión. No hay más. Déjalo correr y disfruta.

—Pero… —empecé a argumentar.

—No me mentes a Valverde. Piensa en mí. O, mejor todavía, piensa en ti. He visto tus resultados en Portugal. ¿Te crees que me chupo el dedo? ¿Me vas a decir que ibas a pan y agua? No me toques los cojones. Antes de señalar a otro, mírate en el espejo. Nos hemos salvado porque no trabajábamos con Eufe, pero hacíamos lo mismo. ¿Somos mejores que el resto? Piénsalo bien antes de contestar. Es verdad, otros se salvaron porque trabajaban con el canario, pero al policía o al político de turno le vino bien poner un límite a la destrucción o, incluso más sencillo, ni siquiera tuvo tiempo o ganas de investigar todos los nombres. Piensa lo que quieras. Da igual. La vida no va a cambiar. Unas partes del monte se quemaron y otras, no. Ahora toca pasar página.

—No hay ni buenos ni malos —dije a modo de conclusión.

—Hemos tenido más y menos locos, pero jamás diría que teníamos buenos y malos. Ahora es diferente. En Gigaset, al menos, queremos cambiar y otros también están por la labor. No sé si somos mayoría. Pero somos muchos, aunque me siga poniendo de los nervios por culpa de los cabrones que se resisten. Volviendo a lo que me decías: por supuesto que también me jode ver la cara de Sevilla, pero no hay nada que podamos hacer. Y si vamos con una antorcha a quemar a Valverde porque su trocito de bosque no fue calcinado por la Operación Puerto, tampoco salvaremos a Sevilla. Lo quemado… quemado está. Además, recuerda que la historia de Valverde aún no ha acabado. La UCI le perseguirá hasta el fin de los días. Y, sobre todo, sé sincero contigo mismo. Yo no me siento con la autoridad moral para encabezar una lucha contra los que no salieron calcinados. ¿Lo vas a hacer tú? Estoy seguro de que tampoco puedes. ¿O no ha habido un Eufemiano Fuentes en tu vida?

En ese momento me acordé del doctor Luis Alcázar, del que hacía mucho tiempo que no sabía nada, pero quien me había ayudado a organizar todo un sistema de dopaje al más alto nivel. No pude contestarle a Enrique. Me había cerrado la boca.

CAPÍTULO IX

El inicio del Tour de Francia de 2008 fue fijado en Finisterre. Más concretamente, la primera etapa tenía como salida Brest, localidad de indudable aroma marítimo y militar. Me había pasado semanas buceando en internet para anticipar lo que iba a vivir en la Grand Départ. Pero pronto entendí que nada de lo que había imaginado me iba a servir como preparación mental. Para empezar, el viaje me demostró que en el ciclismo hay dos tipos de carreras: el Tour y las demás.

El equipo organizó el desplazamiento a Brest desde el aeropuerto de Barajas, por lo que comenzamos la carrera con un viaje a la capital para quedarnos a dormir una noche en el Hostal Torrejón, el hotel que usamos todos los ciclistas españoles cada vez que tenemos que tomar un vuelo desde la capital. Allí aprovechamos uno de los reservados de la zona del restaurante para mantener una charla privada. José Luis nos lo había pedido y eso que no era nada partidario de reuniones colectivas. Le gustaba más el trato individual. Esa noche, sin embargo, se le veía tenso y con ganas de hablar. Algo estaba rumiando y necesitaba transmitirlo.

—Sé que no es un momento fácil. Todos estamos nerviosos, pero necesito que nadie pierda el norte. El organizador, Christian Prudhomme, ha dicho que vamos a vivir el Tour más limpio de la historia. Yo lo veo de otra forma. Creo que comenzamos el Tour más complicado. Os he escogido por un motivo: confío en vosotros y si alguno no está listo, tenemos tiempo para cambiarlo hoy mismo y traer a un reserva. Y no hablo de nivel deportivo. No me importa. Lo único que os pido es que nadie meta la pata. He hablado con los dueños de Gigaset y os lo voy a explicar bien para que lo entendáis.

José Luis interrumpió el discurso, se sirvió un generoso trago de agua y bebió. Se notaba que no se sentía cómodo.

—El gerente de Gigaset me ha dicho que si hay un positivo, corta el patrocinio. El equipo está apoyado por la marca desde España. El resto de distribuidores de Gigaset en Europa respetan la decisión y colaboran. Pero, en el fondo, no les importaría acabar con todo y tener más dinero para lanzar sus planes nacionales. Por eso le debemos todo a la filial de España. Y ellos me insisten en que entienda el concepto y os lo transmita: les da igual ser el peor equipo del Tour. Pero si ganamos diez etapas y hay un positivo, lo dejan. Es una cuestión de reputación. Nadie quiere que les identifiquen como financiadores de drogadictos. Confío en vosotros, en cada uno de los nueve. Y confío en el médico, Marcelino. Espero que nadie me defraude. Pero si lo hace, no habrá piedad. Tengo edad para haber visto de todo: desde los años de Festina, cuando un auxiliar llevaba en el coche del equipo la medicina para todos los corredores, hasta los tiempos modernos, con corredores que viajan haciendo barbaridades por su cuenta. Ahora ese modelo tampoco sirve. Y en este Tour lo vamos a ver. Tenemos pasaporte biológico y esto se está poniendo serio. Pero algunos no lo entienden. Siguen pensando que las marcas quieren victorias. Eso era antes. Ha cambiado. Lo tengo claro y solo rezo para que vosotros penséis igual que yo.

José Luis no esperó a ver nuestra reacción. Por una vez en la vida, no había sido dubitativo. Su mensaje era tan claro que no daba pie a las preguntas. Tras pronunciar su discurso, bebió otro generoso trago y se levantó. En unos segundos se había marchado camino de su habitación dejando nuestras cabezas llenas de pensamientos. En el salón, con los ciclistas, permanecía Marcelino Sacristán. El médico se ajustó sus gafas y, en su habitual tono parsimonioso, tomó la palabra.

—Ya habéis escuchado al jefe. Ahora os explico los detalles. Hemos autorizado a dos corredores a utilizar corticoides. He consultado con colegas de otros equipos. Algunos van con los nueve corredores supuestamente lesionados y se van a reír de todo dios otra vez. También los hay que se niegan a dar corticoides y argumentan que si uno los necesita, es porque está lesionado. Y si está lesionado, debe quedarse en casa. Nosotros estaremos en el grupo de los prudentes: lo haremos con dos y esas personas ya lo saben. Eso significa que los otros siete tienen absolutamente prohibido usar cualquier corticoide. Si a alguno se le ocurre hacerlo por su cuenta, no voy a aceptar la receta aunque venga firmada por el Papa. Le despediremos. Y eso refiriéndome a corticoides que pueden ser justificados con una receta médica. De lo demás, es mejor que ni lo penséis porque os despediremos. Aquí se han acabado las tonterías. Os lo llevo diciendo todo el año y ahora es cuando algunos lo van a entender, aunque sea porque van a ver el Tour desde casa.

—¿Y los resultados? —preguntó Enrique—. ¿Tenemos todos asumido que no vamos a andar ni una mierda?

—Enrique, te soy claro: el gerente de Gigaset lo asume. José Luis lo asume. Yo lo asumo. Ahora la cuestión es: ¿tú lo asumes?

—Yo sí. Ahora lo tengo clarísimo. Pero, ¿qué pasará cuando me siente a negociar el contrato de 2009?

—¿Te crees que somos tontos? ¿Te crees que si José Luis no te quiere pagar 10 le va a pagar 20 a un tío que vuela en el Tour? Antes de fichar a cualquier ciclista le vamos a mirar las analíticas. Y ahora no es como antes. Si le pedía a un corredor sus analíticas, me podía enseñar lo que le diera la gana y con un poquito de conocimiento informático, hasta lo trucaba. Ahora es diferente. Para venir a este equipo, me tienen que dar las claves para que yo entre en su pasaporte biológico y vea los resultados de todas las analíticas oficiales y no solo de las que le interesa enseñarme. Y en cuanto vea algo raro, no firma. Os lo digo: ¡no os dais cuenta cómo está cambiando el ciclismo!

Y con esa frase nos marchamos hacia nuestras habitaciones. Enrique y yo fuimos los últimos en bajar del ascensor. Entramos en la habitación en silencio. Enrique ya había hablado en el salón y, en ese momento, parecía preferir la reflexión individual. Yo ardía por dentro, pero no sabía bien lo que debía decir.

—Tour de Francia, allá vamos —dije justo cuando apagué la luz.

—Optimista, Lucas. Así me gusta.

—¿Tú no eres optimista?

—Digamos que soy realista. Vamos al Tour y nos vamos a dar una hostia bien gorda pero, al menos, dormiremos cada noche. Otros van a arrasar. Y lo peor, son tan descerebrados que encima dormirán a pierna suelta.

—Si la UCI no les caza.

—No, no es la UCI. Esa es la clave. El Tour depende este año de la Federación Francesa por el rollo que se llevan entre los organizadores de las grandes carreras, la UCI y la liga ProTour. Pero eso nos da igual. Lo importante de verdad es que los controles están en manos de la Agencia Francesa de Lucha contra el Dopaje: la AFLD. No olvides ese nombre. Ellos no tienen ningún deseo de mirar hacia otro lado.

—¿Tú crees que eso lo cambia todo? Pienso que será igual que otros años. Al final, es lo mismo: uno mea y los laboratorios lo analizan, ¿no?

—Solo te digo que como anden finos, esto va a ser una carnicería.

CAPÍTULO X

No es difícil correr un Tour de Francia. Lo complicado es llegar a profesionales. Son muchos los niños que empiezan en las escuelas de ciclismo y muy pocos los que firman un contrato profesional. Luego, con paciencia y trabajo, es probable que tu equipo acabe por meterte un año en el bloque del Tour. Sin embargo, en ese verano de 2008 las garantías habían saltado por los aires. No había ningún tipo de seguridad. Vivíamos las guerras entre todos los organismos del ciclismo y, al mismo tiempo, los coletazos finales de la Operación Puerto. En nuestro caso, Gigaset era uno de los que podía participar en el Tour, algo que no todos podían decir y que generaba histeria en las marcas. El mejor ejemplo era el de Astana, posiblemente el más potente equipo para vueltas de tres semanas y descartado por la organización francesa.

El conjunto de Kazajistán pagaba los errores de 2007. Los políticos de ese país habían fichado a Johan Bruyneel como nuevo gerente, aunque nadie podía garantizar que Vinokourov no siguiera moviendo los hilos por detrás. Llevaban tres gestores en tres años demostrando que corrían como un pollo sin cabeza. Habían contratado a Alberto Contador, vencedor del Tour de 2007, como jefe de filas en un bloque en el que también figuraban Klöden y Leipheimer. Eran argumentos de peso. Pero ASO cerró las puertas por lo sucedido un año antes con Vinokourov y Kashechkin. En Francia querían dar una lección de ética y demostrar que no iban a aceptar a nadie dudoso. No había espacio para los tibios y, además, después de dos victorias españolas no venía mal cargarse al principal favorito… español. Pero, sobre todo, estaban cansados de bailar cada año con escándalos y querían cortar los problemas de raíz. El Tour de 2008 tenía que ser el más limpio de la historia. Lo decían siempre que empezaba la carrera, pero ahora estaban dispuestos a tomar todas las medidas necesarias. Otra cosa es si los ciclistas estábamos dispuestos a escuchar ese mensaje.

El caso de Astana y Contador no era anecdótico. Otras figuras como Jan Ullrich, Ivan Basso o Floyd Landis también se quedaron fuera. Pero en sus casos por sanciones, así que no podían llorar. A otros como Tom Boonen se les vetó por un positivo por cocaína en mayo. El control había sido fuera de competición, por lo que el belga no podía ser sancionado desde el punto de vista deportivo. Otra cosa es que hubiera quedado como un idiota. El Tour no le dejó correr. Así de rotundos fueron en su sentencia. Para ello buscaron un artículo de redacción ambigua sobre aquellos corredores que pueden perjudicar la imagen del ciclismo. Fue suficiente para darle una patada en el culo.

La primera curiosidad de la carrera llegó en los controles antidopaje previos al inicio de la prueba. El Tour no confiaba en la UCI y encargó todo el diseño a la AFLD, es decir, la Agencia Francesa de Lucha Antidopaje. Por otro lado, la UCI no confiaba en el Tour ni en la AFLD y no quiso compartir con ellos la información que habían acumulado gracias al pasaporte biológico, así que llegamos a la salida con dos organismos peleándose por hacernos el mayor número posible de controles y de la forma más severa posible, pero convencidos también de la importancia de no compartir información. Eso no fue lo peor. Cuando el Tour entró en Italia para la disputa de una etapa, el CONI, Comité Olímpico Italiano, se unió al circo, por lo que ya teníamos una tercera institución que también se involucraba en la guerra de guerrillas. Así de absurdo era el mundo de aquellos años, con tres organismos en contra del dopaje, pero luchando entre ellos en lugar de luchar contra los tramposos.

En la primera etapa del Tour tuvimos la primera victoria española: Alejandro Valverde levantó los brazos después de un esprint portentoso en el repecho final de Brest. Para mí, no fue una sorpresa. En Talavera había jugado con nosotros como si fuéramos niños, así que lo más lógico del mundo era verle ganando apenas unos días más tarde. Sin embargo, Enrique, que ya empezaba a ser perro viejo, tenía otro punto de vista:

—Se le hará largo. Bórralo de la lista. En Dauphiné volaba, igual que en el campeonato y aquí se repite la historia. No aguantará tanto tiempo en forma. En el fondo, Valverde está echando mano del carácter: no le querían dejar salir en el Tour por sus vínculos con la Operación Puerto y están todo el día amenazándole con sacar la puta bolsa 18, que es la que siempre se intuyó que le pertenecía. Así que ha venido a tope para darles en el morro… pero esto no es como empieza sino como termina. Acabará fundido por esa misma rabia que ahora le hace volar. Ya verás.

—Pues si a Valverde se le hace largo, imagínate a mí —le contesté.

—Tú no te preocupes. Rendirás bien. El trabajo está hecho. Hemos entrenado y, sobre todo, descansado. El hematocrito lo tenemos bien alto y los resultados llegarán. No sueñes con ganar la general. No es nuestro nivel. Pero vamos a cumplir. Seguro. José Luis dice que guardemos fuerzas para el final. Pero prefiero dejarme ver desde el principio. Lo que haga ahora, hecho está. Y nos generará confianza.

Y así afrontó el Tour. Enrique fue protagonista en la primera semana metiéndose en todas las escapadas que pudo e incluso subió al podio como líder de la montaña. Los jefes de Gigaset llamaron a José Luis. Incluso los delegados en Francia y el de Alemania se dejaron caer por nuestro coche para seguir la carrera desde dentro. Todos estaban eufóricos. Y eso relajó el ambiente y las dudas con las que nos habíamos presentado en la salida. En mi caso, aquello me permitió centrarme en un objetivo difícil: disfrutar. Es tanta la tensión y los nervios que son pocos los corredores que saborean la sensación de estar disputando la carrera más importante del mundo. Yo lo hice. Al menos, unos días.

Mis padres se habían decidido a venir a verme. Y también Clara. Habían tenido la feliz idea de alquilar una inmensa caravana y seguirme durante todo el Tour. Aquello me parecía extraño. No me imaginaba a Clara durmiendo en la misma caravana que mis padres, la verdad. Ella estaba acostumbrada a hoteles de cinco estrellas. Pero mi novia era una mujer de muchos registros y, cada vez más, se estaba integrando en nuestra estructura familiar y en un deporte, el ciclismo, que es más de alpargata que de Manolo Blahnik.

De todos modos, ver a la familia en el Tour es casi tan estresante como la carrera. Para empezar, la multitud se arremolina alrededor del bus todos los días y a todas horas. En cuanto sales de esa zona de seguridad en la que se han convertido los autobuses, tienes problemas para dar un solo paso, incluso con la ayuda de los auxiliares. En ese primer momento, buscas con la mirada una cara amiga hasta que localizas a la familia, vas hacia ellos, les das un beso y pronuncias un simple hola mientras estás nervioso pensando en que debes firmar.

Cuando vuelves del acto protocolario, ya más calmado, te detienes a charlar con los familiares. Es el momento de relajarte. Pero no puedes evitar que cada veinte segundos una persona se meta por el medio a pedirte un autógrafo o una foto sin respetar a nada ni a nadie. Así es imposible tener una conversación más o menos formal y, mucho menos, una charla profunda. Por eso no podía preguntarle a Clara por su padre y los negocios. Pero no me hacía falta. Sabía que ese verano la economía mundial estaba derrumbándose: el coste del petróleo andaba fuera de control y, al mismo tiempo, cada vez había más parados. Todo aquello debía estar golpeando a Magic Resort. No podía olvidar la última estadística que había visto en la prensa: las grandes constructoras españolas habían pasado de vender 500 millones de euros en el primer trimestre de 2007 a únicamente 20 en el primer trimestre de 2008. Solo viendo su cara y el tono de su voz sabía que tenían problemas en casa. Pero ni ella lo mencionaba ni yo hacía un gesto por saberlo. Aunque fuera egoísta, lo último que necesitas en el Tour son preocupaciones ajenas.

Los dolores llegaron por sí solos. No hizo falta ir a buscarlos. Y ocurrió de la forma más estúpida. En la quinta etapa, entre Cholet y Châteauroux, afrontábamos una jornada llana de 232 kilómetros. Todo debía resolverse al esprint. En principio, es lo que los periodistas llaman etapa de transición. Eso significa que ellos no tienen nada de lo que escribir y nosotros tenemos que darle a las piernas durante más horas de lo normal.

En el kilómetro 150 pasábamos por la zona del avituallamiento. Allí, un corredor del Milram recogió la bolsa y se puso a mirar su contenido. Delante de él, otro ciclista del Liquigas dio un pequeño bandazo hacia la izquierda y la rueda del ciclista de Milram quedó enganchada como por arte de magia, puesto que cada uno quería ir en una dirección y aquello era físicamente inviable. En ese momento, yo había guardado toda mi comida en los bolsillos y estaba atento. Así que mis ojos intuyeron el problema antes incluso de que se produjera lo que en el argot se dice hacer el afilador. Quise gritar. Quise avisarles. Incluso en mi garganta surgió el amago del grito. No me dio tiempo a nada. En apenas un segundo, el corredor de Milram estaba en el suelo y su bolsa había salido volando hacia el cielo. Y lo que es peor, yo estaba con mi rueda delantera pisando el cuerpo y la bicicleta del corredor de Milram. Había intentado esquivarlo. Había intentado frenar. Había intentado saltar por encima de él. En definitiva, había intentado muchas cosas y todas a la vez. Ninguna surtió efecto. El ruido del carbono de los cuadros partiéndose se quedó grabado en mi cerebro. Pero en un segundo, en un maldito segundo, no hay tiempo para más. Solo para que cuajase un fugaz pensamiento en mi cabeza: me caigo. Y eso es lo que pasó.