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9. Los Padres de la Iglesia y la justicia social

Los Padres de la Iglesia pertenecieron, generalmente, a familias acomodadas, con buena formación intelectual y con un intenso espíritu evangélico que conformó su personalidad y sus actividades. Todos ellos fueron muy generosos, repartieron sus bienes entre los necesitados y fueron conocidos por sus obras de caridad.

Intérpretes excepcionales de la Sagrada Escritura, que mantienen en sus manos permanentemente, subrayan y proclaman su sentido social profundo, demostrando que este aspecto, en su radicalidad, resulta inseparable del cristianismo. En sus escritos encontramos desarrollados temas tan fundamentales como la igualdad esencial de los seres humanos; la dignidad y la primacía de la persona humana y su pluralismo que debe ser respetado; la propiedad privada y su condición social; la riqueza y la comunicación de bienes, el trabajo y su dignidad; el desarrollo económico y su sometimiento a la moral. Según los Padres, los deberes de los ricos no consisten solo en el desapego del corazón, sino, fundamentalmente, en compartir sus bienes con quienes carecían de lo necesario no solo para subsistir sino, también, para desarrollar sus dotes personales. No se trataba solo de ser generosos, sino justos, y, en sus escritos, no dudaron en utilizar un lenguaje atrevido y exigente. Es decir, a medida que desarrollaban estructuras de asistencia para los más desprovistos y que se convertían progresivamente en los protectores y benefactores de los individuos y de las ciudades, los obispos exhortaban a sus fieles a poner sus riquezas personales al servicio de los necesitados y de la Iglesia, pero sus argumentos, partiendo del Evangelio, trascienden las recomendaciones de la beneficencia y de la asistencia, y terminan elaborando una doctrina de la igualdad sustancial del género humano y de sus derechos, basándose en la decisión del Creador de que todos los bienes de la tierra sean comunes.

Ofrezco algunos textos significativos de los Padres más importantes.

San Basilio (330-379), el más moderno de los Padres griegos, puso de manifiesto, con frecuencia, el carácter social y comunitario de la doctrina evangélica sobre la propiedad y las riquezas. «La caridad somete a los hombres libres entre sí y subraya y mantiene, al mismo tiempo, la libertad de la voluntad». «El mandato de Dios no nos enseña que hayamos de rechazar y huir de los bienes como si fueran malos, sino que nos ilustra en cómo administrarlos. Y el que se condena, no se condena en ningún caso por tenerlos, sino porque sintió torcidamente de lo que tenía o no fue capaz de usarlos adecuadamente». «¿Qué responderás al Juez, tú que revistes las paredes y dejas desnudo al hombre, tú que adornas a los caballos y no te dignas mirar a tu hermano cubierto de harapos, tú que dejas que se pudra el trigo y no alimentas a los hambrientos, tú que entierras el oro y no alimentas al que se muere de estrechez?».

«Paréceme que la enfermedad del alma de este hombre se asemeja a la de los glotones, que prefieren reventar de hartazgo, antes que dar las sobras a los necesitados. Entiende, hombre, quién te ha dado lo que tienes, acuérdate de quién eres, qué administras, de quién has recibido, por qué has sido preferido a otros. Has sido hecho servidor de Dios y administrador de los que son, como tú, siervos de Dios; no te imagines que tus bienes te han sido preparados exclusivamente para tu vientre. Piensa que lo que tienes entre manos es cosa ajena. Pueden alegrarte los bienes durante un cierto tiempo, pero luego se te escurren y desaparecen, y al final, de todo se te pedirá estrecha cuenta». Jesús habló con dureza sobre los peligros de la riqueza, y nosotros somos conscientes de lo difícil que resulta ser rico y conservar las entrañas humanas. El dinero tiene el efecto habitual de colocar cegadoras escamas ante los ojos y de congelar a las criaturas, de forma que las manos, los ojos, los labios y el corazón se enfrían peligrosamente. La vida nos enseña que los ricos pueden tener buen corazón, pero difícilmente pueden ver la realidad tal cual es.

«¿Quién es avaro? El que no se contenta con las cosas necesarias. ¿Quién es ladrón? El que quita lo suyo a los otros. ¿Con que no eres tú avaro, no eres ladrón, cuando te apropias lo que recibiste a título de administración? ¿Con que hay que llamar ladrón al que desnuda al que va vestido, y habrá que dar otro nombre al que no viste a un desnudo, si lo puede hacer? Del hambriento es el pan que tú retienes; del que va desnudo es el manto que tú guardas en tus arcas; del descalzo, el calzado que en tu casa se pudre. En definitiva, ten en cuenta que agravias a cuantos pudiendo socorrer no lo haces». La propiedad aparece, a menudo, en los Padres como un simple usufructo, permitido por Dios en la medida en que su principal beneficiario actúa como un gestor en servicio del bien general. Por consiguiente, lo superfluo del rico debe darse al pobre.

«No nos mostremos, dotados como estamos de razón, más feroces que los brutos animales. Estos usan, como bien común, todo aquello que produce la tierra. Y es así como diversos rebaños de ovejas pastan sobre un mismo monte; innumerables caballos en una misma llanada, y de este modo todos se ceden unos a otros el goce del necesario sustento. Pero, nosotros, escondemos en nuestro seno lo que es común y poseemos solo lo que es de todos».

San Cirilo de Jerusalén (313-386) es conocido y admirado por las catequesis que predicó en el 358 a los catecúmenos, en las que fue explicando metódicamente el credo de la Iglesia de Jerusalén, sin olvidar algunos artículos dedicados a la generosidad en la distribución de bienes. «Y lo que recibes de Dios para administrarlo como mayordomo, adminístralo útilmente. ¿Te ha sido confiado dinero? Adminístralo bien. ¿Tienes talento para atraer las almas de los que te oyen? Hazlo así diligentemente. ¿Puedes atraer por la fe a Cristo las almas de los que te escuchan? Hazlo así diligentemente. Muchas son las puertas de una buena administración».

San Gregorio Nacianceno (330-390) destaca en todas sus obras el aspecto social, de manera especial en su discurso «sobre el amor a los pobres», pronunciado probablemente en Cesarea en el año 373. «Nada hay en el hombre tan de Dios como hacer un beneficio», señala entre los motivos de la compasión hacia los desgraciados: «Tú, que eres robusto, ayuda al enfermo; tú, rico, al necesitado. Tú, que no has tropezado, al que ha caído y está atribulado; tú que estás animado, al que está desalentado; tú, que gozas de prosperidad, al que sufre en la adversidad. Da gracias a Dios por ser de los que pueden hacer un beneficio y no de los que necesitan recibirlo; de que no tienes que mirar a las manos ajenas, sino que otros miran a las tuyas. No seas solo rico por tu opulencia, sino también por tu piedad; no solo por tu oro, sino también por tu virtud o, mejor dicho, solamente por esta. Hazte estimar más que tu prójimo siendo mejor que él; hazte un dios para el infortunado imitando la misericordia de Dios». Siglos más tarde, la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas del Vaticano II confirma con otras palabras los fundamentos de las afirmaciones de san Gregorio que acabamos de leer: «Todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen (…), tienen también un único fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designio de salvación se extiende a todos…».

«Bienaventurados –dice el Señor– todos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). No es la misericordia la última de las bienaventuranzas. Y: «Bienaventurado el que cuida al desvalido y al pobre, porque en el día del juicio lo pondrá a salvo el Señor» (Sal 40,1) Y: «Bueno es el hombre que se compadece y da prestado» (Sal 111,5). Y en otro lugar: «El justo se compadece y presta todo el día» (Sal 36,6). Abracemos esa bienaventuranza, seamos llamados inteligentes, hagámonos buenos. La noche misma no interrumpa tus obras de misericordia. No digas: «Vuelve, vuelve otra vez, y mañana te daré» (Prov 3,28). Nada se interponga entre tu propósito y el beneficio. Solo la humanidad para con el necesitado no admite dilación. «Reparte con el hambriento tu pan y mete en tu casa a los pobres desamparados» (Is 58,7), y ello con la mejor voluntad.

San Juan Crisóstomo (entre 344 /354-407) se distinguió por su ardiente caridad. Siendo arzobispo de Constantinopla, dedicó sus cuantiosos ingresos a erigir hospitales y a socorrer a los pobres. Su preocupación en favor de los necesitados y los oprimidos y su interés por una más equitativa y justa participación de todos en las riquezas era tan intensa, que con toda justicia se le puede dar el título de abogado de los pobres, ya que encontramos en casi todas sus homilías su ardiente defensa del derecho de los necesitados a la ayuda y al socorro, recordando a los ricos su deber de comunicación de cuanto se le ha concedido, y fustigando sin paliativos su falta de conciencia social, su lujo y despilfarro y sus injusticias sociales.

«… Hagámoslo así también nosotros y esforcémonos de esta manera por la salud de nuestros hermanos. No es obra inferior al martirio no rehusar sufrimiento alguno por la salvación de todos. No hay cosa que alegre más a Dios. Una vez más voy a decir lo que muchas veces he dicho. Lo mismo hacía Cristo al exhortarnos al perdón: “Cuando oréis, perdonaos si tenéis algo contra el otro” (Mt 4,23). Y otra vez, hablando con Pedro: “No te digo que has de perdonar siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18,22). Y, de hecho, Él perdonó todo lo que contra Él se hizo. Así también yo, pues conozco que es la esencia del cristianismo, no me canso de hablar sobre este tema. Nada más frío que un cristiano que no trate de salvar a los demás».

«Y no digáis que os es imposible cuidar de los otros. Si sois cristianos, lo imposible es que no los cuidéis. Del mismo modo que hay en la naturaleza cosas que no admiten contradicción, así acontece aquí, pues la cosa radica en la naturaleza misma del cristiano. No insultes a Dios. Si dijeras que el sol no puede alumbrar, lo insultarías. Si dices que el cristiano no puede ser de provecho a los otros, insultas a Dios y lo dejas por embustero».

San Ambrosio (339-397) declara en sus escritos que el fundamento de la sociedad es la justicia y la beneficencia. Insiste sobre la importancia del bien común y sobre el carácter comunitario de los bienes. En todos sus textos recuerda el dominio universal sobre la tierra dado por Dios a todos los hombres y en el derecho de todos ellos a participar en sus frutos. «También es buena la misericordia que hace a los hombres perfectos, porque imita al Padre perfecto. Nada hay que haga valer tanto al alma cristiana como la misericordia. Se ejercita primero con los pobres: juzga que son comunes los frutos de la tierra, que lo que la naturaleza produce es para uso de todos, y que lo que tienes debes distribuirlo entre los pobres, ayudando siempre a tus compañeros y semejantes». Estos autores relativizan el derecho de propiedad, con el fin de dar un carácter sistemático a la práctica de la limosna y criterios exigentes al cálculo de cuanto se debía dar. San Agustín exigía la distinción entre lo superfluo y lo necesario y consideraba lo superfluo como lo necesario para los pobres.

«Quien sin oro envió a los apóstoles (Mt 10,9), fundó a la Iglesia sin oro. La Iglesia posee oro, no para tenerlo guardado, sino para distribuirlo y socorrer a los necesitados. ¿Qué necesidad hay de reservar lo que si se guarda no es útil para nada? ¿Acaso ignoramos cuánto oro y plata se llevaron los asirios del templo? (IV Reg XXIV, 13). ¿No es mejor que los sacerdotes fundan el oro para el sustento de los pobres, si no hay otros recursos, que dejar que se apoderen de él sacrílegamente los enemigos? ¿Acaso no nos dirá el Señor: por qué habéis permitido que tantos pobres mueran de hambre? Y ciertamente poseíais oro con el que procuraros su alimento. ¿Por qué tantos cautivos puestos en venta y no rescatados han sido ajusticiados por el enemigo? Mejor sería que hubieseis conservado los vasos vivientes que los de metal».

«No desprecies al pobre, él te hace rico. No desdeñes al indigente, pues “el pobre clamó y Dios le escuchó”. No rechaces al necesitado: Cristo se hizo pobre siendo rico, pero se hizo pobre por ti, para hacerte rico con su pobreza. No te enorgullezcas por ser rico: Cristo envió sin dinero a sus discípulos».

San Agustín (354-430), el gran escritor africano, destaca el papel preeminente que corresponde a la justicia y a la caridad en el orden social y en la paz que es el orden humano por excelencia.

«“Hermanos, ¿dónde comienza la caridad? Habéis oído cómo se perfecciona”. “Nadie tiene mayor caridad que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). El Señor muestra, pues, en el Evangelio la perfección de la caridad y en esta epístola se recomienda su cumplimiento. Pero vosotros preguntáis: ¿cuándo podemos tener esa caridad? No desesperes de tu capacidad demasiado pronto. Quizá haya nacido, pero aún no es perfecta: cuídala para que no se ahogue. Pero me preguntarás: ¿cómo lo sabré? Hemos escuchado cómo se perfecciona, oigamos cuándo comienza. Prosigue san Juan y dice: “Quien tuviere riquezas en este mundo y viere a su hermano padecer hambre y le cerrare sus entrañas, ¿cómo podrá habitar la caridad de Dios en él?”. He aquí dónde comienza la caridad. Si aún no eres capaz de dar la vida por el hermano, sé, por lo menos, capaz de darle tus bienes. Penetre ya la caridad en tu corazón, de modo que no hagas el bien por jactancia, sino por la enjundia íntima de la misericordia, siendo capaz de interesarte por el que se encuentra necesitado».

«¡… No tiene límites el bien que hace la caridad! Si posees bienes externos, da de lo que tienes; en caso contrario, muestra buena voluntad y, si puedes, aconseja y ayuda, y si, finalmente, no puedes ni aconsejar ni ayudar, expresa tu buen deseo y ora por el atribulado, y, sin duda, Dios oye antes esta oración que la del que ofrece pan. Tiene siempre algo que dar aquel cuyo pecho está henchido de caridad».

Hemos hablado en otros capítulos de la importancia central de la limosna en la vida del cristianismo primitivo y, en realidad, en toda la historia del cristianismo. En los escritos y en la pastoral de san Agustín encontramos cómo recalcó con frecuencia su importancia: «Además, existen en la palabra divina otros muchos testimonios que demuestran el gran poder de la limosna para extinguir y borrar los pecados. Por eso el Señor, a los que ha de condenar y mucho más a los que ha de coronar, les tomará en cuenta solo las limosnas, como diciendo: Es difícil, si os examino y peso escrutando con diligencia vuestras obras, que no encuentre en qué condenaros; pero id al Reino, pues, “tuve hambre y me disteis de comer”. Por tanto, no vais al Reino porque no pecasteis, sino porque redimisteis vuestros pecados con limosnas». Esta consideración ha permanecido en la tradición cristiana, de forma que en nuestras liturgias sigue pidiéndose a los participantes su contribución a las actividades asistenciales de la comunidad creyente, una contribución exigida no solo por la virtud de la justicia sino, también, por el convencimiento de que Dios perdona y salva a quienes distribuyen cuanto tienen entre los necesitados. Estos obispos, en realidad, exaltaban la igualdad primitiva, anterior a la caída de nuestros primeros padres. Así escribe Gregorio de Nisa: «En aquel tiempo no existía la muerte ni la enfermedad, “lo tuyo” y “lo mío”, palabras funestas, estaban absolutamente ausentes de la vida. De la misma manera que el sol era común, el aire era común y, sobre todo, la gracia de Dios era común y, también, la alabanza, así en la igualdad se ofrecía la libre participación en todos los bienes»[16].

10. Colaboración entre Iglesias

Era bien conocida en el cristianismo primitivo la generosidad de la comunidad romana para con las comunidades más desfavorecidas. San Dionisio de Corinto escribió a Sotero, obispo de Roma: «Tenéis la costumbre y tradición ininterrumpida desde el principio mismo del cristianismo de que ayudáis con toda clase de socorros a los hermanos y proveéis de toda clase de socorros a innumerables iglesias esparcidas por cada una de las ciudades cuando están en necesidad. Y de este modo aliviáis la indigencia de muchísimos, y a los hermanos condenados en las minas les suministráis lo necesario. Así, romanos, desde el principio guardáis la costumbre e instituciones de vuestros padres los romanos, siendo la providencia de todos los menesterosos. Y esta costumbre, vuestro bienaventurado obispo Sotero no solo la guarda, sino que la ha ampliado, suministrando abundantemente recursos a los santos y aun socorriendo a los que llegan a esa desde lejos, sin que, como padre cariñoso a la vez, los deje de consolar con santas exhortaciones»[17].

Cien años más tarde, Dionisio de Alejandría nos informa de cómo Roma hizo llegar socorros regularmente a las Iglesias de Arabia y Siria, y, en Capadocia, no se habían olvidado por los días de Basilio de que, bajo el obispo Dionisio (259-269), la Iglesia de Roma había enviado allí dinero, a fin de rescatar de sus amos gentiles a prisioneros cristianos. En Roma existían, naturalmente, muchas familias ricas, pero, todavía hoy, emociona el sentido de cuerpo y de fraternidad dominante en aquella comunidad atenta a las necesidades de las diversas comunidades.

A lo largo de los siglos, la caridad se ha desarrollado y transmitido en la Iglesia de un modo triple: anunciando la buena nueva, que, de muchas maneras, narra el amor de Dios por sus hijos; con la celebración de los sacramentos, en los que derrama este amor en el corazón de sus fieles, y en el servicio de la caridad, a través del cual el amor de Dios crea la comunión con el prójimo. Este prójimo pertenece a la propia comunidad, la más cercana, o a las diversas comunidades repartidas por el mundo que constituyen la familia del Padre. Todos son igualmente prójimos, hermanos, hijos de Dios. De ahí que algunos obispos se preocuparan por los problemas internos de otras comunidades, les aconsejaran y les ofrecieran cauces para solucionarlos. No en vano, en las eucaristías de cada diócesis se leían los nombres de los obispos con quienes se encontraban en comunión, manifestando sus buenas relaciones y su disponibilidad fraterna de colaboración. La gran Iglesia, es decir, la comunión de las diócesis que se reconocían entre ellas, se mantenían en permanente contacto a través del trato personal de sus miembros y por cauces de frecuente colaboración.

Es decir, la Iglesia cristiana, el cristianismo, ha manifestado permanentemente tres rasgos que marcan su esencia constitutiva: el ser comunitaria, el ser samaritana y su universalidad.

Roma fue desde el primer momento el centro de comunión de las Iglesias no solo porque allí había estado Pedro y allí se encontraba su tumba, sino también por sus socorros abundantes a las Iglesias que se encontraban en dificultad, ganando así la fama y el agradecimiento de iglesias más débiles y desfavorecidas. No fue la única ni la primera comunidad que se preocupó por la situación de quienes consideraba hermanos, sino que encontramos continuos ejemplos de socorros y colaboración entre Iglesias más pudientes y comunidades en apuros.

Estas comunidades cristianas primitivas aparecen como asociaciones de trabajadores que ponen en común el fruto de sus trabajos para ayudar a sus hermanos más pobres. De hecho, Pablo tuvo la preocupación de organizar colectas que pusieran de manifiesto la solidaridad fraterna de los cristianos de las Iglesias por él fundadas. En este sentido, las cartas muestran el interés del apóstol por animar a sus discípulos de las diversas comunidades a ser generosos con los cristianos de Jerusalén, que se encontraban en una situación difícil. Esta colecta y el viaje que emprendió con siete acompañantes que le habían ayudado en su petición a través de las comunidades dan a entender el compromiso personal del apóstol por mantener, incluso en situaciones complicadas, una relación fluida de las comunidades de la gentilidad con la Iglesia Madre, pero, sobre todo, su solidaridad evangélica con cuantos creían en Cristo.

En los casos de catástrofes, de hambruna, de pestes, tan frecuentes en aquellos tiempos, el altruismo de los cristianos no tenía límites. Cuando los bárbaros nómadas devastaron Numidia y secuestraron a muchos cristianos (253), Cipriano recaudó en Cartago, una Iglesia no muy numerosa, 100.000 sestercios para los afectados (ep. 62). Actuó de igual manera con ocasión de las epidemias de peste en Cartago, Alejandría y otros lugares. Con motivo de la derrota de Adrianópolis (378) se multiplicaron las ruinas, devastaciones y luto de todo género, pero, sobre todo, fue enorme el número de prisioneros caídos en manos de los godos. San Ambrosio, con el rechazo de algunos de sus fieles, decidió reducir a lingotes los utensilios litúrgicos de oro que todavía no habían sido utilizados en las celebraciones litúrgicas y rescató con ellos a numerosos prisioneros. Por su parte, san Basilio construyó en Cesarea de Capadocia todo un complejo de hospicios que formaban casi una ciudad con el nombre de «Basiliades», con pabellones para los enfermos, forasteros, pobres y huérfanos, con habitaciones para médicos y enfermeros y albergues para visitantes y escuelas y oficinas.

Cuando en el 455 Genserico ocupó Roma, saqueándola y deportando a África a numerosos ciudadanos, el obispo Deogracias de Cartago adaptó como refugio las dos basílicas de Fausto y de los Novas y acogió en ellas a cuantos deportados pudo, ofreciéndoles todo lo necesario y ocupándose de ellos día y noche.

En los primeros años del siglo VII san Gregorio Magno combatió la hambruna de las poblaciones del centro de Italia con el trigo que mandó traer de las posesiones que la Iglesia romana tenía en Sicilia. Esta preocupación por la suerte de los demás no nace solo de la piedad o la exigencia de la justicia de los creyentes, sino de Dios mismo, quien no puede aceptar que estas situaciones perduren y llama al cristiano a cooperar con él, con el fin de superarlas o de aliviarlas, en virtud de la esperanza que brota del Evangelio.

Esta colaboración entre las iglesias cristianas no se redujo a la beneficencia, sino que se expresó de manera extraordinaria en la unidad doctrinal e institucional. La convicción de que formaban un solo cuerpo acrecentó en cada obispo la conciencia de su obligación colegial, fraterna, es decir, de su responsabilidad con respecto al bien de toda la Iglesia y no solo al de su propia comunidad. Intercambiaron las actas de las reuniones regionales, demostrando así su interés por conocer y aprovechar la experiencia ajena, al tiempo que mantenían la unidad de doctrina y de acción en lo sustancial. Se cumplió así en el cristianismo la experiencia de que una sociedad globalizada que intercambia entre sus miembros confianza, amor, compromiso, proyectos comunes y horizontes de pertenencia, resulta más fuerte y más compacta. En este mismo sentido, los concilios regionales y los generales constituyeron ocasiones espléndidas de conocimiento mutuo, de intercambio y de profundización de ideas, de enriquecimiento personal e institucional al entrar en contacto con otras tradiciones, con sensibilidades y métodos teológicos diferentes. El mundo latino, junto al griego, al armenio, sirio y africano, se diferenciaban en ritos y escuelas teológicas, pero era más lo que los unía que lo que pudiera distanciarles. Con el tiempo, hubo factores psicológicos y políticos que, a menudo, tuvieron más incidencia en la separación entre las diversas Iglesias que las diferencias teológicas.

En nuestros días, las Iglesias de los países más ricos fomentan organizaciones de ayuda a los países del Tercer Mundo, tales como Manos Unidas, Adveniat, Misereor, Catholic Relief Services y muchas otras instituciones nacionales que han supuesto una gigantesca operación de generosidad de las Iglesias católicas para con los países del llamado Tercer Mundo. A ellas se dirige una buena parte de lo ofrecido por los cristianos de cada Iglesia. Parroquias y diócesis toman bajo su patrocinio diócesis y regiones de otros continentes ayudándoles en sus necesidades más perentorias. Esta preocupación no debe ser considerada como algo extraordinario sino como una consecuencia natural de la fraternidad existente. Probablemente, la organización más completa y más universal de caridad existente en la Iglesia católica sea Cáritas, organización que se ocupa directamente de las necesidades de las diversas comunidades nacionales y que al mismo tiempo dedica medios y personas a las dificultades y necesidades existentes en el mundo.

No se ha tratado únicamente de ayuda y colaboración económica sino, también, de medios humanos. Todos los países europeos y de manera especial España, por motivos obvios, han enviado sacerdotes y religiosos a Iberoamérica con el fin de ponerse al servicio de los obispos de las diversas diócesis. Miles de sacerdotes han colaborado codo con codo con el clero local en la tarea de evangelización. A su vez, muchos sacerdotes de aquellos países han estudiado en universidades europeas para prepararse más adecuadamente para sus tareas apostólicas. Ha resultado, sin duda, un ejemplo singular de la comunión eclesial de los discípulos de Jesús, en una tarea común de servicio a las necesidades de los habitantes de aquellos países.

En menor escala, algo parecido ha sucedido con las iglesias africanas y asiáticas. Cientos de organizaciones europeas y norteamericanas católicas ayudan a las comunidades de esos continentes. Buena parte de su sistema sanitario y universitario se costea con personal y subsidios que encuentran su origen en las parroquias y organizaciones de congregaciones religiosas de Europa y América. Buena parte del voluntariado católico desarrolla sus tareas en esas iglesias.

La doctrina social de la Iglesia contiene entre sus capítulos principales el «destino universal de los bienes», principio que, ciertamente, no se opone al derecho de la propiedad privada o de las naciones, pero que no lo reconoce como «absoluto» ni «intocable», sino que lo considera como un medio que siempre debe tener en cuenta las exigencias del bien común. En este sentido, el cristianismo tiene la obligación de madurar en la sociedad y en los Estados la conciencia del deber de solidaridad, que, dado el estado de globalización actual, debe extenderse al mundo entero en un claro intento de cooperación efectiva entre los pueblos.

Este ofrecer y ofrecerse de los cristianos a cuantos se encuentran en grave necesidad debe ser inmediato y gratuito según la exigencia evangélica y los ejemplos de los santos que en el mundo han sido. La credibilidad del amor de Dios por los hombres depende en gran manera de este darse de los creyentes a cambio de nada. Fue así desde el principio, siguiendo la máxima de «gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8).

San Agustín habla de la dinámica permanente entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre, o mejor, del servicio de los cristianos a la construcción de la ciudad del hombre en la perspectiva de la ciudad de Dios. En esta dinámica, tiene razón el santo africano al señalar en la tipología del amor la motivación más profunda de la ciudad diferente que se construye: «Dos amores han fundado dos ciudades: el amor por sí mismo que llega al desprecio de Dios y que ha generado la ciudad terrestre. El amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo que ha generado la ciudad celeste». El amor a Dios y a sus hijos, los seres humanos, conseguirá construir la ciudad del hombre como ciudad de la ternura de Dios, gracias a la autoexigencia de los creyentes de no conformarse a la mentalidad dominante en este mundo, sino de renovarse constantemente en el Espíritu (Ef 4,17-24).

En esta construcción de la ciudad de Dios colaboran cada vez más las comunidades monásticas que, con el paso del tiempo, se sienten más implicadas con la vasta comunidad cristiana del mundo. Mientras que los monjes van comprendiendo que su propio «desierto» se relaciona y amalgama con la «ciudad», los ciudadanos intuyen que pueden aprender y realizar en sus vidas algunos de los ideales monásticos. Los monjes se sienten responsables de cuantos habitan fuera de sus muros y los laicos experimentan que han sido llamados a ser adultos en la fe y en la experiencia cristiana. La canonización de Homobono Tucenghi (1197), comerciante, casado y padre de familia, por Inocencio III, constituyó un paso importante en la adultez cristiana de los laicos[18].

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