Kitabı oku: «Gabriel García Márquez. Nuevas lecturas», sayfa 5

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Con Cien años de soledad, publicada en 1967, García Márquez se acabó de revelar a sus lectores como lo que siempre fue: un enorme poeta en prosa y un escritor decididamente político –en el sentido amplio de esta palabra– con una capacidad enorme de sintetizar algunos aspectos definitivos de la historia y la cultura colombianas. La gran casa, sostenida por la presencia de Úrsula, única figura que permanece casi hasta el final de la saga de la familia, es el escenario de los sueños de los personajes que parecieran jalonar la historia, que sin embargo nacen ya condenados al fracaso; son los sueños de José Arcadio, el patriarca, de salir del ámbito de confinamiento de Macondo y de conseguir los adelantos de la ciencia; los del coronel Aureliano, de ganar la guerra contra los conservadores y acabar con las arbitrariedades del gobierno central; los de José Arcadio II, de conseguir las reivindicaciones salariales de los trabajadores de la United Fruit Company a través de la huelga; y los de Aureliano el sanscritista, de amar libremente a Amaranta Úrsula, más allá de los miedos de la estirpe y de conocer la historia toda de la familia por medio de los manuscritos de Melquíades. En ellos descubre que la de Macondo es una historia de involución, que empieza en la Arcadia, un paraíso terrenal donde las casas reciben la misma cantidad de sol y están a la misma distancia del río y donde no ha habido nunca una muerte, y termina con un hijo con cola de cerdo y con un viento final que arrasa con Macondo y «con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había fabricado tantos animalitos de caramelo». Una época muere con el último Aureliano, para siempre. Detrás del hecho de que no haya una segunda oportunidad sobre la tierra para los que la vivieron –porque soledad e insolidaridad son lo mismo, según ha dicho García Márquez–, leemos una condena moral del autor y una visión determinista de la historia. Pero tal vez, quién sabe, un tácito vaticinio de redención para ese futuro que se abre. Algo que hoy, en trance de firmar la paz, le habla a la esperanza de muchos colombianos.

Referencias bibliográficas

Monsalve, A. (1992). El deber de un escritor es escribir bien. Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez. T. 1. Bogotá, Colombia: Instituto Caro y Cuervo.

Vargas Llosa, M. (1971). Historia de un deicidio. Barcelona, España: Barral Editores.

10. Texto publicado en el libro Gabriel García Márquez. Memoria y literatura, editado por Juan Moreno Blanco, Programa Editorial de la Universidad del Valle, 2016.


Cuando la crónica reporta la leyenda: La Sierpe como posibilidad de un mundo cerrado hoy

Carlos-Germán van der Linde

«La Sierpe, un país de leyenda dentro de la costa atlántica de Colombia» (García Márquez, 1985, p. 5), escribe el joven periodista de 27 años, en la primera crónica que aparece en el volumen de recopilaciones periodísticas bajo el título Crónicas y reportajes (1976). La primera crónica, «La Marquesita de La Sierpe», perteneciente a la serie sobre La Sierpe, fue publicada inicialmente en la revista Lámpara, en 1952 (McGrady, 1972, p. 293; Gilard, 1976, p. 163). Dos años más tarde, la serie completa aparece en el Suplemento Dominical de El Espectador, en cuatro entregas, así: «La Marquesita de La Sierpe» (7 de marzo), «La herencia sobrenatural de La Marquesita» (21 de marzo), «La extraña idolatría de La Sierpe» (28 de marzo) y «El muerto alegre» (4 de abril) (McGrady, 1972, p. 293; Gilard, 1976, p. 163-64).

Situar temporalmente estas crónicas es muy importante porque revela su punto axial entre dos periodos de la producción periodística de García Márquez, a saber, entre los tomos Textos costeños (recopilación de trabajos de 1948 a 1952) y Entre cachacos (1954-1955) (Williams, 1985, p. 117). McGrady (1972) escribió de los primeros comentarios a dicha serie de crónicas. En ellos, señala rutas interpretativas sobre, primero, la Marquesita como un arquetipo de las matronas literarias y, segundo, el mundo de La Sierpe como un descubrimiento para narrar Cien años de soledad (McGrady 314). Estas rutas han sido solo ratificadas o desarrolladas, en mayor o menor medida, por Gilard (1976, p. 154), Sims (1987, p. 46), Castaño Restrepo (2007, p. 264) y Sarango et al. (2017, p. 3).

Este artículo pretende abordar unas rutas complementarias a las anteriores con respecto a la fundación de una cosmogonía (leyenda) reportada por la crónica periodística de orden culturalista. Williams (1985) habla de «some of the journalism is cultural or literary commentary». Enfatiza que un vocablo como commentary es más apropiado que la etiqueta literary criticism (p. 117), por su gran variedad de temas e intereses, tales como el social, el político y el literario. En ocasiones, este tipo de escritura elude categorizaciones –advierte Williams (p. 118)–. Por otra parte, mi insistencia de que se trata de una leyenda es un esfuerzo por situar una expresión narrativa con antelación a la historia (history), es decir, anterior al logos no solo de la razón moderna sino también del tiempo lógico (¿lineal?), según lo articula el logos histórico. La materia narrada y el modo mismo de la crónica serpeña están muy alejados del proceder sistemático de algunas tradiciones historiográficas.

Así lo entiende el narrador del cuento «Los funerales de la Mamá Grande» (1962), por lo mismo recuesta el taburete a la puerta de la calle, para «empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores» (García Márquez, 2012a, p. 97). Esto lo dice justo al inicio del cuento y lo repite al final. En el último párrafo se lee que el narrador hace la tarea necesaria, posterior a los eventos grandilocuentes de los funerales, de contar la historia11 o, mejor, una leyenda: la leyenda de la Mamá Grande. Me he desplazado de la crónica al cuento para mostrar un par de coincidencias: la importancia de la leyenda y su modo de transmisión oral. La leyenda dice es una fórmula repetida que se encuentra en las crónicas. Las historias transmitidas oralmente sin la validación de la historiografía son, entonces, el texto y el modo de apropiación y de transferencia de la cultura.

La crónica reporta la leyenda

En relación con el cuento «Los funerales de la Mamá Grande», Vargas Llosa (1971) afirma:

El narrador ha hecho suya la perspectiva de la gente que, en la calle, chismea, murmura, se apodera de los hechos real objetivos y los manipula con la fantasía, aumentándolos, coloreándolos, mudándolos en mito y leyenda. (p. 451)

«El narrador se alinea con la perspectiva mítico-legendaria del pueblo» (pp. 449-450). Esto querría decir que existe una versión con la facultad de hacer pasar la materia narrada del mundo real objetivo al de la fantasía, el mundo mítico. Aun cuando existe literatura crítica suficiente para aceptar que la serie de La Sierpe sirve de matriz para el cuento mencionado, tal pasaje de lo real objetivo a lo mítico no se comprueba en las crónicas de La Sierpe.

El narrador de las crónicas muestra un universo que, a diferencia de lo expresado por Vargas Llosa para el cuento referido, y a diferencia del cuento «Blacamán el bueno, vendedor de milagros», ya existe instalado en el orden mítico de comprensión del mundo. Quizás sea exagerado hablar de un orden mítico del mundo a la manera como lo entiende Nietzsche en El nacimiento de la tragedia ([1872] 2000)12. Creo que, para La Sierpe, se está ante un microcosmos donde lo sobrenatural es orgánico con el orden natural de las cosas. Los regímenes, por un lado, racional, natural y de vigilia, y, por el otro, fantástico, sobrenatural y onírico, se conjugan. Incluso, podría entenderse que ese microcosmos pone en escena un universo simbólico, quizás, inédito en la producción periodística y cuentística garciamarquiana de aquel entonces. En esta perspectiva fundacional y singular, se deben entender las palabras «La Sierpe, un país de leyenda dentro de la costa atlántica de Colombia» (García Márquez, 1985, p. 5). «Un país de leyenda» es una realidad existente a la llegada del narrador-reportero, no es el resultado de una narrativa que arribara a lo legendario. En otras palabras, lo mítico –según Vargas Llosa o Sims– o lo legendario no es un efecto semántico. Al contrario, es una visión de mundo que existe antes de la crónica.

En la primera crónica, «La Marquesita de La Sierpe», no hay ningún enunciado con un acto equivalente a recostar un taburete y, ahora sí, contar los hechos. En el cuento «Los funerales de la Mamá Grande», el narrador es testigo directo de los acontecimientos. En las crónicas de La Sierpe, la leyenda antecede al oficio del cronista. Los hechos preceden a la narración periodística. El tiempo verbal de las crónicas es el presente, pero su referente se ubica en el pasado: «Hace algunos años» (García Márquez, 1985, p. 5) es la primera frase de las crónicas. El presente de la enunciación es, entonces, el tiempo del reporte que hace la crónica13. El presente es el tiempo que habita el cronista y en el que tiene acceso a la leyenda. El presente, solo en apariencia, sería el tiempo de enunciación de la leyenda: «La leyenda dice» (p. 7), «dice la leyenda» y «la leyenda agrega» (p. 8). No obstante esa conjugación verbal, el presente no es la temporalidad simbólica del mito. Esta sería un pasado atemporal. Al respecto, Sims (1978) recuerda de Lévi-Strauss su idea de que el valor del mito es que el específico patrón descrito es atemporal (p. 15). Por lo mismo, el presente simple de la conjugación verbal en «dice la leyenda» es, en realidad, la temporalidad en que el cronista reporta la leyenda.

La crónica de García Márquez a su vez precisa que el presente no es el tiempo de la leyenda. Las coordenadas temporales de esta –como la misma ciénaga serpeña– tienen límites borrosos, que van desde un pasado remoto cuando La Marquesita vivía: «Los más viejos habitantes de La Sierpe oyeron decir a sus abuelos que hace muchos años vivió en la región» (García Márquez, 1985, p. 7), hasta un presente habitado por la idolatría popular –rezagos de la antigua veneración a La Marquesita– y una suerte de interacción carnavalesca con la muerte a la que se le canta «La zafra del dolor profundo». Así que el tiempo de enunciación de la leyenda es, en rigor, arbitrario, borroso o, mejor, distendido. Va desde el pasado del referente hasta que este coincide con el presente de la enunciación.

Para los eventos más contemporáneos referidos por la crónica, la conjugación verbal es el presente perfecto, cuyo pasado alcanza el presente: «La idolatría ha adquirido en La Sierpe un extraordinario prestigio» (p. 15, énfasis mío). Aquel presente de los pobladores de La Sierpe, ubicable a inicios de la década de los cincuenta, se extiende al siglo xxi. La leyenda sigue viva: las peregrinaciones en San Benito Abad (departamento de Sucre) –zona de influencia de la Ciénaga Grande, para adorar a un Cristo negro llamado Milagroso de la Villa– dan fe de esa actualidad. En la procesión de 2008, asistieron cerca de tres mil creyentes, y José Chadid, sacerdote de la Villa de San Benito, afirmó que en la procesión anual «es donde se escucha que Dios se salió de la Biblia» (Martínez, 9 de marzo de 2008). La crónica, una vez más, contiene a la leyenda. Los eventos fabulosos se hacen comunicables y entendibles al lector gracias a la crónica. De alguna manera, la crónica historiza la leyenda: la organiza en un orden cronológico que va desde el pasado arcaico hasta el presente del muerto alegre.

Intentaré demostrar que, a pesar de ese intento de historización (contención), la leyenda desborda a la crónica. Esto es así en varios sentidos. Primero, la crítica ha resaltado más los temas realistas mágicos que sirven para una crítica genética, como la ampliamente atendida por Conrado Zuluaga (2015)14. Segundo, la leyenda reportada afecta incluso la tipología textual de la crónica, y por extensión al periodismo de García Márquez, hasta el punto de ser calificados como literarios (Williams, 1985) o mágicos (Herscovitz, 2004). Tercero, obliga al lector de la crónica adoptar códigos de lectura no canónicos, como si estuviera frente a la literatura fantástica (McGrady, 1972). Cuarto, que es mi tarea en lo que sigue, la leyenda se irradia por los personajes, el espacio, la cosmovisión y la cotidianidad del universo narrativo hasta hacer viable que las fronteras de lo ontológico y lo metafísico, entre lo imposible y lo probable, entre lo veritativo y lo verosímil, se disuelvan.

Los habitantes de La Sierpe y su realidad son sobrenaturales. Incluso aquellos que no fueron herederos de los poderes de La Marquesita interactúan con esa realidad sobrenatural sin asombro. La hechicería es una práctica cotidiana. Esto se comprueba con la calma que un hombre llega al consultorio médico «para que me saque un mico que me metieron en la barriga» (García Márquez, 1985, p. 5). «Lo ordinario de lo sobrenatural es el gran marco para que a ciertos personajes se los trague la leyenda» (p. 21). No se trata de un pasaje de lo real objetivo a lo imaginario o fantasioso, sino que la leyenda es una narrativa que va a fijar justamente los rasgos memorables, hiperbólicos, de sus personajes. Así las cosas, los personajes por ser fantásticos se convierten en leyenda.

Devenir leyenda no es una nueva condición, es una fijación narrativa de su existencia. No cabe duda de que La Marquesita es el personaje más potente en este mundo. Sin embargo, hay otros habitantes que se vuelven personajes legendarios por su osadía; tal es el caso del hombre del pie hinchado, quien trató de alcanzar el tesoro escondido de La Marquesita. Este personaje es muy importante para entender los dos niveles textuales que ocupa la leyenda. Esta es memoria y modo de narración. Solo por esta doble dimensión es posible que la leyenda cuente la historia de un hombre que pisó la leyenda.

Para entender el caso del hombre del pie hinchado es necesario situarlo en el contexto de ese mundo de leyenda que es La Sierpe. La Sierpe es un microcosmos dentro del caribe colombiano. De ahí que la serie completa haya recibido el título de «Un país en la costa atlántica». Al tiempo es un universo narrativo autosuficiente (Sims, 1987, p. 46). La Sierpe nace como universo asimilable a lo mítico por su vinculación a la muerte de La Marquesita:

Concentró frente a su casa sus fabulosos rebaños y los hizo girar durante dos días en entorno a ella, hasta cuando se formó la ciénaga de La Sierpe, un mar espeso, inextricable, cuya superficie cubierta de anémonas impide que se conozcan sus límites exactos. (García Márquez, 1985, p. 8)

El elemento agua se ha registrado en diversos relatos fundacionales, forma parte de las mitologías cosmogónicas. También está asociado a la figura femenina. En esta primera crónica, se tiene la conjunción de una suerte de diosa creadora y un mundo acuoso. La Sierpe ya existía, pero su constitución en «país de leyenda» obliga a ser una ciénaga y a tener límites imprecisos. Esta cosmogonía permite sostener que la leyenda «se traga» tanto al personaje central como a su universo.

La leyenda, cuenta la crónica, además va a infestar de «realismo mágico» al arrocero que intentó alcanzar el tesoro de La Marquesita. Su viaje es un desplazamiento a la leyenda misma. En el centro de la ciénaga, la creencia popular afirma, se encuentran enterrados los grandes tesoros de La Marquesita. «Allí hay un totumo con calabazos de oro al que se le tiene amarrada una canoa, y a esta la custodian culebras gigantes y caimanes blancos» (p. 8). Él va a ser testigo y testimonio de que sin lograr tocar el centro de la ciénaga-universo-leyenda, y con esa imposibilidad se le mantiene en el plano del deseo, fue suficiente con acercarse para que su pie sufriera una hinchazón monstruosa (García Márquez, 1985, p. 8).

Su monstruosidad no es signo de caída como lo es la cola de cerdo en Cien años de soledad. Otra caída se registra en la serie: al hombre que trató de robarse la dote de Jesusito se le hincharon las manos. Eso sí, la deformidad es un estigma que documenta la facticidad de la fantasía. Entonces, la hinchazón es el efecto, en el plano de la realidad, del atrevimiento, y el calificativo monstruoso es su medida.

El hombre del pie hinchado luciría con satisfacción su monstruosidad por «ser el único hombre de La Sierpe que se ha atrevido a pisarle los terrenos a la leyenda» (García Márquez, 1985, p. 9). La deformación es la marca de su heroísmo. Son los riesgos que se corren en las expediciones a mundos perdidos o arcaicos, como el paraíso. Ese árbol de totumos de oro parece una alusión al árbol bíblico. La secularización recreada en la crónica no resalta la prohibición, opera con vigor la comprobación de que la leyenda es cierta. La deformación no es castigo por la transgresión, es una prueba de que lo fantástico tiene concreción en el plano de la realidad. Esto que le ocurrió al ambicioso arrocero no lo cuenta la leyenda, no forma parte de esa fijación narrativa. El lector sabe del suceso y travesía del hombre del pie hinchado por la crónica, y el cronista se informa por el mismo aventurero: «La descripción que hace el hombre de su aventura» (p. 8). En consecuencia, la leyenda «se traga» al hombre por su pie y también por su relato. La descripción de la travesía hecha por el arrocero –reporta la crónica– «es tan fantástica como la leyenda de La Marquesita» (p. 8). Finalmente, la crónica no es una memoria de hechos objetivos. No tiene una pretensión de verdad científica. La crónica es un registro subjetivo, mediado por la tradición oral. Con la serie de La Sierpe, el lector está ante una crónica del deslizamiento: de lo fabuloso a lo real; pero una realidad excepcional, solo posible en un país de leyenda. Esto es justamente lo contrario al movimiento que advertía Vargas Llosa de tomar el mundo real objetivo y trasladarlo a lo mítico-legendario.

La Sierpe es un universo erráticamente cerrado

La Sierpe es un «país de leyenda» (García Márquez, 1985, p. 5), pero posee un estatuto de realidad ontológico: se le ubica en el mapa político territorial de Colombia. Para la década de los cincuenta, el departamento de Bolívar comprendía los actuales departamentos de Córdoba, Sucre y Bolívar. La crónica sitúa la ciénaga serpeña al sureste de aquel Bolívar, entre los ríos San Jorge y Cauca, y «más allá» de puntos de referencia como La Mojana y La Guaripa. Actualmente La Sierpe se encuentra al sur de Sucre. Hoy es posible hacer el recorrido en auto desde Magangué (Bolívar) hasta La Sierpe, por la vía a Corozal, en busca de mejor pavimento. Son aproximadamente 260 kilómetros, para recorrerlos en unas cinco horas15. Hace casi setenta años, al joven cronista le tomó tres días hacer la misma travesía. A tal peregrinación le adjudico la misma importancia que tuvo el éxodo de los Buendía que los conduciría, en últimas, a la fundación de Macondo. Ahora bien, en el caso de la crónica su relevancia es mayor porque se trata de un viaje que conduce de la realidad al mito. Una incursión por el territorio que parece ser un viaje por el tiempo, al pasado, a la atemporalidad de la leyenda.

Dada la importancia referida, es oportuno ofrecerle al lector de hoy una reconstrucción de aquella peregrinación emprendida por García Márquez a los 25 años, de la que dejó registro en su crónica (cfr. García Márquez, 1985, p. 5). La crónica no registra la partida desde una ciudad cercana de referencia como Santa Marta o Mompox. Menciona un lugar más liminal como Magangué. Este punto de partida no es urbano (civilizado) ni propiamente la selva o la pampa (salvaje). Es asimilable al lugar que ocupan los llanos, en La vorágine, un interregno entre Bogotá y el Amazonas. En Magangué se toma una lancha para el puerto de Sucre, lo que demora unas «pocas horas» (mapa 1).


Mapa 1

Fuente: Instituto Geográfico Agustín Codazzi de Colombia: Carta General del departamento de Bolívar, año 1961, escala 1:100.000. Mapas aerofotogramétrico con base en fotografías de diciembre de 1953 a febrero de 1955. Fragmento de la plancha 53.

Como puede verse en el mapa 1, el primer trecho del recorrido se hace por el brazo La Loba; es bastante navegable, mientras que en el trecho por el río San Jorge el camino se angosta. El último trecho, ya por el brazo de La Mojana, es un caño considerablemente más angosto y de navegación más lenta. De puerto Sucre a La Guaripa se tarda «medio día» y ahora el viaje se hace en bestia (mapa 2). El recorrido se emprende por la sabana entre diversas ciénagas, intercalándose senderos y caminos de herradura y carreteables. Es notorio que la ruta no se puede realizar de manera más recta, y debe ir muy al occidente hasta Concepción, La Estrella y, por fin, La Guaripa.


Mapa 2

Fuente: Instituto Geográfico Agustín Codazzi de Colombia: Carta General del departamento de Bolívar, año 1961, escala 1:100.000. Mapas aerofotogramétrico con base en fotografías de diciembre de 1953 a febrero de 1955. Fragmento de la plancha 63.

El último tramo (mapa 3), de La Guaripa a La Sierpe, toma «dos días de viaje con el agua y el cieno a la cintura» (García Márquez, 1985, p. 5). En este punto parece que la topografía sinuosa y demandante se sincroniza con un mundo de fantasía al que está por arribarse. Es una suerte de locus terribilis, de alta demanda física y mental, acorde con un pasaje no tanto de iniciación sino de cruzamiento a una nueva forma de la realidad. Finalmente, las convenciones cartográficas representan La Sierpe como un gran pantano, produciendo una bella textura que destaca sobre el espacio en blanco que prevalece en el mapa 3. La dimensión de La Sierpe supera en mucho a la ciénaga colindante con Majagual, y esto es una medida del universo narrativo donde nos va a instalar la crónica y una medida del universo hiperbólico de La Marquesita.


Mapa 3

Fuente: Instituto Geográfico Agustín Codazzi de Colombia: Carta General del departamento de Bolívar, año 1961, escala 1:100.000. Mapas aerofotogramétrico con base en fotografías de diciembre de 1953 a febrero de 1955. Fragmento de la plancha 73.

Los mapas ayudan a los lectores de hoy a hacerse una idea más ajustada del aislamiento de ciénaga de La Sierpe. Aunque la crónica consigna que no está totalmente incomunicada: los comerciantes de arroz realizaban la travesía en busca del buen y nada costoso grano de arroz cultivado en los tremedales serpeños. Si la ida a La Sierpe parece difícil, el regreso es casi imposible. La crónica pareciera advertir que es un viaje en una sola dirección y que no exagera con su subtítulo «Viaje sin regreso» (García Márquez, 1985, p. 5). El mundo narrativo de La Sierpe «se traga» a quienes incursionan en él. El país de leyenda se cierra tras el ingreso de los visitantes. El excursionista que se prepara para el regreso puede ser dado de muerte bien sea por un acto de violencia («a machetazos») o de hechicería («con el vientre lleno de ranas»).

¿Qué puede determinar que a pesar de haber «nada de extraño» (García Márquez, 1985, p. 6) en la imposibilidad de salir de La Sierpe, los comerciantes de arroz sí puedan, al parecer, entrar y salir con libertad? Quizás la cerrazón del universo narrativo sea parcial. El incursionar de los comerciantes de arroz es superficial y, sobre todo, pragmático. Apelando a las categorías marxistas de valor de uso y de valor de cambio, empleadas por Sims (1987), puedo afirmar que el valor de cambio resulta intrascendental para esa cosmovisión. Mientras que el verdadero bien preciado son los poderes (provenientes) de La Marquesita. Estos son un valor de uso, desvinculados de la producción y acumulación de bienes de consumo. Nótese que la industria está ausente en este mundo.

La apreciación y valoración que tienen esos poderes están asociados a una fuerza de trabajo más directiva que productiva. Lo productivo puede provenir de dos fuentes: la industrial, resultado de la tecnificación de la producción material. La otra sería burocrática, a saber, la institucionalización de la cadena de mando y una burguesía en busca de reconocimiento. Ninguna de estas dos fuentes se comprueba en el orden social de La Sierpe. Es una organización directiva por su origen aristocrático marqués, pero sin descendencia, sin transmisión sanguínea (La Marquesita muere virgen). Entonces es una degradación plebeya.

En la crónica, se procuran actividades libres de esfuerzo y que preservan el tiempo para el ocio: se puede desmontar el terreno o curar a las personas y los animales enfermos sin moverse de la hamaca (García Márquez, 1985, p. 12). Adicionalmente, no se puede recibir dinero por los servicios «porque ello haría ineficaz su poder» (García Márquez, 1985, p. 11). Sin embargo, sí se tiene licencia para aceptar obsequios como animales u objetos, o que los pacientes trabajen para el curandero (p. 11). Esto corresponde más a una actividad tribal del trueque o, mejor, a las prácticas de reciprocidad precapitalistas. Lo anterior «significa que su trabajo no se transforma en un producto y que no usa su poder como medio de producción», luego «en La Sierpe prevalece el valor de uso» (Sims, 1987, p. 50).

Los comerciantes de arroz foráneos están instalados en la ley económica del valor de cambio, por lo mismo no atentan contra los valores trascendentales de La Sierpe. Caso contrario ocurre con aquellos visitantes que, a lo mejor, sean «mensajero[s] de nuevas fórmulas para enriquecer la hechicería». Los serpeños no tienen inconveniente de derribarlos a machetazos (García Márquez, 1985, p. 14), porque estos, y no aquellos, son quienes atentan contra los valores auténticos, los poderes sobrenaturales, de La Sierpe. En consecuencia, el mundo se cierra como recurso para mantener su cohesión y articulación.

La Sierpe se funda como un mundo acuoso, ya lo mencioné, con la muerte de La Marquesita. Será un mundo cerrado de muchas formas. No en un sentido de impedir la entrada y salida. Es un mundo sinuoso con una topografía entreverada o, mejor aún, laberíntica. Su territorio geográfico enmarañado es solo un anuncio de la cartografía cultural de la zona, a saber, la cerrazón social es errática. En mi entender, esta es la única manera en que un universo cerrado se hace comprensible, hoy. Los hombres actuales han heredado un mundo fracturado por la experiencia trágica, por la pregunta filosófica. Los tiempos míticos en que las leyes y la voluntad de los dioses hacían homología incuestionable han quedado atrás. Lukács (1985) enseña que:

El círculo en el cual viven metafísicamente los griegos es más pequeño que el nuestro, por eso no podemos nunca introducirnos vivos en él; o, por mejor decir: está para nosotros roto y abierto el círculo cuya cerrazón constituye la esencia trascendental de su vida; porque ya no somos capaces de respirar en un mundo cerrado. (pp. 301-302)

El aislamiento geográfico propicia un cierre pero no lo crea. Así mismo, que la dificultad sea el salir y no el entrar da el sentido de que es móvil en el gesto de cerrarse y abrirse –como un laberinto que tiene puertas para intercambiar con el exterior–. Allende la idea de una suerte de determinismo que ya sea por violencia o hechicería castiga mortalmente el intento de salir, la crónica también registra casos en que los pobladores no desean irse. Su permanencia parece libre de coacciones. La diferencia es que estos arraigados son presentados como habitantes (¿permanentes?) y no como gente de paso, lo que implica una simbiosis heterodoxa entre el lugareño y el territorio: «A los habitantes de La Sierpe nada los hará abandonar su infierno de malaria, de hechicería, de animales y supersticiones» (García Márquez, 1985, p. 6).

La referencia a la hechicería y las supersticiones es el lazo vinculante con su dimensión legendaria. En la tradición griega, explica Lukács (1985), los mundos cerrados se asemejan al círculo. Esto expresa su homogeneidad interior. La figura del círculo, forma de la perfección cósmica, tiene la cualidad de que su centro es equidistante en cualquiera de los puntos de su periferia. Existe una certeza absoluta en hallar el centro, siempre con la misma fórmula, desde cualquier lugar del límite. En la fundación pantanosa de La Sierpe, es decir, en el tiempo fundacional fabuloso, los rebaños giraron en torno a ella, sin producir claramente una figura circular. La Marquesita tendría que ser el centro de ese círculo imperfecto.

En La Sierpe legendaria, no en la real, el tesoro más grande –el secreto de la vida eterna (García Márquez, 1985, p. 8)– está oculto en el centro. En una lectura racional, el tesoro debería estar bajo el lecho de muerte de La Marquesita. Habría, así, dos razones para hacer fácilmente hallable el tesoro. Sin embargo, ese lugar se mantiene inalcanzable, y se sabe de él solo por tradición oral (García Márquez, 1985, p. 8).16 En este momento, la leyenda se ha tragado también La Sierpe real, se ha cerrado sobre ella. Por lo tanto,

Ante la imposibilidad de decidir sobre lo que está dispuesto a aceptar como verdad y lo que prefiere considerar como elemento fantástico, el lector acaba por suspender su habitual criterio de realidad y entra de lleno, encantado, en el mundo maravilloso de La Sierpe. (McGrady, 1972, p. 314)

Como lo expresa McGrady en las últimas palabras de la cita, el lector «entra de lleno» en el acto de lectura al mundo narrativo de la leyenda. El pacto de lectura para su mejor comprensión obliga a suspender la racionalidad occidental y a aceptar los códigos de este antecedente del realismo mágico: lo sobrenatural forma parte de la cotidianidad de los habitantes de la ciénaga. En este punto se tiene que La Sierpe es un país dentro del caribe sabanero por dos razones: su lejanía espacial y mental. Ingresar a ese universo implica abrazar sus lógicas, entre ellas, el sincretismo religioso: son católicos creyentes, y no tienen conflicto en adorar «cualquier objeto en el que ellos crean descubrir facultades divinas y les rezan oraciones inventadas por ellos mismos» (García Márquez, 1985, pp. 6-7). El origen de esa heterodoxia se puede ubicar en la persona y símbolo de La Marquesita.

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