Kitabı oku: «Gabriel García Márquez. Nuevas lecturas», sayfa 4
Referencias bibliográficas
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1. En el siglo xix, los escritores románticos plantearon que la autonomía de una nación pasaba por el idioma y propusieron una literatura que expresara la originalidad americana en lugar de ser una simple copia de los modelos hispánicos. No obstante, ese intento de independencia literaria no pasó de ser un programa, pues, al momento de escribir, los escritores hispanoamericanos no lograban liberarse de la mentalidad del colonizado y tendían a ser más castizos que los propios españoles. Fueron los modernistas, encabezados por José Martí y Rubén Darío, quienes, con lucidez cosmopolita, asumieron ese afán emancipatorio, no aferrándose a un modelo único, sino más bien intentando apropiarse de todos: en los comienzos, de los foráneos –ingleses, franceses, alemanes, norteamericanos–, y en los estertores del movimiento, ante la amenaza del imperialismo, de los propios, es decir, de la tradición local popular que habían explorado algunos románticos. De esta manera, los poetas, novelistas, cuentistas y dramaturgos pudieron conseguir la independencia que, en el dominio de la política, nunca se dio a plenitud, debido a la indolencia o a la ineptitud de los gobernantes, siempre sumisos con las potencias extranjeras.
22. Este texto de Guillermo Cabrera Infante, «Nuestro prohombre en La Habana», se publicó originalmente en 1983 en la revista Vuelta. Por su parte, Carlos Franqui (2006), afirma: «García Márquez, precavido y generoso en abril del 61, dirigía Prensa Latina en Nueva York, creyendo y equivocándose, cuando la invasión, pensó que detrás del invasor iban a estar los gringos, puso pies en polvorosa, una fuga larga y continuada con el castrismo, al que no se incorporaría hasta después del vergonzoso proceso Padilla, que defendió haciéndose perdonar, después de pasar una decena de años en silencio y sin visitar la isla» (p. 372).
3. Leante, sin embargo, miente al afirmar que en 1981 se había publicado en Cuba toda la obra de García Márquez, excepto El otoño del patriarca, cuando lo cierto es que la edición cubana, publicada por Huracán, había salido en 1978. Tal conducta se reitera en otros autores como Cabrera Infante, Franqui y Zoé Valdés que deliberadamente alteran las fechas en que ocurren sucesos tales como la salida de García Márquez de Nueva York o la supuesta lectura en 1961, de Celestino antes del alba, novela que se publicó en 1967.
4. Zoé Valdés (2008), al recordar la presencia de Castro en Colombia durante El Bogotazo del 9 de abril de 1948, conjeturaba que la amistad de García Márquez tendría como finalidad la escritura de la verdadera biografía del comandante: «Siempre he pensado que Gabriel García Márquez ha venido tejiendo la novela de su amigo Fidel a partir de este suceso, por declaraciones que ha hecho el propio Gabo. Una novela que quizá con la muerte de Fidel salga a la luz, porque sospecho que el Nobel colombiano ya la tiene escrita. Al menos, El otoño del patriarca, fue un extraordinario ensayo de la misma» (p. 68)
5. «Un señor muy viejo con unas alas enormes» (1968), «El ahogado más hermoso del mundo» (1968), «El último viaje del buque fantasma» (1968), «Blacamán, el bueno, vendedor de milagros» (1968), «Muerte constante más allá del amor» (1970) y «La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada» (1972).
6. Agradezco a Daniel Samper Pizano sus precisiones en torno a este punto..
7. Muy interesante y pleno de aciertos al respecto es el estudio de Beatriz Cynthia Campusano Bakovic (1993), en el cual sostiene no sólo que Juan Vicente Gómez es el paradigma del patriarca, sino que la biografía de Thomas Rourke (1952), Gómez. Tirano de los Andes, constituye la principal fuente intertextual de la novela. A su juicio, «García Márquez se sintió obviamente fascinado con este texto. Debe haber trabajado extensamente en él, e hizo del texto completo un modelo para la producción y la reescritura de la vida del Dictador».
8. «A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses» Martí (2004, p. 158).
Cien años de soledad en el contexto de las negociaciones de paz9
Diógenes Fajardo Valenzuela
El coronel Aureliano Buendía le había hablado de la fascinación por la guerra…
José Arcadio Segundo llegó a la conclusión de que el coronel Aureliano Buendía no fue más que un farsante o un imbécil.
Gabriel García Márquez
Cien años de soledad
No es por azar que en la firma del primer Acuerdo de Paz realizado el 26 de septiembre de 2016 en Cartagena los dos oradores centrales, el presidente Juan Manuel Santos y el máximo dirigente de la guerrilla Rodrigo Londoño Echeverri (Timochenko), hayan citado al premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez. El presidente dijo:
Gabo –el gran ausente en este día–, que fue artífice en la sombra de muchos intentos y procesos de paz, no alcanzó a estar aquí para vivir este momento, en su Cartagena querida, donde reposan sus cenizas. Pero debe estar feliz viendo volar sus mariposas amarillas en la Colombia que él soñó, nuestra Colombia que alcanza –por fin–, como él dijo, «una segunda oportunidad sobre la tierra». (Santos, 26 de septiembre de 2016)
El jefe guerrillero terminó su intervención dando la bienvenida a esta segunda oportunidad sobre la Tierra.
Esto fue días antes de que el pueblo colombiano, cuya alma conocía tan bien el escritor de Aracataca, manifestara desidia frente a un acuerdo que veía mucho más político que histórico y no participara en el plebiscito (63 % de abstención), o expresara en las urnas su negativa a refrendar lo pactado en La Habana, enardecido por un caudal de mentiras sobre cómo podría afectar sus vidas si votaban el Sí –incremento de los impuestos para pagar salarios y prebendas a los guerrilleros, ataque a la familia que tendría que aceptar que sus hijos se volvieran homosexuales, posibilidad casi inmediata de una presidencia de Timochenko, conversión en un país castrochavista–. Todos recordarán las declaraciones del gerente de la campaña del No, Juan Carlos Vélez Uribe, en las que, no sin una buena dosis de cinismo, revelaba indiscretamente que lejos de buscar explicar los acuerdos, se dedicaron a provocar la indignación de la gente para que «saliera a votar verraca». Por supuesto, la estrategia empleada no fue generalizada sino dirigida a núcleos de población específica:
En emisoras de estratos medios y altos nos basamos en la no impunidad, la elegibilidad y la reforma tributaria, mientras en las emisoras de estratos bajos nos enfocamos en subsidios. En cuanto al segmento en cada región utilizamos sus respectivos acentos. En la Costa individualizamos el mensaje de que nos íbamos a convertir en Venezuela. (Redacción Digital Blu Radio, 6 de octubre de 2016)
El resultado del plebiscito del 2 de octubre de 2016 fue visto fuera de Colombia como un ejemplo más del realismo mágico que nos circunda. El acuerdo logrado después de largos cuatro arduos años de propuestas y contrapropuestas no logró el respaldo del pueblo, sabiendo que el mayor bien para un país es la paz. Se dice que es el resultado de la polarización causada por las negociaciones en La Habana. Pero en realidad, la sociedad colombiana históricamente siempre ha estado polarizada en dos bandos: creyentes y no creyentes; liberales y conservadores; pobres y ricos; guerrilleros y no guerrilleros; belicistas y antibelicistas. Cien años de soledad subraya esa contienda fratricida en el campo político. «El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos» (García Márquez, 2007 [1967], p. 125). Al final reconoce que solo se pelea por orgullo o «por algo que no significa nada para nadie» (p. 161).
No tengo duda alguna de que una relectura de Cien años de soledad en el contexto de las negociaciones de paz iluminaría muy bien las dificultades para llegar a un acuerdo final. En la novela, el narrador relata la llegada a Macondo de «seis abogados de levita y chistera que soportaban con estoicismo el bravo sol de noviembre» (p. 196). Han venido a negociar la paz con Aureliano Buendía. El jefe liberal de los levantados en armas
[…] escuchó en silencio las breves propuestas de los emisarios. Pedían, en primer término, renunciar a la revisión de títulos de propiedad de la tierra para recuperar el apoyo de los terratenientes liberales. Pedían, en segundo término, renunciar a la lucha contra la influencia clerical para obtener el respaldo del pueblo católico. Pedían, por último, renunciar a las aspiraciones de igualdad de derechos entre los hijos naturales y los legítimos para preservar la integridad de los hogares. (p. 196)
Con la clarividencia que le da el conocer en profundidad las causas del conflicto, García Márquez prácticamente las enumera en la cita anterior. El primero es el problema de la tenencia y posesión de la tierra. Y no es problema de un grupo o de una ideología sino un problema social y político que no ha tenido una solución ni justa ni definitiva. Los grupos paramilitares tenían como uno de sus objetivos también realizar por la fuerza una verdadera reforma agraria y, por lo tanto, hicieron que la tierra cambiara de propietarios en una proporción escandalosa. Y hoy, después de muchos años de realizado el despojo, si alguien se atreve a reclamar la tierra que les fue arrebatada es porque «se quiere hacer matar» («Oiga, cuénteme: ¿usted se quiere hacer matar?» (El Tiempo,, 22 noviembre de 2016, p. 3). El segundo tiene que ver con las creencias y el intento de imponer una forma de vida, una moral cristiana. Los estudiosos ya han comenzado a plantear hipótesis sobre el apoyo masivo de las iglesias cristianas al No. En una sociedad laica, secularizada, ven poco margen de maniobra para sus actividades. La Iglesia católica quedó en una especie de limbo porque, por una parte, el respaldo del Papa Francisco fue abierto y directo, mientras que los jerarcas colombianos solo parcialmente siguieron su orientación. Por último, el modelo de familia y, en consecuencia, el educativo, fue también en esta ocasión una razón para la discordia. Varios sectores vieron con horror la amenaza que representa la llamada ideología de género y la encontraron en el Acuerdo Final profusamente, guiados en su búsqueda por vigilantes pastores. No faltaron tampoco profetas que anunciaban una desgracia inminente: los hijos iban a ser convertidos en homosexuales, las hijas en lesbianas porque ahora ¡los infantes podían escoger su género! Pero en realidad todo lo anterior se compendia en una sola oración como muy bien lo entendió y lo expresó el coronel Aureliano Buendía: «Lo importante es que desde este momento solo estamos luchando por el poder» (García Márquez, 2007, p. 197). Todo lo demás es secundario.
Y tampoco hay dubitación en que la lucha por el poder no es solo entre los levantados en armas y el gobierno, sino también dentro del mismo establecimiento como lo ha señalado el escritor Héctor Abad Faciolince (3 de octubre de 2016): «Santos y Uribe quieren lo mismo: ser ellos, cada uno, los protagonistas del Acuerdo, y que el protagonista no sea su adversario político. Es un asunto humano, demasiado humano, de pura vanidad. La paz sí, pero si la firmo yo».
Esta rivalidad se ha incrementado ahora con el segundo premio Nobel de un colombiano, el de la Paz 2016, concedido al presidente Juan Manuel Santos más como estímulo que como recompensa por metas alcanzadas. En un comentario en Twitter se advierte: «Ironías de la vida, tenemos ahora dos premios Nobel en Colombia: uno de literatura en un país que no lee y uno de paz en un país que no perdona» (De Las Aguas Couttin, 7 de octubre de 2016). El índice de libros leídos por lector al año es muy bajo. También la historia demuestra que en verdad los corazones no están dispuestos a perdonar. La obra de teatro más representada en Colombia, Guadalupe años sin cuenta, se desarrolla alrededor del jefe de la guerrilla liberal en los Llanos –respuesta al asesinato en 1948 del líder popular Jorge Eliecer Gaitán–, quien junto a sus tropas firmó el armisticio y entregó sus armas en 1954 para terminar meses más tarde asesinado por la misma policía secreta del régimen. Los grupos que se desmovilizaron en los años noventa sufrieron una continua hostilidad y falta de planes efectivos para su reinserción a la sociedad. En 1994, el grupo disidente Renovación Socialista firmó un acuerdo de paz con el gobierno de César Gaviria, pero sus líderes fueron asesinados por el Ejército. Entre 1984 y 1997, la Unión Patriótica fue sometida a un genocidio político. En la ficción garciamarquiana, tan solo dos meses después de la firma del tratado de Neerlandia, los más decididos instigadores de la guerra civil «estaban muertos o expatriados, o habían sido asimilados para siempre por la administración pública» (García Márquez, 2007, p. 209).
Según el somero recuento histórico y ficticio anterior, se puede deducir que, en verdad, la sociedad colombiana no está dispuesta a perdonar y a reinsertar a la sociedad a quienes se han enfrentado a ella. Más allá de las estrategias de campaña electoral, esta es una de las razones esenciales que explican el triunfo del No en el plebiscito previsto para refrendar el Acuerdo de Paz de La Habana. Más que un acuerdo, en el fondo prefieren un castigo ejemplar –en nombre de la justicia– sin importar que el grupo ilegal no fue vencido en armas. Y nunca van a estar satisfechos con lo pactado. Lo que los negociadores debieron planear cuidadosamente es cómo evitar el río de sangre que se avizora en el inmediato futuro, cuando desde ya se está planeando y ejecutando la muerte de líderes comunales.
Lo que hemos de admirar en García Márquez es su gran capacidad para captar esa realidad colombiana que hace que lo que escribió ayer sea una radiografía vigente de los sucesos de hoy y, quizá, una voz profética para lo que vendrá mañana. La montaña rusa causada por las noticias de las últimas semanas parece haber sido anticipada por su prosa novelística:
Era como si Dios hubiese resuelto poner a prueba toda su capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad. (García Márquez, 2007, p. 258)
Esto hemos experimentado muchos colombianos en los últimos meses: el alborozo por la firma del tratado de La Habana el 26 de septiembre de 2016 ante la comunidad internacional; el desencanto por el triunfo de quienes se opusieron a aceptar este tratado en el plebiscito del 2 de octubre; una nueva esperanza con la firma de un segundo acuerdo y por lo que pueda llegar a significar el Premio Nobel de Paz 2016 concedido al presidente Santos. Muy bien sabía García Márquez que «era más fácil empezar una guerra que terminarla» (p. 199). Pero bien vale la pena continuar la búsqueda de una posibilidad real para el triunfo de la
[…] utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra. (García Márquez, 1982)
Como nación, damos la bienvenida al Premio Nobel de la Paz a Colombia si significa el advenimiento de la reconciliación después de comprobar, como Aureliano Buendía «que esta guerra ha acabado con todo» (García Márquez, 2007, p. 203). Pero no tengo hesitación alguna al afirmar que Gabo sigue siendo el ganador favorito en el país, porque ilumina el camino de unidad y felicidad de los colombianos.
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Vélez Uribe, Juan Carlos. «La estrategia era dejar de explicar los acuerdos». http://www.noticiascolombianas.com.co/index.php/318947/la-estrategia-era-dejar-de-explicar-los-acuerdos-gerente-de-la-campac3a3c2b1a-del-no/
9. Texto presentado en el lanzamiento del libro Gabriel García Márquez. Literatura y memoria en la Universidad del Valle en 2016 con el título: «Gabriel García Márquez: un indiscutible Nobel para los colombianos».
García Márquez y un mundo que declina10
Piedad Bonnett
En las primeras páginas de Historia de un deicidio –ese estudio fervoroso de la obra del escritor colombiano que escribió Mario Vargas Llosa y que no volvió a reeditarse a raíz de la pelea que los separó– García Márquez cuenta que lo que quería desde los dieciséis años era escribir Cien años de soledad, un libro que en ese entonces tan solo vislumbraba como una narración sobre su infancia. La imagen central que lo perseguía era la gran casa de Aracataca, donde pasó sus primeros años lejos de sus padres, en medio de innumerables mujeres, de las cuales la más importante fue su dicharachera y sentenciosa abuela Tranquilina, y cerca de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez –la persona que más iba a influir en esa época de su vida–. «Pero no pude con el paquete», le confiesa a Mario Vargas Llosa, en expresión que revela su enorme conciencia literaria: «me di cuenta también de que la dificultad era puramente técnica, es decir, que no disponía yo de los elementos técnicos y del lenguaje para que esto fuera creíble, para que fuera verosímil» (Vargas Llosa, 1971, p. 89).
García Márquez, que había descubierto muy joven, leyendo la nueva novela norteamericana y europea, que había que ensayar caminos distintos a los ya transitados por el realismo decimonónico y por la llamada novela de la violencia en Colombia, lo que va a hacer entonces es comenzar un camino de exploración que desde La hojarasca, su primer libro publicado, lo muestra como un buscador nato, un experimentador arriesgado y riguroso.
Cualquier lector que emprenda la lectura sistemática de sus narraciones podrá rastrear por qué caminos iban sus búsquedas formales en aquellos primeros tiempos. Después de La hojarasca, que como sabemos recurre a una perspectiva narrativa plural, a la manera de El sonido y la furia, de Faulkner, la obra del escritor va a oscilar entre dos lenguajes: el escueto y apretado que se deriva del ejercicio periodístico y de la influencia de El viejo y el mar de Hemingway –y que no suele tenerse en cuenta cuando se lo ve solo como el representante del «realismo mágico»– y el barroco y fantástico que ya había usado Carpentier en El reino de este mundo, sustentado en su teoría de que América solo podía narrarse desde lo que él llamó lo real maravilloso. Del primero de esos lenguajes, económico y austero, son ejemplos contundentes El coronel no tiene quién le escriba y Crónica de una muerte anunciada. Y del lenguaje abundoso, tendiente a la metáfora y a la catarata verbal, Cien años de soledad y, por supuesto, la obra que lleva estos recursos a un nivel paroxístico, casi delirante: El otoño del patriarca.
Un escritor suele ser un hombre obsesionado por unas cuantas ideas que no lo abandonan a lo largo de la vida. También lo fue Gabriel García Márquez, que sintió siempre verdadera pasión por temas como el poder, la narración oral, los «amores contrariados» y el derrumbamiento de una época que da paso a un mundo con valores distintos. El origen de este último motivo literario, que me interesa rastrear en este breve ensayo, lo explica él, como casi siempre hizo, no desde la abstracción teórica sino desde la experiencia personal: en una entrevista cuenta que, siendo aún muy joven, acompañó a su madre a Aracataca a gestionar la venta de la casa que había sido de sus abuelos. Llegaron, dice, a las dos de la tarde, bajo un sol canicular –como la madre y la hija de ese cuento espléndido que es «La siesta del martes»– atravesaron la plaza desierta y entraron a la casa de una vieja amiga de su madre; las dos mujeres, nos cuenta, se abrazaron y duraron llorando unos minutos, la una en el hombro de la otra, sin que mediara una sola palabra. Inusitado testigo de aquella escena, el jovencísimo García Márquez creyó adivinar la razón de aquel llanto: la nostalgia por un tiempo ido, que ya no volvería jamás. De esa revelación, de esa epifanía, iba a desprenderse toda la primera parte de su obra:
Tres de mis libros, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande y La mala hora, son en verdad un solo libro. Un mismo tema, un mismo ambiente, que se repiten y se mezclan, como pedazos que tomo aquí y coloco allá. (citado por Monsalve, 1992, p. 88)
El declive de una época que es arrasada por valores y circunstancias nuevas es un tema que recorre la literatura y que es medular en obras que García Márquez conocía y apreciaba, como El lazarillo de Tormes, Don Quijote de la Mancha y en buena parte de los libros de Faulkner, uno de sus grandes maestros. En El coronel no tiene quien le escriba (1961), el tema aflora ya con sutileza y hondura. El personaje, un viejo militar retirado que, como sabemos, espera inútilmente su pensión, es uno de los fundadores del pueblo que cifran su respetabilidad en una trayectoria de honestidad pero también en unos blasones y en el hecho de pertenecer a una estirpe, pero también es el representante de un mundo premoderno que se extingue. Como analizó Vargas Llosa, el Coronel es, además, como Don Quijote, un personaje cuya conducta está regida por «un idealismo abstracto», que lo hace «creer posible lo imposible» y que se apoya en una fe ingenua en la eficacia de la ley, la palabra empeñada y el funcionamiento de la justicia. Don Sabas, padrino de su hijo muerto y antagonista del Coronel, es, por el contrario, un personaje pragmático, frío y artero, un liberal que traicionó a sus copartidarios y que, aliado con los conservadores, se ha hecho a parte de las tierras que estos han usurpado a sus opositores políticos. Un hombre para el cual el dinero lo es todo, un rústico que sin tener la gracia ni la bonhomía de Sancho solo ve, con pragmatismo chato, lo pedestre de la realidad.
La tensión dramática nace en El coronel no tiene quien le escriba de la situación de pobreza extrema del protagonista y su mujer, a quienes solo les queda como recurso el gallo de pelea que es herencia de su hijo, asesinado, según se adivina, por su militancia política clandestina contra los representantes locales del régimen de Rojas Pinilla. La situación de precariedad pone al Coronel a merced de don Sabas, su compadre; y el lugar de respetabilidad social que ocupa –a pesar de todo– obliga al matrimonio a aparentar, como el hidalgo de El lazarillo, que no están en la ruina. Como él, ponen la olla vacía a hervir sobre el fogón para que parezca que no se padece hambre.
Pero la dimensión política de la novela va más lejos, y nos instala en dos instancias: la inmediata, la de la violencia soterrada y amenazante que intuimos permanentemente en el pueblo, y una más abarcadora, que ve el problema en un contexto nacional e histórico: el de los nuevos tiempos, donde impera la ley del más fuerte y donde valores como la honra y la dignidad empiezan a parecer caducos. No hay segunda oportunidad sobre la tierra para hombres como el Coronel. A él solo lo salvan –como personaje, no como ser humano– su esperanza, su dignidad y su empecinamiento, el que lo lleva a contestar a su mujer a la pregunta sobre qué van a comer, infringiendo el código de sus modales: ¡Mierda!
En Los funerales de la Mamá Grande (1962), un cuento publicado con posterioridad a El coronel no tiene quién le escriba, y puerta de tránsito hacia la obra que lo estaba esperando desde hacía ya unos años, Cien años de soledad (1967), García Márquez se vale de lo hiperbólico y desmesurado y del humor y lo grotesco como un arma crítica. El autor, que se había inspirado en la sequedad de El viejo y el mar para escribir la historia de un coronel que espera inútilmente su pensión de jubilación, encuentra que también se siente muy cómodo en la desmesura rabelesiana, donde el lenguaje se hace naturalmente simbólico y más libremente poético. Y aunque a primera vista el tema de Los funerales no tiene nada que ver con el de El coronel no tiene quien le escriba, una indagación detenida muestra que también en el cuento lo que se está señalando es la muerte de una época, en este caso como consecuencia del fallecimiento de la gobernante suprema de Macondo, la Mamá Grande. Lo que sucede es que este personaje, por la perspectiva legendaria del relato, deviene finalmente en símbolo. ¿De qué? También de un mundo antiguo, de un feudalismo-agrario donde el poder emana de la tenencia de la tierra, en un lugar donde «no se sembró nunca un solo grano por cuenta de los propietarios» y donde la Mamá Grande encarna «la prioridad del poder tradicional sobre la autoridad transitoria, el predominio de la clase sobre la plebe, la trascendencia de la sabiduría divina sobre la improvisación mortal». Por supuesto, esta caracterización está hecha desde la desmesura, la ironía y la caricatura, que son el resultado del punto de vista del narrador, una especie de juglar, de narrador oral –emparentado, sin duda, con esa figura mítica local que fue Francisco el Hombre y con los cantores del vallenato tradicional, ese género que tanto quiso García Márquez–, el cual, situado por encima de la multitud, comienza su relato diciendo: «Esta es, incrédulos del mundo entero…», y que en un momento dado explica que ha llegado la hora de contar esta calamidad nacional «antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores». En Los funerales de la Mamá Grande vemos que García Márquez desarrolla ya una estrategia narrativa que va a ser central en Cien años de soledad y en El otoño del patriarca: la de narrar la historia desde su versión popular, hiperbólica y legendaria, para contraponerla a la versión oficial, reductora y manipulada por las élites. Y que su personaje central tiene en común con el dictador de El otoño del patriarca que, dado que su régimen había durado siglos, todo el mundo pensaba que era inmortal.
Pese a las semejanzas de fondo, hay, sin embargo, una diferencia de enfoque en los dos relatos: mientras que en El coronel no tiene quién le escriba, como en Don Quijote de la Mancha, la visión del pasado es idealizada por el autor –lo que equivale a una despedida nostálgica– en Los funerales de la Mamá Grande, al ser el humor el instrumento primordial, la visión es crítica, demoledora. Los vicios de nuestros dirigentes, los lugares comunes de nuestra cultura, la trinca eterna entre el gobierno central y los caciques locales, la injerencia de la Iglesia católica en los asuntos públicos, todo eso, van a ser caracterizados y caricaturizados en este relato.