Kitabı oku: «Más allá del Yo», sayfa 3
La experiencia deja una huella que no sólo contiene, pues, información de lo vivido, sino que a partir de aquí también conforma un filtro de cómo percibir la realidad en adelante. El niño que cuando llora se encuentra con un cuidador irritado aprende a anticipar esta respuesta, a «saber corporalmente» que «está mal pedir», y aprende a inhibir el llanto; quizás lo veamos de adulto tragando saliva cuando se siente triste.
Una metáfora que encuentro clara para ilustrar cómo se configuran estas huellas profundas de experiencia es la de la nieve en la montaña y la experiencia de las personas que van a esquiar. El primer esquiador puede elegir realmente por donde bajar; toda la nieve está sin pisar, así que elegirá, probablemente, el paso que considere más fácil o más adecuado. Su paso deja una primera huella. El siguiente esquiador puede también elegir, pero lo más probable es que elija bajar por la huella ya hecha porque está pisada y es más fácil pasar. El tercero y los que vienen detrás pisarán casi con toda seguridad el mismo camino porque ya está marcado y ofrece la seguridad de que alguien antes ya pasó por allí. De manera parecida, nuestra experiencia va recorriendo los mismos caminos neuronales cada vez que se encuentra ante situaciones parecidas. También llamamos a esto generalización; es un proceso de economizar nuestro aprendizaje. Por ejemplo, si aprendemos cómo abrir una puerta con una manilla, vamos a generalizarlo a cómo abrir otras aunque las manillas sean diferentes. Esto nos ayuda a extrapolar nuestros aprendizajes a situaciones que tienen algún parecido y a economizar recursos; es una manera de ir haciendo automáticamente aquello que ya sabemos y así podemos liberar recursos de nuestra atención para incorporar nuevas cosas.
Esquemas organizadores de la experiencia: el guion de vida
He señalado ya que los seres humanos somos los mamíferos que necesitamos vivir durante un período de tiempo más prolongado para madurar; y para madurar necesitamos estar en una relación con alguien del que podamos depender de una manera sana, es decir, que respete nuestras necesidades, nuestro ritmo, nuestra naturaleza y temperamento básicos y que nos permita crecer y ser a nuestra propia manera. Los cuidadores demasiado heridos o demasiado rígidos en sus ideas y concepciones de «lo que ha de ser el niño» no dejarán suficiente espacio para que la naturaleza genuina del hijo brote y madure a su ritmo y manera.
Ya que necesitamos depender por un largo período de tiempo, el tipo de experiencias que ocurren en la relación con nuestros cuidadores suelen repetirse frecuentemente. Es esta repetición lo que ayuda a reforzar un esquema de experiencia haciendo más probable que se active en un futuro el mismo tipo de vivencia y manifestación ante estímulos y circunstancias que recuerden la experiencia original.
Factores de la motivación humana
Los seres humanos vamos dando forma a nuestro sentido del ser y organizando nuestra experiencia basándonos en tres motivadores que nos mueven como especie: la necesidad de estar en relación con otros (vinculación), la necesidad de estar estimulados para crecer y la necesidad de tener estructura.
El primer motivador psicológico para garantizar nuestra existencia es la necesidad de estar vinculados a otro ser humano. Como mamíferos, no podemos sobrevivir por nosotros mismos ya que nuestras necesidades dependen de nuestros cuidadores. En todas las especies mamíferas vemos como los cachorros van detrás de sus madres para mantenerse a salvo y garantizar el alimento. Y esta necesidad de vínculo también tiene programada la distancia física de nuestro progenitor a la que nos sentimos seguros. Pensemos en las crías de elefante que van siempre corriendo y pegadas a su madre y a la manada; «saben biológicamente» que quedarse a distancia las hace más vulnerables a los depredadores. Así que el alejamiento o la ausencia del cuidador disparan la vivencia de alerta, peligro y la emoción del miedo o la angustia de separación y peligro. En cualquier caso, la separación comporta en sí misma un peligro: la vivencia de desamparo y desprotección. Pensemos en cuántos adultos tienen reacciones de angustia y ya no tienen consciencia de su causa. La raíz está en las experiencias tempranas de separación más allá de lo que era tolerable para un niño pequeño.
Los teóricos del vínculo como John Bowlby y Mary Ainsworth han estudiado cómo afecta la experiencia de vinculación en los primeros años de la vida en cómo solemos establecer nuestros vínculos afectivos posteriormente en la edad adulta. Bowlby empezó a elaborar su teoría en los estudios del comportamiento animal y en los niños con problemas psiquiátricos, y Mary Ainsworth, seguidora de Bowlby, posteriormente elaboró más detalladamente los diferentes estilos de apego o lo que llamamos «esquemas de estar en relación». Bowlby postuló cómo el apego es un factor básico para la salud mental de los seres humanos y cómo las heridas en el establecimiento de los vínculos y el aprendizaje en los vínculos determinaban la salud y el éxito en las relaciones posteriores de las personas.
Bowlby y Ainsworth determinaron que los elementos clave en la configuración del patrón de estar vinculado eran entre otros:
• La duración del vínculo. El niño necesita estar un tiempo suficiente para poder vincularse a su cuidador, así los cambios frecuentes en el vínculo van a determinar la vivencia de «pérdida», el niño no vive un tiempo suficiente el vínculo como para confiar en que durará la relación y experimenta que ésta se acaba demasiado pronto.
• La estabilidad. Tiene que ver también con que la persona que ofrece los cuidados sea estable, predecible en sus conductas y organizada.
• Que produce calma y regulación emocional. La persona que provee de los cuidados ha de tener una inteligencia emocional suficiente como para diferenciar el complejo mundo interno del niño; diferenciar cuando la queja implica miedo, hambre, frío, etc. para poder ofrecer un cuidado que regule y calme los estados internos del niño y le ayude a recuperar el bienestar.
• Que provea de protección. Es la condición para que el niño se sienta seguro y protegido de los peligros y recupere la confianza.
• Permiso para la exploración. Una vez que el niño está calmado y satisfecho, necesita volver a explorar el mundo en su afán de ser estimulado para favorecer su aprendizaje y relación con el mundo. El cuidador que permite la satisfacción de la curiosidad y el aprendizaje facilita el sentimiento de que puede ir al mundo sintiendo que hay alguien que le apoya y cree en él.
El niño cuando nace vive una primera experiencia de separación del cuerpo de la madre. Hasta ese momento, en la vida intrauterina la respuesta a las necesidades del organismo puede haber estado aceptablemente en sintonía, ya que la programación biológica se encarga de la comunión y conexión. Ya fuera del cuerpo de la madre, el niño y su madre necesitan ir ajustando sus ritmos y sus necesidades. La madre tiene que adaptarse a un nuevo organismo, que le pide y necesita, y el niño tiene que adaptarse a emplear sus propios órganos para hacerse cargo de sus funciones vitales y también ir adaptándose a que la madre no esté siempre disponible. Es el comienzo de la aventura del yo, de la historia de la experiencia de frustración y de la elaboración de la frustración. Pero en esta etapa de los primeros meses, el bebé se experimenta como una prolongación de la madre; no tiene consciencia de ser un yo separado y diferenciado, depende completamente de la madre y se vive feliz o infeliz dependiendo de la eficacia con la que la madre le atiende.
A medida que madura va desarrollando su capacidad perceptiva y sus órganos van ganando destreza para moverse por sí mismo. Cuando comienza a gatear puede vivir que es capaz de moverse más allá del cuerpo de la madre y por sus propios medios; poco a poco la consciencia de la separación y diferenciación se va incrementando. Es en este proceso de ir y venir, acercarse y separarse, en el que va aprendiendo que la madre está de una forma consistente, estable y segura: le calma, le protege, le quiere, y cuando ya tiene suficiente le permite volver a explorar.
Las interacciones en las que el niño prueba una y otra vez que puede explorar y que si tiene miedo vuelve y encuentra invariablemente a la madre proporcionándole un cuidado adecuado van reforzando la vivencia de que si se siente vulnerable, en cualquiera de los sentidos, la madre está siempre. Algún día se atreverá a desplazarse fuera del campo de visión de la madre, la perderá de vista y si sigue experimentando que cuando vuelve está y le sigue calmando podrá incorporarla internamente, sentir que la madre está aunque no la vea. Esto es lo que los psicoanalistas denominan «constancia del objeto de cuidados» y que permite al niño sentirse en calma y seguro aun quedándose en el colegio o en casa de amigos y aunque no vea la presencia física de la madre. Los adultos que no han establecido bien esta etapa y no han consolidado este aprendizaje, tendrán dificultades en sentirse amados si la persona con la que están vinculados no les manifiesta frecuentemente que los ama; y aun así, pueden vivir una inseguridad básica sobre su derecho a «merecer ser amados».
Cuando el vínculo se ha establecido sobre interacciones protectoras y calmantes, se establece un patrón de apego seguro.
Las personas que han madurado en un estilo de apego seguro tienden a ser más cálidos, estables y con relaciones íntimas satisfactorias; tienden a ser más positivos, integrados y con perspectivas coherentes de sí mismos, y muestran tener una alta accesibilidad a esquemas y recuerdos positivos, lo que les lleva a tener expectativas positivas acerca de las relaciones con los otros, a confiar más y a intimar más con ellos.
En otras circunstancias, el niño puede vivir con cuidadores que son distantes y fríos afectivamente, o que incluso pueden vivir las demandas y necesidades del niño con irritabilidad o incluso hostilidad. Estos cuidadores no proveen de una respuesta con calor, acogimiento y cariño aunque puedan ser buenos dando los cuidados físicos en relación con los alimentos, la ropa, la estructura y el ritmo de los quehaceres domésticos. Pero este tipo de cuidados no satisface todas las necesidades. Los niños que crecen en este tipo de vínculo tienen despliegues mínimos de afecto o no sienten angustia hacia el cuidador; se evaden de esta figura en situaciones que normalmente exigen la búsqueda de cercanía. Tienen estructuras de pensamiento rígidas con propensión al enfado, y se caracterizan por metas destructivas, frecuentes episodios de enfado y otras emociones negativas. Algunos niños sujetos a un régimen imprevisible parecen llegar a un punto de desesperación en el que muestran un relativo desapego o desinterés en el cuidador —ya no acuden a él para buscar reconfortamiento o consuelo y se las arreglan solos—, adoptan una actitud de no confianza en los demás. La conducta de estos niños se caracteriza por la agresividad y la desobediencia, y son habitualmente propensos a tomar represalias. De adultos podemos ver personas con una actitud fría y poco afectiva en sus relaciones, de carácter duro y esquivo. Denominamos a este patrón de apego como «apego evitativo o frío».
Otro patrón de apego es el denominado «apego ansioso o ambivalente». Estos niños se mantienen cerca de la figura de cuidados o apego y exploran muy poco o nada, mientras ésta está presente. Manifiestan una intensa ansiedad de separación —tienen miedo constante a perder el contacto con el cuidador— y cuando se marcha a otra habitación se aferran a él y protestan intensamente. Sin embargo, cuando regresa la madre, su reacción es ambivalente: el niño permanece en su cercanía, pero puede resistirse al contacto físico con ella mostrándose molesto por el abandono; a su vez, manifiestan dificultad en encontrar consuelo y calmarse. Estos niños se muestran sumamente cautelosos con los extraños, aun en presencia de la figura de apego.
Los padres de estos niños tienen una actitud ambivalente (contradictoria): son accesibles, sensibles y cálidos en algunas ocasiones, e inaccesibles, fríos e insensibles en otras, que depende generalmente del estado anímico y el grado de estrés que tengan; éste les impide centrarse en el niño. En general, la madre manifiesta una disponibilidad escasa o inestable. Ante la actitud de exploración y curiosidad del niño, la madre tiende a intervenir con preocupación inapropiada, interfiriendo así su exploración y propiciando la sobredependencia. La atmósfera en la que vive el niño puede contener amenazas recurrentes de abandono, separaciones (por ejemplo, hospitalizaciones), o pérdidas de seres próximos. Esta constelación de condiciones adversas produce inseguridad interior en el niño. Son estos niños de los que se suele decir que les cuesta «despegarse de las faldas de la madre». Pronto aprenden a utilizar algunas estrategias de manipulación para obtener el cuidado y la atención; éstas pueden ser evidentes y activas tales como amenazas, agresiones y castigos que tratan de controlar al cuidador, bien de carácter más pasivo como quejas físicas y quejas psicológicas para mantener al cuidador cercano; también podemos observar otras conductas de tipo seductor para cautivar a los padres. Se vuelven personas fácilmente «heribles» o que experimentan rechazo y que demandan continuas manifestaciones de afecto para sentirse queridos. No han incorporado al otro como alguien estable y disponible. De adultos son personas ansiosas y que viven angustia e inseguridad, muchas veces con celos, ante la expectativa de la pérdida del otro.
Como vemos, lo que ocurre en la interacción temprana con los cuidadores va a marcar el estilo de estar en relación con los otros seres humanos. Nuestro cerebro trata de establecer esquemas predecibles de cómo actuar en el futuro basándose en las experiencias que ya hemos vivido, al objeto de saber qué hacer cuando se presenta una situación similar. Claro que en el área de las relaciones personales, particularmente en los primeros años, las situaciones serán repetitivas entre las mismas personas, lo cual va reforzando y confirmando los mismos patrones de experiencia y respuesta. Todos sabemos qué podemos esperar de las personas más cercanas en función del estado de ánimo en el que se encuentran y aprendemos a predecir cuál es la mejor manera de estar con ellos. A partir de estos «esquemas de estar en relación», los seres humanos vamos generalizando, o trasladando, estas formas de comportarnos a otras personas de nuestra escena cotidiana. Cuando llegamos al colegio, ya tenemos un patrón aprendido de cómo estar y reaccionar ante los adultos y figuras de autoridad. Y cuando somos adultos, ya sin ser conscientes, activamos nuestras maneras aprendidas de sentirnos y estar ante los demás. Dado que desarrollamos muchos esquemas de estar en relación, tendremos un esquema de relación para estar y sentirnos entre nuestros iguales (generalmente aprendido en las relaciones con hermanos y compañeros), un esquema de estar en relación con las figuras masculinas de autoridad, otro con las figuras femeninas, etc.
Esta necesidad motivacional de estar en relación condiciona asimismo otra de las hambres psicológicas básicas, la «necesidad de estructura». Por necesidad de estructura refiero a la necesidad de hacer el mundo predecible en general, y particularmente a la necesidad de autodefinirnos y definir a los otros, a la vida y el mundo. La estructura nos ayuda a entender el mundo, es como un mapa para poder movernos en la realidad, para tener una guía para la acción en el mundo. Pensemos que cuando venimos al mundo todavía no tenemos la experiencia suficiente para entenderlo. Por ejemplo, oímos muchos sonidos de la voz humana, pero éstos aún no tienen significado; al principio simplemente comunican que hay una respuesta que puede estar en sintonía con lo que vivimos (si estamos contentos y tranquilos y nos hablan con afecto, suavidad y alegría, o si estamos asustados y nos transmiten seguridad, firmeza, contención y protección). Poco a poco, en las interacciones cotidianas, vamos encontrando el significado que otros le van atribuyendo a las palabras, vamos asociando sonidos y fonemas con objetos, símbolos, estados de ánimo, afectos… Así que el lenguaje es una de las formas en las que vamos dando estructura a nuestra experiencia. Las reglas de comportamiento son también otra forma de dar estructura a la vida: aprender los ritmos de las comidas, los horarios de los ciclos de sueño y vigilia, las costumbres y tantos otros aprendizajes. Digamos que la estructura nos da códigos para movernos en la realidad y la cultura familiar y social en la que estamos.
Los seres humanos desde muy pronto hemos de alimentar nuestro «sentido del yo»; hemos de ir dándonos respuestas a «quién soy yo». Empezamos por responder a un nombre que nos ponen y vamos añadiendo aspectos a nuestra identidad; aprendemos en nuestra relación con las personas significativas de nuestra vida si somos vistos como «buenos», «malos», «apropiados», «suficientes», «dignos», «valiosos», «importantes», «guapos», «interesantes»… Todas estas valoraciones sobre nuestro Yo las elaboramos a partir de cómo nos tratan y cómo nos ven los otros. Con esto no pretendo transmitir un enfoque determinista de lo que somos; no es exclusivamente el cómo los demás nos ven y nos tratan, cada persona es un sujeto muy activo en la construcción del yo, va definiendo el «sí mismo» por sí mismo. De alguna manera es como decir que cada uno vamos construyendo el edificio de nuestra identidad, pero lo hacemos con los ladrillos y los materiales que nos ofrece el entorno y las relaciones. Pero cada persona es el arquitecto de sí mismo y por ello somos únicos y diferentes.
Muchos padres dicen que han tratado a los hijos de manera igual y que por ello no se justifica que uno tenga un comportamiento apropiado y otro no. Pero la verdad es que todo ser humano está en un proceso de cambio permanente, y los padres no son iguales con el primer hijo que con el segundo o el tercero; simplemente porque están en un momento de su ciclo vital diferente, y éste puede ser más tranquilo, más estresado o un momento de crisis. Asimismo, el propio temperamento de cada hijo también influye de manera diferente en los padres; así que cada uno provocará reacciones diferentes en sus progenitores. La estructura de la identidad se va cocreando en las relaciones y como consecuencia de la interacción entre nuestra naturaleza y cómo nos responde el entorno.
Cuando hay una armonía y equilibrio entre los cuidados y atención recibidos y lo que necesitamos, vamos pues definiendo y construyendo nuestra identidad en un sentido positivo y saludable, nos vamos «sintiendo valiosos y dignos» desde los primeros momentos. Y esto forma el esquema nuclear que organiza en adelante nuestra percepción de nosotros mismos y los otros en relación a nosotros: los demás son «valiosos», «confiables», «seguros», «amistosos»; y también de la vida: «la vida es algo que vale la pena vivir».
Pero cuando hay una respuesta frustrante o amenazante del exterior, el niño ha de encontrar una forma de manejarse ante esta realidad de manera que le sirva para saber qué hacer y adaptarse al entorno de manera que cumpla dos requisitos básicos: mantenerse en el vínculo con el otro y a la vez sentirse aceptado y protegido. Pongamos el ejemplo de un niño que necesita valoración de su padre. Llega del colegio contento, le enseña sus buenas notas y espera obtener del padre una muestra de orgullo y reconocimiento. No obstante, el padre es un hombre que se ha tenido que hacer a sí mismo, es perfeccionista y valora más el esfuerzo que los resultados. Así que cuando el niño le enseña las notas, éste pone el énfasis en lo que necesita mejorar y le sugiere que ha de poner más atención en no cometer faltas en los exámenes. Ante esta respuesta, la necesidad de reconocimiento y valoración del niño queda frustrada, experimenta que no es suficiente para el padre. Como esta interacción se repite con frecuencia, el niño va construyendo una creencia de sí mismo de «No soy suficiente», «Soy inadecuado». En casos de más exigencia y perfección por parte del padre, el niño puede incluso renunciar a obtener logro y valoración, y puede llegar a concluir «Para qué hacer nada, nunca lo lograré», «Soy un fracasado». Aquí se produce un inversión de la responsabilidad injusta: cuando ha de ser el padre el que apoye y ayude al niño a sentirse valioso y ayudarle a mejorar y prosperar, es el mismo padre el que causa una lesión en la autoestima del niño, que en su esfuerzo de ser aceptado por el padre se esfuerza en «ser como esperan de él que sea». El niño aún no alcanza a comprender que los padres pueden ser poco competentes en su labor como padres, así que se explica que el que está mal es él; esto tiene varias funciones:
• Creyendo «Soy yo que no soy capaz y valioso», el niño puede seguir manteniendo la esperanza de que sus padres son capaces de cuidarle y quererle, que puede depender de ellos y ser cuidado.
• Si el fallo está en él, también puede mantener la sensación de control de que si cambia tal vez puede llegar a ser el hijo que los padres desean y le puedan aceptar y querer. Esto le provee de un sentido de falso control, de que puede hacer algo, de seguir luchando. Pensemos que el otro lado de la esperanza es la depresión y la resignación: el no esperar ya nada del mundo exterior y refugiarse en uno mismo.
En cualquier caso, lo que aquí ocurre es que para conservar el equilibrio del sistema, este niño tiene que construir una estructura más rígida que le ayude a mantener el control de sus necesidades. Como no puede satisfacer su necesidad natural de reconocimiento y valoración, concluye «No soy suficiente» como forma de mantener su necesidad controlada, ha de aprender a posponerla mientras se esfuerza en ser mejor para el padre y algún día, quizás, lograr su reconocimiento. La necesidad de relación no satisfecha da paso, pues, a que la estructura de la identidad («No soy suficiente») se haga más rígida para compensar y tratar de compensar el sufrimiento a la vez que queda un camino para la esperanza.
El equilibrio de fuerzas entre la necesidad de relación y de estructura puede todavía requerir un esfuerzo mayor. Imaginemos que la madre del niño es violenta, agresiva y habitualmente ausente porque es toxicómana. En esta condición, la madre no puede estar emocionalmente disponible, y cuando el niño tiene necesidades, ésta reacciona con violencia física o psicológica diciéndole mensajes crueles tales como «No debías haber nacido», «Has venido a arruinarme la vida», «Eres un asco»… Estos mensajes van dirigidos a la esencia del ser del niño, ni siquiera a su comportamiento. Son los mensajes más destructivos de la identidad y la naturaleza del niño. Lo probable es que cuando el niño experimenta necesidades y ha de acudir a la madre, ésta reaccione con agresión verbal o física reiteradamente. Esto produce una situación de confusión y de paradoja biológica y psicológica; a la vez que el niño quiere y necesita a la madre y ha de acercarse a ella para sobrevivir, se enfrenta al dolor de ser rechazado o maltratado. La paradoja es entre el necesitar y el tratar de no necesitar para no experimentar el dolor del rechazo y de que sus necesidades molestan y no son importantes. El niño ha de construir, pues, un mecanismo para tratar de resolver y compensar esta confusión. Muy habitualmente, estos niños desarrollan una parte interna muy agresiva contra sí mismos que los trata de forma muy cruel, funciona como «un maltratador interno», una parte muy crítica que les habla —en el diálogo interno— de manera muy agresiva: «¡Eres una mierda!», «¡No mereces que te quiera nadie!», «¡Nadie te va a querer!», «¡No es verdad que te quieran porque no eres importante!». Este «agresor interno» tiene la función de tratar de disuadir al niño (o a la persona cuando es adulta) de necesitar de los demás simplemente para no encontrarse con el dolor del rechazo. Suele repetir internamente lo mismo que ha oído a su madre, pero de una forma incluso más agresiva. Esto proporciona asimismo una «ilusión de control». El control consiste en que esta parte autoagresiva le dice cosas crueles con la función de que no tenga que escucharlas de su madre o de otros, que es aún más doloroso. La función de esta parte agresora es mantener las necesidades encapsuladas y bajo control, o incluso tratar de que el niño no experimente la necesidad y así no tenga que sufrir: de que sea autosuficiente. Pero la paradoja de este mecanismo extremo también es que se convierte en una condena a la soledad, a vivir una vida triste y sin esperanza, en un estado de letargo interno o una actitud de dejar que la vida vaya pasando sin ilusión en nada. En casos más extremos, la persona existe como un autómata o un robot que vive, trabaja, duerme y hace lo que tiene que hacer por rutina, pero sin encontrar satisfacción alguna en ello.
Este último caso hace que la estructura de la identidad se haga muy rígida, de manera que la persona se define a sí misma muy negativamente, a los otros como no dignos de confianza y a la vida como sin sentido. Es una autodefinición depresiva y traumática que no deja espacio a las necesidades naturales para poder ser satisfechas en relaciones gratificantes. Pero como el control nunca puede ser completo, porque el organismo mientras está vivo sigue necesitando, frecuentemente estas personas entran en relaciones muy destructivas con otros que los tratan mal cuando su necesidad se hace demasiado intensa. Cuando se atreven a acudir al otro, normalmente están en un estado de tanta necesidad que no disponen de los mecanismos de regulación y de selección apropiados para elegir quién le ofrece una relación conveniente y quién no. Suelen vincularse con personas que los tratan con rudeza o incluso con maldad. Con ello vuelven a confirmar que no son dignos de amor y que no pueden confiar en nadie, y el ciclo se perpetúa volviendo a refugiarse en sí mismos y tratando de vivir en soledad. No han aprendido a discriminar las claves de cuando los tratan mal debido a que han crecido aguantando o no sintiendo el dolor, tratando de no necesitar y quitando valor a los que les han dado muestras auténticas de cariño. Así que cuando su necesidad se despierta entran fácilmente en relación con cualquiera que les muestre un poco de atención e interés, pero que luego los maltratará o abandonará.
Hasta aquí, se ha expuesto cómo en la necesidad de relación (vínculo) le va dando forma también a la necesidad de estructura: quién soy yo, quiénes son los otros para mí, qué es la vida.
La tercera de las hambres o necesidades que motivan la conducta del ser humano es la «necesidad de estímulos». Como organismo vivo, el ser humano necesita nutrirse del entorno exterior, estar en contacto con los estímulos de su mundo interno (sensaciones, necesidades, pensamientos, fantasías, emociones, recuerdos…) y los estímulos procedentes del mundo externo que encajan o no con lo que se despierta internamente. Los estímulos internos son, pues, todo aquello que forma parte del mundo interno —intrapsíquico— de la persona; estos procesos internos informan de lo que el individuo necesita o desea y le mueven a poner en marcha una acción para dirigirse a buscar en el mundo externo su satisfacción y a recuperar el estado de equilibrio homeostático: el bienestar. Ya he señalado como en el organismo todo está orientado a la recuperación del bienestar y a la supervivencia.
Cuando el ser humano es todavía un bebé, los estímulos internos no tienen «forma», no son conscientemente conocidos. Simplemente se despiertan cuando el organismo biológico necesita algo y activan la llamada (el llanto). Como he dicho anteriormente, es la madre la que ha de responder identificando, etiquetando con la palabra y proporcionando la nutrición adecuada a lo que ocurre internamente. Así el niño va aprendiendo a asociar sus sensaciones internas con el nombre, lo que necesita para satisfacerse y lo que necesita hacer para lograrlo. La madre es, pues, el regulador bioquímico del mundo interno del niño, y la función principal de los cuidados maternales es «dar forma» a este mundo en principio caótico. En este proceso de aprendizaje activo, el ser humano va aprendiendo a leer los códigos de su mundo interior y también a interpretar los códigos para moverse adecuadamente en el mundo externo. Pronto va a aprender cuándo la madre, el padre u otros cuidadores están disponibles o no, aprende a anticipar y a desarrollar mecanismos de adaptación —personalidad— para moverse en el mundo y para mostrar aquello que tiene más probabilidades de ser aceptado y respondido; y a la inversa, aprende a inhibir y a reprimir aquello que anticipa que va a ser reprobado o rechazado. De esta manera, cuando la madre (siempre hablo de madre refiriéndome al cuidador primario) no satisface las necesidades del niño, éste ha de poner en marcha mecanismos de conformidad para sobrevivir; a estas estrategias Winnicott (1965) las llamó «Falso Yo». El Falso Yo, también llamado «Yo Social», oculta y protege al «Auténtico Yo» —el que responde a la naturaleza vulnerable de uno mismo— y trata de conformarse a las demandas ambientales. El «Falso Yo» es el que se muestra al mundo porque ha aprendido que va a ser aceptado, y el «Verdadero Yo» (el yo vulnerable) queda muchas veces oculto para evitar el dolor del rechazo. El resultado es frecuentemente un sentido generalizado de irrealidad, futilidad, carencia de vitalidad y sinsentido en la vida.
En cualquier caso, el niño va aprendiendo los códigos para moverse en el mapa del mundo que le ofrecen los mayores. Cuanto más funcionales son los adultos que le educan mejores serán los códigos aprendidos y mejor y más preciso será el mapa del mundo que el niño se construye para moverse en el territorio de la vida. Necesitamos ser estimulados tanto por el mundo interno como por el mundo externo para poder desarrollarnos y madurar. Cuando no estamos suficientemente bien estimulados, nos volvemos pasivos, retraídos y reservados como defensa pasiva, o por el contrario agresivos y violentos como defensa activa. Un déficit de estímulos en el mundo interno-externo conlleva la depresión y un exceso puede conllevar la ansiedad y el estrés.