Kitabı oku: «Más allá del Yo», sayfa 2
Por otra parte, también se sabe como la existencia de un niño en la vida intrauterina o su presencia posnacimiento llevan a la madre de vuelta a sus propias experiencias con quien fue su cuidador primario en esas mismas etapas del desarrollo. El ver el malestar, la necesidad, el desamparo y la dependencia de su hijo pueden despertar recuerdos no integrados de la madre en relación con haber estado una vez en la posición de hija y no haber sido adecuadamente cuidada y querida (Fraiberg, Adelson, y Shapiro, 1975). La madre vive las demandas emocionales del hijo como terroríficas, debido a que la comunicación afectiva y la necesidad de cuidados fue una fuente de miedo y dolor en su propia infancia.
Todo nuestro ser guarda las memorias de nuestro desarrollo; tenemos una memoria corporal, nuestras células van guardando el recuerdo de las experiencias vividas sin que nuestro yo consciente tenga conocimiento de ello. Los científicos llaman a este tipo de recuerdos memorias implícitas o procedimentales, éstas son el tipo de recuerdos que vamos adquiriendo a través de nuestra experiencia con el mundo de manera automática, corporal; son aprendizajes sobre los que no tenemos que pensar ni tenemos consciencia de estar recordando. Por ejemplo, todos hemos tenido que aprender a andar en algún momento de la vida, y ha sido un aprendizaje difícil y complejo de adquirir; pero una vez logrado, nuestro cuerpo simplemente lo recuerda sin necesidad de ser conscientes de que lo estamos llevando a cabo.
Estas memorias corporales y sensitivas, basadas en las primeras interacciones con la madre o el cuidador primario, son las que van dando forma a nuestro sentido del yo más profundo, nuestro «yo nuclear». Así que defiendo, junto a neurofisiólogos tales como Antonio Damasio,2 Jaak Panksepp y otros muchos, que este «yo nuclear» está fundado en un sentido corporal del yo; es el yo que «sentimos» que somos. Este sentido del yo impregnará la cualidad de nuestras vivencias en adelante.
Aprendizaje de la resiliencia: nuestra capacidad de sobreponernos
La resiliencia se define en el diccionario como la resistencia de un cuerpo a la rotura por golpe; la acepción psicológica se refiere a la capacidad para afrontar la adversidad y lograr adaptarse bien ante las tragedias, los traumas, las amenazas o el estrés severo. Las personas resilientes poseen tres características principales: saben aceptar la realidad tal y como es, tienen una profunda creencia en que la vida tiene sentido y tienen una inquebrantable capacidad para mejorar.
Volviendo a la historia, la resiliencia es una aptitud que se va desarrollando a raíz de la calidad de las relaciones que hemos mantenido durante nuestra crianza, en el vínculo de apego seguro que un niño mantiene con su madre.3 El apego seguro es aquel que ofrece al niño la protección necesaria cuando tiene miedo, calma ante la angustia y permite la exploración del mundo cuando el niño ya se siente seguro.
Una de las habilidades básicas que todo ser humano ha de aprender es la regulación de su propio organismo, de sus propias necesidades. Hablamos de la regulación emocional, ya que las emociones son las cualidades psicológicas que reflejan los estados del cuerpo (Damasio, 2005) e informan del bienestar o malestar del niño en relación con su mundo interno (necesidades) y el mundo externo (las relaciones con otros seres humanos y en general el entorno).
El bebé es una criatura que no tiene todavía la capacidad para cuidarse y calmarse a sí mismo debido a la falta de maduración neurológica que le caracteriza al nacer. Como mamíferos humanos venimos equipados y programados con una serie de reflejos innatos que han sido seleccionados a lo largo de los años de nuestra evolución como especie (filogénesis) y que se han mostrado necesarios para nuestra supervivencia; son, pues, el resultado del bagaje de miles de millones de años de experiencia filogenética y el legado de nuestra experiencia histórica como especie, y contienen nuestra sabiduría ancestral, registrada en nuestros genes y en nuestras estructuras biológicas. Esta sabiduría está ya programada, no tenemos que pensar en ella para poder emplearla, y nos dice qué ocurre en nuestro medio interno (el cuerpo) y qué necesitamos hacer para lograr satisfacernos. El bebé no es consciente de lo que le pasa ni de lo que necesita; y no puede hacer gran cosa por satisfacer su necesidad. Para el bebé sentirse mal es sentirse muy mal, todavía no ha desarrollado un sentido del tiempo y por tanto de la demora o posposición de la satisfacción de sus necesidades. Para él todo es «ahora», y cuando se siente mal ha de ser atendido ahora. Todo lo que sabe hacer es llorar como su manera de informar al mundo de que está mal. Y necesita de alguien que sepa responder a su llamada.
Las madres, gracias a su intuición acertada y una inteligencia emocional suficientemente buena, saben distinguir los distintos tipos de llanto del niño. Esta madre emocionalmente inteligente responderá, pues, de manera diferente si el niño manifiesta que tiene hambre, sueño, frío, ansiedad, que está sucio, que tiene gases, etc. Acude a la llamada y hace algo efectivo que encaja con la necesidad del niño, dándole de comer, calmándolo, abrigándolo, ayudándole a dormirse… Así es como el niño recupera su estado de bienestar, su satisfacción y calma interna (podemos decir su felicidad). Todo en el organismo está diseñado para facilitar el crecimiento y el equilibrio (los biólogos llaman a este equilibrio «homeostasis»); así que cuando emergen las necesidades se pone en marcha el programa para tratar de recuperar el estado de bienestar: la homeostasis. Cuando este proceso se hace de manera adecuada y efectiva de forma sistemática, estable y predecible el niño va aprendiendo en su ser profundo y corporal que «puede confiar en el otro», que sus necesidades son «importantes», que «está bien pedir» y que como ser humano es «digno y valioso».
Es así como va conformando su identidad nuclear positiva: el niño se siente bien en el mundo, se siente importante, querido y cuidado, y se siente respetado; asimismo, siente que la vida es valiosa y aprende a consolidar un sentido de optimismo, ilusión y esperanza, porque aprende que puede esperar bienes del mundo externo y que recuperará su bienestar. Todo esto ocurre en el período desde la concepción y se consolida en los dos primeros años de la vida. En este tiempo, el vínculo con la madre es lo más importante; aún no ha aprendido a diferenciarse a sí mismo de su madre, es egocéntrico por naturaleza y por tanto experimenta que el otro ha de estar a su disposición y de manera inmediata; el otro es suyo, una prolongación de sí mismo. En estos momentos en los que la madre le atiende y le cuida, ésta interviene de manera que calma su malestar físico, sosegando su cuerpo y sintonizándose con el estado afectivo interno. En esta interacción hay toda una riqueza de matices; cuando la madre le atiende lo hace de una manera especial: mirándole a los ojos, hablándole en un lenguaje propio en el que se habla a los bebés (habla infantil o motherese), empleando una entonación cálida, tocándole con afecto. Observamos como los adultos hablan en esta manera especial a los bebés, motherese, con un lenguaje más simple y alternando los turnos y los ritmos para dar también espacio al niño para que responda con su manera de comunicar; así se crea también el «esquema básico» de una comunicación cooperativa o protoconversación, en la que hay mensajes y respuestas, en la que hay turnos en la comunicación y en la que cada uno tiene un espacio para ser visto y escuchado. Esto va dando significado a la experiencia de que uno «existe para el otro». Esta forma de dirigirse al bebé le transmite que le quieren, que es importante y que merece cuidados.
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Figura 1.1. (Sólo parte superior de la figura) Interacciones cerebro-cerebro durante las comunicaciones cara a cara en las protoconversaciones, mediadas por las orientaciones ojo a ojo, vocalizaciones, gestos de la mano y movimientos de los brazos y la cabeza, todos actuando coordinadamente para expresar la consciencia interpersonal y las emociones. (Trevarthen y Aitken, 2001)4
En estas interacciones en el desarrollo temprano el niño experimenta en su cuerpo que la proximidad ante otro ser humano es reconfortante y agradable, aprende a relajarse y calmarse ante la presencia y aprende a «confiar» tanto en las señales de su mundo interno («mis necesidades son importantes») como en el otro («los otros son confiables»). Esta interacción en múltiples canales estimula el cerebro y el organismo del niño haciéndole reaccionar con manifestaciones de placer y alegría (el niño responde al adulto con risa y gestos de acercamiento) y estas manifestaciones estimulan a su vez el cerebro y el organismo de la madre, que responde de vuelta con más manifestaciones de júbilo y alegría por su hijo: ambas biologías se influyen recíprocamente (ver fig. 1). Esto es la base para la consolidación de una comunicación en sintonía, una comunicación cooperativa en la que el niño se siente comprendido, visto y digno de amor. Con el tiempo, la madre va incorporando más lenguaje, se dirige al niño etiquetando lo que le ocurre («Ah, Pablito tiene sed, aquí está tu agua», «Pablito tiene sueño», le coge y conforta), de esta forma, el niño va aprendiendo también a saber cómo se etiqueta su necesidad interna, cómo se llama y a ponerle un nombre. Va aprendiendo a ser más activo en pedir; si antes sólo sabía llorar, ahora puede nombrar lo que satisface su necesidad («mamá, sed», «mamá, hambre»…).
Con el tiempo va adquiriendo la madurez neurobiológica necesaria para aprender a tolerar niveles mayores de malestar, y si el maternaje ha sido consistente y predecible, aprende que a veces ha de esperar porque su madre está ocupada, pero que en algún momento vendrá a él y le atenderá. Si este proceso tiene lugar sistemáticamente, se establece un vínculo con la madre que es calmante y que provee de seguridad; es lo que llamamos un sistema de estar vinculado seguro, o apego seguro. Este niño ha experimentado suficientemente que cuando necesita a la madre, ésta está de una manera consistente y fiable; y cuando empieza a explorar el entorno más allá del cuerpo y de la proxi midad de la madre —ocurre cuando sabe gatear— sigue experimentando que cuando necesita protección llama a la madre o acude a ella y la encuentra, y ésta es capaz de calmarlo, de quererlo y cuando el niño tiene suficiente y emerge de nuevo su necesidad de ir al mundo y explorar, ésta lo permite y lo facilita. Con el tiempo también vive que aun cuando pierda de vista a la madre, ella está (es el momento del desarrollo cuando los niños llegan a «entender» que aun cuando se oculta un objeto bajo un cojín y no lo ven, éste sigue existiendo). Es un momento evolutivo importante, el psicoanálisis ha llamado a esto «etapa de constancia del objeto», los neuropsicólogos lo llaman «la incorporación virtual del otro». En esencia, se refiere a la capacidad de interiorizar la existencia del otro y poder estar tranquilos aunque no lo veamos. Esto es lo que va a conformar nuestro sentido de seguridad interna (de que somos amados y dignos de amor siempre, aun cuando nuestra conducta no sea apropiada), y también refleja el establecimiento de nuestra capacidad para saber calmarnos a nosotros mismos, ya que el niño va aprendiendo a hacer consigo mismo lo que los adultos han hecho con él. Llamamos a esto internalización del cuidador. Tomemos el ejemplo de un niño pequeño que se lastima en una rodilla; su papá se acerca a él y le dice «Pupa, pupa, no pasa nada, aquí está papá y pronto pasará» (al tiempo que le acaricia la rodilla o le aplica un poco de Betadine); con el tiempo podemos ver a este niño que cuando se lastima, él mismo se dice «Pupa, pupa» y se da besitos en la mano en la herida. Es una forma evidente en la que el niño ha incorporado al cuidador como figura constante e interiorizada. Esto implica el desarrollo de la capacidad de regular el mundo interno, de calmarse a uno mismo y, finalmente, de saber cuidarse.
Así que la habilidad de regulación emocional comienza siendo siempre interpersonal; es regulada desde el exterior por alguien que sabe hacerlo, generalmente en la díada madre-hijo. De alguna manera, la madre pone a disposición su conocimiento, habilidades e instinto maternal de cuidar (habilidades complejas que residen en su neocórtex y su conocimiento implícito y subcortical de cómo ser madre) a disposición de su hijo, que aún no tiene conocimiento ni consciencia (el niño es una criatura regida por las capas más primitivas del cerebro: el cerebro profundo o subcortical, y éste es instintivo y programado biológicamente). Como afirma Allan Schore (1994), la regulación emocional empieza siendo «regulación biológicamente interactiva», y la madre actúa como un córtex auxiliar externo para que pueda llegar a ser «autorregulación biológica autónoma», así el niño es capaz por sí mismo de identificar, nombrar, calmar y manejar los afectos propios.
Podemos decir, pues, que el estado interno y la bioquímica del bebé es regulada por la madre (pensemos en las implicaciones de esto para nuestra cultura psicofarmacológica, en la que cuando no sabemos cómo calmar nuestra ansiedad o dolor interno acudimos cada vez más frecuentemente a los fármacos), ya que ésta calma al niño y le ayuda a recuperar su equilibrio homeostático a través de sus buenos cuidados tanto físicos como psicológicos. Sólo tenemos que ver qué ocurre en un niño cuando empieza a llorar porque está triste o asustado, o cuando coge una rabieta porque quiere algo o no está cómodo; en función de la respuesta de quien le cuida se calmará o entrará en un estado aún más agitado. En general, podemos ver lo mismo en cualquier mamífero; los perros también responden calmadamente o nerviosamente a la conducta de sus amos; es una prueba de cómo los organismos se regulan en la relación entre ellos. Los adultos que no han tenido esta experiencia de un cuidador estable y que sabe responder a sus necesidades quizás de adultos acudan a fármacos o diversas adicciones para calmar su dolor y vacío interno.
Biólogos celulares como Bruce Lipton o neurocientíficos como Daniel Siegel van más allá afirmando como el entorno puede, de hecho, modificar la biología. Lipton lo defiende desde lo más biológico y celular demostrando cómo el entorno despierta, activa y demanda algunos genes sobre otros en función de lo que se necesita para adaptarse al ambiente; lo hace a través de la síntesis de proteínas, que activan unos genes mientras que mantienen otros inactivos. Éste es el campo de estudio de la epigenética. Daniel Siegel estudia y elabora en la revisión de la literatura de la neurociencia cómo los vínculos interpersonales determinan la maduración de nuestro cerebro y configuran la arquitectura de nuestras redes neuronales.
Cuando el aprendizaje de la regulación emocional ha sido bien establecido y consolidado, el ser humano se hace resiliente, capaz de tolerar y enfrentarse de manera mejor a las adversidades de la vida, capaz de tolerar las frustraciones a sus necesidades sin poner en peligro su sentido de la valía personal. Esto no nos hace inmunes al sufrimiento ni al dolor, éste forma parte de la vida. Si perdemos a un ser querido, hemos de sufrir porque la separación comporta tristeza, miedo…, pero nuestro sentido profundo de una identidad valiosa («soy digno e importante como ser humano», «la vida sigue teniendo sentido») no se ve alterado.
Este sentido de la valía en nuestro yo nuclear, corporal, va construyendo la narración que nos hacemos de nosotros mismos en relación con el otro. Es decir, nos vamos contando una historia de quiénes somos, quiénes son los otros en relación con nosotros y qué es la vida. Construimos esta narración de una manera coconstruida; es decir, en nuestras relaciones. Es en estas relaciones en las que nos vamos contando y creando la historia de quiénes somos, quién son los otros para nosotros y qué es la vida. Las respuestas a estas preguntas responden a la necesidad de darnos estructura, o lo que es lo mismo, ir adquiriendo los códigos para saber movernos en la vida, saber cómo mostrarnos a los demás y tratar de dar una mínima estabilidad al mundo que nos rodea; necesitamos hacer nuestro entorno predecible para adaptarnos a él y saber cómo responderle.
Pero no somos el resultado de los hechos y acontecimientos que hemos vivido, sino de lo que nos contamos de nosotros mismos, los otros y la vida por lo que la vida nos hizo. Somos cada uno de nosotros los arquitectos de nuestro yo; los demás colocan los ladrillos y los materiales para construir el edificio, pero es cada individuo el que decide cómo colocarlos y qué forma darles. Es por esto por lo que siempre podemos cambiar, porque el cambio implica el reconstruir la forma en la que nos percibimos a nosotros mismos y la vida, cambiar la historia que nos contamos sobre lo que somos y lo que nos pasó. Nuestro cerebro está haciendo nuevas conexiones y aprendizajes en todo momento, es neuroplástico. La neuroplasticidad cerebral se refiere a la capacidad para establecer conexiones neuronales nuevas durante toda nuestra vida, de aprender y reaprender lo que necesitamos, de reorganizar nuestra experiencia de una manera diferente a la luz de las nuevas experiencias y las nuevas relaciones.
Me he extendido especialmente en lo que ocurre en los primeros años de la vida, esto no significa que sean los únicos significativos. Por supuesto, será la globalidad de la historia y la calidad de la atmósfera en la que vamos madurando como personas la que determinará la huella que deje en nuestro desarrollo el entorno. En condiciones «suficientemente buenas», para usar el término de Winnicott, el ser humano madura de manera saludable.
Las experiencias dejan una huella más o menos determinante en función de la intensidad y del período de maduración. La importancia de lo que ocurre en estos primeros años estriba en que son el fundamento (las bases) sobre el que se asienta la construcción posterior de la identidad y de la personalidad. Estas experiencias tempranas organizan los primeros esquemas o patrones de experiencia (volveré posteriormente a este concepto), y consolidan nuestras «creencias corporales nucleares» que servirán para interpretar los acontecimientos posteriores que encajen con ellos. Cabe decir aquí que los seres humanos vivimos, generalmente, con los mismos cuidadores durante un tiempo prolongado, por lo que la cualidad de las experiencias suele ocurrir repetidamente, actuando como reforzador de un esquema o red de memoria.
PREGUNTAS DE AUTOCONOCIMIENTO
• ¿Qué sabes del estado emocional de tu madre, padre o cuidadores primarios en los primeros años de tu vida?
• ¿Cómo te imaginas que eran las interacciones con ellos cuando tenían que cuidarte o calmarte?
• ¿Qué imaginas que veías en los ojos de tu madre (o cuidador primario) cuando te alimentaba, bañaba o aseaba?
• ¿Qué esperaban de ti cuando te concibieron o cuando estabas en gestación?
• ¿Cómo manejaban tus inquietudes por explorar el mundo y conocerlo?
En este proceso de interacciones repetidas, el niño —y su sistema neurológico— va aprendiendo a conectar y asociar las señales internas, que son sus sensaciones físicas, con una acción hacia el exterior (al principio es la llamada del llanto o la protesta de la rabia), la anticipación de una respuesta externa y la recuperación del estado de equilibrio y bienestar u homeostasis. Así, aprende a anticipar y a predecir lo que puede esperar.
La construcción de la identidad dolorosa: cuando las cosas van mal
Hasta ahora he ilustrado el lado óptimo del desarrollo. ¿Pero qué ocurre si las cosas no ocurren satisfactoriamente? El proceso es marcadamente diferente. Si en el lado positivo el niño va conformando esa actitud vital de «estar bien en el mundo y ser digno» y va aprendiendo los códigos adecuados para madurar e ir haciéndose cargo de sus necesidades, cuando los cuidados recibidos se caracterizan por la negligencia, el abandono o el desencuentro, esto tendrá efectos más o menos devastadores en la maduración.
El ciclo de la experiencia sigue básicamente los siguientes pasos: emergencia del estado de necesidad (ocurre un desequilibrio en el estado de bienestar, aparece el «hambre» de una necesidad), consciencia del malestar (el umbral estará más o menos alto en función de la edad de la persona y del aprendizaje y maduración), acción de pedir o hacer algo para satisfacerla, reacción del mundo exterior —el cuidador— a la necesidad, y en el punto final pueden ocurrir dos cosas: a) que la respuesta del exterior sintonice con la necesidad y que el organismo recupere el bienestar, el equilibrio y la felicidad en suma («Yo soy merecedor y digno»), o b) que la respuesta sea frustrante o atemorizante y que el organismo tenga que reaccionar con una respuesta de supervivencia (lucha, miedo o parálisis). En el caso b), la necesidad no sólo no es satisfecha, sino que se acentúa el dolor cerrando el ciclo con una conclusión que ayude a manejar la experiencia y a protegerse (por ejemplo, concluyendo «No soy importante, molesto si pido», y tomando una decisión del tipo «Me bastaré solo y no molestaré»). Cuando el ciclo se cierra con la alternativa frustrante, y si esto ocurre reiteradamente, el organismo se irá cerrando hacia el exterior, la persona dejará de pedir, e incluso, en casos más extremos, dejará de esperar y se resignará o se abandonará; es el principio de una actitud depresiva en la que se trata de suprimir la necesidad en relación con otros seres humanos.
Pensemos en cómo se puede originar un esquema o patrón5 de experiencia así. Imaginemos que un bebé de pocos días, cuando siente el malestar propio por la emergencia de una necesidad, comienza a quejarse y a llorar, al principio de una manera suave. La persona que se encarga de sus cuidados no responde inicialmente, así que el llanto aumenta en intensidad para tratar de llamar la atención e impactar en alguien. A partir de aquí, veamos las diferentes opciones. La primera puede ser que el cuidador finalmente acuda y haga lo apropiado para calmar y satisfacer al niño; entonces éste recobrará su bienestar y registrará una satisfacción corporal y psicológica, aprenderá que puede ser activo en el mundo y a mantener la esperanza en que éste le responderá adecuadamente y aprenderá a confiar. La segunda opción es que aun cuando llora más, siguen sin responderle, entonces tendrá un acceso de ira, cogerá una rabieta, tratando de llamar con más fuerza; si aún nadie responde, llegará un momento en que el organismo se fatigue, no puede seguir luchando y llamando, y entrará en un estado de resignación, de rendimiento. Aquí el organismo se abandona y se retira, renuncia a esperar nada proveniente del mundo externo y se deja ir en una experiencia que puede llegar al marasmo emocional. El marasmo es un estado de carencia emocional que afecta a los individuos que están imposibilitados de establecer una relación con el cuidador; en caso de no ser tomado a tiempo, la persona muere. Esto sucede después de un período progresivo de deterioro psicofísico, en donde la persona dirige toda su agresividad hacia sí misma al no poder dirigirla afuera; pudiendo llegar a la inanición y a la muerte. Si el niño experimenta esto crónicamente, dejará de ser activo y se volverá pasivo, triste, enfermizo; a medida que vaya adquiriendo lenguaje, irá construyendo conclusiones del tipo «Si pido, molesto», «No hay nadie» y creencias tales como «No importo», «No existo», «Soy invisible», «No valgo», «Soy una carga». Habitualmente comporta, pues, una actitud depresiva. Asimismo, adoptará decisiones inconscientes para manejar este tipo de situaciones en adelante y cuando experimente el malestar ya no pondrá en marcha una acción de demanda al exterior: «Esperaré triste a que se den cuenta», «Esperaré a ser mayor para encontrar a alguien que me quiera, a tener una familia», «Dejaré que la vida pase hasta que llegue el final». En esta segunda opción se va desarrollando un sentido de «no valía», en la que la vulnerabilidad natural de todo ser humano —necesitar de los otros— es percibido como algo inadecuado o que simplemente uno no puede sentir o mostrar, porque sería volver a experimentar el dolor de que nadie responde o lo hace de manera frustrante. Así que mejor es no sentir y no expresar, instalarse en una actitud vital de tristeza y de desesperanza.
La tercera opción puede ser aún más traumática, si la llamada del llanto es respondida con violencia o agresión, el organismo reaccionará con miedo —el cuerpo se encierra, se tensiona y se encoge— tratando de protegerse porque recibe algo dañino del entorno. Biológicamente se interrumpe repentinamente la reacción de llamada (llanto y rabia) y se conecta con una reacción de supervivencia basada en el miedo, incluso en el terror si la agresión amenaza la integridad física y la vida. Si este ciclo ocurre más veces, este organismo aprende a conectar la necesidad y el malestar asociado con miedo o terror; aprende a desensibilizarse de la necesidad, a ni siquiera sentirla, porque sentirla le recuerda la agresión y es peligroso. Estas personas aprenden muy tempranamente a vivir como «zombis», como si fuesen autómatas que ni sienten ni padecen; viven sin ser conscientes de sus necesidades y no aprenden a identificar sus sensaciones internas como informadoras de su bienestar o malestar. En muchos casos, no son conscientes de su necesidad de dormir, descansar, comer… ni mucho menos de deseos más sofisticados. Es el caso de los niños víctimas de abusos físicos y sexuales y maltratos. Este niño no puede enfrentarse porque el agresor es más poderoso y además depende de él, ni huir porque no tiene a donde ir ni sabe aún valerse por sí mismo. Ante el terror, la persona se paraliza de miedo, se congela y así «no siente ni padece». Más adelante desarrollaré este patrón cuando hable de los mecanismos de defensa de la disociación.
Es en el primer año de vida cuando se conforma el esquema básico de cómo nos sentimos en el vínculo con otro ser humano. En este primer año no tenemos lenguaje ni pensamiento abstracto para entender; pero las vivencias y experiencias repetidas de cómo nos sentimos en la proximidad de otro cuerpo humano quedan grabadas en nuestras memorias corporales, memorias implícitas. Si nuestra vivencia era de agrado y reconfortamiento, nuestro cuerpo se expresará relajado y cómodo (claro que dependiendo de las cualidades del otro), y si estas experiencias originales eran de estar ante alguien alterado, deprimido, irritado o agitado, volveremos a «recordar sintiendo» que la proximidad conlleva algo desagradable. Es el caso, por ejemplo, del niño que experimenta a su madre como invasiva cuando se acerca para abrazarlo, esta madre no besa o abraza al niño cuando éste es el que lo necesita y lo pide, sino que irrumpe en el espacio físico del niño cuando ella experimenta el deseo de abrazarlo y al margen de lo que esté haciendo el niño. Muchos podemos quizás recordar y notar lo que sentimos cuando alguien nos abraza «pidiéndonos» o «atrapándonos». Son recuerdos inconscientes, que siente nuestro cuerpo sin ser conscientes de que estamos recordando una vieja historia grabada en nuestra corporalidad, en nuestras células; y que en adelante impregnará el resto de las experiencias de contacto físico con otros seres humanos. Estoy hablando de las «huellas» que estas interacciones tempranas graban en nuestros registros somáticos. Asimilo el cuerpo a la «caja negra» de los aviones que va registrando todas las incidencias y detalles del vuelo; así, nuestro cuerpo lleva la cuenta y el registro de toda nuestra historia (y como veremos, también nuestra prehistoria transgeneracional); recuerda siempre, aunque no tengamos el recuerdo consciente de las experiencias a las que se refiere.
Estas «huellas» contienen información de lo que pasó. El niño viene al mundo equipado esencialmente con los reflejos programados en su inteligencia genética, producto de la selección milenaria de lo que ha sido necesario para sobrevivir y adaptarse a la vida. Los reflejos no son puestos en marcha por una operación consciente, se activan ante un estímulo desencadenante (por ejemplo, el reflejo de succión cuando el bebé está cerca del pecho y el pezón de la madre). Pero en las interacciones con el medio se van modificando y adaptando a las circunstancias del ambiente. Pongamos otro ejemplo, la adaptación del reflejo de prensión. El bebé cierra su mano cuando le acercamos un dedo o un objeto, simplemente lo agarra, y aún no tiene ninguna intencionalidad al agarrarlo, es pura puesta en marcha del programa biológico. En sus continuas interacciones con el medio ha de ir adaptando la prensión a la forma de diferentes objetos, circulares, alargados, grandes, pequeños. Todos ellos requieren una manera diferente de agarrar. Así, el entorno, el medio y las experiencias van «moldeando» el reflejo, y las estructuras más desarrolladas de nuestro cerebro —el neocórtex— encargadas de acumular el mayor volumen de aprendizaje, se van «haciendo cargo» y haciéndose con el control voluntario de cómo hemos de agarrar. Algún día, a medida que se desarrolle nuestra maduración cerebral podemos ejercer un control consciente sobre lo que queremos que hagan nuestros músculos.
Lo que quiero decir con todo esto es que la experiencia va introduciendo información en nuestro sistema; esta información se va organizando relacionando un estímulo interno —ganas de coger algo, hambre, frío, desamparo…– con la puesta en acción de un paquete de conductas dirigido al entorno, la respuesta del exterior y la vivencia de satisfacción o insatisfacción experimentada a consecuencia de la respuesta. Toda esta experiencia queda organizada en nuestras redes neuronales,6 que además contienen un estado del yo que comporta una forma de sentirnos, de pensar y de actuar. Por ejemplo, el niño pronto aprende a predecir que cuando el padre tiene rostro serio ha de ir con precaución porque puede recibir una regañina; o por el contrario, cuando le ve cara apacible y risueña sabe que puede acercarse y pedir carantoñas. Esto es un esquema de cómo estar en relación con el otro, y también es un estado del yo: tranquilo o atemorizado, dependiendo del estímulo del mundo externo.