Kitabı oku: «Heracles», sayfa 2

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Le puse una mano en el hombro y le miré a los ojos a través de las gafas.

—¿Qué pasa, tío? Tienes mala cara —le pregunté. Él se agachó, cogió su refresco de cola y dio un sorbo.

—No me encontraba bien. El ambiente está muy cargado ahí dentro. —Sabía que mentía. Compartíamos piso, íbamos a todas partes juntos, éramos como uña y carne. Casi se podría decir que hermanos. Por tanto, le conocía tan bien como se conoce uno a sí mismo. Acepté su embuste pues Arturo nunca contaba nada si no era esa su voluntad— ¿Vosotros cómo estáis? ¿Estáis disfrutando?

—Sí. Se está animando la fiesta ahora —dijo Carmen con una sonrisa en los labios. No parecía nada preocupada por nuestro amigo, como si no se diera cuenta de que estaba ocurriendo algo que Arturo no nos quería contar—. Me ha dicho Belén que unos chavales le han pedido al pinchadiscos el Thriller, de Michael Jackson. Vamos para allá antes de que nos la perdamos, que esa se os da muy bien bailarla.

En eso no le faltaba razón —no como en otros muchos aspectos de la vida— ya que Arturo y yo pasábamos la mayor parte del tiempo haciendo tonterías, como imitar a cantantes famosos. Yo tenía predilección por Masiel y su La La La o por Frank Sinatra con cualquiera de sus canciones, mientras que él prefería una voz más grave como la de Miguel Bosé (su imitación de Super, Superman era perfecta) o Alaska.

—¿Los demás siguen dentro? —Yo asentí y pregunté por el porqué de la cuestión.

Arturo se agachó de nuevo para recoger la lata del suelo otra vez, se la bebió de un trago, alzando la cabeza tanto como pudo y mostrándonos su nuez unida a una gran garganta que sobresalía de su cuello fino y largo. Cuando se acabó el refresco, bajó la cabeza y habló mientras comprimía la lata entre sus manos con una fuerza demasiado intensa para esas horas de la noche.

—Me parece que me voy a ir. —Lanzó la lata compactada a la calle, sin importar sus principios ecologistas, y nos dio la espalda a la vez que buscaba en el bolsillo de su pantalón las llaves del seiscientos.

—¿Cómo que te vas, tío? Que estamos en lo mejor de la noche —exclamé y le rogué que se quedara por dos motivos: el primero, que aquella retirada suponía que estaba en lo cierto y no me gustaba la idea de dejarle conducir solo por la noche en ese estado de preocupación; el segundo, que no me apetecía volver a casa andando.

—Me voy. No me encuentro bien. Nos vemos mañana —dijo sin darse la vuelta. Abrió la puerta del coche y antes de introducirse en él, se giró y apoyó el brazo sobre la ventana de la puerta—. Despedíos de los demás por mí y tened cuidado al volver. Me gustaría quedarme, en serio, pero no me encuentro bien.

Carmen guardó silencio y lo miró con ternura. Yo le sonreí con resignación y cariño. Arturo siempre trataba de demostrar que le importábamos y cada vez que tenía un comportamiento egoísta nos hacía ver que contaba con nosotros antes de tomar cualquier decisión. Aquella era su forma de disculparse por pensar en sí mismo antes que en todos nosotros, actitud que rara vez adquiría.

—Tranquilo, volveremos dando un paseo. —Carmen le restó importancia al hecho de volver andando.

—O mejor dicho, yo volveré andando y tú volverás en brazos, porque como sigas bebiendo no vas a poder mantener el equilibrio —le comenté a Carmen entre risas y ella me golpeó el brazo repetidamente sin llegar a hacerme daño.

—Ojalá tengas que cargar conmigo todo el camino. Así tendrías motivos para quejarte.

Arturo nos miraba con una sonrisa forzada que ocultaba una profunda tristeza. Volvimos nuestras miradas hacia él para hacerle partícipe de nuestros chistes, pero él no habló. Tan sólo se acercó a nosotros, nos abrazó a los dos al mismo tiempo y susurró:

—Feliz Año Nuevo, chicos.

—Feliz Año Nuevo, Arturo —respondió Carmen con voz maternal.

Arturo se separó y se sentó en el asiento del conductor. Cerró la puerta, arrancó el coche y nos apartamos para ver cómo aquella cáscara de nuez se volvía cada vez más pequeña según avanzaba por las calles de asfalto mojado naranja, entre los edificios coloridos que según ascendían hacia el cielo desaparecían difuminados en una noche sin luna.

***

—Entonces, esa noche Arturo Aguilar se fue a casa pronto. —Wilson resaltó ese hecho interrumpiendo a Cruz. Éste entornó un poco las cejas y asintió, sin saber cuál era la relevancia de ese hecho.

—¿Importa?

Wilson, que estaba reclinado hacia delante en el asiento, como muestra de interés, se recostó al sentirse amenazado por el tono de Cruz. Cruz por su parte interpretó este gesto como un signo de relajación del policía en este inciso del relato.

—Según tengo entendido, Arturo Aguilar se vio muy involucrado en el caso tiempo después. Demasiado diría yo. Es una figura a la que no me gustaría perder de vista en esta historia.

Enfurruñado, Cruz comprimió sus labios al sopesar si confiar o no en el policía. A medida que avanzaba la entrevista, la situación se le hacía más extraña. ¿A quién había dejado entrar en su casa?

Wilson volvió a reclinarse hacia delante y estiró las palmas de las manos hacia el techo con calma.

—¿Ocurre algo?

Cruz decidió darle un voto de confianza. Este sentimiento de repulsión hacia el interrogatorio venía dado por los recuerdos y las experiencias vividas en aquella época. Se juró hacía años que no volvería a hablar sobre los hechos acontecidos en 1987 y ahora estaba rompiendo esa promesa.

—Nada… ¿Por dónde íbamos? —Restó tensión al asunto al cambiar de tema.

***

Gracias al sello de nuestra mano, una mancha borrosa de tinta azul que se suponía que representaba el logo de la discoteca, pudimos entrar de nuevo en ella. El calor del local nos golpeó la cara y nuestras pieles sintieron el contraste con el frío, no sólo invernal, sino húmedo y nocturno del exterior. La discoteca, que tenía un recibidor que daba a un vestíbulo más amplio y después a la pista de baile, estaba repleta de humo, como si una niebla con olor a tabaco y a marihuana hubiera invadido la sala con el fin de hacer más borrosa la imagen de un ambiente que ya era totalmente difuso.

Carmen me agarró la mano y tomó la delantera. Sin mirarme se cruzó en mi camino contorneándose aunque, la verdad sea dicha, le faltaban curvas y esos movimientos, que pretendían ser atractivos y provocativos, se quedaban en pequeños saltos acompasados de forma elegante. Después se giró y en sus ojos vi una chispa de lujuria, de ferocidad, que pretendía que atrapara su cuerpo entre mis brazos mientras bailábamos. Así que la seguí sin apartar mis ojos de los suyos, dos esferas completamente negras rodeadas por párpados rasgados. Nuestros cuerpos, rodeados de muchos otros sudorosos, se juntaron y nuestras manos paseaban por cada pliegue de nuestra ropa. Mientras tanto seguíamos mirándonos.

De repente, noté un empujón por la espalda tan fuerte que tropecé con Carmen, que cayó al suelo, húmedo por el alcohol derramado a lo largo de la noche. Me giré para ver quién me había propinado semejante golpe y vi que se trataba de Javier Alcázar, despeinado y con las ropas arrugadas. En su mejilla, pese a la poca luz que había en el local, se apreciaba la forma de una mano impresa en la piel.

—¡Hijo de puta! Mira por dónde vas —le grité. Después me giré hacia Carmen y le ayudé a levantarse. Me aseguré de que estaba bien. Entonces noté una mano en el hombro.

—¿Qué me has dicho? —Era Javier Alcázar. Sus ojos mostraban una cólera irracional, contenida por la mandíbula apretada. Los pelos engominados que caían por su frente como lianas de la jungla y el sudor que bañaba su cara mezclados con las arrugas de la ira le daban un aspecto temible, aunque yo traté de contener la calma y, ni mucho menos, dejarme intimidar.

—¿Sabes qué? Déjalo. No quiero líos.

Me volví a girar hacia Carmen, le puse una mano en la cintura y la invité a caminar hacia el gentío. Pero Javier no se dio por vencido: según nos alejábamos, me escupió en la nuca. Me llevé una mano al cuello y noté el líquido pegajoso con algún que otro grumo de la flema que llevaba el escupitajo. Carmen se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasar cuando dejó de notar mi mano en la espalda. Encaré a Javier, que balbuceaba palabras incoherentes por la borrachera, y lancé un derechazo que aterrizó en su mandíbula, justo debajo de la marca de la mano. Rotó sobre su cuerpo y cayó al suelo. Iba a lanzarle una patada pero un chico grande me detuvo, me rodeó con sus brazos y me sujetó. Trataba de tranquilizarme con frases que yo no escuchaba. En mis oídos, sus palabras se fundían con la música que el pinchadiscos había puesto a todo volumen.

Javier Alcázar se levantó con torpeza y se marchó sin mirar atrás y profiriendo maldiciones por todo el recorrido hasta la salida de la discoteca. Ni siquiera recordó coger su abrigo del guardarropa.

Aquella fue la última vez que vimos a Javier Alcázar vivo.

***

—¿Ya está? —preguntó Mooney.

—¿Cómo que si «ya está»? —Cruz no entendía a qué se refería Wilson.

Éste se aclaró:

—¿Esa fue la última vez que visteis a Javier Alcázar? ¿Sabes qué hora podía ser? ¿Sabes adónde fue? —Wilson enumeraba las preguntas que surgían en su mente, preguntas que Cruz sólo se había planteado años atrás, antes de que decidiera olvidar.

—No tengo ni idea de qué hora podría ser. ¿Acaso crees que tengo tan buena memoria? —se molestó Cruz por la insistencia del hombre.

—Necesito recapitular todo lo ocurrido entonces. Me convendría que intentaras recordar. Todo lo que me digas puede serme de ayuda.

—En esa noche no vas a descubrir nada más —le aseguró Cruz, aunque después hizo una aclaración—. Al menos por mi parte.

Wilson golpeó su libreta con el bolígrafo un par de veces.

—Háblame de lo que ocurrió después de la desaparición de Javier Alcázar.

Cruz se mojó los labios con la lengua. Asintió un par de veces, según recordaba y organizaba toda la información.

—¿Has oído hablar de la fatalidad del destino? A Arturo y a mí nos golpeó como huracán que removió todo en nuestras vidas.

Capítulo II:

Esferas de humo

Arturo Aguilar tintineaba sus dedos contra las uñas, destrozaba el nácar de sus uñas al estamparlas contra la mesa. Sus manos, que años atrás podrían haberse asemejado con las de una estatua renacentista, ahora estaban arrugadas por las venas que hacían de su piel un mapa topográfico, cubiertas en su totalidad de poros abiertos y vellos negros y duros, enredados como hierbas secas. Tenía la mirada perdida en las estrías de la mesa, que le recordaban a ríos de aguas rojizas por el alto nivel de hierro que poseían las tierras por las que corrían.

—¿No tiene nada más que contar acerca de aquella noche? —insistió por enésima vez Wilson Mooney.

Arturo levantó la cabeza como si estuviera expulsando humo imaginario por la boca, emitió un sonido largo, sin significado, desde el fondo de la garganta y esculpió en sus labios un arco con el que indicó al periodista que, en efecto, había acabado su explicación de los hechos de aquella noche. Por si acaso, lo explicó con palabras:

—Ya le he dicho que me fui pronto de la fiesta. Yo no vi salir a Javier Alcázar de la discoteca. Es más, ni siquiera le vi aquella noche. Me dijeron que estuvo en el local días después cuando se encontró el cuerpo.

—Así que no hizo nada más: fue a la discoteca, estuvo un par de horas y se marchó porque se encontraba mal —repitió con ahínco Wilson.

—¿Está sordo o es estúpido? —le espetó Arturo con un nivel de alteración que comenzaba a elevarse sin freno— Pasemos a otro tema antes de que cambie de opinión y le eche de mi casa.

Wilson suspiró con la boca cerrada, expulsando el aire por la nariz, se rascó la sien y pasó la página de su libreta. Golpeó varias veces con la punta del boli uno de los renglones dibujado en el papel y, tras dejar varios puntos diminutos de tinta en él, comenzó de nuevo con sus preguntas:

—¿Cuándo se enteró de la desaparición de Javier Alcázar?

***

La mañana del 1 de enero de 1987 la recuerdo con bastante claridad. Me desperté antes que nadie y salí de mi cuarto tratando de no hacer ruido al andar sobre la madera reluciente. El piso estaba ordenado y limpio por lo que no parecía un habitáculo de estudiantes. Esto se debía a que tanto Cruz como yo éramos bastante ordenados, aunque Cruz era mucho más meticuloso —casi maniático— en este aspecto. Mi compañero de piso era incapaz de vivir entre la suciedad, el polvo en las estanterías le ponía nervioso y siempre fregaba los platos después de comer y los metía en el lavavajillas. Ni siquiera rompía sus hábitos de limpieza cuando tenía asuntos más importantes que tratar. Yo, por otro lado, era más descuidado y muchas veces dejaba mis pertenencias en desorden aparente pero a la vista, de manera que pudiera disponer de ellas cuando las necesitara sin tener que buscarlas o recordar dónde las había puesto. Cruz jamás entendió mi orden personal, así que yo lo limitaba a mi cuarto y trataba de llevar la limpieza de la casa con un rigor semejante al suyo, lo cual habría sido una hazaña si lo hubiera conseguido.

Fui a la cocina hambriento, sin pasar por el cuarto de baño antes para llevar a cabo el típico ritual de micción matutina. Allí cogí un par de mandarinas, llené un vaso con leche y busqué en vano algún posible rastro de croissants. Suspiré y me froté los lacrimales bajo las gafas para terminar de quitarme las legañas. Salí de la cocina y llegué al recibidor. Abrí un cajón del zapatero donde guardaba mi calzado y me enfundé los primeros zapatos que encontré. Cogí las llaves que se encontraban encima del zapatero y las guardé en uno de los bolsillos de la bata. Me miré en el espejo que había sobre el mueble: pelo ondulado y abultado, bata y pijama combinados con zapatos, ojeras que ocupaban la mayor parte de mi cara. Era la imagen perfecta para ir a comprar croissants aquella mañana.

Salí del piso lo más rápido que pude para no hacer ruido al cerrar la puerta. Bajé las escaleras de madera chirriante y barandilla de hierro, que descendían por todo el edificio en espiral. Llegué al vestíbulo, donde el suelo pasaba a cubrirse por baldosas romboidales de granito negro y blanco, como si fuera un tablero de ajedrez enorme. Toqué el pomo de la pesada puerta principal y aparté la mano con rapidez. Estaba helado, frío como el hielo. Entonces, y solo entonces, se me pasó por la cabeza la idea de que salir a la calle vestido con un pijama y una bata tal vez no fuera la mejor de mis ideas. No obstante, ya era tarde para echarse atrás. Me calenté la mano con el aliento y salí a la calle. El invierno me felicitó la entrada del nuevo año con una ráfaga de viento glacial. Antes los inviernos en Madrid eran duros. La ciudad se veía envuelta en un frío seco que obligaba a los madrileños a achinar los ojos para poder ver bien sin sentir molestias y que resecaba la piel haciendo que en su superficie aparecieran grietas como en el suelo de un lago seco. Crucé la calle corriendo y llegué a la pastelería. Al entrar, sonó una campanilla que se encontraba suspendida sobre la puerta y la panadera, que ejercía el oficio de pastelera a la vez, lanzó un vistazo a la entrada de la tienda mientras despachaba a una señora de avanzada edad que recogía una barra de pan con la mano temblorosa. La despidió con una felicitación por el nuevo año y ella se la devolvió acompañada de una sonrisa.

—Menudas pintas tienes esta mañana, Arturo —comentó cuando me acerqué al mostrador. Ella tampoco tenía un aspecto muy agradable: ojeras, el pelo castaño despeinado y una bata blanca de algodón que cubría un jersey de lana hecho a mano.

—Ya… ¿Cómo es que abres en Año Nuevo? —Quise saber mientras ojeaba los estantes repletos de barras de pan integral, baguettes, croissants, magdalenas, colones…

—¿Si no abro yo quién va a dar pan a todo el vecindario? Me da igual que nadie abra esta mañana. Así me gano yo un dinero extra. —Sin preguntarme se giró hacia los estantes donde mis ojos se habían posado y cogió dos croissants que metió en una bolsa de papel marrón. Me los ofreció y yo le di el dinero que costaban los bollos de manera automatizada. Aquel ritual se había repetido tantas mañanas que sobraban las palabras en el proceso.

Me despedí con los croissants recién hechos y calientes en la mano y, justo ates de salir de la tienda, me encontré cara a cara con Rosa Alcázar, a la que conocía por la universidad, ya que coincidíamos en algunas clases, y con la que nunca había tenido una buena relación, pese a la brevedad de nuestras conversaciones. Tras evitar chocarnos en la puerta, me saludó con la cabeza. Estaba horrible: llevaba el vestido arrugado y cubierto por un abrigo que tenía una función más bien decorativa; el pelo, corto con un peinado muy moderno para la época, grasiento y los rizos del flequillo desafiaban a la gravedad; el maquillaje se le había emborronado por toda la cara, sobre todo el pintalabios, que le daba a su boca el aspecto de la de un payaso, y la sombra de ojos, que los asemejaba a los de un mapache. El resultado final era el de una chica que olía a alcohol, perfume de mujer mezclada con colonia de hombre y que, a juzgar por el pelo, había mantenido relaciones sexuales con un desconocido. Y digo desconocido porque era demasiado temprano como para volver a casa, la hora apropiada para huir de camas ajenas y de errores cometidos por el alcohol.

—Arturo… Joder… —hablaba con voz ronca por haber bebido y gritado mucho la noche anterior. Se llevó la mano a la cabeza y se frotó un ojo. Se manchó la mano con el maquillaje sin darse cuenta. Paseó su mirada con soberbia por mi atuendo— Al menos, tú tienes peores pintas que yo.

—Pero yo no huelo a vergüenza y arrepentimiento. —Dejé que pasara a la panadería y ella alzó uno de los lóbulos de la nariz con descaro para mostrarme su enfado. En otras circunstancias me habría contestado con un comentario hiriente, pero tendría un dolor de cabeza que le impediría decirme todo lo que se le pasaba por la mente acerca de mí.

Me disponía a marcharme, cuando me detuvo llamándome por mi nombre.

—¿Sabes dónde está mi hermano?

—¡Yo qué voy a saber! —Meneé la cabeza. La última persona en la que quería pensar en aquel momento era en ese joven egocéntrico y narcisista— Seguramente se haya metido en la cama de cualquier desconocida. Le viene de familia, al parecer.

Le dediqué una sonrisa y me marché de la panadería. Volví corriendo a mi edificio, muerto de frío. Todo mi cuerpo temblaba al subir las escaleras y, cuando entré en mi casa, noté el calor de los radiadores penetrar por los poros de mi cuerpo y erizar desde la raíz hasta la punta los pelos de mis brazos. Suspiré aliviado por la temperatura, me descalcé, dejé las llaves sobre el zapatero —no como los zapatos, que los tiré en una esquina— y fui de nuevo a la cocina.

***

Wilson terminó de escribir en la libreta. Posó el boli con lentitud sobre el papel.

—Así que aquella mañana fue la primera vez que se percató de que Javier Alcázar había desaparecido.

—Efectivamente —asintió Arturo—. La verdad es que para ser periodista repite mucho lo que digo. ¿Le cuesta enterarse de la historia? ¿No me explico bien?

—Veo que tiene muy poca paciencia —Wilson parecía estar burlándose de Arturo, como si disfrutara con la desconfianza del inquilino, incluso podría decirse que se sentía cómodo siendo un extraño.

Arturo gruñó, como un perro al que molestan cuando duerme.

—Yo no supe que Alcázar había desaparecido hasta días después, cuando la noticia se hizo pública en la prensa y el telediario. Sólo sé que aquella mañana ya no se sabía dónde estaba, por lo que la policía dedujo que desapareció la noche anterior.

***

Me fijé en una paloma enorme que se había posado en la barandilla del balcón mientras desayunaba. Estaba entretenido en untar crema de chocolate en el interior de los croissants, cuando como por arte de magia apareció la criatura volando y se situó frente a la puerta. Con el ojo naranja del lateral izquierdo de su cabeza miraba mis croissants con deseo.

Me sacó de aquel trance un gemido que rompió el silencio del piso. A continuación se escucharon varias risas tiernas intercaladas con vacíos de sonidos en los que, imaginé, mis compañeros de piso hablarían en susurros. Sexo matutino, ese era el motivo de los gemidos. Si se cumpliera la leyenda aquella de que las primeras horas del año reflejan cómo va a transcurrir el resto del año, Carmen probablemente se quedaría embarazada de Cruz.

Miré mi croissant, reblandecido por la leche, y me lo llevé a la boca. Por la puerta de la cocina apareció Cruz en calzoncillos y con una camiseta interior blanca y arrugada. Su rostro paliducho estaba más ojeroso que de costumbre, el gris bajo sus párpados hundía sus ojos verdes en su cráneo redondo y le daban un aspecto enfermizo. Tenía el pelo alborotado, aunque solía llevarlo muy despeinado, pero estaba grasiento y caído, como el de Rosa. Se rascó la entrepierna y se acercó a la nevera para beber agua de una botella de cristal que sacó del interior. Me fijé en que tenía las articulaciones de los dedos enrojecidas. Puso una mueca de desagrado, se acercó al lavabo y escupió el agua.

—No me gusta el sabor que se te queda por la mañana en la boca.

Dejó la botella en su sitio y sacó la leche. Por un momento temí que también fuera a beber del cartón sin utilizar un vaso, pero no fue así. Volví a fijarme en la paloma.

—¿Qué les dan de comer a las palomas? —Cruz se unió a la observación del pájaro— Parece un halcón de lo grande que es.

Cruz, como de costumbre, contestó con un comentario sin sentido y gracioso:

—Invítala a entrar y la preguntamos.

—«Le» —le corregí. Cruz no podía evitar ese deje madrileño.

—¿Cómo?

—Es «le preguntamos», no «la preguntamos» —me llevé de nuevo el croissant a la boca. Él meneó a la cabeza.

—¡Qué obsesión con el español! Por si no te has enterado, estudiamos inglés. —Lanzó un rápido vistazo al reloj que había sobre la puerta— ¡Por el amor de Dios! ¡Son las once de la mañana! Ya sé que es muy tarde pero me acabo de levantar. Ten un poco de compasión.

Acercó su mano a la bolsa de croissants y, antes de que la introdujera en busca del bollo que quedaba, le di una palmada en los dedos. Él la apartó rápidamente.

—Me gusta corregir a la gente. Además, así hago de ti un hombre bienhablado. —Cogí el croissant que quedaba— Vas a ser el próximo Cervantes.

Se sentó a mi lado con una taza de café que quedaba del día anterior, con la vista clavada en el bollo que me estaba comiendo, deseoso de hincarle el diente. Le pregunté cómo habían acabado la noche Carmen y él, aunque la respuesta era obvia: baile, Carmen alcoholizada, sexo y sueño.

—Estuvimos bailando un rato pero, cuando la fiesta empezó a decaer, cogimos un taxi (porque Carmen llevaba un buen pedo encima), vinimos a casa, nos acostamos y ya después a sobar —resumió.

—Sí —asentí— me enteré de la parte del sexo. Sin embargo, no sé si fue porque las paredes son de papel o porque gritáis como simios en celo.

—Las paredes son de papel, aunque me gusta más la opción de ser un simio, así que escojo la segunda.

Nos reímos y después comenzamos a desayunar en silencio. Cruz y yo teníamos la teoría de que los españoles solo callábamos cuando nuestras bocas estaban ocupadas en comer. Además, los dos estábamos roncos. Nuestras voces carraspeaban al emitir palabras, aunque no se trataba de afonía sino de falta de sueño. En un par de horas volveríamos a ser los mismos charlatanes que se preguntaban cómo era posible que ningún vecino se hubiera quejado de las risotadas y los gritos que proferíamos durante todo el día.

Carmen apareció hambrienta por la cocina y con una imagen muy desmejorada. Yo ya había acabado mi taza de leche y estaba dispuesto para vestirme, asearme y dedicarme a cualquier tarea productiva. Carmen besó a Cruz en la mejilla mientras este comía unas galletas que le habían manchado el bigote y la barba de migajas de pan. A mí me saludó con la mano pero sin mirarme, más centrada en uno de los armarios de pared de la cocina en el que guardábamos las galletas. Se preparó el desayuno y a la vez que yo me levantaba a fregar mi taza, ella se sentaba con la suya junto a Cruz.

—Te perdiste ayer una buena —comentó Carmen mientras mojaba una galleta en la taza.

—Lo siento, no me interesa participar en vuestras sesiones conyugales nocturnas —bromeé.

—¡No seas tonto! Me refiero en la discoteca.

—¿Cruz pegó a algún alma caritativa?

—¿Cómo lo has sabido? Te has encontrado con alguien esta mañana cuando has ido a comprar los cruasanes y te lo han dicho —aventuró Cruz. Yo dejé la bayeta con la que estaba limpiando la taza en la encimera y señalé mis nudillos, después los suyos. Él se miró la mano sin comprender y entonces vio el enrojecimiento de las articulaciones.

—Aunque sí me he encontrado a esta chica… —chasqueé los dedos para recordar su nombre— Rosa Alcázar. Estaba buscando a su hermano y tratando de disimular su vergüenza. Me pregunto a quién se habrá tirado. Debe de arrepentirse mucho. La he visto bastante afectada.

—¿Buscaba a su hermano? Creo que no se fue con nadie, así que estará en algún portal durmiendo la borrachera —dijo Carmen.

—¿No consiguió ligarse a ninguna chica? —pregunté sorprendido.

—A ninguna. Y menos después del puñetazo que le dio Cruz.

—¿Le noqueaste? —me dirigí a Cruz. Este asintió con la boca llena de comida. Me mostró sus dientes manchados de galleta viscosa y babeada.

—Definitivamente, tenía que haberme quedado. —Aclaré la taza con el agua del grifo y la sequé con una toalla de cocina. Después la coloqué en su correspondiente armario y salí de la cocina frotándome las manos.

Mientras Cruz y Carmen desayunaban, me dio tiempo a asearme, con ducha incluida, y a vestirme. La ducha ayudó a que el dolor corporal por el frío de la noche anterior se pasara. Las gotas caían sobre mi espalda como pequeños guijarros blandos que masajeaban cada surco de mi espalda y relajaban la tensión de mis trapecios, donde más notaba el cansancio acumulado por los estudios que las vacaciones de Navidad se veían incapaces de sofocar. Cuando salí de la ducha, entre el vaho que nublaba mi imagen en el espejo, me encontraba en un estado de trance que me hizo perder la noción del tiempo. Miré mis manos, mis brazos y después una visión panorámica de mi cuerpo entero, desde mi pecho hasta las puntas de mis pies. La humedad se adhería a mi piel como el rocío a la hierba en una mañana primaveral. Me invadió un sentimiento de melancolía, una sensación poco común. Ideas y recuerdos amargos vinieron a mi cabeza y, cuando me quise dar cuenta, noté una lágrima que se balanceaba en la cuerda floja de mi párpado inferior y que peligraba según avanzaba por ella con caerse al vacío de mis mejillas huesudas. Entonces me di cuenta de lo ridículo que me parecía a mí mismo llorar sin razón aparente, cogí la toalla y me sequé todo el cuerpo. Tras esto me aseé rápidamente y me vestí sin demora, para evitar enfriarme. Por aquel entonces yo solía vestirme con camisas, vaqueros y jerséis para el invierno: un estilo tal vez demasiado clásico para los miembros de mi generación. No obstante, siempre he sido muy clásico en cuanto a mis gustos.

Salí de mi cuarto secándome el pelo con la toalla. Al retirarla de mi cabellera, mi melena quedó en suspensión, desafiante a la gravedad, paralela al suelo. Después meneé la cabeza y cayó de manera natural. Me dirigía hacia el cuarto de baño para peinarme cuando el teléfono interrumpió mi camino. El tono de llamada resonó por toda la casa y, como ni mi compañero de piso ni su novia se ofrecieron a responder, corrí hacia el aparato antes de que cesara su llamada estruendosa.

***

—¿Qué relación tenía con su compañero de piso, con Cruz Rivera? —preguntó Wilson a Aguilar cuando este acabó de contar el relato del desayuno.

—Éramos uña y carne por aquel entonces —respondió Arturo con normalidad, como si esa pregunta se la hubieran hecho mil veces antes de que la formulara el periodista—. Obviamente, teníamos secretos, cosas que no compartíamos, aunque solíamos hablar de nuestras preocupaciones con naturalidad.

Wilson asentía con la cabeza mientras escribía en su libreta.

—Entiendo, pues, que se llevaban bien.

—Al principio —Aguilar no aguantó más y sacó de la cajetilla de tabaco que llevaba en el bolsillo del pijama otro cigarro. Cogió el mechero de la mesa y lo encendió—. Cruz era una bomba de relojería metida en una caja de juguete. Parece divertido a primera vista. Puedes echarte unas risas con él pero no puedes dejarte engañar. Cuando la manecilla de la caja dejó de girar, explotó y se llevó por delante todo lo que le rodeaba.

—¿Le consideró sospechoso de los asesinatos?

Aguilar chistó al periodista. Movió el dedo índice de un lado a otro como si se tratara de un metrónomo.

—No quiera correr antes de saber andar —Aguilar se llevó la mano al cigarrillo y lo sacó de su boca tan solo para sonreír—. Aún no le he contado cómo descubrimos el primer cadáver.

***

La desaparición de Javier Alcázar se hizo notoria a los tres días de incertidumbre acerca de la desaparición del chico. Los medios retransmitieron la noticia a la vez que emitían el famoso anuncio de las muñecas de Famosa y otros tantos de los turrones y la lotería del día del Niño. La gente no tardó en achacarlo a un secuestro por parte del grupo terrorista ETA. Otros tantos, en relación con recientes ataques de grupos anarquistas, se lo atribuían a los GRAPO. La primera semana del año 1987 se vio bañada en titulares de súplicas y lloros de la familia más cercana del desaparecido. Numerosas fueron las imágenes de Javier Alcázar que llenaron las paredes y las farolas de los barrios de Madrid, pero nadie supo nada sobre su paradero hasta que ya fue demasiado tarde. Las fotos se camuflaron entre las pintadas de los comunistas y de los fascistas. Ningún grupo terrorista reconoció como suyo el secuestro de este joven y, en el fondo, ¿quién podría pensar en serio que Javier Alcázar había sido secuestrado por los causantes del terror en España? ¿Qué interés podrían tener en él estos grupos? La vida de ningún hombre de veinte años es suficiente como para poner en jaque a un país y mucho menos si ese joven era un don nadie.

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