Kitabı oku: «Heracles», sayfa 3
El mismo día 1 de enero de 1987 me marché a casa de mis padres en un pueblo situado en la frontera de la Comunidad de Madrid con Castilla la Mancha, mi pueblo natal donde había pasado la mayor parte de mi vida. En coche tardaba en llegar más de una hora y media. En bus, el viaje se hacía insoportable y eterno. No recuerdo esas vacaciones con especial cariño y uno de los motivos fue aquella noticia que le rompió el corazón a mi madre, temerosa de la gran ciudad y preocupada por mi soledad allí. Tan solo con imaginar que aquel joven en paradero desconocido podría haber sido yo, se sumía en un estado angustioso que la obligaba a sentarse. Además, las imágenes de la madre de Javier Alcázar llorando, con lágrimas que parecían salir de la pantalla de lo grandes que eran, le afectaba aún más. De aquellos momentos saqué varias conclusiones: la más importante fue que las madres tienen una clase de conexión acerca del cuidado de los hijos, un instinto maternal que hace que se comprendan las unas a las otras, independientemente de la educación que les den. Todas estarían dispuestas a cometer cualquier locura con tal de proteger a sus vástagos. Por esta y por tantas otras, decidimos que durante aquellas navidades, o lo que quedaba de ellas, en aquella casa no se vería la televisión. Mi familia no pasaba por un buen momento y las desgracias ajenas pueden ser el reflejo de las propias en numerosas ocasiones.
Las clases de la universidad comenzaron el día 8 de enero. Pese a todos las horas que debía dedicarle al estudio con vistas a los exámenes próximos durante ese mes, decidí demorar mi vuelta a la ciudad tanto como pude permitirme. Así fue que a medianoche, justo cuando la luna dejaba atrás el 7 de enero para dar paso al día siguiente, llegué a mi austero piso, cargado con una bolsa llena de ropa de invierno limpia y un montón de fiambreras con comida para los próximos días —mimos de mi madre. Apenas dormí aquella noche, la primera de muchas.
A la mañana siguiente, unas horas más tarde después de mi llegada a la ciudad, me levantaba con el tintineo del despertador resonando por mis oídos. Me sentí como si hubiera pasado la noche, no sólo en vela, sino además moviéndome sin parar. Tenía mucho sueño y mi cuerpo estaba tan cansado que por unos momentos fui incapaz de mover las piernas, incapaz de sentir nada sobre ellas, como si fuera paralítico. Los ojos estaban tan secos que notaba cómo me rozaba el párpado con el cristalino. Pensé en no acudir a las clases aquel día y justificarme ante los profesores —aunque a la mayoría no les importaba la asistencia— con la excusa de que me encontraba enfermo o de que había tenido que atender un asunto familiar. Sin embargo, Cruz, que en más de una ocasión había faltado a clase por voluntad propia, junto con mi inmenso sentido de la responsabilidad, me obligó levantarme de la cama y acompañarle excesivamente pronto a la facultad. A medida que me vestía y él se aseaba, Cruz hablaba en voz alta acerca de organizar una manifestación en contra de la OTAN, de los impuestos y demás asuntos comunistas que a mí me importaban poco. De vez en cuando fingía estar escuchando y asentía con un «ajá» o con un «¿en serio?», sin siquiera saber si aquellas intervenciones concordaban con el hilo de la conversación.
Para ir desde nuestra casa a la facultad de Filosofía y Letras, en el campus de la Universidad Complutense, teníamos que callejear por vías poco transitadas, cruzar un puente por debajo de una carretera junto al palacio de la Moncloa, y atravesar una zona poco urbanizada junto a un campo de rugby.
Aún no había amanecido esa mañana. Nos movíamos entre las luces de las farolas y las tinieblas de la madrugada como fantasmas que no duermen. Con pasos de asesino y actitud de mendigo somnoliento, caminábamos embutidos en sendos abrigos, el mío negro y el suyo marrón, intentando no dejar que el frío nos ganara la batalla.
—¿Qué tal en tu pueblo? —me preguntó Cruz. No habíamos tenido oportunidad de hablar de ello desde mi llegada. Así pues, creyó mi amigo conveniente sacar el tema entonces.
Cruzamos el túnel bajo la carretera. Nos sumimos en la oscuridad del puente. Los bordes de los ladrillos reflejaban luz naranja que entraba por el hueco del túnel, pero el cuerpo del ladrillo era completamente negro. Ni siquiera podíamos ver las pintadas que los anarquistas habían dibujado meses atrás debido a una manifestación en la que se habían visto implicados.
—Bien —me limité a responder—. Mi madre te manda recuerdos. Recibimos tu felicitación navideña.
—¿Les gustó? Creí que el muñeco de nieve les haría gracia —se explicó Cruz—. Es mucho mejor que todas esas que representan el portal de Belén, con todos los pastores y esas movidas.
Salimos del túnel y llegamos a una explanada por la que se extendía el campo de rugby. Separados de este por una alambrada con sus filamentos férreos dispuestos de forma romboidal, llegamos hasta un camino de tierra marrón que ante la oscuridad de aquellas horas se veía negro. El cielo había empezado a esclarecer y nos encontrábamos en una penumbra azul bajo un cielo cubierto de nubes. El césped emanaba humedad y frescor de las largas briznas verdes, entremezcladas con ramas secas y finas de plantas aparentemente muertas. A la izquierda del camino se alzaba una pared con arcos ciegos enormes, algunos con puertas metálicas en vez de piedra que daban acceso a un almacén bajo la carretera.
—Les encantó —comencé—. Nuestra abuela ya se encarga de… —Me detuve ante un espejismo muy realista. Fruncí los párpados detrás de los cristales de mis gafas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cruz. Le puse una mano en el pecho para que no avanzara. Él enmudeció. Cuando le miré, parecía una estatua de cera: inmóvil y pálido.
Me acerqué hasta un coche sin neumáticos situado en medio del camino, bajo la iluminación de una farola. Entonces desperté del sueño y me di cuenta de que aquello era real. Sobre el capó y el parabrisas del coche estaba tumbado un cuerpo azulado con las venas moradas muy marcadas. El cuerpo, atado al coche por las extremidades y el torso con cadenas y cuerdas, estaba completamente desnudo: en el cuello se apreciaba un círculo morado, un hematoma semejante al que se produce tras sacar la aguja del brazo en un análisis de sangre; la piel de las muñecas y los tobillos presentaba una intensa escamación y congestión junto a lividez en las propias manos y pies además de un color azulado en las uñas, las puntas de los dedos y en las mucosas visibles; el abdomen estaba abierto desde las costillas derechas hasta la cadera izquierda y su hígado, estómago y parte del intestino delgado sobresalían por la raja de bordes desgarrados, como si el corte se hubiera repetido hasta lograr la profundidad deseada para extraer los órganos. Embobado con la escena no percibí hasta que escuché su graznido a un cuervo que mordisqueaba los pezones del cadáver. Me asusté cuando vi que el cuervo intentaba alzar el vuelo y me caí de espaldas. Sin embargo, no lo consiguió: una cuerda atada a su pata lo mantenía unido al cadáver.
Cruz reaccionó y salió de su espanto cuando vio que me caía. Se acercó hasta mí corriendo y me ayudó a levantarme. Me miré las manos y vi que las tenía rojizas. Volví la cabeza hacia el suelo para ver que había apoyado las palmas en uno de las múltiples salpicaduras de sangre que había esparcidas por el camino y manchando el césped, teñido por gotas rojas.
—¿Dónde está la cabina de teléfono más cercana? —preguntó Cruz con un hilo de voz. Como no reaccionaba, repitió la pregunta, esta vez en una voz más alta.
—Subiendo la cuesta —respondí yo sin apartar la mirada del cuerpo. Parecía que el cuervo me hubiera hipnotizado con las esferas de humo negro que tenía por ojos. Su plumaje me devolvía los primeros rayos de luz tenue que pasaban por la masa traslúcida de luz.
—Tenemos que llamar a la policía —Cruz parecía reaccionar, aunque se notaba que estaba asustado, más que nunca en su vida. Tenía miedo: sus ojos desorbitados lo gritaban a voces y las arrugas alrededor de su boca lo resaltaban aun más.
—¿No sientes curiosidad por saber quién es? —le agarré del brazo para detenerle, justo antes de que hiciera el amago de salir corriendo hacia la cabina de teléfono.
Cruz se detuvo sin responder. No comprendía lo que se me pasaba por la cabeza. Di un paso. Él seguía sin pronunciar palabra. Entendí por su silencio que en el fondo sentía casi tanta curiosidad por verle el rostro a aquel pobre desgraciado. Tan solo nos diferenciaba que él estaba atemorizado mientras que yo sentía una curiosidad amenazadora por nuestro descubrimiento.
Me acerqué lentamente, tratando de no espantar al cuervo, que había decidido tratar de roer la cuerda que lo mantenía unido al cadáver después de destrozar la carne del pezón, ya inexistente.
Caminé hasta el lateral del coche y me acerqué al rostro del muerto, hasta tal punto que olí la putrefacción de su carne, conservada por el frío. Cogí aire para evitar respirar aquel hedor y al inspirar me fijé en que, en la otra punta del campo de rugby, cubierto de sombras, una figura nos apuntaba con una cámara de fotos que emitió un destello. Después el fantasma se marchó. No dije nada, ni siquiera pensé en lo relevante de su presencia tan cerca del escenario de un asesinato. Volví a mi menester: inspiré y me fijé en la efigie mortuoria de aquella alma perdida. Conocía aquel rostro, incluso sin uno de los dos ojos, que imaginé que habría sido devorado por el cuervo; y a pesar de que el iris del otro globo ocular se hubiera vuelto totalmente azul pálido y su pupila hubiera desaparecido por completo; las heridas de los labios, producidas por deshidratación, y la coloración marmórea de su lengua no escondían la identidad del muerto tampoco.
—¿Quién es? —gritó Cruz.
Me giré hacia él y en un susurró pronuncié su nombre:
—Javier Alcázar.
***
—¿No sintió miedo? —preguntó Wilson, pese a saber la respuesta.
Aguilar chocó la punta de sus uñas contra la mesa a destiempo unas de otras.
—Hay dos clases de policías, señor Mooney —comenzó Arturo—. Una ve un cadáver por primera vez y siente tanta repulsión, que se encierra en un despacho para el resto de su vida o pide que le pongan a controlar el tráfico por voluntad propia. La otra, al ver su primer cuerpo, admira el poder que la muerte emana, disfruta con el olor de la sangre y siente una gran pasión por descifrar el único enigma que el humano no comprende del todo. Por ello, decide dedicarse a este trabajo para toda la vida, hasta que el propio juego que mantiene con el infierno le derriba.
—Usted no era policía —recalcó Wilson.
—Siempre hay un bicho raro —se justificó Aguilar.
—O locos —apuntó el periodista.
—¿Eso cree? —Arturo se reclinó sobre la silla— Si de verdad lo piensa, dígame, señor Mooney: ¿se siente cómodo dentro de la casa de un loco?
Capítulo III:
Tira y afloja
Cruz bajó la cabeza y se quedó pensativo y en silencio. Recorría con la pupila las grecas de la alfombra, apretaba la mandíbula y los maxilares aumentaban el tamaño de su cara por los laterales de la cabeza, bajo las orejas. Con la mano izquierda se sujetaba la derecha, que a medida que avanzaba el relato había comenzado a temblar. Los recuerdos de aquella escena hacían que se estremeciera, los pelos de brazos y piernas se le erizaban.
Wilson carraspeó y le llamó por su nombre varias veces para sacarle del trance. Cruz volvió a fijar su mirada en él pero muy de manera pausada y, al hacerlo, Wilson creyó que no le reconocía. Sus ojos estaban vacíos, clavados en él mas sin llegar a verle.
—¿Te encuentras bien, Cruz?
Cruz pareció volver a la realidad.
—Sí, sí —repitió la afirmación como si se estuviera convenciendo a sí mismo de ello.
Wilson se mordió el labio superior mientras en el interior de su cerebro sopesaba lo que estaba ocurriendo. Se fijó en el pie de Cruz, que se movía de arriba a abajo como si en la suela de la pantufla hubiera un muelle que lo hiciera saltar a una velocidad vertiginosa.
—Me vienen malos recuerdos a la cabeza… Hacía mucho tiempo que no hablaba de esto con nadie —confesó Cruz. Movía los dedos inquieto.
Wilson se levantó las gafas y se frotó los lacrimales con la misma mano. Suspiró emitiendo un resoplido bastante sonoro y cedió:
—Cambiemos de tema por un momento, aunque después me vendría bien que volviéramos al asunto del cadáver. ¿De acuerdo?
Cruz se lo agradeció con palabras inaudibles, expulsadas a borbotones y de un solo golpe de voz. Wilson supo lo que decía porque le leyó los labios.
—¿Cómo era Arturo Aguilar por aquel entonces?
Cruz titubeó y puso los ojos en blanco, no porque le aburriera la pregunta, sino porque quería elegir sus palabras con cuidado para ajustarse tanto como fuera posible a la realidad. Buscaba dar una descripción fiel de aquel desconocido al que conocía muy bien.
—Arturo Aguilar era una persona especial, tanto en sus aspectos buenos como en los malos. Obviamente todos tenemos nuestro lado oscuro y nuestro rostro amable y tierno. Arturo trataba de mostrar siempre el bueno. Él decía que quería ser justo y una gran persona, se preocupaba por los demás, pero creo que en el fondo tenía miedo de su parte oscura. Así que siempre intentaba ayudarnos. Nos preguntaba cómo nos trataba la vida, nos escuchaba (algo que no mucha gente sabe hacer) y se sacrificaba por sus amigos hasta el punto de pensar en su bienestar antes que en el suyo propio.
—Son todo alabanzas.
—No lo creas —corrigió Cruz—. Era muy listo: nada se le escapaba. Prácticamente se olía todo lo que fueras a contarle, como si ya lo supiera de antemano. Eso podía ser parte de sus virtudes, pero también era una maldición. Siempre quería saberlo todo, se volvió controlador y fue su curiosidad la que le metió en semejantes líos con aquellos asesinatos. La curiosidad no mató al gato entonces, pero lo destrozó.
Wilson anotaba con entusiasmo disimulado cada palabra que salía de la boca de Cruz. La punta de su boli se movía en círculos aleatorios como el coche de una montaña rusa. Cruz intentó asomarse a la libreta para ver qué escribía pero Wilson puso la mano encima de lo escrito de manera inconsciente, o al menos eso pareció.
—¿Se lo emparejó con alguna chica en aquellos tiempos?
—Digamos que no era hombre de una sola mujer —respondió Cruz volviendo a apoyarse en el respaldo de su asiento—. Tenía «amantes», como él las llamaba. Nunca hablaba de ellas. Nunca las conocí. La única prueba de su existencia eran las noches que él no pasaba en casa, varias a la semana, sin importar que al día siguiente hubiera o no clase. Si me preguntas por alguna relación, me temo que tampoco sabría decirte. En el fondo siempre creí que estaba enamorado de alguna chica de la universidad, pero él nunca soltaba prenda. Era muy celoso de su intimidad. ¡Menudo cabrón! —Cruz se rió al recordar las charlas sobre el amor que había mantenido en el salón de su piso con Arturo años atrás, los dos tumbados en el sofá.
Wilson se mordió el labio inferior y asintió con levedad, como si no esperara aquella respuesta. Cruz se preguntó qué sabría el inspector acerca de la vida amorosa de Arturo Aguilar.
—¿Todas las preguntas que me haces son relevantes? —curioseó Cruz, al que le invadió otra oleada de sospecha y desconfianza, aunque Wilson, que parecía tener más controlada la situación que el propio dueño de la casa en la que se encontraban, apaciguó aquel recelo:
—Aunque no lo parezca, todo tiene sentido. En cada detalle que compartas conmigo se esconde una respuesta que ata cabos en mi investigación —Wilson fijó sus ojos en los de Cruz con intensidad—. Confía en mí, por favor. Si lo haces, al final de todo esto, te contaré todo lo que quieras.
Cruz tragó saliva. Asintió con un breve «De acuerdo» y dejó que Wilson siguiera con su interrogatorio.
—Volvamos, si te parece, a la escena del crimen.
***
Arrodillada junto al coche, en busca de pistas, se encontraba una mujer de mediana edad, vestida con una gabardina marrón que llegaba hasta sus tobillos cuando estaba de pie y que se amontonaba en el suelo cuando se acuclillaba. Llevaba guantes de látex y husmeaba con sus manos el suelo bajo el coche. Se giró nada más encontrar lo que le pareció el arma del crimen: la hoja de una sierra circular. La mitad de los dientes metálicos estaba manchada de sangre. La superficie metálica se teñía de un color escarlata brillante con grumos negros por los granos de barro que se adherían a ella.
—¡Dionisio! —llamó a un hombre gordo, calvo y de ojos tristes, que se acercó trotando hasta ella— ¿Qué te parece?
—¿Crees que es el arma del crimen? —Dionisio se frotó una espesa barba que recubría la papada que unía su cabeza con el torso y que le impedía cerrarse el último botón de la camisa.
—Tiene toda la pinta —dijo la inspectora. Dionisio abrió una bolsa de plástico lo suficientemente grande como para que entrara la hoja y ella la introdujo. Después, Dionisio se marchó con el objeto y se perdió entre el resto de policías.
La inspectora, a la que entonces vimos con más claridad desde el lugar apartado en el que nos habían ordenado que esperáramos, se acercó hasta nosotros. Tenía la cara redonda y el pelo estropajoso recogido en un moño con mechones mal peinados. Sus ojos no parecían los de una policía intimidante, sino más bien los de un ama de casa dulce y amable. Su sonrisa era perfecta, con todos los dientes alineados y blancos, salvo un paleto que rompía la rectitud de la línea marcada por los demás. Cuando llegó hasta nosotros puso los brazos en jarra, con su bolso de imitación colgando de uno de sus brazos. Levantó la mano izquierda y con su dedo índice me señaló primero a mí y después a Arturo, cuyo semblante se mostraba impenetrable, como si no tuviera miedo, como si quisiera desafiar a la policía en vez de ayudarla. ¿Acaso desconfiaba de la policía? ¿Qué le estaría pasando por la cabeza?
—Inspectora Teresa Ros —se presentó de forma breve y sin perder un segundo empezó la ronda de preguntas—. ¿Quién ha llamado?
Yo levanté la mano. Entonces ella se dirigió a Arturo.
—Y tú te has quedado aquí custodiando el cadáver —afirmó la inspectora.
Arturo asintió sin emitir ni un mísero sonido.
—¿Has visto a alguien sospechoso acercarse o merodear por los alrededores?
Arturo frunció los labios. Se mordió el labio superior mientras dilucidaba si debía hablar y contar lo que sabía o no, chasqueó los dientes al decidir cuál era la opción correcta a esa disyuntiva y por primera vez desde que llegó la policía enunció una frase.
—Había… —se trabó y recomenzó la oración. Señaló al otro lado del campo embarrado de rugby— había alguien allí, cerca de la portería. Creo que tenía una cámara porque vi un destello, como si fuera un flash.
Sus palabras me sorprendieron más a mí que a Teresa Ros. Yo había estado con Arturo en todo ese tiempo y no había visto a nadie pero se sembró una duda en mí al pensar que tal vez lo podía haber visto cuando yo me había apresurado hacia la cabina de teléfono y lo había dejado a solas.
—Eso es muy interesante. —La inspectora se sacó un cuaderno de hojas de cuadros de su bolso y anotó todo lo que le habíamos dicho. Después llamó a su compañero— ¡Dionisio! ¡Este chico tiene algo interesante! ¿Cómo te llamas? —le preguntó a Arturo. Éste respondió y ella escribió su nombre en el cuaderno.
Dionisio se acercó tambaleante, no porque estuviera borracho o mareado, sino por las grandes dimensiones de su cuerpo, que le impedían moverse con naturalidad. Preguntó qué era lo que ocurría al llegar y Teresa Ros le enseñó el cuaderno para que leyera sus anotaciones.
—La «contable» ha llegado a la escena del crimen otra vez por lo que veo —comentó sarcásticamente. Arturo y yo nos miramos extrañados y la inspectora Ros respondió nuestra duda sin que nosotros tuviéramos necesidad de formular una pregunta.
—Me conocen como la «contable» por llevar el cuaderno a todas partes. Es una broma del cuerpo. Son peores que mis niños. —Teresa, la Contable, nos aclaró el porqué de su mote y le restó importancia al asunto. En aquellos tiempos, que una mujer fuera inspectora era muy inusual, así que supusimos que para sobrevivir en ese puesto dentro de una comisaría se deberían hacer oídos sordos ante las bromas de los compañeros y mucho más ante las de los superiores que seguro que no contenían sus lenguas ante la oportunidad de mofarse de una mujer policía.
—Debía de tener una cámara muy moderna para hacer la foto desde allí.
—¿Estamos cerca de la Facultad de Periodismo? —preguntó Teresa a Dionisio. Le dio unos golpecitos con el dorso de los dedos en la solapa del abrigo a su compañero y él meditó su respuesta.
—Está detrás del campo de rugby —dijo Arturo.
—Podría haber sido un estudiante de periodismo el que hizo la foto.
—Vamos a hacer un par de preguntas por allí. ¡A ver qué nos dicen! —La inspectora parecía entusiasmada con la idea de empezar a investigar un crimen. De hecho, no parecía nada afectada por la brusquedad de la escena— Y vosotros tendréis que ir a comisaría a dar parte de lo ocurrido. Ya sabéis, papeleo, tomaros declaración y todas esas cosas aburridas.
—Pero tenemos clase… —dije. Los exámenes se acercaban y no podía permitirme perder ninguna clase. Arturo sin embargo había asumido con mucha normalidad que tendríamos que ir a la comisaría, lo que me sorprendió porque pensé que intentaría escaquearse.
—Nosotros tenemos un cadáver, chaval. ¿Qué crees que es más importante? —respondió Dionisio brusco.
Me sentí estúpido cuando escuché al inspector. Nos dejaron bajo la supervisión de un agente de policía, que vestía el uniforme bajo una gabardina verde, para que nos llevara hasta la comisaría. Miré a mi alrededor mientras el agente me invitaba a caminar con su mano en mi espalda. La tranquilidad del escenario se había perdido y había comenzado el reinado del caos. Agentes de la policía forense buscaban pruebas en los lugares más recónditos del cuerpo, como bajo las uñas de los dedos, sin importar si eran de los pies o de las manos, o en los dientes. Otros miembros de la policía cercaban la escena del crimen e intentaban contener a la multitud de estudiantes y caminantes con perros que se acercaban para curiosear. Según nos aproximábamos a la cinta policial, muchos de esos curiosos sacaron cámaras y comenzaron a fotografiarnos, ejerciendo su oficio de periodistas. El policía que se nos había asignado me tapó la cara interponiéndose entre los destellos de las cámaras y yo. Arturo levantó el brazo flexionado y se tapó la cara como pudo, sin ayuda de nadie. Comenzamos a correr hacia el coche de policía y nos metimos lo más rápido que pudimos. Los periodistas comenzaron a perseguirnos mientras que el coche arrancaba. El policía tardó poco en darles esquinazo.
El viaje se hizo eterno, como si desconociera las calles por las que circulaba el coche policial. Miraba por la ventana y veía los edificios difuminados por la velocidad. De vez en cuando me fijaba en Arturo, que se mantenía en silencio, con el ceño fruncido y la mirada al frente, clavada en la nuca del conductor. Tal vez estuviera conmocionado por lo que había visto sobre aquel capó. Tal vez estuviera pensando en cómo sacarnos de aquel apuro de la forma más apropiada. Tal vez no pensara. Sus ojos parecían muertos: su pupila no se dilataba con los cambios de luz, o a mí no me parecía que lo hiciera. Odiaba no saber lo que pensaba. A Arturo un solo vistazo le hubiera valido para adivinar mis pensamientos. Sin embargo, su rostro era para mí el de una estatua de mármol, frío e indescifrable. Si Arturo no quería mostrar lo que sentía o pensaba, nadie podría averiguarlo. No sabría decir si era discreto o un buen mentiroso.
Cuando por fin llegamos a la comisaría, el agente aparcó y nos abrió la puerta para que saliéramos por el lado derecho uno detrás de otro. Nos guió hasta el interior del edificio, a la sala principal de la comisaría, que había sucumbido al caos: en el techo casi se podían ver las ondas de los tonos telefónicos chocarse entre sí; al bajar la mirada, un montón de cabezas, tanto de hombres como de mujeres de todas las edades, iban de aquí para allá con una ventana de fondo y una pared de color beige que ayudaba a iluminar la sala; ya con los ojos en el suelo, los zapatos, las botas y los tacones bailaban un vals descompasado sobre un suelo de mármol con granos plateados.
El agente Francisco Abad, así se había presentado, me separó de Arturo —al que sentaron al lado de un escritorio—, colgó su gabardina verde en un perchero cerca de la entrada y me metió en una sala oscura semejante al cuarto de un demente en un manicomio. Lo único que ofrecía un poco de luz amarilla era una bombilla colgando de unos cables con la goma reseca. En el centro de la sala, había una mesa de madera y en lados opuestos de la misma, dos sillas de madera sin reposabrazos. El agente Abad me hizo sentarme en una de ellas y me pidió con tono severo y autoritario que esperara allí.
—¿Por qué no entra Arturo también? —pregunté, aunque mis palabras cayeron al vacío sin respuesta.
Francisco Abad dio un portazo. Me encontré solo en un ambiente siniestro y sin saber qué estaba ocurriendo. Si tan sólo querían tomarnos declaración, ¿por qué me habían metido en una sala de interrogatorios? Me sudaban las manos y movía la pierna como reflejo del nerviosismo que me atormentaba. Busqué a mi alrededor dónde protegerme, un amigo o un familiar, hasta que me di cuenta de que sólo Arturo sabía dónde me habían metido. Lo único que me acompañaba eran unas gotas redondas de sangre sobre la mesa, lo que no ayudó a tranquilizarme, y mi reflejo en un espejo que había frente a mí. Había perdido el color y me habían salido ojeras. Notaba un sudor frío en la sien. Puse más empeño en tranquilizarme. No quería parecer culpable. En mi cabeza todo eran paranoias: ¿me consideraban sospechoso del asesinato de Javier Alcázar? No podían hacerme eso. No tenía ningún sentido. ¿Qué motivos tendría yo para haberle matado? Entonces recordé que la noche de Año Nuevo, cuando supuestamente había tenido lugar la desaparición, me peleé con Javier Alcázar hasta el punto de que tuvo que intervenir uno de mis amigos para separarme de él y evitar que llegara a hacerle más daño.
La ráfaga de pensamientos se interrumpió con el carraspeo de Francisco Abad rígido, sacando pecho, con la soberbia retratada en su rostro. Venía con una carpeta con folios en la mano. La tiró sobre la mesa, se sentó frente a mí y me miró con su rostro de acero. Tragué saliva cuando empezó a toquetear la carpeta sin decir nada. Trataba de intimidarme, pero se me ocurrió que apenas hacía una hora que habían encontrado el cuerpo, por lo que aquello no podía ser el expediente del caso. Me preocupó más el hecho de que pudiera ser un expediente sobre mí, ya que a los quince años había tenido problemas con la justicia a causa de unas pintadas callejeras. Respiré hondo y procuré templar mi inquietud. La sala se mantuvo en silencio a excepción del roce de la carpeta con la superficie de madera y las ráfagas de aire que soltaba el agente por su nariz, fina, respingada y puntiaguda. Tras unos instantes en los que recibí toda la tensión que el agente propagaba hacia mí con sus ojos verdes, abrió la carpeta y me preguntó mi nombre y mis datos. Respiré aliviado al comprobar que no era una ficha policial del caso y que efectivamente venía a tomarme declaración. Sacó una grabadora analógica de su cinturón y la puso sobre la mesa. Pulsó un botón rojo y con un chasquido la cinta comenzó a girar dentro del aparato. Acabada la fase en la que me identificaba, procedió con las preguntas y a escuchar el relato de los acontecimientos según mi punto de vista:
—Estábamos de camino a la universidad, como todas las mañanas. Entonces nos hemos topado con el cadáver. Arturo se acercó para cerciorarse de que era un fiambre y me dijo que fuera a llamar a la policía a la cabina de teléfono más cercana, que él se quedaba para asegurarse de que nadie se acercara. Cuando volví me lo encontré donde le había dejado. Apenas tardé cinco minutos —escupí la historia como si hubiera estado practicando lo que iba a decir aunque, de haberlo hecho, seguro que habría llevado un orden mejor al dar la información—. El cadáver estaba muy mutilado y prometo que no hemos tocado nada. Bueno, yo no he tocado nada. Arturo se cayó al suelo cuando el cuervo se abalanzó sobre él. Y… no sé que más contarle. Le he dicho todo lo que ocurrió.
—Así que Arturo… ¿Cuál es su apellido? —se interrumpió el agente Abad.
—Aguilar —le aclaré.
Abad recomenzó la suposición.
—Aguilar —murmuró mientras lo anotaba—. Así que Arturo Aguilar tuvo tiempo de destruir todas las pruebas que nos pudieran conducir hasta él.
No daba crédito a mis oídos. ¿Acaso estaba el agente acusando a mi amigo de ser el asesino?
—Oiga, yo no he dicho eso…
—Sé muy bien lo que ha dicho —me interrumpió Abad—. Aguilar tuvo tiempo para eliminar las pruebas que le incriminaran mientras que usted se fue a llamarnos. Dejó el cadáver en un sitio por donde sabía que iban a pasar y así parecería inocente de cometer el asesinato.
—¿De qué está hablando? —tartamudeaba al hablar puesto que no comprendía por qué el agente hacía tantas suposiciones infundadas.
—Hablo de que todo apunta a su amigo y de que si me oculta algo, puedo acusarle de obstrucción a la justicia y condenarle por complicidad —Abad elevó el tono de voz.
—¡Está loco! —Golpeé la mesa con la mano— Arturo es incapaz de hacer daño a nadie, y mucho menos de matar a una persona. Está acusándole sin fundamento. Nos han traído aquí a tomarnos declaración. ¿Qué culpa tenemos nosotros de habernos encontrado un muerto? ¡Váyase a la mierda!
Francisco Abad, colorado y con una vena en la sien que parecía que iba a explotar de un momento a otro, se levantó, golpeó con ambas manos la mesa y alzó la voz por encima de la mía.