Kitabı oku: «Gabriel García Márquez. Nuevas lecturas», sayfa 3

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Las relaciones padre hijo, inexistentes en el patriarca, en Fidel casi no ocurrían.

En los seis días que pasé con Fidel en la hacienda de Birán, no recuerdo haber escuchado un solo diálogo del padre con el hijo. Don Ángel era un hombre parco, hosco, retraído. Vestía siempre pantalón de dril crudo y guayabera. Machete a la cintura y un enorme «Colt» calibre 45, con cachas de nácar, que le daba un aspecto tremebundo de viejo vaquero de películas del Oeste. Usaba los mismos zapatos de los obreros de su hacienda, «de vaqueta», toscos, baratos, y esgrimía, en todo momento, una fusta de cuero con mango de plata, reminiscencia quizá del látigo de sus tiempos de mayoral. (p. 10)

13.El patriarca poseía una memoria minuciosa que le permitía conversar con hombres y mujeres «llamándolos por sus nombres y apellidos como si tuviera dentro de la cabeza un registro de los habitantes y las cifras y los problemas de toda la nación» (García Márquez, 2012, p. 84). Castro podía recitar de memoria libros enteros. Con su memoria auditiva y visual, en la guerra, «recordaba con exactitud cuanta cara y lugar veía, fotografiaba en su cerebro, incluso los caminos por donde había pasado una vez, y nunca los olvidaba» (Franqui, 1989, p. 82).

14.El patriarca tenía un «pulso sereno de buen tirador» (García Márquez, 2012, p. 187), en tanto que «Castro dispara bien y goza disparando, pistola, fusil, ametralladora, cualquier arma» (Franqui, 1989, p. 243).

15.El patriarca comía «caminando con el plato en la mano y la cuchara en la otra» (62). En la casa de Castro, según Pardo Llada (1976):

A las 11 de la mañana, hora del almuerzo, convocaba doña Lina a comer, haciendo un disparo al aire con una vieja escopeta que colgaba de una puerta, junto al fogón. Todos los de la casa –el padre, la madre, los hijos, la servidumbre y los macheteros– comían juntos, de pie, en la cocina y cada cual sacaba su ración de las calderas humeantes. Por todo cubierto se recibía una pesada cuchara.. (Años después, muchas veces vi a Fidel, ya Jefe de Estado, comer de pie, en las cocinas de hoteles y restaurantes y prescindiendo de todo cubierto). (p. 10).

16.El ocultamiento de la intimidad. Castro «ni a la madre le mostraba la intimidad de sus suspiros» (García Márquez, 2012, p. 25). Castro no decía a nadie lo que pensaba: «Qué pensaba Fidel. Nadie lo sabía» (Franqui, 1981, pp. 13, 39). «Castro nunca te dice lo que piensa ni lo que va a hacer» (Franqui, 2006, p. 434). Una táctica del patriarca para salvaguardar su intimidad consistía en no contestar «ninguna pregunta sin antes preguntar a su vez usted qué opina» (García Márquez, 2012, p. 16).

17.La preocupación por los mínimos detalles de la cotidianeidad. El patriarca controla desde el ordeño de las vacas hasta el velo que cubre las jaulas de los pájaros, pasando por la sal de la salud, la canasta familiar, el trajín de la cocina y las brigadas de barrenderos, y «se informaba sobre el rendimiento de las cosechas y el estado de salud de los animales y la conducta de la gente» (García Márquez, 2012, p. 84). García Márquez (1988) destaca cómo, ante la incompetencia sobrenatural de una burocracia empantanada, Castro se veía obligado «a ocuparse en persona de asuntos tan extraordinarios como hacer el pan y distribuir la cerveza» (p. 26).

18.Tanto el patriarca como Fidel entregan sus países al extranjero, emplean en su régimen un «sartal de recursos atroces» (García Márquez, 2012, p. 29), visten con tenaces uniformes militares, suprimen las fiestas (el patriarca incluso los domingos; Castro, los carnavales y las navidades y el día de Reyes) y mueren de muerte natural por vejez. A Castro, como al patriarca, solo lo derroca «el acta de defunción» (p. 21).

19.La omnipresencia, el don de la ubicuidad y la aparición descarada. Al patriarca, dado a gobernar de viva voz y cuerpo presente a toda hora y en todas partes (García Márquez, 2012, pp. 13-14), «se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestro destino» (p. 45), y daba la impresión de desdoblarse y estar simultáneamente de manera inesperada por todo el país para inspeccionar las obras o ponerlas en marcha. Bryce (1993) recuerda que «Fidel aparecía cuando menos se le esperaba, o sea a cada rato» (p. 468).

20.La compañía de funcionarios vitalicios, para el caso del patriarca (12), halla su equivalencia en Castro, con su hermano Raúl.

21.El sacrificio de los colaboradores más cercanos –la eliminación de todo hipotético competidor– al descubrir sus ambiciones: para el patriarca, el del ministro de defensa Rodrigo de Aguilar; para Castro, el general Arnaldo Ochoa. Innumerables son los líderes disidentes cubanos que terminaron presos, asesinados, muertos en confusos accidentes aéreos o de tránsito o en el exilio.

22.Los múltiples títulos: el patriarca, comandante supremo de las tres fuerzas, presidente; y Castro, comandante en jefe del ejército, primer secretario del Comité Central del Partido Comunista, presidente del Consejo de Estado y de Ministros, etc.

23.Los Estados Unidos como trasfondo magnificado para consolidar medidas internas. Castro sobrevivió a nueve presidentes norteamericanos desde 1959 y la lista de embajadores gringos durante el régimen del patriarca es casi interminable.

24.La sobrevivencia a numerosos atentados, más notable en Castro con el medio centenar de la cia (García Márquez, 2015b, pp. 339-343).

25.Cierta indolencia frente a la niñez. En el patriarca se destaca el crimen infame de los dos mil niños de la lotería. Durante el régimen de Castro se dieron hechos similares como el llamado «éxodo de Peter Pan», cuando sus padres, por el temor de perderlos, enviaron a catorce mil niños fuera del país, ante la inminente obligación de entregarlos al albedrío del Estado; o el asesinato de cuarenta y un personas, entre ellos diez niños, en el vetusto remolcador Trece de Marzo, el 13 de julio de 1994, embestidos, bombardeados con cañones de agua a presión y hundidos por embarcaciones modernas –al parecer monitoreadas por el servicio de guardacostas del Ministerio del Interior–, cuyos capitanes asesinos fueron galardonados como héroes.

26.Las lluvias de caramelos desde los aviones por parte del patriarca (115) hallan su réplica en Cuba durante la era de Castro. Como recuerda Zoé Valdés (2008):

Serían alrededor de las dos de la tarde, acabábamos de almorzar y estábamos de vuelta en los surcos sembrados de papas. De súbito pasó un helicóptero por encima de nuestras cabezas. Los guajiros gritaron que ahí iba Fidel.

–¡Ahí va Fidel! ¡Ahí va Fidel! –Se volvieron como locos.

La brigada, compuesta sólo por hembras –a los varones los habían puesto en un campamento aparte, bien lejano del de nosotras–, quedó en stop motion. La maestra gritó que siguiéramos trabajando y levantó los ojos hacia el cielo, bastante confundida.

El helicóptero volvió a pasar y nos lanzó como unos papelitos de colores. Los papelitos no eran sólo papelitos, lo supimos cuando dieron contra nuestro cráneo como si fueran balines, a riesgo de partirnos la cabeza. Eran caramelos. ¡Caramelos! Hacía años que no veíamos caramelos envueltos en papeles de colores, ni desenvueltos tampoco. De pronto, el desespero se apoderó de nosotras, nos olvidamos del deber y de lo demás, y nos lanzamos como fieras a recoger los caramelos que nos lanzaba aquella piñata de hierro que revoloteaba de un lado a otro. Nos llenábamos los bolsillos, las copas de los ajustadores, los sombreros […]; no nos metimos puñados en los oídos porque no cabían. (p. 40)

27.La soledad del tirano es el tema de El otoño del patriarca: «el hombre más solitario de la tierra» (García Márquez, 2012, pp. 29-30). En su semblanza de Fidel, García Márquez (1988) alude a «la leyenda de que es un solitario sin rumbo, un insomne desordenado e informal, que puede hacer una visita a cualquier hora y desvelar a sus visitados hasta el amanecer» (p. 12).

Pese a las diferencias notables entre un patriarca andino y analfabeta y un dictador caribe e ilustrado, aunque atípico, que ni bailaba ni cantaba, a las que habría que agregar evidentes despistes como la monstruosidad, la fealdad, el cuerpo enfermo, la potra, los pies planos y las estalinianas manos de doncella, son muchas más las afinidades que los contrastes. Similares son también las reacciones de la colectividad ante los actos de barbarie del régimen al exclamar: «si el general lo supiera, si hubiera alguien capaz de contárselo» (García Márquez, 2012, p. 169). La atmósfera de represión y vigilancia en el orbe del patriarca se reitera en la isla de los hermanos Castro. Son, pues, tantas las semejanzas intuidas por García Márquez que da la impresión de que su empeño, a veces aparatoso, por conocer personalmente a Castro estuviera orientado por la vanidad de comprobar el tamaño de sus aciertos de clarividente.

Fidel Castro y García Márquez

El otoño del patriarca nos revela, por otra parte, algunas semejanzas entre el escritor y el dictador. Sin duda, allí gravita de nuevo la fascinación por el poder. Es posible entonces conjeturar que la amistad entre Fidel Castro y García Márquez se sustenta asimismo en una afinidad múltiple entre los dos, pese a las notables diferencias entre el dinámico hombre de acción y el contemplativo hombre de pensamiento: García Márquez se ha referido al carácter íntimamente autobiográfico de El otoño del patriarca en el que está presente esa nostalgia que atormenta a los escritores, desde finales del siglo xix, la de la vida verdaderamente vivida. «El oficio de la palabra», semblanza minuciosa y admirativa de Fidel Castro, podría leerse asimismo como un autorretrato en el que el escritor resalta en el político algo que conoce muy bien por experiencia propia: las relaciones devotas con la palabra que los convierten en almas gemelas.

Veamos algunos de los rasgos comunes:

1.La adicción al hábito de la conversación, la devoción por la magia hipnótica de la palabra (García Márquez, 1988, p. 11). En el caso de Fidel, el don de la palabra oral seductora, hehechicera y dominadora de los blacamanes que persuaden a plenitud a la gente. En García Márquez: la maravilla de la palabra escrita.

2.El antiacademicismo (García Márquez, 1988, p. 12). Castro no es el típico gobernante académico atrincherado en su buró y García Márquez se mostró siempre ajeno a las rituales del escritor formado en la academia, tales como la escritura de ensayos y la inmersión en congresos, mesas redondas, conferencias y cátedras universitarias.

3.La vocación de reporteros (García Márquez, 1988, p. 12). Castro va a buscar los problemas donde estén y los convierte en «reportajes hablados» (p. 27) y García Márquez se mostró como un periodista y escritor preocupado por obtener las informaciones de primera mano.

4.La errancia de la vida sin domicilio cierto. En Castro, como gobernante sometido a los azares del continuo cambio de residencia, por razones de seguridad, constreñido al horizonte estrecho de la isla; en García Márquez, en contraste, dueño del libre albedrío del escritor exitoso: son incontables sus viajes por toda la bolita del mundo.

5.La abstinencia de tabaco (García Márquez, 1988, p. 13) de quienes fueron fumadores infinitos: Castro de media caja diaria de puros y García Márquez de tres cajetillas de cigarrillos sin filtro.

6.La disciplina férrea y tenaz con la que ejercieron sus oficios y garantizaron el estricto cumplimiento de horarios: Castro privándose de fiestas y de viajes; García Márquez pasando hambre y absteniéndose de diversiones y tragos con tal de escribir.

7.El imponente poder de seducción que realza su presencia donde quiera que estén.

8.La clarividencia para vislumbrar las consecuencias más remotas de un hecho, como si pudieran ver la mole sobresaliente de un iceberg al mismo tiempo que los siete octavos sumergidos, facultad que Castro, a diferencia de García Márquez, no ejerce como iluminación, sino como resultado de un arduo raciocinio y de la táctica maestra de preguntar sobre cosas que sabe para confirmar sus datos.

9.El don para medir el calibre de su interlocutor y tratarlo en consecuencia.

10.La ronda por los caminos de la herejía tanto en política como en literatura y en los hábitos de la vida social.

11.La afición por la información vasta y bien masticada y digerida; el dominio de los datos y la documentación que manejan (García Márquez, 1988, p. 20).

12.El extremo espíritu competitivo que no tolera la posibilidad de perder (García Márquez, 1988, p. 18) y los lleva, en ocasiones, a consumar secretas venganzas a punta de persistencia con quienes en algún momento los superaron o los agredieron o les hicieron sombra o les llevaron la contraria. Castro que mete en prisión a quienes en su adolescencia le ganaron en algo o lo agredieron; García Márquez que refuta con creces el dictamen descalificador de Guillermo de Torre al evaluar negativamente La hojarasca y se saca la amarga espina de Prensa Latina.

13.La visión de América Latina como una comunidad integral y autónoma capaz de mover el destino del mundo, aprendida en Bolívar y Martí.

14.La nostalgia por los amaneceres bucólicos de la infancia rural en Birán y Aracataca (García Márquez, 1988, p. 27).

15.El instinto extraordinario para el poder basado en el conocimiento intuitivo de las motivaciones humanas.

16.El rechazo radical de las injerencias del imperialismo de los yanquis en el destino de los pueblos latinoamericanos.

17.La memoria prodigiosa (García Márquez, 1988, p. 20) para aprenderse un libro y destruirlo; la inagotable capacidad de trabajo. García Márquez recitaba de memoria la poesía española del Siglo de Oro, la poesía piedracielista colombiana, innumerables boleros y vallenatos, capítulos completos del Ulysses de Joyce y de Pedro Páramo de Rulfo.

18.El pudor con el que supieron proteger la intimidad de su vida privada (García Márquez, 1988, p. 27).

19.El diario sobreponerse a la zozobra del amanecer para enfrentar los azares de la realidad (García Márquez, 1988, p. 13) y el apetito de mandar tan voraz como comerse en una sola sentada dieciocho bolas de helado (p. 60).

20.En El otoño del patriarca se citan los letreros de la multitud que aclama «al benemérito que ha de vivir para contarlo» (García Márquez, 2012, p. 79), frase que remite al título original de la autobiografía de García Márquez al cual, a última hora, al parecer para protegerse de la piratería editorial, se le cambió la vocal final.

En medio del algodón de los elogios y las alabanzas, «Fidel Castro: el oficio de la palabra hablada» se construye como un texto carnavalesco que glorifica y desentroniza tanto a Castro como a su régimen, al tiempo que confirma su acierto en el retrato anticipado del déspota presente en El otoño del patriarca. Hasta podría pensarse que García Márquez anticipa su papel gracias a la confianza consolidada en la amistad, para «pedirle la libertad de un preso o el perdón de un condenado a muerte» (García Márquez, 2012, p. 63).

A los rasgos anteriores podrían añadirse otros ausentes de la semblanza: los antepasados gallegos (Fidel por su padre, Gabriel por su lado materno); la relación complicada y dolorosa con los padres (el conocimiento tardío de su padre por Gabo y el demorado reconocimiento oficial de Fidel por su padre); el tránsito de la provincia (Birán y Aracataca) a la capital; el pragmatismo de la formación jesuita, apegada al ejercicio del poder; el estudio del Derecho que afina la búsqueda de la justicia; la experiencia humillante del imperialismo a través de la United Fruit Company, y el apego a los uniformes: el verde olivo del militar y el overol de obrero del escritor que no quiere olvidarse del carácter artesanal de su trabajo.

No obstante, pese a las sorprendentes afinidades, no dejan de ser notables las diferencias. Ciertos rasgos castrenses de Fidel (el apellido Castro, de origen gallego, significa campamento militar) son contrarios al modo de ser y la trayectoria de García Márquez, así como su condición atlética, la práctica de los deportes (básquet, boxeo, béisbol y ciclismo) y la afición por las armas de fuego. Desde niño Castro fue rebelde: en la primaria insultaba a su maestra y se iba de la escuela; entraba a deshoras al colegio y, con sus compañeros, rompía pupitres y se llevaba cosas; a un cura que mostraba preferencias por un condiscípulo millonario, lo levantó a trompadas y mordiscos; cuando su padre, molesto por su comportamiento díscolo en las clases, decidió sacarlo de la escuela, amenazó con prenderle fuego a la casa; en una ocasión en que lo operaron de apendicitis, por falta de profilaxis, la herida se le infectó. Desde sus años universitarios –incluso desde la escuela primaria–, Castro persiguió y asumió un liderazgo, así fuera por la fuerza –estuvo involucrado en sonados atentados gansteriles–. Uno de sus sueños fue liderar la Federación Estudiantil Universitaria, ambición que luego creció hasta incorporar el ideal de Bolívar y Martí de la magna patria, lo que lo llevó a involucrarse en la lucha por la independencia de Puerto Rico y República Dominicana y a solidarizarse, en 1948, con las luchas estudiantiles argentinas, venezolanas, panameñas y colombianas, cuando organizó un congreso estudiantil latinoamericano que contó con el apoyo de Jorge Eliécer Gaitán, quien prometió asistir a su clausura, pero no pudo, víctima del asesinato que tronchó las esperanzas de los colombianos y sumió al país en una ola incesante de violencia.

Mientras que García Márquez se afirma como un caribe crudo aficionado al canto, al baile y la parranda, el austero Fidel prohibió los carnavales en Cuba y las ocasiones en que las familias se reunían a celebrar las festividades religiosas como el Día de Reyes. Fidel era un raro cubano que ni cantaba ni bailaba y en contraste detestaba la rumba y la ciudad de la noche. Mientras Castro, políticamente, adhirió de manera incondicional al comunismo ruso, García Márquez rechazó el socialismo real del modelo ruso, cuya atmósfera asfixiante padeció en su viaje por los países de Europa del Este (Checoslovaquia, Hungría, Alemania Oriental y Polonia) y por la Unión Soviética.

Conclusiones

García Márquez y Fidel, el hombre que sigue los acontecimientos y el político puro, la pluma y la espada, el computador portátil y la metralleta, las armas y las letras, el pensamiento y la acción, la soledad del escritor y la solidaridad o la compañía transitoria de la conspiración política, el artista que transforma su arte y el hombre dedicado a cambiar el mundo, la palabra escrita y la oral, las voces y los hechos: en García Márquez y Fidel lo que en lo político nunca llegó a cuajar como proyecto continental, en lo literario rebasó las fronteras.

Si bien la figura de Castro ha comenzado a vivir un vertiginoso declive que de seguro se acelerará cuando se revelen los secretos e interioridades de la Revolución cubana ocultos hasta ahora por un régimen de extensos brazos y estricto control sobre la información, la obra de García Márquez parece prolongar su vigencia. Cuando un escritor muere normalmente ingresa en un limbo que al final decide si se queda o no. Con García Márquez, hasta ahora, no parece haber ocurrido eso.

Pero lo interesante es observar cómo estas dos figuras lograron consolidar una gran amistad tras numerosas dificultades y altibajos que tuvieron el mérito de situar al Caribe en el centro de la atención mundial. Inconforme –o impaciente– con el efecto tal vez tardío de la palabra, García Márquez quiso emular el compromiso social del político, pero a su manera. No se trataba de ser –como algunos colegas en competencia constante– candidato de nada: no le interesaba ser ni presidente ni embajador, sino solo un emprendedor, un periodista militante, un pedagogo y un diplomático, un mediador tras bambalinas, es decir, alguien que asume esas otras facetas que hacen de un simple escritor un humanista integral, como lo fueron los grandes maestros latinoamericanos del pasado –Bello, Sarmiento, Martí, Montalvo, de Hostos y Henríquez Ureña, entre otros–Trasponiendo el ejemplo de Castro a su quehacer literario, García Márquez fue un líder cultural que asumió el legado creador y liberador de Cuba, esa isla con vocación continental, en el Caribe hispánico.


Y no se limitó a recrear al gran monstruo mitológico latinoamericano, el dictador, el caudillo que degenera en déspota, obsesionado por eternizarse en el poder. Aprovechando su fama y su carisma, García Márquez alternó con los mandamases de la política y se libró así de la nostalgia de la acción. Muchos le han criticado, sobre todo, su amistad con Castro, acusándolo de complicidad y recriminándole el supuesto delito de haber callado cuanto sabía acerca de las interioridades de la situación cubana. De seguro que, cuando se lea mucho mejor El otoño del patriarca, a García Márquez la historia lo absolverá. En cambio, contrariamente a lo que el escritor ha afirmado en entrevistas y crónicas y prólogos, a su amigo Castro es posible que lo condene no solo la historia, sino también, como lo ha planteado Cabrera Infante, la geografía, porque, para fortuna de la humanidad, las veleidades de la política pasan, en tanto que lo que permanece lo fundan los poetas, y García Márquez, pese a sus silencios e inconsecuencias políticas, fue, ante todo, un gran poeta.

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9789587463118
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