Kitabı oku: «Prueba Vol. I», sayfa 2

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Se parte de la premisa que el proceso civil, por lidiar con bienes menos relevantes que el proceso penal, se puede contentar con un menor grado de seguridad, satisfaciéndose con un menor grado de certeza. Siguiendo esta tendencia, la doctrina procesal civil —todavía hoy muy en boga21— ha puesto un mayor énfasis en la observancia de ciertos requisitos legales de la evidencia probatoria (por medio del cual la comprobación de hecho era obtenida), que el contenido del material de prueba. Pasó a interesar más la forma que representaba la verdad del hecho que el producto final que efectivamente representa la verdad. Más aún se reconocía la posibilidad de obtención de algo que representase la verdad ya que el proceso civil no estaba dispuesto a pagar el alto costo de esa obtención, bastando, por tanto, algo que fuese considerado jurídicamente verdadero. Era una cuestión de costo-beneficio entre la necesidad de decidir rápidamente y decidir con certeza, en la que la doctrina del proceso civil optó por la preponderancia de la primera.

Actualmente, la distinción entre verdad formal y sustancial perdió su brillo. La doctrina moderna del derecho procesal ha ido sistemáticamente rechazando esta distinción, correctamente considerando que los intereses objeto de la relación jurídica procesal penal, no tienen ninguna particularidad especial que autorice la inferencia que debe aplicarse a este método de reconstrucción de los hechos diversa de aquella adoptada por el proceso civil. Realmente, si el proceso penal lidia con la libertad del individuo, no se puede olvidar que el proceso civil labora también con los intereses fundamentales de la persona humana —como la familia22 y la propia capacidad jurídica de un individuo y de los derechos metaindividuales23— y, por lo tanto, totalmente desprovista de la distinción de conocimiento entre las áreas.

Además, no se puede olvidar que la idea de la verdad formal fue duramente criticada por Chiovenda. Según él, “jurídicamente la voluntad de la ley es aquella que el juez afirma ser la voluntad de la ley. Ni esta afirmación del juez puede llamarse una verdad formal: frase que supone una comparación entre lo que el juez afirma y lo que podía afirmar; ya que el derecho no admite esta confrontación, y nosotros, en la búsqueda de la esencia de una institución jurídica, debemos colocarnos en el punto de vista del derecho”24. También Carnelutti ofrece semejante crítica de la figura, calificándola como una verdadera metáfora25. Realmente, hablar de la verdad formal (especialmente en oposición a la verdad sustancial), implica reconocer que la decisión judicial no se basa en la verdad, sino en una no verdad. Se supone que existe una verdad más perfecta (la verdad sustancial), pero, para la decisión en el proceso civil, debe el juez contentarse con aquella imperfecta, y, por lo tanto, no consistente con la verdad26.

La idea de la verdad formal es, por tanto, absolutamente inconsistente y, por esa misma razón, fue paulatinamente, perdiendo su prestigio en el seno del proceso civil (y tiende a perderlo cada vez más). La doctrina más moderna ya no hace más referencia a este concepto, que no presenta una utilidad práctica, siendo un mero argumento retórico para sustentar una posición de inercia del juez en la reconstrucción de los hechos y de la disonancia frecuente del producto obtenido en el proceso con la realidad fáctica.

4. VERDAD Y VEROSIMILITUD

El análisis ya elaborado trata de la finalidad de la prueba, y, por lo tanto, el tratamiento de la verdad ha de pasar, necesariamente, por un estudio más amplio y profundo del tema, que va más allá de los límites del derecho, lanzando miradas sobre otras ciencias27. De modo que la cuestión de la finalidad de la prueba debe orientarse por el estudio del mecanismo que regula el conocimiento humano de los hechos.

Aunque toda la teoría procesal esté, como se ha visto, sobre la base de la idea y el ideal de la verdad (como el único camino que puede conducir a la justicia, en la medida que es un presupuesto para la aplicación de la ley al caso concreto), no se puede negar que la idea es alcanzar la verdad real sobre un acontecimiento no pasa de ser una mera utopía.

La esencia de la verdad es inalcanzable. Ya lo decía Voltaire, afirmando que “les vérités historiques ne sont que des probabilités”28. Así también lo percibió Miguel Reale, al estudiar el problema, deduciendo, entonces, el concepto de quase-verdade, en sustitución de la verdad, que sería inútil e inalcanzable29.

De hecho, la reconstrucción de un hecho ocurrido en el pasado siempre viene influenciado por aspectos subjetivos de las personas que asistieron, y todavía del juez, que ha de valorar la evidencia concreta30. La interpretación sobre un hecho —o sobre una prueba directa derivado de ella— altera su contenido real, añadiendo un toque personal que distorsiona la realidad. Más que eso, el juez (o el historiador o, por último, el que debe tratar de reconstruir los hechos del pasado) jamás podrá excluir, terminantemente, la posibilidad que las cosas puedan haber pasado de otra forma.

Creer que el juez puede analizar, objetivamente, un hecho, no agregarle ninguna dosis de subjetividad es pura ingenuidad31. Este análisis, por sí mismo, ya envuelve cierta valoración de hecho, alterando su sustancia e inviabilizando el conocimiento del hecho objetivo, tal como ocurrió. Por otra parte, como bien observó Giovanni Verde32, las reglas sobre la prueba no regulan solo los medios que el juez puede servirse para “descubrir la verdad”, sino también fija los límites a la actividad probatoria, tornando inadmisible ciertos medios de prueba, resguardando otros intereses (como la intimidad, el silencio, etc.) o, condicionando la eficacia del medio probatorio con la adopción de ciertas formalidades (como el uso de instrumentos públicos). Teniendo en cuenta esta protección legal (de fuerte intensidad) a otros intereses, o, incluso, sumisión del mecanismo de “revelación de la verdad” a ciertos requisitos, no parece ser difícil de percibir que el compromiso que tiene el derecho con la verdad no es tan inexorable como aparenta ser.

Hay una contradicción en este aspecto, como bien demuestra Sérgio Cotta33. Querer que un juez sea justo y apto para develar la esencia “verdadera” del hecho que ocurrió en el pasado, pero reconocer que la falibilidad humana y el condicionamiento de este descubrimiento a las formas legales no lo permiten. El juez no es un ser divino, pero aun así tiene como objeto de investigación a la verdad objetiva, verdad que, como todo lo demás, es inalcanzable. Se exige, por tanto, que el juez sea un dios, capaz de develar una verdad velada por la controversia de las partes, donde cada uno entiende estar revestido con una “verdadera” verdad y, por lo tanto, con la razón.

Sin que se necesite más esfuerzo para llegar a esta conclusión, tal obra es imposible si es que se ofrece como argumento retórico para justificar la “justicia” de la decisión tomada. El juez es un ser humano como cualquier otro y está sujeto a las valoraciones subjetivas de la realidad que le rodea. La mítica figura del juez, como alguien capaz de descubrir la verdad sobre las cosas y, por eso mismo, apto a hacer justicia, debe ser desenmascarada. Este fundamento retórico no puede tener más el papel destacado que ocupa hoy en día. El juez no es —más que cualquier otro— capaz de reconstruir los hechos que ocurrieron en el pasado: lo máximo que podrá exigirse es que la valoración que ha de hacer de las pruebas llevadas a los autos sobre un hecho a ser investigado, no sean divergentes de la opinión común que se haría de las mismas pruebas.

De toda suerte, la idea que el conocimiento se alcanza a partir del descubrimiento de la realidad ha sido completamente superada en la filosofía. El llamado paradigma de objetos —típico de la antigüedad— parte de la premisa que los objetos, todos, tienen su esencia, que es revelada a un sujeto cognoscente a partir de la relación emprendida en el conocimiento (el sujeto cognoscente no hace más que descubrir esa esencia, existente en el objeto)34. A propósito, vale recordar las palabras de Ludwig, que, sobre el tema, diserta: “De hecho, Parménides establece el comienzo de la filosofía como ontología: ‘el ser es, el no-ser no es’. El ser es considerado como el fundamento de los entes. El fundamento del mundo. Lo que no es, no lo es. No es nada. El ser no es pensado, comprendido como un fundamento distante y aislado del mundo. Al contrario, un ser con fundamento significa que el mundo, los entes, las cosas (tà ónta), los útiles (tà prágmata) son vistos, como iluminados por él. El ser y el mundo coinciden”35.

Como se puede observar en la historia, esta perspectiva prevaleció en la filosofía absoluta hasta mediados del siglo XVIII. Desde entonces, el nuevo paradigma estuvo bajo la influencia de las nuevas ideas racionalistas e ilustrados emergentes, denominado paradigma del sujeto. A partir de entonces, la relevación se estableció en el sujeto cognoscente, y no el objeto de conocimiento. Pienso, luego existo36, dijo Descartes, sintetizando magníficamente el espíritu de este modelo. Los objetos solo existen porque el sujeto puede conocerlos. Desplaza, por lo tanto, el núcleo de interés del objeto al sujeto.

Específicamente en relación con el tema de la “verdad”, la falibilidad del paradigma de objetos se pone al desnudo por completo. El concepto de verdad, por ser algo absoluto, solo se puede lograr cuando se tiene por cierto que determinada cosa pasó de tal manera, con exclusión de cualquier otra posibilidad. Y, como es obvio, esta posibilidad va más allá de los límites humanos. Así lo señaló Carnelutti, cuando subrayó que “exactamente porque la cosa es una parte del ser y no ser, se puede comparar con una moneda en cuyo anverso está inscrito su ser y en el verso el no ser. Pero para conocer la verdad de la cosa, o, digamos, apenas una parte, es necesario conocer tanto el anverso como el reverso: una rosa es una rosa, enseñaba Francesco, porque no es alguna otra flor, esto significa que, para conocer realmente una rosa, es decir, para llegar a la verdad, se impone no solo el conocimiento de aquello de lo que ella es, sino también lo que ella no lo es. Por eso la verdad de una cosa no aparecerá hasta que no podamos conocer todas las otras cosas, por lo que no puede conseguirse más que un conocimiento parcial (...). En suma, la verdad está en el todo, no en la parte, y el todo es demasiado para nosotros (...). Así que mi camino, iniciado con atribuir al proceso la búsqueda de la verdad, condujo a la sustitución de la verdad por la

certeza”37.

De hecho, es irrefutable el argumento traído por Carnelutti. A pesar de que las pruebas no tienen la aptitud para conducir con seguridad a la verdad sobre el hecho ocurrido —solo muestran elementos de cómo, probablemente, un hecho ocurrió— son un indicativo, pero no llevan necesariamente a la caracterización absoluta de un hecho, tal como efectivamente ocurrió (o, al menos, no se puede decir que existe seguridad absoluta sobre esa conclusión)38. Como dice Wach, “aller Beweis ist richtig verstanden nur Wahrscheinlichkeitsbeweis” (todas las pruebas, en verdad, no son más que pruebas de verosimilitud)39. Y, específicamente sobre la prueba más difundida en nuestros días (la prueba testimonial), recuerda Voltaire que: “El que escuchó decir una cosa de doce mil testigos oculares no tienen más que doce mil probabilidades, iguales a una fuerte probabilidad, la cual no es igual a la certeza”40.

Por tanto, es imposible llegar a la verdad sobre cierto evento histórico. Se puede tener una elevada probabilidad de cómo sucedió, pero nunca una certeza de obtener la verdad. Y eso se torna aún más evidente en el proceso. Aquí se está frente a una controversia. Los litigantes, ambos, creen que tienen razón, y sus versiones sobre la realidad de los hechos son, normalmente, diametralmente antagónicos41. Su contribución a la investigación de los hechos es parcial y tendenciosa. El juez debe, por lo tanto, optar por una de las versiones de los hechos presentados, que no siempre es fácil (lo que es peor) demuestra la fragilidad de la operación de búsqueda de la verdad realizada. Las pruebas no son, generalmente, concordantes. Incluso la confesión es un argumento peligroso, ya que puede representar, como de hecho no es raro, una perturbación psíquica de su autor, o simplemente un intento de encubrir la realidad de los hechos.

Como dice Calamandrei42, incluso para el juez más escrupuloso y cuidadoso vale el fatal límite de la relatividad que es propio de la naturaleza humana: aquello que se ve es apenas aquello que aparece ser visto. No es la verdad, pero es verosimilitud, es decir, la apariencia (que puede ser una ilusión) de la verdad. El mismo procesalista añade, a propósito del real concepto de verdad que cuando se afirma que un hecho es verdadero, apenas se dice que la consciencia de quien emite el juicio alcanza el grado máximo de verosimilitud que, en virtud de los limitados medios del conocimiento a disposición del sujeto basta para darle certeza subjetiva que el hecho ocurrió43.

Para alcanzar el concepto de verosimilitud, Calamandrei se vale de la idea de la máxima de la experiencia. Partiendo de ese concepto, establece la noción que la “verosimilitud” es una idea que se alcanza a partir de aquello que normalmente acontece44. Es esa ilación lógica de lo usual es lo que permite al sujeto reconocer como verosímil algo que, de acuerdo con los criterios adoptados por el hombre medio, se presta para adquirir certeza sobre un hecho determinado. Por lo tanto, “para juzgar si un hecho es verosímil o inverosímil, debemos acudir, sin necesidad de una investigación histórica sobre su concreta verdad, a un criterio de orden general ya adquirido previamente mediante la observación de quod plerumque accidit: ya que la experiencia nos enseña que los hechos de aquella específica categoría ocurren normalmente en circunstancias similares a aquellas que se encuentran en el caso concreto, se asume de esta experiencia que también el hecho en cuestión se presenta con una apariencia de ser verdadero; y viceversa, se concluye que algo es inverosímil cuando, pudiendo ser verdadero, parece sin embargo estar en contraste con el criterio sugerido por la normalidad”45. Como es evidente —y como también es recordado por el procesalista Florentino—, esa verosimilitud dependerá de criterios nítidamente subjetivos y variables, de acuerdo con el sujeto cognoscente. Así lo demuestra la circunstancia que, cada día, hechos que antes eran considerados como falsos pasan a asumir —en función de la evolución de las ciencias— aires de posible o incluso de verosímiles46.

Por eso mismo, dice Sérgio Cotta que la verdad integral queda siempre latente, lo que demuestra la fragilidad de la función jurisdiccional. La decisión no revela la verdad de los hechos, pero impone, como verdad, ciertos datos que la decisión toma por presupuesto (llamándolos verdad, aunque consciente que esos datos no necesariamente coinciden con la verdad en esencia)47.

Según el mismo autor, hay tres razones de la verdad obtenida en el proceso que no puede reflejar la verdad sustancial48. La primera de ellas trata de la enajenación de la consciencia del juez de la verdad temporal sintética del evento. La segunda es la soledad del magistrado en el establecimiento definitivo de la verdad. Y, por último, la impotencia final del juez en restablecer la “continuidad de las personas”. Realmente, el juzgador no estuvo presente en la realización de los hechos; el análisis de lo sucedido, por tanto, ha de pasar tanto de la subjetividad de los testigos que presenciaron el evento cuanto por el juez, distorsionándose con eso doblemente los hechos. Aparte de eso, solo el magistrado tiene el poder de decir la “verdad”, presupuesto para la aplicación del derecho al caso, la colaboración que recibe de las partes y, como ya se señaló, tendenciosa y divergente (pero, aun así, el juez está obligado a entregar solo una verdad sobre lo ocurrido). Y, para finalizar, la verdad, por sí misma, es algo imposible de lograr.

Con todo, aun con todos estos elementos obvios, el juez se ve obligado a decidir y establecer una verdad. Por ende, el mito de la verdad sustancial solo ha servido para perturbar el proceso, que se extiende en el nombre de una reconstrucción precisa de los hechos, lo cual es visto como imposible. Por más laborioso que haya sido el trabajo y el empeño del magistrado en el proceso, el resultado nunca será más que un juicio de verosimilitud49, que jamás se confunde con la esencia de la verdad sobre el hecho (si es que podemos afirmar que existe una verdad sobre un hecho del pasado).

Entretanto, la doctrina dominante insiste en llamar al resultado obtenido en la reconstrucción fáctica del proceso de “verdad”, ya que solo el hecho pretérito efectivamente ocurrido podría generar la consecuencia prevista en el ordenamiento jurídico. Ahora bien, en el caso de admitirse que el juez puede aplicar la sanción de norma a un caso en que hay duda respecto de tener o no un hecho ocurrido de la manera descrita por el antecedente de la norma, caería por tierra toda la teoría de la norma, ya que, aunque que no se verifique el antecedente (o, al menos, no se tenga certeza de lo que sucedió), incidió en el consecuente. El resultado, como suele ser evidente, sería catastrófico, ya que no se podría legitimar una decisión judicial en el ordenamiento jurídico (o en la división de poderes), sino solo en la fuerza del Estado.

Es cierto que, cuando se altera la columna de sustentación de la teoría de la legitimidad de la decisión judicial, excluyendo de su seno la idea que el juez solo decide sobre la base de la verdad, se hace necesario encontrar esa justificación en otro campo. De toda suerte, permanecer adorando la ilusión que la decisión judicial se basa en la verdad de los hechos, genera una falsa impresión que el juez se limita, en el juicio, a un simple silogismo, a un juicio de subsunción del hecho a la norma, es algo que ya no tiene el menor respaldo, siendo un mito que debe ser impugnado. Este mito, de cualquier forma, ya se está desmoronando, y no el mantenimiento del espejismo de la verdad sustancial que conseguirá impedir el naufragio de estas ideas.

Por lo tanto, deben excluirse del campo de alcance de la actividad judicial la posibilidad de la verdad sustancial. Jamás el juez podrá llegar a este ideal, al menos teniendo la certeza de que se alcanzó. Lo máximo que permite su actividad es lograr un resultado que se asemeja a la verdad, un concepto aproximado, basado más en la convicción del juez de que este es el punto más próximo a la verdad que se puede lograr que, propiamente, en algún criterio objetivo.

Sin embargo, el concepto de verosimilitud, aunque es operacional, parece insuficiente para apoyar a todas las reflexiones respecto del derecho probatorio. Como se ve, la verosimilitud se presenta como una verdad aproximada, posible, factible y fundada en lo que realmente sucede (una apariencia de verdad)50. no obstante, aquello que sucede como “ordinario” no siempre puede ser considerado como el máximo grado de cognición posible frente a determinada situación. Aunque la verosimilitud corresponda a la idea de normalidad de una situación, es cierto que no siempre ese juicio de regularidad (quod plerumque accidit) puede ser confundido con el máximo de aproximación de un concepto ideal de verdad que la situación permite51.

Por tal motivo podría sobreponerse al concepto de verosimilitud el de verdad factible o de verdad conjetural. Este sería —sin pretensión de definitividad o de vinculación al paradigma objetivo— el grado máximo de aproximación que se consigue u obtiene frente a una situación concreta. Continúa siendo un juicio de aproximación, pero más correspondiente a la amplia posibilidad posible. Mientras que la verosimilitud representaría la aproximación del concepto de verdad, la “verdad factible” sería la más próxima representación de la verdad que se consigue obtener dentro de ciertas circunstancias.

En este punto es necesario distanciar esos dos conceptos de otros que también traducen cierto grado de indeterminabilidad y de los juzgamientos cognitivos, muchas veces confundidos con los anteriormente expuestos. De hecho, la indeterminación de los conceptos empleados no puede redundar en la inoperancia de su diferenciación, y ello porque traducen realidades diversas y pretensiones distantes.

Excluido el concepto de la verdad material (concepto absoluto), todos los demás conceptos que de él derivan son meramente aproximativos y relativos —ya que importan una relación entre el concepto absoluto (verdad sustancial) y el otro que pretende definir—52.

Se podría decir que la verosimilitud implica una relación de orden aproximativo —al lado de la idea de la posibilidad y la probabilidad— con el concepto ideal de la verdad, como hace Calamandrei53. Sin embargo, la línea distintiva entre todos estos conceptos permanece imprecisa y tenue, especialmente porque no se pueden comparar dos conceptos relativos que apuntan al mismo concepto absoluto —cada juez puede valorar, de forma diversa, la distancia entre cada uno de estos conceptos y de esas ideas—.

Es preciso, entonces, encontrar alguna referencia para la estipulación de las diferencias entre estos conceptos, que pueden ser medidos objetivamente por el magistrado en el curso del proceso. De este modo, entra en escena la necesidad de recurrir a nuevos paradigmas de la ciencia del conocimiento, que pueda auxiliar en esa definición de parámetros.

5. LA TEORÍA DE HABERMAS Y LA VERDAD

Como demostramos, la verdad sustancial es un mito que ya debería haber sido extirpado de la teoría jurídica. Todas las demás ciencias ya se dieron cuenta que no hay una verdad inherente a un hecho. Este concepto (de la verdad sustancial), por lo tanto, se mostró inútil para dirigir los rumbos del proceso de conocimiento o, incluso, de la teoría de la prueba. Insta, entonces, buscar un nuevo objetivo, capaz de adecuarse a las necesidades de la ciencia (incluyendo el proceso) y las posibilidades del conocimiento humano. La filosofía moderna, bajo la batuta de Jürgen Habermas, comprende que la verdad de un hecho es un concepto dialéctico, basado en los argumentos desenvueltos de los sujetos que conocen. La “verdad” no se descubre, sino que se construye a través de la argumentación.

Ciertamente este no es el lugar adecuado para tratar la cuestión en profundidad. Sin embargo, por la relevancia de las ideas para comprender los conceptos que se pretenden alcanzar, parece importante intentar un breve resumen, y hasta superficial, de la teoría de este filósofo, con el fin de otorgar al lector el entendimiento mínimo necesario para una perfecta comprensión de las conclusiones que se elaborarán. Las ideas de este autor constituyen un intento de superación dialéctica de los demás paradigmas, buscando centrar el punto de apoyo del estudio ya no en el objeto o en el sujeto, sino en el discurso. La razón ya no está en el mundo (el paradigma de ser), o en el sujeto individual (el paradigma del sujeto), sino en aquello que los sujetos producen a partir de ciertos elementos comunes (el lenguaje).

El sujeto no es más visto como conquistador del objeto, tal como ocurrió en el paradigma del sujeto. Ahora, el sujeto debe interactuar con los sujetos, con el fin de lograr un consenso sobre lo que podría significar conocer y dominar el objeto54, no es más la subjetividad lo que importa, sino la intersubjetividad.

El diálogo (comunicación) pasa a tener preponderancia en el sistema. Hay un retorno a la vieja idea aristotélica de la tópica y la retórica. La razón se centra en la comunicación y no más en la reflexión aislada de un solo sujeto. Vale resaltar que ese “diálogo” es previo, necesariamente anterior a cualquier forma de conocimiento. Se trata de la búsqueda de un consenso que permita el conocimiento, y no un consenso de conocimientos. Es algo que ocurre en el mundo ideal, como un a priori —al igual que las formas a priori kantianas— y no en el mundo sensible. Este consenso importa una aceptación previa de los criterios necesarios para la realización de cualquier comunicación (interacción). Como explica Habermas:

[R]azón comunicativa se diferencia de la razón práctica por no estar adscrita a ningún actor singular o un macrosujeto sociopolítico. Lo que torna posible la razón comunicativa es el medium lingüístico, a través del cual las interacciones están relacionadas entre sí y las formas de vida se estructuran. Tal racionalidad está inscrita en telos lingüístico de entendimiento, formando un ensamble de condiciones facilitadoras y, al mismo tiempo, limitadoras55.

Aquí, la razón no es buscada solo en las profundidades del sujeto que conoce, sino en la argumentación basada en las relaciones humanas que lleva a la contribución de otros elementos, no solo el conocimiento “científico”, sino también la moral y la historia.

Según Ludwig56, la teoría de Habermas “de los sujetos que se comunican a través del lenguaje se apoyan necesariamente en un consenso que ‘sirve como telón de fondo de su acción comunicativa’. El consenso se torna manifiesto a través del reconocimiento recíproco, previo, de pretensiones de validez, presupuestas. Son ellas: pretensión de compresión de comunicación, pretensión de verdad de contenido, pretensión de corrección (de justicia) de contenido normativo y pretensión de sinceridad y autenticidad en el mundo subjetivo”. Obviamente, tales pretensiones no consideran el mundo real, sino que lo presuponen. Se aplican a un momento anterior al diálogo concreto, que ocurre solo porque tales pretensiones están, inexorablemente, supuestas.

A propósito de las pretensiones de validez de la comunicación, enseña Habermas:

[El] modo fundamental de estas manifestaciones se determinan por las pretensiones de validez que implícitamente llevan asociados: la verdad, la rectitud, la adecuación o la inteligibilidad (o corrección en el uso de los medios de expresión). Estos mismos modos conducen también a un análisis de enfoque semántico de las formas de enunciados. Las oraciones descriptivas que, en el sentido más lato, sirven a la constatación de los hechos que pueden ser aseverados o negados bajo el aspecto de la verdad de una proposición; las oraciones normativas o las oraciones de deber de servir de justificación de las acciones, bajo el aspecto de rectitud (o de “justicia”) de su forma de actuar; las oraciones valorativas (juicios de valor) que sirven a la valoración de algo, desde el aspecto de la adecuación de los standards de valor (o desde el aspecto de “bueno”), y las explicaciones de reglas generadoras que sirven para explicar las operaciones tales como hablar, clasificar, calcular, deducir, juzgar, etc., desde aspectos de inteligibilidad y corrección formal de las expresiones simbólicas57.

Es evidente que, en caso de que los sujetos envueltos en un diálogo concreto tuviesen en mente que su conversación sería incomprendida por el otro sujeto, no habría razón para que ocurriese el diálogo. Lo mismo se aplica a las demás pretensiones. Por lo tanto, estas pretensiones deben ser presumidas en toda situación de argumentación real. Son pues, un momento anterior que no ocurre de hecho, pero debe ser presupuesto bajo pena de inviabilizar la comunicación.

Además, tales pretensiones están dirigidas a la universalización de la comunicación hipotética. De hecho, alcanzando esas pretensiones de validez general, existe la universalidad de la posibilidad de comunicación. Por otro lado, esa universalidad también está acompañada de igualdad de la comunicación. Realmente, estas pretensiones imponen a los sujetos una igualdad invencible en la situación de discurso.

Habiendo consenso en cuanto a estas pretensiones, la comunicación espontánea se ha establecido. Sin embargo, cuando cualquiera de estas pretensiones es controvertida (de modo general), el consenso es perturbado y la comunicación entra en crisis. Habiendo lesión a la pretensión de comprensibilidad, la cuestión puede ser resuelta en el propio contexto de la interacción. En cuanto a las pretensiones de la verdad y de la justicia, la superación de la controversia apenas puede ser lograda fuera de la situación, en un nuevo tipo de diálogo —o discurso o comunicación— argumentativa. En el discurso, todas las pretensiones son suspendidas hasta que la asertiva sea confirmada o refutada (en el discurso teórico) o hasta que la norma sea considerada legítima o ilegítima (por medio del discurso práctico).

Esto implica decir que la verdad y la legitimidad no son conceptos absolutos, de validez plena y eterna. Al contrario, resultan de un consenso discursivo. Hay desplazamiento de la formulación de la verdad en relación a las proposiciones fácticas y la legitimidad en relación con las proposiciones normativas a la intersubjetividad. La verdad es algo necesariamente provisorio, apenas prevaleciendo se establece un consenso.

En efecto, esto es una garantía de la universalidad del procedimiento. La verdad ya no se busca en el contenido de la asertiva, sino en la forma en que se obtiene (consenso). El contenido es evidentemente importante, pero no tiene nada que ver con la verdad, para esta apenas interesa la forma que se obtiene la afirmación. Lo verdadero y lo falso no se originan en las cosas, no en la razón individual, sino en el procedimiento.

De ahí surge una nueva consecuencia: las normas y las afirmaciones deben ser constantemente justificadas y legitimadas, con el fin de verificar el mantenimiento de un consenso. Aplicando esta teoría al Derecho, Miguel Reale enseña:

[De] acuerdo con este pensador, la expresión última y más elevada de la Escuela de Frankfurt, la razón comunicativa posibilitaría el medio lingüístico a través del cual las interacciones se entrelazan y las formas de vida se estructuran, lográndose llegar espontáneamente a la necesaria correlación entre la validez y la eficacia, esencial al Derecho, en una conexión descentralizada de condiciones. La revelación de las normas jurídicas, en cuanto reglas obligatorias, no es el resultado de su subordinación, deontológicamente, de los mandamientos morales, o axiológicamente, de una constelación de valores privilegiados, o, incluso, empíricamente, de la efectividad de una norma técnica. Todo se resolvería, al final, en función de la razón comunicativa, la cual, no es una fuente de normas dado que ella permite que estas se formen libremente a través de la vida comunitaria sin el “mal del normativismo”, que, a su juicio, corre el riesgo de perder contacto con la realidad, y con la ventaja de mantener abierta la instancia de juicio crítico contrastado, sin cuya actuación permanente no habría real democracia activa58.

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9786123252533
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Serideki Dördüncü kitap "Proceso, Derecho y Sociedad"
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