Kitabı oku: «La sabiduría recobrada», sayfa 2
Parte I
La sabiduría silenciada
«Hay cierta sabiduría humana, que es común a los hombres más
grandes y a los más pequeños y que nuestra educación corriente
labora con frecuencia para silenciar y obstaculizar.»
R.W. EMERSON1
1. Acerca de la utilidad de la filosofía
«¿Qué hay, ¡por los dioses inmortales!, más deseable que la
sabiduría, más trascendente, más útil y más digno del hombre?
Los que se entregan con ardor a su consecución se llaman filósofos.»
CICERÓN2
Hace un cierto tiempo se produjo en España una importante polémica desencadenada por las decisiones gubernamentales que buscaban reducir al mínimo la asignatura de Filosofía en los planes de estudio. Estas medidas eran solo unas entre las muchas que, desde hace décadas, parecen ver en las asignaturas de humanidades disciplinas prescindibles en una sociedad en la que crecientemente se requieren, se valoran y se remuneran, por encima de todo, los conocimientos técnicos especializados. Puesto que pertenezco al gremio de los filósofos tuve ocasión de atestiguar el escándalo que entre mis compañeros produjo, con toda lógica, esta decisión. Pero hubo algo que me llamó la atención: el que pocos filósofos, además de indignarse justamente por el despotismo creciente de los valores estrictamente pragmáticos que está provocando la anemia espiritual de nuestra sociedad, se preguntaran en qué medida ha contribuido a este estado de cosas la misma filosofía. En otras palabras, pocos filósofos se preguntaban:
¿Por qué la filosofía ha llegado a ser considerada por la mayoría como algo abiertamente inútil?
¿Por qué ya no se acude a los filósofos ante los grandes retos y problemas de nuestro tiempo?
¿Por qué el estudiante de secundaria que aprende la asignatura suele afirmar que de poco le ha servido ese vertiginoso paseo por las reflexiones de los grandes filósofos (sistemas de pensamiento que se suceden e invalidan entre sí y en los que tan solo con dificultad puede ver alguna conexión consigo mismo y con sus inquietudes más íntimas)?
¿Por qué tantas personas piensan que la filosofía es un reino inaccesible, lingüísticamente hermético e inabordable, del que sospechan que pocas cosas relevantes pueden obtener?…
En esa decisión no solo se podía ver una señal de los tiempos y el pragmatismo asfixiante que los caracteriza; también un síntoma del estado de salud de la propia filosofía.
La filosofía, entendida en sentido amplio como aquella actividad por la que el hombre busca de forma lúcida y reflexiva comprender la realidad y orientarse en ella, ha formado parte de la raíz de toda civilización. Todas las grandes civilizaciones se han asentado, entre otros, en unos cimientos de naturaleza filosófica. Estos proporcionaban una determinada forma de mirar la realidad y de estar en el mundo, y daban respuesta a las cuestiones más básicas y radicales, como las de quién es el ser humano y cuál es su destino. Los demás saberes y las demás artes orbitaban en torno a esta sabiduría, y era esta última la que definía el correcto lugar, el sentido último y la función de dichos artes y saberes.
Pero ¿se considera actualmente a la filosofía como uno de los ejes de nuestra cultura contemporánea? Parece que no, que hace tiempo que perdió, ante la conciencia de los occidentales, este papel central. La filosofía ya no impregna la vida ni la sociedad pues se ha relegado a los ámbitos académicos y especializados. No estamos en los tiempos en que los reyes o los emperadores reclamaban a los filósofos y a los sabios. Hoy los gobernantes demandan técnicos y gestores, no pensadores. Pero tan grave como esto es que la misma filosofía cierre los ojos ante este hecho y no se dé cuenta de lo poco que tiene que decir; que no reflexione sobre por qué se ha llegado a considerar tan irrelevante su aportación.
La filosofía aspiró a tener, en sus orígenes, un influjo directo en la vida individual, social y política. Con el tiempo, en la misma medida en que perdía su eficiencia para la vida cotidiana, fue aislándose de la esfera pública, hasta el punto de que hoy en día su capacidad de influencia sobre esta última es mínima. Ahora bien, precisamente porque la filosofía constituye siempre uno de los cimientos de toda civilización, no puede, sin más, ser eliminada. Por eso, cuando esta filosofía ya no es ampliamente reconocida y explícita, como sucede en nuestra sociedad, lejos de desaparecer de esta, sigue impregnándola, pero de forma larvada. De ser consciente, pasa a ser inconsciente. De reflexiva y crítica, se convierte en irreflexiva y acrítica. Nos pueden dar pistas sobre cuál es la filosofía oculta de nuestro tiempo las consignas que nuestra época da por supuestas, los ideales que la animan y que son mayoritariamente asumidos, los valores individuales y colectivos predominantes que tan bien revelan la publicidad o los medios de comunicación.
La filosofía no se puede suprimir; constituye el entramado más íntimo de la cultura. Pero, cuando esto no se reconoce abiertamente, el pensamiento pasa a ser ideología que nos penetra de modo indirecto, sin darse a conocer como tal, eludiendo la crítica, es decir, de modo impositivo. Una sociedad en que la filosofía –la dilucidación de las cuestiones últimas y la reflexión crítica– no tiene un lugar central y explícito es siempre una sociedad adocenada, un caldo de cultivo de toda forma de manipulación.
¿Es útil la filosofía?
¿Por qué la filosofía ha llegado a parecernos accesoria? Si la filosofía ya no ocupa un lugar central en nuestra cultura es, en gran medida, porque ha perdido aquello que le confería un papel vital en el desarrollo del individuo y la sociedad: su dimensión transformadora, terapéutica; en otras palabras, porque ha dejado de ser maestra de vida y el conocimiento filosófico ya no es aquel saber que era, al mismo tiempo, plenitud y libertad; porque la esterilidad de muchas de las especulaciones denominadas filosóficas ha llegado a ser demasiado manifiesta.
La supuesta “esterilidad” o “inutilidad” de la filosofía es el principal argumento que esgrimen sus detractores y lo que les ha llevado a considerarla un saber culturalmente prescindible. La mayoría de los filósofos –y de quienes piensan que es indispensable salvaguardar la cultura de las humanidades– consideran, por el contrario, que el valor de la filosofía, lo que le otorga su especial dignidad, radica precisamente en que no es un saber directamente “útil,” en que es una actividad libre que no precisa venderse a ningún resultado. El carácter irreconciliable de estas posturas –como pasaremos a ver– es solo aparente; de hecho, cada una de ellas otorga un sentido distinto al término “utilidad”. Ambas posiciones han advertido una dimensión real de la filosofía: que ha de ser “útil,” por un lado, y que ha de ser “libre” de toda instrumentalización, por el otro. Su error radica en considerar que ambas dimensiones son excluyentes.
¿Ha de ser útil la filosofía? ¿O no radica su dignidad precisamente en su carácter libre, en que su valor es intrínseco y no se deriva de los resultados que posibilita? Este dilema es una falacia. Una falacia que ha favorecido, por una parte, que algunos piensen que una sociedad puede prescindir, sin más, de la filosofía, olvidando que una cultura sin sabiduría está abocada al gregarismo, a la destrucción y al caos. Y que ha favorecido, por otra parte, que otros cultiven una filosofía estéril, autorreferencial y hermética, confinada a unos pocos especialistas, que ha ocultado su vacuidad y su infecundidad bajo el aura de una “dignidad” y “libertad” mal entendidas. Los primeros intuyen, acertadamente, que la filosofía ha muerto, pues ha perdido su eficiencia; pretenden simplemente quitar del medio un cadáver que les estorba. Los segundos intuyen, también acertadamente, que la verdadera filosofía, como saber libre, no puede ni debe morir.
¿Qué significa “utilidad”?
El término “filosofía” no suele sugerir la idea de “utilidad”. Ambas nociones, en principio, parecen dispares. Como veremos, esto no es más que un síntoma del modo en que la filosofía ha perdido su norte y su función y, a su vez, de lo estrecha y banal que ha llegado a ser nuestra concepción de la “utilidad”.
El Diccionario de la lengua española nos dice que “útil” es aquello «que puede servir o aprovechar en alguna línea,” lo que produce un resultado provechoso. Ahora bien, conviene distinguir entre dos tipos de utilidad que denominaremos, respectivamente, utilidad instrumental o extrínseca y utilidad no-instrumental o intrínseca.
Lo utilitario (cuando algo es medio para obtener un fin)
Algo es útil de manera instrumental cuando es solo un medio para lograr un fin, cuando no posee valor en sí, sino en razón de los resultados prácticos que posibilita y a los que se subordina. Un mapa, por ejemplo, es útil pues nos puede ayudar a orientarnos en un territorio que desconocemos. La utilidad del mapa no es intrínseca –el objeto “mapa” no es útil en sí mismo–, sino extrínseca: es útil exclusivamente en función de algo exterior y de los resultados utilitarios que proporciona, pues de poco sirve un mapa que no remite a algún lugar, o que está tan mal elaborado que no nos permite ubicarnos en él. Una herramienta también es algo extrínsecamente útil. Un martillo no es útil en tanto tal martillo, sino asociado a un contexto externo que lo dota de finalidad, por ejemplo, un cuadro que queremos colgar, unos clavos y una pared. A su vez, actividades como orientarnos consultando un mapa o martillear son instrumentalmente útiles, pues su sentido y finalidad no reside en ellas mismas, sino en que nos permiten, respectivamente, llegar a un determinado lugar o que un bello cuadro cuelgue en nuestra habitación.
Lo que es instrumentalmente útil es prescindible, canjeable por algo que cumpla la misma función. Puedo prescindir del martillo y utilizar en su lugar una piedra. Puedo prescindir de un mapa y orientarme con una brújula o contemplando las estrellas y el curso del Sol.
Lo instrumentalmente útil es lo utilitario.
La utilidad superior (cuando el medio es ya el fin)
«Sé que la poesía es indispensable, pero no sabría decir para qué.»
JEAN COCTEAU
Por lo general, calificamos de “útil,” sin más, a lo instrumentalmente útil. Pero hay otro tipo de utilidad, que denominaremos “no instrumental” o “intrínseca”. Esta última es propia de aquellas cosas, actividades o estados que son en sí mismos útiles, es decir, que no obtienen su sentido, valor y utilidad del hecho de subordinarse a un fin distinto de dichas cosas, actividades o estados. En lo intrínsecamente útil el medio es ya el fin, y, por eso, lo que es útil de este modo no es prescindible ni canjeable. Por ejemplo: jugar, conocer, comprender (no hablamos de adquirir conocimientos técnicos o con miras exclusivamente utilitarias), amar, crear, contemplar la belleza del mundo… son actividades y estados que poseen esta forma superior de utilidad.
Dada nuestra tendencia a identificar lo “útil” con lo “utilitario” tendemos a pensar que el término “útil” no es adecuado para calificar este tipo de actividades. Pero ¿merecen, acaso, ser calificadas de inútiles?
Pongamos un ejemplo de actividad inútil. Nos cuenta la mitología griega que Sísifo, fundador de Corinto, recibió un terrible castigo al descender al Hades tras su muerte. Fue condenado a arrastrar sin descanso una inmensa roca, empujándola con todo su cuerpo y con ímprobo esfuerzo, hasta la cima de una montaña. Una vez allí, la piedra escaparía de sus manos y rodaría al valle, y él tendría que descender de nuevo para recomenzar su terrible tarea; y así… por toda la eternidad. Aunque el mito no comenta nada al respecto, Sísifo podría haber preguntado, tras escuchar su condena, acerca del propósito de todo aquello. Y probablemente solo hubiera obtenido una respuesta: debía hacerlo “porque sí”. Lo terrible del castigo no radicaba en el tremendo esfuerzo que se exigía a Sísifo, sino en la arbitrariedad e inutilidad de este; fue esta inutilidad la que le sumió en la más profunda desesperación.
Esta actividad abiertamente inútil nada tiene que ver con las actividades que hemos caracterizado como intrínsecamente útiles. No cabe decir de todas ellas que son “inútiles,” tan solo porque tienen en común el carecer de una finalidad utilitaria. Si preguntamos al niño que en la playa construye y deshace castillos de arena por qué lo hace, probablemente conteste: “porque sí”. Este “porque sí” no es análogo al del ejemplo anterior. El “porqué sí” del niño es la expresión de que su actividad no tiene más meta que sí misma; de que, en ella, el medio, el proceso, es ya el fin. Y allí donde el medio y el fin se identifican se produce la vivencia de una profunda sensación de plenitud y sentido. La actividad de Sísifo no tenía una utilidad extrínseca, pero tampoco intrínseca, pues no pudo vivenciar el proceso como algo valioso en sí mismo; de aquí su sensación de absurdo y futilidad.
Es sabido que los niños que no dedican en su infancia mucho tiempo al juego no maduran adecuadamente. El juego les es tan útil e imprescindible como el alimento. El niño al que se inculca una mentalidad instrumental impropia de su edad –porque la pobreza del entorno le ha forzado al trabajo duro, porque unos padres ambiciosos pretenden hacer de él un superdotado y le someten a un aprendizaje estresante cuya meta es la obtención de resultados en el futuro, o por contagio de un entorno excesivamente serio que no valora ni respeta su tendencia espontánea al juego– no crece adecuadamente. El niño educado para ser un superdotado, si a lo largo de su desarrollo no tiene una sana reacción de rebeldía, probablemente llegue a ser un mediocre instruido, rígido, de personalidad incolora, carente de genuina creatividad. El pequeño que juega no lo hace para crecer y madurar; juega “porque sí”. Pero dicho juego, precisamente porque en él el medio y el fin son indisociables, es el espacio en el que se da su óptimo crecimiento y desarrollo. Más aún, también las actividades orientadas a su formación y educación solo pueden ser plenamente eficaces si son vivenciadas por él como un juego, como placenteras y llenas de sentido en sí mismas, y no como algo arduo y aburrido que, según oye, le será de provecho en el futuro.3
Lo que promete la filosofía
«La filosofía no promete al hombre conseguirle algo de lo exterior.»
EPICTETO4
Podemos decir, en una primera aproximación, que filósofo es aquel que se consagra desinteresadamente a la verdad; quien investiga, a través de una actitud interior de disponibilidad y atención lúcida, las claves de la existencia. La actividad filosófica es desinteresada, pues quiere la verdad por ella misma, no por su posible provecho, por sus resultados o frutos. Quizá por ello la verdad se ha simbolizado tradicionalmente como una mujer desnuda, pues nada tiene que ofrecer más que a sí misma.
La indagación de la verdad es un impulso acorde con nuestra naturaleza humana e indisociable de esta, un impulso que nos distingue de otros seres animados y nos eleva sobre ellos. Todo hombre ansía profundamente ver, comprender, y experimenta como una degradación la ignorancia y el engaño. En otras palabras, todos sentimos que el conocimiento de la verdad es tan valioso en sí mismo como indeseables son la ceguera y el error.
La filosofía, entendida como aquella actividad que busca encauzar este impulso humano hacia la verdad, no tiene, por lo tanto, una utilidad extrínseca. Ahora bien, está lejos de ser una actividad inútil –como tampoco lo son el juego, la contemplación amorosa o estética, la creación en todas sus formas, etcétera–. Hemos caracterizado a estas actividades como intrínsecamente útiles para poner de manifiesto que poseen una forma superior de utilidad, pues solo ellas satisfacen lo que más hondamente necesitamos: la experiencia de ser en plenitud, y la experiencia profunda del sentido de la vida, del valor intrínseco de todo lo que es.
El ser humano solo experimenta una felicidad íntegra y realiza satisfactoriamente sus posibilidades internas de ser en las actividades o estados que no tienen más meta que sí mismos. Lo intrínsecamente útil no equivale a lo inútil ni a lo no práctico. Nuestras necesidades más profundas no las puede satisfacer nada que no se baste a sí mismo, que no tenga una razón propia para ser apetecido. Y lo que nutre nuestro ser, ¿puede considerarse inútil?
Lo utilitario se relaciona con el “tener;” lo intrínsecamente útil, con el “ser”. Así, las actividades utilitarias aumentan nuestro haber, nuestras tenencias: a través de ellas adquirimos todo tipo de logros, de posesiones (materiales o sutiles), y desarrollamos las habilidades físicas y psíquicas que nuestro ego tiende a considerar también como “posesiones,” como parte de su haber. Pero solo las actividades valiosas per se, que no se orientan exclusivamente hacia la obtención futura de ciertos logros o resultados, permiten el crecimiento de nuestra esencia; solo estas últimas satisfacen nuestra necesidad de ser en plenitud.
El que ama no necesita que algo exterior justifique u otorgue sentido a su amor, pues ese estado interno es valioso en sí mismo. El que se conmueve ante la contemplación de algo profundamente bello sabe que su contemplación es un preciado tesoro; no necesita tasadores que le confirmen el valor o la utilidad de su experiencia. El saber (no el erudito ni el técnico, sino el que se traduce en sabiduría, en lucidez, en una visión penetrante y comprensiva de la realidad) se justifica en sí mismo porque satisface un impulso radical del ser humano. Estas actividades y estados no son inútiles, al contrario, son supremamente útiles, producen un resultado (y “útil,” recordemos, es aquello que produce un resultado provechoso). Este resultado es nada menos que la realización humana. No es que dichas actividades o estados sean medios o peldaños para lograr esta realización o plenitud; son, sencillamente, la forma en que esta última se actualiza y se expresa.
Saber para poder, para estar al día, para dotarnos de un aura de intelectualidad, para tener algo de que hablar, para lograr un puesto de trabajo, para “tener” conocimientos que exhibir; amar para comprar el amor de otros; jugar para ostentar nuestra habilidad y nuestra superioridad; crear para demostrar algo a los demás o a nosotros mismos; trabajar exclusivamente para ganar dinero…; nada de esto es saber, amor, juego, creación o trabajo genuinos. No negamos que algunas de estas metas sean, en ocasiones, legítimas –el “comercio” es necesario–, pero no pueden proporcionar al ser humano la plenitud que le es propia, y nadie debe sorprenderse de que conduzcan al hastío y a la mediocridad cuando se convierten en el tipo de metas predominantes. Nadie debe sorprenderse tampoco de que la depresión sea uno de los padecimientos característicos de nuestra civilización, básicamente mercantil, astuta, ávida y utilitaria.
El ser humano tiene una profunda exigencia de sentido. El que afronta su vida y sus actividades como Sísifo afrontaba diariamente su infructuosa tarea, se sumerge en el más profundo vacío. Pero las actividades estrictamente utilitarias terminan asimismo agostando el espíritu humano. De hecho, quizá no sea casual que el mito describa a Sísifo como el más astuto de los hombres, dado a toda clase de tretas, engaños y artificios, y que este hombre astuto fuera condenado al sinsentido, a la actividad más absurda, enajenante e inútil. Porque la astucia, la tendencia a convertir todo –hasta lo más digno de ser considerado como un fin en sí mismo– en algo de lo que esperamos obtener un beneficio interesado, es un camino directo al estancamiento de nuestra esencia, al vacío y a la enajenación.