Kitabı oku: «Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820)», sayfa 2
Por las razones expuestas, autoridades e intelectuales centraron su atención en el matrimonio que, en apariencia, estaba en crisis. Por ello, el capítulo se ocupa también del amor propuesto por los ilustrados y de la necesidad de afianzar la institución, en un contexto en el que esta, constituida en termómetro de las transformaciones experimentadas por la sociedad, debía convertirse en instrumento de reforma, pues las múltiples “ofensas a Dios” expresadas en concubinatos, adulterios, maltrato conyugal, ilegitimidad y otros desórdenes —que, en apariencia, se multiplicaban— hacían inevitable la promoción del amor como vía para llegar al matrimonio y para sostenerlo. El amor formulado por los ilustrados terminó influyendo en la población, aunque la monarquía borbónica, desconfiando de las nuevas ideas y valores que exaltaban el mérito y la “igualdad”, haya optado finalmente por el reforzamiento de la autoridad paterna, tal como lo demostrara la promulgación de la Pragmática Sanción de 1776.
Pero el regalismo borbónico, interesado en el matrimonio y la familia, no se limitó a la Pragmática. Por tal motivo, la parte final del capítulo aborda el impacto que sobre la población tuvieron otros dispositivos legales, como la real cédula de 1787 que prohibió a los magistrados de la Iglesia involucrarse en las litis expensas y otros asuntos patrimoniales de las parejas inmersas en procesos de divorcio eclesiástico. Igualmente, se hace referencia al renovado papel que tuvieron los abogados en los procesos judiciales y al proceso de revitalización de los cabildos, el Ejército y la administración de justicia civil. Lo que se persigue es entender cómo, en el contexto de secularización y de fortalecimiento del Estado (y de pérdida gradual de influencia de parte de la Iglesia), propio del siglo XVIII, tales hechos influyeron en los cónyuges en conflicto, quienes pudieron dilucidar mejor qué era lo más conveniente para sus propósitos: si el fuero eclesiástico, el militar o el civil. Este hecho explica también, al igual que la conjunción de factores antes señalados, el sustancial aumento de las disputas conyugales judicializadas, cuya existencia y cuantía, paradójicamente, ponían en tela de juicio el pacto patriarcal.
Después de haber tratado diversos aspectos estructurales y coyunturales necesarios para entender la violencia conyugal desarrollada en la ciudad de Lima y sus inmediaciones entre los años de 1795 a 1820, el tercer capítulo se adentra en el análisis de la misma, cuantificando, diferenciando y pormenorizando los casos de sevicia que se judicializaron. Apelando principalmente a fuentes de carácter contencioso, provenientes del Archivo Arzobispal de Lima (AAL) y del Archivo General de la Nación (AGN), esto es, a causas judiciales relativas a conflictos matrimoniales que fueron ventiladas en los fueros eclesiástico, civil y militar, el capítulo efectúa inicialmente un examen heurístico de las cifras y resultados a los que arribaron Flores Galindo y Chocano (1984) con el propósito de demostrar que el total de procesos judiciales que involucraron a la sevicia sobrepasó con largueza las estadísticas proporcionadas por ellos, que colocaban a la capital peruana en una discutible posición de liderazgo en el concierto hispanoamericano, pues el problema se presentaba también en otras regiones del virreinato peruano y de Iberoamérica. Posteriormente, el capítulo ingresa en el terreno de la crítica de fuentes para corroborar, no solo el indudable protagonismo de las mujeres en los dramas conyugales que involucraban sevicia, sino también la presencia de hombres maltratados (aunque en menor cuantía), así como la existencia de matrimonios en donde la violencia de ambas partes pareció ser la norma. El análisis de la documentación permitirá notar, igualmente, que el maltrato conyugal estuvo presente en todos los sectores sociales, aunque las mayores incidencias se relacionen con los segmentos subalternos, dando cuenta de la profesión u oficio de los litigantes, cuando así lo señalaron expresamente, entre otras consideraciones.
Asimismo, el capítulo examina el tema de las causas de la sevicia contra las mujeres casadas, sus regularidades y tendencias, separando aquellas que podrían ser consideradas como principales, recurrentes, visibles o más evidentes, de aquellas otras que se insertaron en el ámbito de lo incidental y lo recóndito, por lo que pueden parecer secundarias, intrascendentes y eludibles, pero que, sin embargo, terminan siendo, a veces, más importantes de lo que aparentan. En el primer caso, se hace referencia a la sevicia misma, precisando cómo fue concebida por la doctrina y mostrando cómo se constituyó en causal de primerísima importancia en los procesos judiciales; empero, se observa que esta rara vez se presentaba aislada, pues normalmente estaba asociada a otros factores, tales como el adulterio, el abandono o la falta de manutención. En el segundo caso, se consideran móviles más furtivos vinculados a la sevicia, como la imposición o presión de los padres en el matrimonio de sus hijas, o también aquellos matrimonios surgidos del embuste o de arreglos basados en el conocimiento superficial del futuro marido. Saltan a la vista, asimismo, los problemas económicos, el tratamiento servil y la vigilancia obsesiva de la esposa, la celotipia, la presencia de padres y familiares, así como problemas diversos relacionados con la sexualidad.
Finalmente, se examina el maltrato efectuado por las mujeres hacia sus maridos. Partiendo de la premisa de que estos casos fueron exiguos, mas no excepcionales, puede observarse que, cuando los varones denunciaron haber sido agredidos, evitaron referir y pormenorizar los incidentes de maltrato que sufrieron, encubriendo, además, las agresiones recibidas dentro de un manto discursivo caracterizado por la imposibilidad de “gobernar” a sus cónyuges. Asimismo, se busca explicar los motivos del maltrato infligido a los varones y por qué estos estuvieron poco inclinados a dirimir sus problemas maritales en los tribunales. Como en el caso de las mujeres, cabe notar que la sevicia hacia los maridos rara vez se presentó aislada; lo habitual fue encontrarla asociada a otros factores, entre los que destaca el adulterio.
El cuarto y último capítulo retoma y analiza aquellos elementos estructurales que, habiendo sido parcialmente alterados por los avatares del devenir histórico, adquirieron un significado renovado en el período que nos ocupa (1795-1820), explicando también y por lo mismo la sevicia conyugal y el sustancial aumento de los procesos judiciales que la tuvieron como protagonista. En ese sentido, se observa cómo el patriarcado, revitalizado y reformulado por la monarquía borbónica y por los intelectuales ilustrados, terminó constituyéndose en una fuente germinadora de conflictos, pues en el contexto de cambios de la época, que buscaba fortalecer el matrimonio por la vía del “amor responsable”, el incumplimiento del pacto patriarcal alteraba el orden del mismo. El contraste entre el ideal de correspondencia y la praxis matrimonial se hace patente cuando alguno de los cónyuges —usualmente la esposa— estimaba que el otro infringía la relación de reciprocidad y denunciaba el hecho. Por ello, la violencia infligida a las mujeres se volvió motivo de rechazo y de denuncia por parte de ellas, algunas de las cuales reclaman por su rol de esposas sujetas a derechos, por su papel de compañeras. Asimismo, y siempre con relación al patriarcado, se aborda el tema de cómo percibieron lo varones la relación marital y sus estrategias ante las denuncias de sus esposas, considerando que los hombres involucrados en circunstancias de sevicia estuvieron expuestos al escrutinio de su masculinidad, sin dejar de reconocer y reiterar que algunos de los matrimonios que litigaron en los juzgados hicieron de la violencia —de una y otra parte— una praxis frecuente, una manera de vivir.
Otro elemento estructural que se retoma para aplicarlo a la circunstancia histórica que nos ocupa es el del honor, pues este, engarzado con el orden patriarcal, repercutió en diversos ámbitos de la vida. Cabe recordar que en la coyuntura finisecular del siglo XVIII las tradicionales fronteras del honor, antaño más demarcadas, dieron paso a situaciones en que los sectores subalternos asumieron también su posesión y defensa; entonces, puede notarse cómo los procesos judiciales alusivos a sevicia demuestran que el honor estaba en juego en los conflictos matrimoniales, y que este fue objeto de disputa, tanto por el maltrato mismo como por los elementos con los que se asoció la sevicia. Esta parte incidió en el maltrato como expresión de deshonor, mucho más si estaba coligado al adulterio (o su presunción); ambos constituyeron una afrenta extremadamente grave para el hombre, pero también para las mujeres.
El último elemento estructural tratado es el del amor (o el desamor, según el ángulo de observación), que, coligado también a las situaciones de maltrato, permite advertir cómo la desdicha y la frustración fueron la marca que envolvió a estos matrimonios mal avenidos. La idea que trasunta esta parte es demostrar que el amor no correspondido o el desafecto, en una época atravesada por la sentimentalidad y las nuevas ideas sobre la familia, incidió también en la violencia conyugal, de la misma forma que el amor al cónyuge y a los hijos, así como la ilusión de cambio, permitieron, paradójicamente, soportar el abuso y el maltrato. La necesidad de contextualizar nos obliga a preguntarnos por qué, en la coyuntura que nos ocupa, las parejas que recurrieron a los predios judiciales aludieron al amor no compartido o al desamor. Este hecho, como observaremos, obedeció a un conjunto de factores aunados, entre los que destaca el nuevo ideal doméstico que revalorizaba la infancia y elogiaba el amor conyugal.
Finalmente, el capítulo se cuestionará por qué el rechazo a la violencia conyugal se hizo más visible en el contexto histórico materia de análisis, para concluir que, además de las razones antedichas, jugaron un papel importante otros aspectos ligados a la penetración de los ideales y propuestas ilustrados.
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La investigación que hizo posible este libro se remonta a un paper que preparé hace varios años para un seminario que dirigió la doctora Scarlett O’Phelan en el posgrado de Historia de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Como es obvio suponer, a ella van dirigidos mis primeros agradecimientos, no solo por promover mi curiosidad por estos tópicos, sino también por su proverbial rigurosidad académica, su capacidad para el consejo atinado y, principalmente, por su amistad invariablemente reafirmada desde hace tres décadas.
Mi gratitud se extiende igualmente a quienes como María Emma Mannarelli, Margarita Zegarra y Carlos Contreras tuvieron el tiempo y la disposición para revisar las primeras versiones del manuscrito. Sus valiosas observaciones fueron, en la medida de lo posible, tomadas en cuenta.
A lo largo de la investigación, diversos colegas y amigos contribuyeron con su apoyo, sugerencias y preguntas a enriquecer su desarrollo, entre ellos, Teresa Vergara, Susana Aldana, Marina Zuloaga, Rolando Iberico, Ileana Vegas de Cáceres y Sara Beatriz Guardia. Por las mismas razones y por su afecto reiterado en innumerables oportunidades, no puedo dejar de mencionar a Gabriel García Higueras, Lizardo Seiner y Luis Torrejón. A todos ellos, mi agradecimiento.
El personal del AGN fue siempre amable y solícito. En el AAL la colaboración desinteresada y amistad de Laura Gutiérrez, su directora, y de Melecio Tineo fueron invalorables.
El libro no hubiera sido posible sin la confianza y atención que recibió del Instituto de Estudios Peruanos y de su director de publicaciones, Ludwig Huber. El Programa de Estudios Generales y el Fondo Editorial de la Universidad de Lima, mi centro de labores, acogieron con interés y entusiasmo el manuscrito, impulsando de manera decidida su publicación.
Palabras finales para mi familia. Lourdes, Álvaro y Andrés, siempre presentes, fueron también parte de esta aventura.
Capítulo I
Patriarcado, matrimonio y conflicto. La perspectiva estructural
1. El matrimonio y su control en Hispanoamérica: los perfiles legales
El matrimonio es una institución universal que no solo expresa una exigencia biológica —la de buscar un compañero y reproducirse—, sino que también determina derechos y obligaciones vinculados al género, la sexualidad, las relaciones con los parientes y la legitimidad de los vástagos. Asimismo, otorga a sus miembros facultades y roles específicos relacionados con la sociedad más amplia, a la vez que “habitualmente define los deberes recíprocos del marido y la mujer, y con frecuencia los deberes de las respectivas familias entre sí, y establece la obligatoriedad de esos deberes”. Permite, igualmente, que la propiedad y la posición social de la pareja o jefe del hogar se transmitan a la siguiente generación (Coontz, 2006, p. 55).
Por tales motivos, entonces, y a pesar de lo que podría suponerse, la elección de un cónyuge no siempre fue un acto reservado. Por el contrario, la presencia reiterada y continua de los diversos poderes políticos, sociales y religiosos en este tipo de decisiones ha sido una constante a lo largo de la historia. Padres, entornos familiares y corporativos, y naturalmente el Estado y las iglesias, juzgaron tener derecho a inmiscuirse en el matrimonio. Por esta razón, fue materia de control religioso y político mediante una legislación que se hacía cada vez más abigarrada, así como a través de mecanismos restrictivos de control social (Lavrin, 1991b, p. 13).
La realidad indiana que empezó a construirse desde 1492 no fue una excepción. Desde mediados del siglo XVI, a la luz de las tempranas experiencias hispanas de convivencia con la población aborigen y, en menor medida, con aquella de origen africano, pero, sobre todo, como consecuencia del influjo que desde Europa irradiaban Trento y su ecuménico concilio (1545-1563), se hizo más evidente la necesidad de control sobre el matrimonio. Los múltiples problemas que en torno a este venían presentándose en el mundo cristiano desde hacía mucho tiempo, y que dieron pie a la idea de reformar y consolidar el matrimonio en el tridentino, parecían replicarse en el Nuevo Mundo. Estupro, ilegitimidad, relaciones extraconyugales y concubinato, entre otras graves faltas, constituían “ofensas a Dios” relativamente frecuentes entre los peninsulares recién asentados, que la Iglesia y el Estado debieron enfrentar con rigor (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 4-19)1.
Efectivamente, aunque la legislación civil y eclesiástica relativa a matrimonios que provenía del Viejo Mundo pretendió regular y controlar las acciones de sus fieles en América, el carácter de la conquista española con su cuota de violencia e indisciplina, así como la distancia espacial y temporal entre Europa y los territorios americanos, dificultaron severamente la aplicación y control de las normas. En suma, la conquista y la colonización planteaban problemas específicos y nuevos retos para el Estado y la Iglesia hispánicos.
El Estado español, monarquía confesionalmente católica como era, se interesó fundamentalmente en los aspectos legales del comportamiento sexual y en el matrimonio como institución. Buscaba proporcionar a la unión conyugal un marco legal adecuado, que hiciera posible asegurar la herencia y la división de bienes entre los esposos y la prole (Lavrin, 1991b, p. 15)2. En el código de las Siete Partidas, se trataron de manera especial los temas de la patria potestad y del consentimiento paterno para contraer nupcias. Las Partidas reforzaban el tradicional poder del padre de autorizar con su consentimiento el matrimonio de los hijos, “castigando el contraído por las hijas, sin el consentimiento del padre. Por el contrario, la práctica permitió el de los hijos, quienes, además, quedaban emancipados de la autoridad paterna”. El argumento tenía una lógica que se desarrollará posteriormente de manera más amplia: las mujeres eran consideradas legalmente menores de edad, incluso tras contraer matrimonio. De esta manera:
Se discriminaba a las mujeres, basando esta diferencia en la fragilidad atribuida al sexo femenino. Incurría en sanción no solo la hija que se casaba sin el consentimiento paterno, sino también el yerno, y aun la hija que rechazaba el matrimonio con el candidato ofrecido por el padre. (Kluger, 2003, pp. 68-69)
Por su parte, las Leyes de Toro, cuya mayor trascendencia posiblemente radicó en la regulación de la herencia y, específicamente, en la institución del mayorazgo, castigaban con graves penas los matrimonios clandestinos (Kluger, 2003, pp. 68-69).
Pero el Estado no actuó solo y, como sucedería también en América, el trabajo conjunto con la Iglesia, expresión de colaboración y alianza, fue una constante y una necesidad para controlar el matrimonio y la sexualidad. Hubo que esperar hasta el último tercio del siglo XVIII para que la monarquía, en concordancia con las nuevas propuestas ilustradas, lanzase una ofensiva contra la tradicional jurisdicción eclesiástica que, huelga decirlo, dominaba la institución matrimonial, salvo en lo concerniente a cuestiones patrimoniales (Wiesner-Hanks, 2001, p. 163)3.
La Iglesia católica, por su parte, “estableció una cohesión sacramental para vincular lo material con lo espiritual. Su finalidad era enmarcar todas las manifestaciones de la sexualidad en un objetivo teológico: la salvación del alma”. Por esos motivos, “el control eclesiástico era más amplio que el del Estado, y se inmiscuía más en la vida íntima de los individuos, pues definía los rituales propios de la unión y los tabúes sobre la afinidad y el parentesco” (Lavrin, 1991b, pp. 15-16). El Concilio de Trento instituyó de forma definitiva los preceptos y las formas rituales del matrimonio católico romano, subrayando el carácter sacramental e indisoluble de las nupcias, y la importancia de la voluntad personal en la creación del vínculo matrimonial; reafirmó, asimismo, el fundamento de la teología tomista sobre el matrimonio (Seed, 1991, pp. 48-49)4. “Condenó a quienes negaran la autoridad de la Iglesia para establecer impedimentos a la celebración del matrimonio, así como a quienes discutieran la competencia de los tribunales eclesiásticos para juzgar las causas matrimoniales” (Rodríguez, 1997, p. 143).
En su afán de garantizar el libre consentimiento en la elección del cónyuge5, así como de solucionar los problemas derivados de las uniones prohibidas, el Concilio de Trento diseñó mecanismos que dieran publicidad previa al matrimonio, por ejemplo, que tres amonestaciones fueran anunciadas públicamente desde el púlpito durante tres domingos consecutivos para conocer los posibles impedimentos. Asimismo, se dispuso la necesidad de contar con la presencia de testigos durante la ceremonia, uno de los cuales debía ser el párroco, quien, además, bendeciría la unión. Los nombres de los testigos quedarían registrados en el libro parroquial (Rodríguez, 1997, pp. 143-145; Fernández Pérez, 1993, pp. 62-63). Los enlaces matrimoniales que violaran estos y otros impedimentos, salvo dispensa expresa solicitada por alguno de los contrayentes y otorgada por la Iglesia, debían ser considerados como inválidos o sin efecto.
La monarquía hispana hizo suyas las normas tridentinas, mucho más cuando el papa Gregorio XIII publicó una edición de Corpus Iuris Canonici (1582), colección de obras canónicas oficiales y particulares publicadas desde el siglo XII, de amplia difusión en el mundo católico. De este modo, el Concilio de Trento buscó transformar el matrimonio, “de un proceso social que la Iglesia tradicionalmente solo había garantizado y presenciado a un proceso eclesiástico estrechamente controlado por la Iglesia” (Fernández Pérez, 1993, p. 64).
Dos de los aspectos más controvertidos de la normatividad sobre matrimonios fueron el relativo al libre consentimiento por parte de los contrayentes y el concerniente a la intervención de los padres. Aunque los cánones de Trento, al respecto, tuvieron por objeto derogar expresamente las disposiciones seculares que exigían el permiso de los padres para el futuro conyugio, y la monarquía convertía en derecho positivo, por propia voluntad real, las normas tridentinas, con lo que el matrimonio sin el consentimiento paterno era válido en España y en sus dominios, en la práctica las leyes civiles seguían reconociendo los intereses de la familia y el Estado. Efectivamente, si bien las Partidas de Alfonso el Sabio estipulaban que los padres no podían casar a sus hijas en ausencia de ellas o sin su consentimiento, y las Leyes de Toro, en el mismo sentido, optaban por el castigo a quienes contrajesen matrimonios clandestinos, incluyendo aquellos celebrados sin consentimiento paterno, ambos cuerpos legales otorgaban a los progenitores el derecho a desheredar a aquellas hijas que desconocieran sus recomendaciones sobre un adecuado matrimonio (Lavrin, 1991b, p. 19; Kluger, 2003, pp. 68-69, 94). En conclusión, “el derecho civil conservaba un gran control sobre el matrimonio para reforzar los derechos sobre herencia y propiedad, y para fortalecer la familia como unidad social básica” (Lavrin, 1991b, p. 19).
Por otra parte, las resoluciones del Concilio sobre el tema dejaron un cierto margen para la ambigüedad, pues, al respecto, el texto tridentino quedó “redactado de una manera que lo hacía susceptible de malas interpretaciones, de que las corrientes regalistas habrían de sacar partido”. Por tanto, este se prestaba al comentario “de que la Iglesia siempre había detestado y prohibido los matrimonios de hijos de familia sin consentimiento paterno”. No es desconocido, de otro lado, que durante las discusiones conciliares las presiones de determinados poderes civiles hicieron que, transitoriamente, se llegara a aceptar la propuesta de anulación de los matrimonios sin consentimiento paterno para los hijos varones menores de 20 años y para las mujeres menores de 18. Aunque, finalmente, solo se consideraron írritos los matrimonios clandestinos, era indudable que “la Iglesia había mirado siempre con buenos ojos el que los padres que tuviesen justas causas se opusieran al matrimonio de los hijos”6.
En conclusión, el conflicto entre obediencia y aspiraciones individuales no quedó zanjado porque el Concilio no estableció la medida en la que los padres podían ejercer control sobre los matrimonios. Esto es, el Concilio validaba el libre albedrío de los futuros cónyuges, pero, a la vez, expresa “público reconocimiento de su incredulidad sobre los matrimonios que se hacían contra la voluntad paterna, hecho con el cual dejó el camino abierto para que la autoridad paterna terminara imponiéndose en las decisiones matrimoniales” (Rodríguez, 1997, pp. 145-146). Además, en la práctica, el peso de la costumbre y la tradición, especialmente en las áreas rurales, constituyeron un freno al libre albedrío de los contrayentes. Las influencias y decisiones paternas continuaban siendo un obstáculo al consentimiento fruto de una decisión independiente por parte de aquellos. Cabe destacar, finalmente, que el Concilio de Trento condenó explícitamente y con especial decisión el concubinato, el adulterio y el divorcio; en este último caso, se fortaleció la corriente antidivorcista frente a las pretensiones luteranas (Beneyto, 1993, pp. 72-73)7.
Al hacer suyos los dispositivos tridentinos, la Corona española buscó, aún más que antes, que la regulación jurídica de la familia en sus dominios americanos respondiera a los mismos preceptos que en España. Su objetivo era promover y reproducir el modelo ibérico de familia. No llegó a haber, sin embargo, un sistema jurídico nuevo para las Indias, puesto que los habitantes de estos territorios eran tan vasallos de la Corona como los propios peninsulares, y solo cuando las exigencias lo requirieron, se promulgaron normas para resolver situaciones determinadas y coyunturales, dado que el encuentro entre las culturas del Nuevo Mundo y la occidental hispana, sobre todo a partir de las primeras experiencias signadas por la incomprensión, la violencia y la insubordinación, obligó a producir soluciones específicas. Puede afirmarse así que, en lo concerniente al matrimonio y a la familia, fueron escasas las leyes de derecho indiano propiamente dichas (Kluger, 2003, p. 96)8.