Kitabı oku: «Animales: filosofía, derecho y política», sayfa 2

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Rowlands trabajará a partir de la teoría contractualista de John Rawls,61 por tratarse de la formulación contractualista contemporánea más influyente. Sin embargo, mientras que Rawls en su obra se interesó por la filosofía política y sobre la forma en que las principales instituciones sociales distribuyen los derechos y las obligaciones fundamentales, nuestro autor utiliza la idea de contrato en un sentido más amplio, a fin de construir una teoría moral que permita la asignación de derechos y obligaciones morales en general —no solo de tipo político—.62

En su formulación animalista contractualista, Rowlands rescata las ideas centrales de la teoría de Rawls: las de la “posición original” y el “velo de ignorancia”. Como es sabido, para Rawls, la forma de pensar cómo sería una organización justa de la sociedad consiste en imaginar qué principios serían acordados por personas a las que se les negara información sobre determinados hechos acerca de sí mismas.63 De tal modo, esas personas se encontrarían en una posición original y los hechos que desconocerían sobre sí mismas estarían excluidos por el velo de ignorancia. Estos contratantes ignorarían dos tipos de cosas sobre sí mismos: por un lado, desconocerían sus concepciones del bien, esto es sus ideas sobre cómo alguien debería vivir su vida; por el otro, desconocerían tanto su posición socioeconómica como sus talentos naturales.64 Rawls sostuvo que una persona en la posición original y bajo el velo de ignorancia elegiría los siguientes dos principios de justicia distributiva: el principio de iguales libertades básicas individuales compatibles con iguales libertades de los demás; y el llamado principio de la diferencia, según el cual solo pueden admitirse diferencias económicas y sociales si las mismas benefician a los menos aventajados y, a la vez, existe una justa igualdad de oportunidad de acceso a las mejores posiciones.65

Estos principios de justicia se sostienen con base en dos argumentos independientes de la posición originaria, a los que Rowlands denomina “el argumento intuitivo de la igualdad” y “el argumento del contrato social”. Ambos principios son mutuamente dependientes y cruciales en la teoría de Rawls; y, precisamente, ellos permiten la extensión del contractualismo a los animales que realiza Rowlands. El argumento intuitivo de la igualdad es expuesto por Rowlands de la siguiente forma: si una propiedad P no es merecida, en el sentido de que uno no es responsable de poseerla, entonces es moralmente arbitraria y nadie tiene derechos morales a cualesquiera que sean los beneficios que se desprendan de ella.66 Rowlands se ocupa de destacar que si bien se ha puesto particular atención en la denuncia que hace Rawls de lo azaroso de haber nacido en una particular posición social y económica —y lo inmerecido de los beneficios que se derivan de ello—, el filósofo norteamericano consideraba igualmente inmerecidos los talentos y las capacidades naturales.67 Del mismo modo que la altura y otras características naturales, la racionalidad es una propiedad natural moralmente arbitraria: en tanto nadie es responsable por poseer capacidad de raciocinio o por no poseerla, resulta arbitrario y contrario a la igualdad excluir a quienes no poseen racionalidad del grupo de los beneficiarios de los principios a que se arribó en la posición originaria. Pero si esto es así, razona Rowlands, cómo no incluir a la especie dentro de las características naturales que deberían estar bajo el velo de la ignorancia. En palabras de este autor:

La propiedad de ser un ser humano es, nuevamente, algo sobre lo que no tenemos opción. La propiedad es, en el sentido de Rawls, tan moralmente arbitraria como la propiedad de pertenecer a una determinada raza, clase o género. Es algo sobre lo que no tenemos control. Por lo tanto, de acuerdo con el argumento intuitivo de la igualdad, no tenemos un reclamo moral a los beneficios que se deriven de la posesión de esta propiedad. En consecuencia, dado que las consideraciones que subyacen al argumento intuitivo de la igualdad constituyen en parte la descripción que damos a la posición original, el conocimiento de nuestro estatus de humanos es un conocimiento que debería ser suprimido en la posición original.68

Lo anterior, por supuesto, con independencia de que deba asumirse que los actores que se encuentran en la posición originaria adoptando las decisiones señaladas, tienen las capacidades y aptitudes que les permiten tomar esas decisiones, entre ellas racionalidad y una determinada inteligencia. Pero en tanto la posición originaria es una herramienta heurística —un método de razonamiento imparcial— y no una posición metafísica, no cabe plantear que como quienes se encuentran en la posición originaria son seres humanos racionales los resultados de dicha deliberación se aplican solo a ellos.69

El segundo argumento mencionado por Rowlands, “el argumento del contrato social”, si bien es distinto del “argumento intuitivo de la igualdad”, está muy relacionado con él. El argumento del contrato social sostiene que la posición originaria es un instrumento heurístico que nos sirve para poner entre paréntesis determinadas características de quienes están decidiendo los principios de justicia que afectarían la imparcialidad de los razonamientos que se adoptan. La interdependencia entre el argumento del contrato social y el de la igualdad se observa en la idea del equilibrio reflexivo. Este ocurre entre nuestros juicios intuitivos, los cuales utilizamos para determinar qué forma tendrá la posición originaria, y los principios que surgen de esta. Se trata de un ajuste mutuo entre nuestra intuición de la igualdad originaria, que sirve para establecer las condiciones de la posición originaria, invisibilizando características no merecidas, y los resultados de esta posición en su carácter de contrato. El equilibrio reflexivo es lo que le permite a Rowlands revisar la teoría de Rawls para considerar a los animales como poseedores de derechos directos, es decir, de esos derechos que se derivarían de los principios que elegirían las partes en la posición originaria.70

Es cierto que Rawls no tenía en mente a los animales cuando pensaba en los beneficiarios de las garantías de la justicia. Incluso llegó a excluirlos, si bien también afirmó no estar otorgando al asunto la consideración que se merecía. Una revisión de las asimetrías y diagonales que este autor dedicó a la cuestión puede ser muy iluminadora. Dijo Rawls al ocuparse de este asunto:

Tenemos que considerar todavía a qué clase de seres se deben las garantías de la justicia. […] La respuesta natural parece ser que son precisamente las personas morales las que tienen derecho a una justicia igual. […] Vemos, pues, que la capacidad de personalidad moral es una condición suficiente para tener derecho a una justicia igual. […] Si la persona moral constituye también una condición necesaria es cuestión que voy a dejar a un lado. Doy por supuesto que la capacidad de un sentido de la justicia es poseída por la abrumadora mayoría de la humanidad y, por consiguiente, esta cuestión no plantea un grave problema práctico.

Pero apenas un renglón después agrega:

Sería un grave error suponer que siempre se satisface la condición suficiente. Aunque la capacidad sea necesaria, sería una imprudencia, en la práctica, reducir la justicia a esa base. El riesgo para las instituciones justas sería excesivo. Es conveniente subrayar que la condición suficiente de la justicia igual, es decir, la capacidad de personalidad moral, no es imprescindible, en absoluto. Cuando alguien carece de la potencialidad requerida, ya sea por nacimiento o por accidente, esto se considera como un defecto o como una privación. No hay raza ni grupo reconocido de seres humanos que carezca de este atributo. […] Todo lo que tenemos que hacer es elegir una condición específica […] y dar una justicia igual a los que la satisfagan. Por ejemplo, la condición de estar en el interior de un determinado círculo es una condición específica de unos puntos del plano. Todos los puntos que se encuentran dentro de este círculo tienen esta propiedad, aunque sus coordenadas varíen dentro de una cierta extensión. Y tienen esta propiedad en grado igual, porque ningún punto interior al círculo es más o menos interior a él que cualquier otro punto interior. […] Pero, desde luego, nada de esto es literalmente un argumento. No he formulado las premisas de las que se sigue esta conclusión […]. Los que se ven privados más o menos permanentemente, de personalidad moral, pueden presentar una dificultad. No puedo examinar aquí este problema, pero creo que la descripción de la igualdad no se verá materialmente afectada.71

Resumiendo, de acuerdo con Rawls, la personalidad moral sería una condición suficiente para tener derecho a una justicia igual. Y si bien no se trataría de una condición necesaria,72 decide no analizar el asunto detenidamente ya que “la capacidad de un sentido de la justicia es poseída por la abrumadora mayoría de la humanidad, y, por consiguiente, esta cuestión no plantea un grave problema práctico”.73 Ello, pese a que un número de individuos que multiplica muchas veces a toda la especie humana podría ser candidato a una justicia igual, y a que el propio Rawls es consciente de que no todos los seres humanos satisfacen la condición de personalidad moral.74

La aplicación de estas ideas, como se ve, y salvo que se recurra al recurso dogmático75 y especista de incluir y excluir individuos trazando círculos que dejan puntos adentro y afuera del mismo, no otorgaría derechos a esta igual justicia a aquellos seres humanos que se ven privados de personalidad moral de modo más o menos permanente, casos que “pueden presentar una dificultad”, pero que —dice Rawls para finalizar— “no puedo examinar aquí”.76 Los presupuestos de universalidad y justificación del razonamiento filosófico no admiten estos atajos y ambigüedades.77 Lo anterior, a su vez, permite ver el valor del trabajo de Rowlands, que modifica la teoría de Rawls donde falla y la completa donde aquella deja asuntos sin tratar.

Como señala agudamente Silvina Pezzetta,78 el trabajo de Rowlands puede ser visto como una transición entre las teorías de ética normativa de Singer y Regan, y la teoría de la ciudadanía animal que proponen Will Kymlicka y Sue Donaldson,79 que pertenece al denominado “giro político” en materia animal. Es que Singer y Regan dan cuenta de la necesidad de pensar desde el punto de vista moral el estatus de los demás animales, rechazando el especismo y extendiendo por tanto la idea de imparcialidad. Ello les permite sostener, por un lado, la idea de igual consideración de intereses y, por el otro, la postulación de derechos morales para los animales.80 Pero este énfasis en el aspecto moral pareciera limitado, al menos a la luz del giro político actual de la cuestión animal, puesto que se focaliza casi exclusivamente en las decisiones éticas que cada individuo debiera tomar respecto de los animales, ocupándose solo de modo derivado —a través de reclamar su generalización— en cómo deberían articularse socialmente las mismas. Como se verá en la segunda parte, los abordajes animalistas que se efectúan desde la teoría política, en cambio, se interesan de modo central por cómo las comunidades políticas —y no los individuos— deberían gobernar sus relaciones con los animales. Desde esta perspectiva, la consideración moral que merecen los animales es una cuestión pública que los Estados deben regular y que puede incluir responsabilidades comunitarias respecto de estos seres, y no meramente un asunto privado.81 La propuesta de Rowlands, al centrarse en la teoría de la justicia de Rawls, permitiría articular una posición ética con una teoría política normativa que abarque también a los animales. Considerando que la teoría de Rawls tiene por objetivo evaluar la forma en que las principales instituciones sociales distribuyen derechos y obligaciones fundamentales, sus aportes son aptos para pensar dichas instituciones en relación con los animales. El promisorio abordaje de Rowlands, sin embargo, no avanza en la referida dimensión política, más allá de analizar algunas derivaciones de trazo grueso, como la generalización que reclama del rechazo de la utilización de los animales para la alimentación, vestimenta y otros usos humanos.82

Para resumir, Singer, Regan y Rowlands se ocupan, desde sus distintas perspectivas y marcos teóricos, de abogar por la ampliación de la comunidad moral y por la inclusión de los animales en el círculo de consideración moral,83 pero no desarrollan todo lo que podrían hacerlo las implicancias que tienen sus teorías en términos de cómo las comunidades políticas deberían gobernar sus relaciones con los animales. Sobre este territorio no abordado se construirá la teoría de la ciudadanía de Kymlicka y Donaldson.

EL GIRO POLÍTICO: LOS ANIMALES NO HUMANOS COMO CIUDADANOS, RESIDENTES Y SOBERANOS

Como explica el filósofo político canadiense Will Kymlicka, el movimiento por la defensa de los derechos de los animales históricamente se centró en dos estrategias distintas: una estrategia bienestarista, que se ocupó principalmente de promover medidas tendientes a la reducción del sufrimiento animal injustificado84 y no tanto en cuestionar el estatus de cosas al que los relega el derecho positivo; y una estrategia de derechos de los animales, que se dirigió de modo central a sostener el valor inherente de estos seres y reclamar el reconocimiento de personalidad legal y derechos para los mismos.85 Este autor encuentra dos problemas con estas estrategias. Primero, su falta de efectividad luego de cincuenta años de debate teórico y activismo político.86 En segundo lugar, que tales estrategias no incluyen el otorgamiento de derechos positivos distintos de los derechos básicos negativos que se reclaman habitualmente para los animales, y que deberían serles igualmente reconocidos. Es que lo habitual es considerar a los animales como pacientes morales87 y, a partir de allí, reclamar para ellos derechos morales negativos a la integridad física, a la libertad y a la vida, pero no se tienen en cuenta ni se mencionan siquiera otros derechos, que incluyen demandas y requieren acciones positivas de la comunidad, como el derecho a la salud, a la educación y a la participación, entre otros.88 Según sostiene Kymlicka —tanto en sus trabajos individuales como en los que realizó junto a Sue Donaldson—, existe toda una variedad de situaciones que difícilmente puedan resolverse simplemente “dejando a los animales en paz”, esto es, dejando de encerrarlos, reproducirlos forzadamente y luego matarlos.

En Zoopolis,89 un libro sumamente original, que obtuvo un merecido reconocimiento, Kymlicka y Donaldson buscan complementar la teoría de los derechos de los animales con una perspectiva política focalizada en una teoría de la ciudadanía que aborde las relaciones y los vínculos que existen con los animales. Para ello, estos autores analizarán con mayor detalle, pero también desde otra perspectiva —que hará centro en el aspecto relacional y de vínculo con el territorio—, los diferentes tipos de animales que existen y las distintas relaciones de convivencia que tenemos con ellos. En vez de distinguir —como suele hacerse— solo entre animales domesticados y salvajes, la teoría de la ciudadanía de Kymlicka y Donaldson identifica tres categorías de animales que los autores estiman valiosas para el análisis que proponen: los salvajes, que son quienes no desean ni podrían tampoco vivir con nosotros; los liminales, una categoría intermedia que incluye a animales que viven en nuestras comunidades —por las oportunidades de alimento y refugio que allí encuentran— pero sin integrarse plenamente a ellas y sin ser aptos para la domesticación;90 y los domesticados, que son los animales a quienes hemos forzado a vivir con nosotros y hemos hecho dependientes de las comunidades humanas a lo largo de su evolución.91

La teoría de la ciudadanía para los animales de Kymlicka y Donaldson, y la aplicación que estos autores hacen de las categorías ciudadano, residente, extranjero y soberanía, es simple y revolucionaria a la vez. Como primera medida, ilumina una faceta de la teoría de los derechos de los animales muy descuidada, que es la referida a su aplicación en la práctica. Kymlicka y Donaldson nos recuerdan que los derechos fundamentales que se reclaman para los animales requieren un espacio —un territorio— para su ejercicio y goce, y sostienen elocuentemente que la teoría de la ciudadanía justamente permite situar a los mismos en un contexto político. De allí hay solo un paso a concebir a los animales como ciudadanos, residentes o soberanos en comunidades determinadas. Según lo recuerdan estos autores, esta dimensión ciudadana es reconocida en el derecho positivo nacional e internacional, y es común a las distintas teorías políticas que celebran la existencia de comunidades autoorganizadas. En segundo lugar, y como ya fue adelantado, la teoría de la ciudadanía de Kymlicka y Donaldson analiza mucho más profundamente el aspecto relacional de los vínculos existentes entre los humanos y los animales.

Kymlicka y Donaldson explican que, tanto por razones estratégicas como de necesidad de complementar la agenda clásica del movimiento por la defensa de los animales, el primer paso debe ser el reconocimiento de los derechos de ciudadanía de los animales domesticados. En tanto los hemos convertido en parte de nuestras comunidades y dado que —por razones evolutivas— ya no podrían vivir de manera autónoma, estos animales son nuestra responsabilidad y debemos reconocerles derechos de pertenencia o membrecía, en otras palabras, derechos de ciudadanía. Los animales liminales y salvajes, por su lado, deberían tener derechos de residencia y soberanía, respectivamente. La residencia es una figura con derechos y obligaciones reducidas, tanto para la sociedad como para el residente: garantiza derecho de permanencia en el territorio, medidas antiestigma92 y pone en juego un esquema de reciprocidad reducido.93 Los animales salvajes deberían ser considerados ciudadanos en sus propios territorios soberanos,94 por lo que las reglas básicas en su caso deberían ser el respeto de dichos territorios y de sus comunidades, evitar el impacto humano indirecto en sus hábitats, y la no intervención.95

Los autores de Zoopolis tienen en claro que podría existir un rechazo intuitivo inicial a su teoría de la ciudadanía para los animales, dado que la ciudadanía suele relacionarse con la idea de participación política democrática y que la misma requeriría de racionalidad y agencia lingüística, lo cual descalificaría de plano a los animales. Es aquí donde Kymlicka y Donaldson nos recuerdan el cambio copernicano de paradigma ocurrido en materia de ciudadanía de la mano del derecho de niños, niñas y adolescentes, y de los estudios de la discapacidad. En especial, el magnífico avance registrado en materia de derechos de las personas con capacidades mentales diversas y derechos de niños y niñas, áreas en las que se pasó de un paradigma de incapacidad y tutela, a un paradigma de capacidad progresiva, inclusión y participación gradual, que obligó a repensar toda la teoría de la ciudadanía y la teoría democrática. Así, de una concepción de ciudadanía de segunda para niños, niñas y personas con capacidades cognitivas diversas, que contemplaba exclusivamente derechos a la protección y la provisión (asistencia), se pasó a una noción de ciudadanía de primera clase, que incluye las tres “P” de la convención de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) de 1989 sobre Derechos de los Niños: derecho a la protección, a la provisión y a la participación.96

En las palabras de Donaldson y Kymlicka, la ciudadanía no es un “club selecto” integrado por quienes tienen agencia lingüística o autonomía kantiana. Es más bien una forma de reconocer quién pertenece al lugar común y, por tanto, debe incluir a todos los que comparten el territorio y a todos los afectados por las decisiones comunes. Por ello, la noción de agencia ha sido igualmente repensada, no concibiéndosela actualmente como la capacidad de razonar o de poseer agencia lingüística, sino como la habilidad (gradual) de participar y tener relaciones intersubjetivas, y de cumplir (gradualmente) con normas de conducta.97 ¿Qué implica este cambio de paradigma para quienes históricamente no eran vistos como capaces? Atender y promover sus “varios modos de hacer, decir y ser”, adaptarse a sus formas y nivel de comunicación —por ejemplo, aprendiendo el lenguaje no verbal—, y adaptar el ambiente para que propicie la comunicación y evite ser amenazante.98

Desde los estudios de la discapacidad se ha observado que los animales han sido discriminados desde siempre, no solo por pertenecer a especies distintas a la Homo sapiens, sino también en tanto seres incapaces, por no poder realizar toda una serie de acciones que los humanos estimamos valiosas.99 Esta mirada es doblemente sesgada. En primer lugar, pues las nociones de capacidad e incapacidad no responden en verdad a ontologías, sino que son una construcción social.100 Los históricamente llamados “capaces” solo lo son de modo comparativo —no según parámetros objetivos de normalidad o suficiencia101—, y de acuerdo con una particular selección de objetivos por alcanzar con las características y habilidades consideradas relevantes.102 Es sabido que carecemos del olfato y la audición de los perros, de la visión de los gatos, de la memoria espacial de las aves, y ni hablar de la incapacidad natural de los humanos para respirar bajo el agua y para volar. En cuanto a los humanos que hemos llamado incapaces o discapacitados, aquí también se trata en general de la tiranía normativa y homogeneizante de los grandes números y los promedios,103 olvidando que sin diferencia, sin variación entre individuos, no hubiese existido posibilidad de adaptación de la especie.104 Por lo anterior, la diferencia y la diversidad no son solo importantes valores políticos y sociales; parecen ser, asimismo, una de las principales condiciones biológicas de nuestra existencia.105

Pero además, en segundo término, está ampliamente probado que una gran cantidad de especies animales, desde ya las que fueron domesticadas —de ahí que hayan sido consideradas aptas para la domesticación—, poseen muchas de las características y habilidades que los humanos estimamos relevantes: tienen intereses,106 poseen razonamiento práctico,107 son conscientes y responden a la existencia de otros,108 son capaces de regular la conducta, responder a normas y de comportamiento colaborativo,109 y en algunos casos también sienten empatía, actúan de modo altruista y tienen un sentido de justicia hacia seres de su misma especie y de los de otras.110

De esta manera, una concepción de la ciudadanía como reconocimiento de quienes pertenecen al territorio común y poseen la habilidad gradual de participar, de tener relaciones intersubjetivas y de cumplir en algún grado con normas de conducta —más allá de si poseen agencia lingüística o autonomía kantiana—, debe considerar ciudadanos a los animales domesticados. Todos los seres que tienen una experiencia subjetiva del mundo, con independencia de su cercanía a una tipicidad neuronal o genética, y a su complejidad cognitiva, son fuentes en sí mismos de demandas morales. Por tal motivo, además de derechos a la protección y a la asistencia, debemos reconocer a los animales que integran nuestras comunidades derechos de participación, atendiendo a sus “varios modos de hacer, decir y ser”.111

¿Qué significa atender a los “varios modos de hacer, decir y ser” de los animales que viven en nuestras comunidades? Según se anticipó, aquí resulta particularmente fructífero el desarrollo que se dio en el derecho de niños, niñas y personas con capacidades cognitivas diversas. Primero, debemos adaptarnos a sus formas y nivel de comunicación, para lo cual necesitamos desarrollar nuestras capacidades para atender al lenguaje no verbal, comprendiendo además que —como en el caso de los humanos— se trata de seres individuales con necesidades y deseos distintos, y que no deben asumirse sin más necesidades objetivas fijadas por su especie y su evolución.112 Es central tomar consciencia de que no hemos agotado aún —ni mucho menos— nuestros esfuerzos para entender a los animales con quienes compartimos el territorio. Cuando prestamos atención al nivel de comprensión y comunicación que logran los seres queridos y cuidadores de personas con daño neurológico severo, en comparación con otras personas, o a que la brecha comunicacional con una persona con autismo está motivada más por nuestro desinterés que por una imposibilidad insalvable,113 podemos advertir lo inexplorado de las posibilidades y el potencial de avance que existe a este respecto.114

Pero esto no es todo lo que puede hacerse para integrar y reconocer los derechos de ciudadanía de los animales que viven en nuestras comunidades. Debe, asimismo, ampliarse su socialización y fomentar la formación de su identidad individual y grupal, por ejemplo, evitando prácticas lamentablemente tan difundidas como abandonarlos, mudarlos constantemente sin considerar su arraigo al lugar, o cambiarles el nombre o de “dueños”. También puede ser importante brindarles entrenamiento, en su interés y no en el nuestro, ya que el conocimiento y la experiencia en general amplían las fronteras de la autonomía y del disfrute personal de los animales.115 En suma, deben aplicarse a los animales que integran nuestras comunidades los principios desarrollados por los estudios de la discapacidad y el derecho de niños, niñas y adolescentes: la capacidad y la autonomía deben ser entendidas como conceptos graduales y progresivos, y no como asuntos de todo o nada; y debe promoverse su participación —gradual y progresiva— en todos los asuntos que los conciernen.

Luego de todo lo anterior queda claro que, al igual que sucede con Singer, Regan y Rowlands, Kymlicka y Donaldson rechazan que la racionalidad y la especie sean requisitos para gozar de derechos básicos, tanto de derechos básicos negativos (a la libertad, a la integridad psicofísica y a la vida) como —según agregan los autores de Zoopolis— derechos básicos positivos de ciudadanía. De modo similar a las teorías reseñadas en las secciones previas,116 Kymlicka y Donaldson sostienen que el umbral para gozar de estos derechos básicos debe ser menos exigente que el establecido por las posiciones que se oponen a acordar derechos a los animales. Nuestros autores proponen, por su lado, a la subjetividad, característica que prefieren a la de personalidad moral considerada por una parte importante de la literatura animalista.

Kymlicka y Donaldson adoptan una perspectiva no supremacista a la hora de identificar a los acreedores de estos derechos fundamentales. En línea con lo explicado hasta aquí, sostienen que lo que justifica moralmente la atribución de derechos inviolables a los seres humanos es su subjetividad y vulnerabilidad, el reconocimiento intersubjetivo, y “no una concepción de la personalidad más demandante en términos cognitivos”.117 Y agregan que, a la hora de construir una ética y un derecho de nuestras relaciones con los animales, no puede cambiarse dicha posición teórica —sin violar los presupuestos de universalidad e imparcialidad del razonamiento fi-losófico— por una métrica supremacista que justifique acordar derechos solo a los hábiles y a los capaces. Si bien la ciencia continúa estudiando la subjetividad de algunas especies animales, ya se ha determinado —como fue señalado en esta segunda parte— que la gran mayoría de los animales que son objeto de las mayores atrocidades a manos de los humanos, sí poseen esta capacidad básica que permite gozar de la libertad, de la vida en comunidad, de los placeres más esenciales de la vida, así como experimentar dolor físico y emocional, el encierro, la soledad y el miedo a una muerte que se avecina. En cualquier caso, la aplicación del principio precautorio y del principio favorable a la víctima y al más débil debiera jugar a favor —y no en contra— de estos seres en los casos en los que, pese a las dudas, existen algunas evidencias de subjetividad.118

En “Human rights without human supremacism”, que se publica por primera vez en español en este libro, Kymlicka abunda sobre esta cuestión y sobre la vinculación que existe entre el fundamento de los derechos morales de los animales y el de los derechos humanos. Este trabajo da cuenta de que ya inicialmente, al tiempo de la sanción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las fundamentaciones de los derechos humanos más difundidas se elaboraron marcando una excepcionalidad y una superioridad —intelectual y de capacidades en general— de los humanos respecto de los animales.119 Sería precisamente esta superioridad, esta excepcionalidad, lo que otorgaría una dignidad única a los humanos respecto del resto de los seres vivos del planeta, y de aquí el denominado carácter dignatario de las más reconocidas teorías de derechos humanos.120 Es central destacar que en los casos más emblemáticos citados por Kymlicka, la negación de estatus moral de los animales y su exclusión de la comunidad moral no es un mero efecto secundario de esta visión arrogante; este tipo de fundamentación requiere dicha denigración y exclusión, dado que se identifica a quienes son sujetos y tienen valor moral de modo comparativo, a partir de señalar y separar a quienes serían meros objetos y carecerían de significación.121 Como lo muestra Kymlicka, citando a Angus Taylor:

… los defensores del supremacismo humano, como Maritain, “no se pueden contentar con cualquier visión ética que proteja a los humanos, ya que no es suficiente incluir a todos los humanos en la comunidad moral —uno debe simultáneamente excluir a todos los no-humanos. Y esto es crucial: el excepcionalismo humano es tanto cuestión de quién excluimos de la comunidad moral como de quien deseamos incluir en la misma”.122

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