Kitabı oku: «La sabiduría recobrada», sayfa 3
La filosofía como actividad libre
La filosofía no es útil en el sentido que en general damos a esta palabra, es decir, no es instrumentalmente útil; como tampoco, por ejemplo, lo es el arte (el que se mantiene fiel a sí mismo; no hablamos del mundo de los marchantes). En otras palabras, ambos son actividades libres, pues competen a la dimensión más elevada del ser humano, aquella que también es libre y que le dota de cierto dominio sobre los aspectos de sí mismo y de la vida condicionados por la necesidad, por las urgencias utilitarias de la vida.
La filosofía vendida a un fin ya no es filosofía. Ni siquiera la filosofía vendida a unas ideas es ya verdadera filosofía. La filosofía “esclava” de la teología (como se definía a sí misma la filosofía escolástica medieval) no es filosofía, es teología. Habitualmente, cuando los artistas se han subordinado a un fin ajeno al arte mismo, han hecho un mal arte. El arte ideológico, puesto al servicio de la defensa de unas ideas, ha sido sistemáticamente defraudante. Cuando oímos que algún representante de una determinada iglesia, secta o ideología va a dar una charla filosófica sobre alguna cuestión, todos sabemos que no va a decir nada nuevo; sus argumentos serán los mismos que los que repiten hasta la saciedad aquellos que pertenecen a su grupo; como mucho, habrá ciertas variaciones formales; puede que incluso parezca elocuente y sugerente en un principio, pues en el planteamiento de la cuestión se permite cierta libertad, pero, finalmente, decepciona. Nos han dado gato por liebre. Todos sospechamos que ahí no hay pensamiento genuino, indagación libre y desinteresada, sino solo apología disfrazada de argumentación. Porque el verdadero pensamiento siempre es libre. Y por eso, solo las personas interiormente libres –que no hablan en nombre de nada ni de nadie, ni siquiera en nombre de su “ego,” de lo que en dichas personas es estrictamente particular– son genuinos pensadores. Como solo las personas interiormente libres son creadoras en cualquier ámbito humano.
La filosofía es una actividad libre. El arte también lo es. Pero que no se “vendan” a un resultado extrínseco no significa que no sean útiles. Todo lo contrario: poseen una forma superior de utilidad. Aquí precisamente radica la falacia del dilema “utilidad versus libertad” que planteábamos al inicio de este capítulo. Las ideologías que han visto en ciertas expresiones gratuitas de la individualidad creadora, no subordinadas a fines pragmáticos, manifestaciones burguesas de irresponsabilidad y falta de compromiso social, han tenido una triste y reducidísima imagen del ser humano.
Necesidades del ser y del estar
«La “vida verdadera” […] no se halla tanto en las necesidades utilitarias de las que nadie puede escapar, como en el cumplimiento de uno mismo y en la calidad poética de la existencia.»
EDGAR MORIN5
Aclararemos lo dicho hasta ahora introduciendo una nueva distinción. Diferenciaremos, en concreto, entre lo que denominaremos utilidad esencial y utilidad existencial.
• Es existencialmente útil lo que necesitamos para nuestro existir o nuestro estar en el mundo: desde el alimento y el vestido hasta una cierta cosmovisión que nos ayude a orientarnos en él. Las cosas que son útiles para nuestro estar en el mundo son cosas que tenemos. Tenemos alimento, dinero, ropa, casa, etcétera, de un modo análogo a como “tenemos” ciertas habilidades o unas creencias y una ideología.
• Pero hay otro tipo de necesidades que no son existenciales sino esenciales. Calificaremos de esencialmente útil todo aquello que necesitamos para alcanzar un grado óptimo de ser: lo que nos remite a nuestra esencia íntima, fortaleciéndola, y hace que seamos más y mejor eso que esencialmente somos.
La satisfacción de nuestras necesidades existenciales (de alimento, seguridad, pertenencia, afecto, instrucción, etcétera) se acompaña de lo que podríamos denominar un contentamiento o alegría existencial. Al ser cubierta alguna necesidad fisiológica, por ejemplo, se experimenta placer y sosiego. Quien, tras estar hambriento, ingiere los alimentos adecuados, recibe el “visto bueno” de su cuerpo a través de una sensación subjetiva de saciedad y bienestar. En general, todas nuestras funciones y facultades, físicas y psicológicas, tienen un correlato subjetivo de bienestar o malestar que nos indica cuál es su nivel de satisfacción, actualización o desarrollo.
Ahora bien, hay también una alegría esencial y un dolor esencial que nos dan la medida de cuál es nuestro grado de cercanía o alejamiento con respecto a nuestro propio centro, a nuestra verdad íntima; que nos indican cuándo estamos siendo, o no, un fiel reflejo de eso que somos en esencia y que pulsa por expresarse en nosotros. Del mismo modo que hay un tipo de dolor que acompaña a la frustración de nuestras necesidades fisiológicas y psicológicas, hay también un dolor que es el eco de la frustración de nuestra necesidad de ser de forma auténtica y plena.
Los dolores y alegrías existenciales y los dolores y alegrías esenciales son cualitativamente diferentes. Hay quienes existencialmente parecen tenerlo todo y no pueden rehuir una profunda sensación de vacío y de futilidad; algo en ellos exclama silenciosamente: «pero ¿es esto todo?». Por el contrario, hay quienes, en medio de situaciones existencialmente limitadas o incluso dolorosas, mantienen una conexión con su ser más íntimo que les proporciona una sensación básica de sentido, de serena plenitud.
Que ambos tipos de dolor (y, paralelamente, de alegría) son cualitativamente diferentes se evidencia, entre otras cosas, en que las dinámicas que permiten superar uno u otro son exactamente inversas.
Así, el dolor existencial se solventa multiplicando nuestro haber: aumentando nuestras posesiones materiales, ejercitando nuestras facultades y habilidades, multiplicando nuestras tenencias intelectuales, adquiriendo reconocimiento social, etcétera.
El dolor esencial, por el contrario, no se solventa con nada que se pueda tener. En ocasiones, puesto que este dolor se traduce psicológicamente en una sensación de vacío, lo malinterpretamos: creemos que se trata de un vacío relacionado con la necesidad de cosas, experiencias, logros, etcétera. Pero ninguna cosa, persona, situación, experiencia o logro puede llenarlo, porque se trata de un vacío de nosotros mismos.
El vacío existencial se supera con un movimiento acumulativo o aditivo, teniendo más, ya sean estas tenencias groseras o sutiles.
El vacío esencial, por el contrario, solo se supera cuando abandonamos el impulso por tener –no forzosamente en lo relativo a la actividad exterior, pues necesitamos seguir cubriendo nuestras necesidades existenciales, pero sí en nuestra actitud básica ante la vida– y dejamos a las cosas, a las personas y a las situaciones ser lo que son, sin esperar que sean de ningún modo particular, sin buscar en ellas ningún provecho o beneficio personal. También cuando nos permitimos sencillamente ser y abandonamos nuestra ansiedad por lograr, por tener que llegar a ser “esto” o “lo otro”.
Cuando relegamos el apremio por la supervivencia, por conseguir, por el logro y la posesión; cuando nuestra mirada interior abandona toda perspectiva parcial e interesada y contemplamos las distintas realidades desligadas de su función utilitaria; cuando dejamos activamente a las cosas ser lo que son y ser como son, solo entonces, en este espacio de libertad, todo nos revela su ser o naturaleza original, su verdadero rostro.
«Cuando todas las cosas se contemplan con ecuanimidad, regresan a su naturaleza original.»
Sin-sin-ming, 25
Es entonces, al recobrar esta mirada atenta y desinteresada, cuando sentimos que nosotros –al unísono con toda la realidad– también retornamos a nuestra genuina condición. Nuestro ser más íntimo encuentra por fin su espacio; florece y se expande, a la vez que se aquieta y ahonda en sí mismo. La existencia deja de experimentarse como una lucha, una carga o una búsqueda enajenada volcada siempre en el futuro, en el lograr, en el tener, y experimentamos el verdadero sabor de la realidad, la alegría esencial, el simple gozo de ser. La falsa creencia de que no seremos plenamente hasta que no seamos, hagamos o tengamos esto o lo otro, se disipa. Descubrimos el engaño. Advertimos que hemos vivido como el mendigo que a diario pedía limosna sentado a la sombra de un árbol, exactamente sobre el trozo de tierra en el que estaba enterrado el más espléndido tesoro.
La verdad, la belleza y el bien
La contemplación desinteresada nos sitúa en el nivel esencial de la realidad y de nosotros mismos. El testimonio de este contacto, del triunfo del ser sobre el tener, es siempre –como pasaremos a ver– la experiencia de la verdad, de la belleza y del bien.
De la verdad, pues todo se nos revela en su ser propio, en su verdad íntima. Las cosas nos descubren sus secretos porque ya no las hacemos orbitar en torno a nosotros mismos, porque ya no las miramos a través del filtro de nuestro particular interés, como fuentes de ayuda o solución de las propias necesidades.
De la belleza, pues descubrimos la “gratuidad” del mundo, que todo sencillamente es, es decir, que todo obtiene su sentido y plenitud precisamente porque no necesita ser para nada ni para nadie.
«La belleza es la única finalidad de este mundo. Como muy bien dijo Kant, es una finalidad que no contiene ningún fin [extrínseco]. Una cosa bella no contiene ningún bien salvo ella misma, en su totalidad, tal como se nos muestra. Vamos a ella sin saber qué pedirle y ella nos ofrece su propia existencia. […] Solo la belleza no es un medio para otra cosa. Solo la belleza es buena en sí misma.»
SIMONE WEIL6
En la experiencia de la verdad y de la belleza, nuestro yo más íntimo reconoce su hogar, por fin nuestra voluntad descansa, toda inquietud cesa; estamos en casa. En este momento, cuando contemplamos el mundo desde esta perspectiva, algo en nosotros exclama silenciosamente que todo está bien (como narra el Génesis que exclamó Yahvé al finalizar su creación: «Y vio que todo ello era bueno»). Este asentimiento profundo que procede de saber que todo, en su más radical intimidad, es lo que tiene que ser y está ya donde tiene que estar, es la experiencia gozosa del bien.
La verdad, la belleza y el bien des-velan la realidad. Son la realidad misma cuando esta revela su verdadero rostro, su rostro sagrado; cuando ya no está velada por nuestras necesidades existenciales ni condicionada por ellas (la excesiva preocupación de vivir, que nos hace contemplar las cosas tan solo desde el punto de vista de su utilidad, es el velo que oculta la verdadera naturaleza de las cosas).
Lo único que puede satisfacer nuestras necesidades esenciales son la verdad, la belleza y el bien. En otras palabras, nuestro ser real se expresa colmadamente solo en la contemplación desinteresada.
«… nunca he perseguido la comodidad o la felicidad como fines en sí mismos […]. Los ideales que han iluminado mi camino y me han proporcionado una y otra vez un nuevo valor para afrontar la vida alegremente, han sido la Belleza, la Bondad y la Verdad […]. Los objetivos triviales de los esfuerzos humanos (posesiones, éxito público, lujo) me han parecido despreciables.»
A. EINSTEIN7
Una vida orientada con preferencia hacia los bienes utilitarios se asfixia esencialmente aunque existencialmente parezca floreciente y envidiable. Por eso, allí donde los valores pragmáticos tienen una clara hegemonía, han de estar presentes en igual medida los medios de distracción, de entretenimiento, que se encargarán de ocultar y evadir el dolor esencial y el vacío interior a los que aboca necesariamente todo ese vértigo orientado hacia el tener. Nuestra sociedad actual es un ejemplo nítido de esta dinámica.
Nuestro yo central solo encuentra su alimento en aquello que es un fin en sí mismo. En este sentido, la filosofía, entendida como contemplación desinteresada consagrada a la verdad, es máximamente útil. Es una de las actividades y las actitudes que nos permiten ser en plenitud –aquellas sin las cuales todos nuestros logros son solo los vestidos con que cubrimos el espectro de nosotros mismos, los ornamentos con los que adornamos nuestro vacío–.
Filosofías del ser y del estar
La verdad, la belleza y el bien con frecuencia se confunden con sus respectivas caricaturas. Sucede así cuando ya no se perciben en el horizonte del ser, cuando ya no son el fruto de la contemplación desinteresada, y se rebajan al ámbito del tener. Cuando esto ocurre, se suele denominar “amor a la verdad” a lo que solo es búsqueda de seguridad mental; “amor a la belleza,” a lo que solo es deseo o vanidad (la belleza como algo que se quiere poseer o que se posee); y “bien,” al mero decoro moral o a la “tenencia” de supuesta virtud.
Al igual que la verdad tiene su correspondiente caricatura, también la práctica de la filosofía puede tenerla. La filosofía se degrada siempre que se relega al plano del tener y se subordina directa o exclusivamente a la satisfacción de necesidades existenciales.
Así, por ejemplo, cierta filosofía considera que su función prioritaria es la de elaborar y proporcionar “mapas” teóricos (una cierta cosmovisión) con los que poder desenvolvernos en el mundo. La filosofía así entendida es algo que tenemos y que satisface dos necesidades existenciales concretas: nuestra necesidad psicológica de orientación y nuestra necesidad psicológica de seguridad. Ello se traduce en cierta tranquilidad emocional –se alivia provisionalmente nuestra angustia vital– y en cierto apaciguamiento y satisfacción intelectual.
Este tipo de filosofía, insistimos, es algo que se tiene. No afecta ni modifica nuestro ser (aunque, eso sí, puede facilitar temporalmente nuestro estar en el mundo). Por eso, cuando decimos haber accedido al conocimiento de este tipo de filosofía seguimos siendo los mismos de siempre, solo que con un nuevo “mapa” en nuestras manos y con la seguridad psicológica que este provisionalmente nos proporciona.
La filosofía estrictamente teórica o especulativa, a pesar de su “desinteresada” apariencia, suele pertenecer a este tipo de filosofía, la que no rebasa el ámbito del tener.
Pero la filosofía, allí donde es fiel a sí misma y la búsqueda de verdad prima sobre la búsqueda de seguridad, tiene una mira más profunda: no la de saciar nuestra mente con ideas, proporcionándonos así mera seguridad psicológica, sino la de alimentar nuestro ser con la realidad, con la verdad viva. Hay mentes muy nutridas, incluso obesas, que recubren esencias escuálidas. La sed de verdad no se solventa al lograrse la saciedad intelectual; solo al que tiene más anhelo de seguridad que de verdad esta última saciedad le es suficiente.
La filosofía genuina no se puede tener, sin más, pues no podemos acceder a ella sin transformarnos profundamente, sin quedar modificados. Solo comprende las claves de la existencia quien ha accedido a cierto estado de ser, quien se desenvuelve en un determinado nivel de conciencia. Penetrar en los secretos de la realidad es únicamente posible para el que ha purificado su mirada y su personalidad, para el que ha abandonado todo interés propio, de tal modo que su visión es limpia y desinteresada, para quien tiene más anhelo de verdad que de seguridad. Solo esta autenticidad y hondura de nuestro ser posibilita la profundidad de nuestra visión y nos abre a la experiencia de la verdad. Solo el que está en contacto habitual con su verdad íntima puede acceder a la verdad íntima de las cosas, es decir, puede ser un filósofo. El que está situado en la periferia de sí mismo no puede traspasar la periferia de la realidad.
La verdadera filosofía no se puede simplemente “tener” porque es una “función del ser”:
«El conocimiento [genuino] es una función del ser: sólo cuando hay un cambio en el ser del cognoscente, hay un cambio correspondiente en la naturaleza y cuantía del conocimiento.»
ALDOUS HUXLEY8
Denominaremos filosofía esencial a la filosofía que concierne a nuestro ser, la única capaz de satisfacer nuestras necesidades esenciales (y que no ha de ser confundida con la filosofía que se “tiene,” la orientada directa y exclusivamente a la satisfacción de ciertas necesidades existenciales, aunque estas sean tan sutiles como nuestra necesidad psicológica de seguridad).
La filosofía estrictamente especulativa nos proporciona seguridad psicológica y cierta orientación existencial, pero no nos modifica. En cambio, la filosofía esencial exige, y a la vez posibilita, la conversión de nuestro ser, la ampliación de nuestro nivel de conciencia. Su finalidad es la de favorecer, en un único movimiento, la capacidad de penetración de nuestra mirada interior, nuestra transformación profunda y nuestra realización. Pues somos receptivos a la verdad solo en la medida en que somos “verdaderos”. Solo en la medida en que somos nosotros mismos en profundidad podemos conocer las cosas tal y como son.
Obviamente, la filosofía que nutre nuestro ser también tiene consecuencias existenciales, pues lo que transforma nuestra esencia transforma toda nuestra existencia de raíz. Pero aquí precisamente está la diferencia: no la modifica en su periferia, sino desde su misma raíz. La filosofía esencial tiene siempre un alcance existencial, pero la filosofía especulativa no tiene siempre un alcance esencial.
¿Cómo reconocer ambas filosofías?
Que uno de los fines de la filosofía esencial sea nuestra transformación profunda no significa que la filosofía sea un medio para lograrla. Si así fuera, la filosofía ya no sería libre pues se habría subordinado a un efecto. Lo que queremos decir es que la dedicación efectiva a la verdad tiene en dicha transformación su síntoma inequívoco. Ambas dimensiones son indisociables: a toda penetración en el corazón de las cosas, a toda comprensión profunda, acompaña un ahondamiento en nosotros mismos que se traduce en una creciente plenitud, libertad interior y serenidad, y en una ampliación de nuestra conciencia. Lo segundo es el signo indiscutible de la presencia de lo primero, y viceversa.
De todo lo dicho cabe deducir que hay un criterio que nos indica cuándo la filosofía se está orientando de forma efectiva hacia la verdad, cuándo está logrando su objetivo. La señal es la siguiente: la transformación ascendente y permanente de nuestro nivel de conciencia; una transformación que tiene, más tarde o más temprano, claros signos y frutos: la profundidad de nuestra mirada interior, la paz, la alegría esencial y la libertad. Si la actividad filosófica no va acompañada de estos frutos, es que ahí no hubo filosofía esencial sino un ejercicio más o menos brillante de “ajedrez” intelectual.
Es importante comprender esto. Porque la filosofía, con frecuencia, ha identificado su carácter libre, su no estar subordinada a nada ni a nadie, con el hecho de carecer de toda medida valorativa o criterio correctivo. Si no hay ningún criterio de verdad, todo vale. ¿Por qué lo que una persona piensa y sostiene va a ser menos válido que lo que piensa otra? En estos tiempos estamos habituados a oír hasta la saciedad expresiones del tipo: «yo lo veo así», «para mí es así», etcétera. Todos sospechamos que esas voces no irradian la misma autoridad, pero no nos atrevemos a afirmarlo abiertamente; parece que no seríamos “tolerantes” si así lo hiciéramos. Algo análogo sucede en el mundo del arte. Los criterios, cuando los hay, son aleatorios. Se identifica el carácter libre del arte, equívocamente, con su carencia de todo criterio valorativo estable. Pero la filosofía tiene un criterio de autenticidad, y el arte también. No se trata de criterios externos –puesto que son actividades libres– sino internos.
Así, una obra de arte que no logre que el contemplador maduro, sensible y receptivo abandone, por un momento, sus actitudes utilitarias y se eleve a una esfera de atención pura y desinteresada; que no favorezca la ampliación de su conciencia; que no le conmueva en lo más profundo con un movimiento no estrictamente sentimental, sino con una emoción que va acompañada de conocimiento (de cierta iluminación o revelación de algún aspecto de la realidad); que no le haga salir de sí mismo, de la angostura de su ego, y le permita superar la vivencia ordinaria del tiempo, etcétera; una obra de arte que no suscite todo esto en el contemplador sensible –decimos– no es genuina. Las supuestas obras de arte que necesitan ir acompañadas de un discurso intelectual para ser valoradas, que nos sorprenden, pero no nos conmueven, que son apreciadas solo por una minoría ideológica… no son auténticas obras de arte.
A su vez, una filosofía que no tenga un potencial transformador y liberador no es una buena filosofía. Es solo apariencia de conocimiento, pero no conocimiento real. Una filosofía que sea una fábrica de mediocres ilustrados, y no de mejores seres humanos; de pedantes, y no de personas veraces; de intelectuales, y no de sabios; de malabaristas de las palabras y las ideas, pero no de personas capacitadas para el silencio interior y para la visión que solo este proporciona, no es filosofía esencial. Aquí se aplica la expresión evangélica: «por sus frutos los conoceréis».9
Como ejemplifica con agudeza Epicteto, si queremos ver los progresos de un gimnasta, no le preguntamos por sus pesas sino por el estado de sus músculos. Del mismo modo, si queremos saber si alguien es un verdadero filósofo, no nos vale que nos muestre lo que ha aprendido, su arsenal de erudición, su “tener” o “haber” intelectual, sino lo que ha visto por sí mismo y lo que irradia su propio ser:
«“¡Tú, ven aquí! ¡Muéstrame tus progresos!” Como si habláramos de un atleta y al decirle: “¡Muéstrame tus hombros!,” me contestara: “¡Mira mis pesas!”. ¡Allá os las compongáis las piedras y tú! Yo quiero ver los resultados de las pesas. “¡Coge el tratado sobre el impulso y mira cómo me lo he leído!” ¡Esclavo! No busco eso, sino cuáles son tus impulsos y tus repulsiones, tus deseos y tus rechazos, cómo te aplicas a los asuntos y cómo te los propones y cómo te preparas, si de acuerdo o en desacuerdo con la naturaleza. Y si es de acuerdo con la naturaleza, muéstramelo y te diré que progresas; pero si es en desacuerdo, vete y no te limites a explicar los libros: escribe tú otros similares».
EPICTETO10