Kitabı oku: «La luz de Saint Etiel», sayfa 2

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—Danae, ¿te parece que nos acerquemos al despacho para empezar a tratar los asuntos?

—Sí, por supuesto, señor Delós. Estoy interesada en revisarlo todo.

—Por favor, a partir de ahora, llámame Víctor.

—De acuerdo —contesté.

Alan nos acercó hasta el despacho y se acordó que nos recogiera a las seis. Estaba ubicado en la zona moderna de la ciudad, en un edificio acristalado de veinte pisos. Un panel indicaba la planta correspondiente a cada entidad, y Delós & Miles ocupaba la decimotercera. Subimos por uno de los tres ascensores y, al abrirse las puertas, la recepción apareció inesperadamente. Karen, la recepcionista, nos dio la bienvenida cortésmente. Estaba, sin duda, entrenada para su cometido. Tras ella, puestos de trabajo delimitados por separadores, despachos y salas dedicadas a varios usos. Los que allí trabajaban se veían concentrados en sus obligaciones, pero al pasar por su lado, saludaban sonrientes.

La sala de reuniones tenía bonitas vistas a la ciudad. En una de las paredes aparecían los nombres de sus clientes a modo de mural. Entre ellos estaban la Universidad y el Ayuntamiento de Saint Etiel.

Entró un asistente con dos carpetas y tres archivadores. «¡Cuánta documentación!», pensé con algo de acaloramiento.

—Lo más importante está en las carpetas. Tenemos la copia del testamento, escritura de la casa, datos de las cuentas bancarias, disponemos de todos los movimientos bancarios de los últimos diez años, en los archivadores está el histórico de las últimas transacciones —dijo Delós, y prosiguió—. En estos momentos las cuentas bancarias están bloqueadas. He concertado visita mañana a las 10:30 horas con el director del banco. En el momento que comprueben tus datos, no habrá problema para que accedas al dinero.

—¿Cuentas? ¿En plural?

—Sí. Tu padre tenía su cuenta propia y, en este último año, abrió también una a tu nombre.

Empecé a leer los documentos que me iba mostrando el señor Delós. Quería demostrar que era una persona instruida, pero muchos de los textos formaban un galimatías indescifrable para mí. Tenía la certeza absoluta de dos cosas: el asunto me venía grande y que hubiera deseado conocer a mi padre antes que recibir esta herencia.

Eran casi las tres de la tarde cuando el señor Delós propuso ir a comer algo. Fuimos a un puesto ambulante de comida rápida que había en el parque contiguo al edificio, donde uno de sus platos estrella era el Fish & Chips. Muy british. Una amalgama de pescado rebozado y diferentes salsas de acompañamiento me hicieron dudar por unos instantes qué combinación escoger. Básicamente, era el mismo plato declinado varias veces. Nos sentamos en unas mesas de picnic del mismo parque, y el señor Delós inició la conversación.

—Cuando nos reuníamos con tu padre siempre veníamos aquí. Le encantaba disfrutar de las cosas sencillas de la vida.

El silencio entre ambos se hizo confortable, amenizado por el trino de los pájaros de fondo. Sin embargo, ya no podía reprimirme por más tiempo. Con cierto pudor inicié una batería de preguntas.

—Señor Delós ¿usted sabe por qué se ocultó de mí?

—¿En qué habíamos quedado? Llámame Víctor.

—Sí. Lo siento, es que me tengo que acostumbrar…

—En referencia a tu pregunta, hay cosas que no son fáciles de explicar. Él creía que no serías libre estando a su lado. Debes saber que tu padre era una persona relevante en ciertos círculos de la ciudad. Era profesor de Filología Hispánica en la Universidad de Saint Etiel, y eso no es cualquier cosa.

—Con tanto misterio, me ilusionaba pensar que, tal vez, era un agente secreto. Ya veo que ni eso puede ser —intenté parecer locuaz.

—Debes saber que para ser profesor de la Universidad de Saint Etiel, como mínimo, se deben haber cursado dos licenciaturas en la misma institución, a la cual no puedes acceder a menos que seas recomendado por cinco personas del Consejo. Por lo tanto, no es una cuestión simplemente de conocimiento, linaje o dinero. Las plazas son muy limitadas y no se excede de los treinta alumnos por clase. Posee una gran oferta de estudios, relacionados con humanidades, bellas artes, ciencias, ciencias sociales y jurídicas. En el mundo académico, se conoce a la Universidad como La luz de Saint Etiel, y aquel que haya estudiado en ella no necesita carta de presentación ni recomendación. Es tan internacional que acuden alumnos de muchos más países que en cualquier otra.

—Las naciones unidas de las universidades —volví a intentar ser locuaz—. Parece un sitio peculiar. ¿Qué estudios había cursado mi padre?

—Filología y su correspondiente doctorado, Humanidades, Filosofía y Ciencias de la Actividad Física y el Deporte.

—¿Qué? ¿Cuatro carreras? ¡Así no me extraña que no pudiera cuidar de mí! ¡Se ha pasado toda la vida entre libros!

—Más o menos fue así. Cuando acabó Filología, cursó Humanidades y Ciencias del Deporte simultáneamente y compaginó su trabajo de profesor con la licenciatura de Filosofía. Se podría decir que era eficazmente polifacético en cada una de las áreas, desarrollando con éxito cualquiera. Más de lo que pueden decir la mayoría de profesores que solo han cursado dos carreras. Pero eso es otra historia.

Me agradó la coincidencia de que yo estuviera estudiando filosofía como mi padre hizo en su momento. Aunque dado su currículo, quizás solo la estudió para agrandarlo y no porque le apasionase. Empezaba a entender que, quizás, yo nunca hubiese sido su prioridad.

Tras la comida, retornamos al despacho. Llevábamos un par de horas entre el papeleo agotador, y aunque intenté que no se notara, Delós se percató de mi apuro.

—Danae, no tienes que esforzarte tanto. En resumen: ya hemos visto el testamento, has firmado los impresos precisos… Por hoy podemos finalizar.

—¿Cuánto queda por hacer?

—Aparte de la visita al banco mañana, hay que ir a varios registros, y luego me gustaría presentarte al fiscalista. Toda herencia recibida tiene su impuesto de sucesión, así que hay que proceder a tales efectos. Entre unas cosas y otras, nos puede llevar unas semanas que todo pase a tu nombre…

«¡Unas semanas!», exclamé en silencio. Solo pensaba que tenía que volver a casa, con mis abuelos, a la facultad, a mi vida, en definitiva.

—Señor… ¡Víctor!, quiero decir. —Delós asintió en señal de aprobación. Era gracioso: estaba acostumbrándome a tratarlo de tú, pero en mi mente pensaba en él de usted—. No me puedo quedar tanto tiempo. Es que tengo cosas que hacer. Creía que solo serían los tres días…

—No te preocupes. Puedes venir exclusivamente para hacer las gestiones. En realidad, no te ocupará muchas horas, pero sí espaciadas en el tiempo. O, si lo deseas, podemos hacer un poder notarial para que yo actúe en tu nombre. Es así como lo teníamos establecido con tu padre.

La idea de tener que ir y volver a Saint Etiel me cansaba solo de pensarlo. Hacer un poder notarial… Aunque Víctor parecía de confianza, no sabía qué pensar.

—No tienes que decidirlo ahora. Tómate tu tiempo —dijo mientras guardaba los documentos en las carpetas.

Alan nos vino a recoger como se había acordado. El trayecto de retorno a la casa se me hizo más largo. Llegamos cuando la tarde ya se apagaba. Al despedirse, Víctor me recordó que vivía justo en la casa de enfrente por si necesitaba algo. Alan se encargó de cerrar la verja de entrada al marcharse. Esperé en la escalinata de la entrada, entre las dos columnas, a que ambos se fueran. Cuando desaparecieron de mi campo visual, entré en casa.

Me quedé paralizada y mi vista se centró en el ramo marchito. Pensé que a él también lo habían abandonado, como a mí. Las piernas me flaquearon y me dejé caer sobre las rodillas. Unas lágrimas brotaron de mis ojos abriéndose paso por mis mejillas. Al ver que algunas cayeron en el suelo, traté de secarlas con la manga de la camiseta por miedo de que alguien se diera cuenta de que había manchado las baldosas. ¡Qué tonta! No simplemente estaba sola, sino que se suponía que ahora esa casa era de mi propiedad. ¿Quién me reprocharía algo? Mi cuerpo se deslizó lentamente para acomodarse en el suelo. Me quedé acurrucada en posición fetal y sin parar de llorar.

Capítulo 3:

D.S.

Una sensación cálida acariciaba mi cara. Abrí los ojos y la luz solar que entraba por la ventana me obligó a cerrarlos nuevamente. Hice rodar mi cuerpo, que seguía en posición embrionaria, para quedarme boca arriba. Puse el antebrazo derecho sobre mi cara para darme tiempo a acostumbrarme a la claridad. «¡Fantástico, me he quedado dormida en el suelo del vestíbulo!», ironicé conmigo misma.

Sonó el timbre y me levanté rápidamente del sobresalto. No quise abrir de inmediato por miedo a lo desconocido. Volvió a sonar, esta vez acompañado de una voz.

—Señorita Sorolla, ¿está usted aquí? Soy Matilde.

—¡Matilde! Claro, hoy es viernes —contesté abriendo la puerta.

—Buenos días, señorita. Encantada de conocerla.

—Igualmente.

—¡Qué linda es usted! Hija de sus padres, sin duda alguna.

Me incomodan las atenciones a mi persona. Nunca he sabido si debo contestar con otro cumplido o, simplemente, dar las gracias. En estos casos me acuerdo de Freud: «Cuando alguien abusa de mí, puedo defenderme, pero contra la adulación estoy indefenso». Antes de poder decir nada, Matilde se deslizó rauda por el vestíbulo.

—Le he traído unos croissants. ¿Ya ha desayunado?

—Pues… no. Pero los croissants me parecen buena opción.

—¿Qué prefiere, café, zumo, té…? Si lo desea, puedo preparar unos huevos revueltos con beicon.

—Café con leche y los croissants será suficiente. Si me dice dónde están las cosas, yo…

—¡De ninguna manera! Ese es mi trabajo. Manos a la obra. Si desea acabar de arreglarse, en diez minutos estará servido en la mesa —dijo entrando por la puerta del comedor.

«¿Arreglarme?». Forcejeé con el ramo y su reflejo para poder verme en el espejo de la consola. El moño que había recogido con una aguja de madera estaba un poco enmarañado y varios mechones de pelo colgaban desordenadamente. Necesitaba urgentemente un lavado de cara. Utilicé el baño de la segunda planta para darme una ducha rápida. El jabón de Marsella se impregnó en mi piel dándole un olor y textura muy agradables. Me recogí nuevamente el pelo y me cambié de ropa. Desearía haber traído algo más formal, mi estilo sencillo no combinaba con nada de lo que estaba viviendo.

Para el desayuno, Matilde había dispuesto un servicio en la parte central de la mesa. Cuidadosamente distribuidos en una bandeja, los croissants compartían espacio con la mantequilla, la mermelada de naranja amarga y la crema de avellanas y cacao. Todo tenía un aspecto de hotel de lujo.

—Siéntese, señorita, y le serviré el café —dijo Matilde apareciendo por la puerta de la cocina con una jarra de café en una mano y en la otra la leche.

—Gracias —dije tímidamente, y ocupé el lugar preparado para mí. Matilde volvió a la cocina con cara de satisfacción.

El desayuno es uno de mis momentos favoritos del día y, a solas, me sentía libre para saborear el momento. Los croissants estaban horneados de tal manera que la corteza era crujiente pero su interior, no demasiado hueco, era de textura suave. Acerqué la taza, cerré los ojos e inspiré. El aroma del café daba sensación de hogar, como los domingos por la mañana en casa de mis abuelos. «¡Ah, tengo que llamarlos!», pensé.

A pesar de que era la única comensal en una mesa para veinte, me agradaba la tranquilidad. Podía recrearme en los sabores, olores, colores y texturas. De repente, el sonido distante de la verja al abrirse me devolvió a la tierra. Me asomé a una de las ventanas. Era Alan y se dirigía al garaje. Tener chófer y ama de llaves me resultaba una excentricidad no demasiado llevable para mi carácter. Pese a eso, no se me ocurría prescindir de sus servicios. No tenía autoridad moral para ello y me preocupaba poderlos dejar en una posición difícil.

No tardó mucho en aparecer Víctor con su costumbre de organizarlo todo.

—Buenos días, Danae. ¿Cómo has dormido?

—Bien. —«Todo lo bien que se puede dormir en el suelo», me dije. Empezaba a notar un leve dolor de cervicales, posiblemente por la mala postura adquirida.

—¡Estupendo! Porque tenemos un día intenso. Deberíamos irnos cuando estés lista.

De camino al banco envié un escueto mensaje a mis abuelos, para después perderme en el paisaje urbano a través de la ventanilla. Me daba paz estar en silencio, acompañada de personas focalizadas en sus quehaceres y que no me prestaban atención directa. Alan se había concentrado en la conducción y Víctor revisaba su agenda del móvil, haciendo nuevas anotaciones. Cuando ahorrase dinero debía jubilar mi móvil y comprarme un Samsung como el suyo: lo de llevar un lápiz incorporado era lo más cómodo que había visto nunca.

No tardamos en ser atendidos por el director del banco, Friedrich Bauer. Víctor había preparado lo necesario y Bauer revisaba que todo estuviera en orden. El señor Bauer era una persona parca en palabras, pero se le veía concienzudo en su trabajo. Fueron unos minutos tensos mientras comprobaba mi documento de identificación. Finalmente, se rompió el silencio:

—Todo es correcto.

—Bien. Entonces, ¿Danae podrá disponer del dinero? —añadió Víctor.

—De la compartida no hay ningún problema. De la otra, cuestión de días. Aquí tiene los datos de la cuenta y le facilito también una tarjeta de crédito.

Ojeé por encima el saldo: 1.618.033 euros. Era una cantidad sumamente importante. Me sorprendí tanto que solté en voz alta un «¡caramba!» que hizo que Bauer y Víctor se mirasen simpáticamente.

—Su padre traspasó fondos de la cuenta principal a esta. Resultó curioso que me pidiera un importe tan exacto —dijo Bauer remarcando la peculiaridad de la cifra.

No me resultaba del todo rara esa consecución de números. En historia de arte también habíamos estudiado la razón áurea. Cuánto provecho le estaba sacando a esas clases. Por casualidad o no, el saldo correspondía a los siete primeros dígitos del número irracional.

—Cuando tenga acceso a la segunda cuenta, si lo desea, podremos unificarlas en una sola. No tiene mucho sentido disponer de dos si al fin y al cabo son del mismo titular —continuó explicando Bauer.

—Sí, claro. Por saberlo, ¿cuánto dinero hay en la otra? —No era simple curiosidad mi pregunta. Recordé lo que dijo Víctor acerca de los impuestos al recibir una herencia y me preocupé pensando que igual no tendría suficiente para pagarlos.

—Un poco más de dos millones y medio de euros —dijo Bauer.

Oír aquella cifra me colapsó. Realmente mi padre había amasado una fortuna. Mi primer pensamiento fue que los puestos de trabajo de Matilde y Alan estarían asegurados por años. Y yo, absurda de mí, minutos antes meditaba cómo ahorrar unos euros para comprarme un móvil como el de Víctor… pero no pensaba gastar nada para caprichos.

La visita al banco fue mejor de lo esperado, y aunque debía sentirme dichosa, mi estado era más bien de preocupación. Administrar los bienes de mi padre no era una nimiedad. Tomé la decisión de hacer el poder notarial y así se lo comuniqué a Víctor.

Después de una segunda jornada intensa, al despedirnos, Víctor me planteó si quería volver con Norah y Brian o quedarme el fin de semana. El lunes teníamos visita con el notario para firmar el poder y parecía un poco absurdo irme para regresar a los dos días. A regañadientes, decidí quedarme.

Una vez sola en casa, empecé a pensar en el lugar en el que me encontraba. Recorrí a mi antojo cada estancia de la planta baja. Recreándome en los detalles de manera más profunda. Otros palacetes o mansiones serían más grandes, más lujosos, pero este era, a mi juicio, perfecto. Me gustaba todo. Jamás se cansaría nadie de una casa así.

Subí a la planta de arriba por la escalera de caracol del despacho. Una vez en el pasillo pensé en continuar mi periplo por el resto de espacios, pero di de frente con la puerta de la habitación de mi padre. El pudor me obligó a retroceder y me retiré a mi dormitorio.

Matilde me había dejado sobre el escritorio un tentempié consistente en trozos de fruta variada y una nota que me animaba a probarlo. Me lo tomé sentada en la cama y me acosté enseguida. Esta vez estaba dispuesta a descansar en un colchón como es debido, y era mejor no distraerse del objetivo.

El tenue fulgor de la luna se reflejaba con mayor intensidad sobre el cuadro de la Universidad de Saint Etiel. Me quedé dormida pensando en su apelativo: «La luz de Saint Etiel. Luz: el agente físico que hace visibles los objetos…».

En el móvil marcaban las 8:12 horas y ningún mensaje nuevo. Durante unos instantes pensé en qué mataría las horas del sábado.

Había algo que me quedó pendiente. Me dirigí hacia la habitación de mi padre y entré cuidadosamente. Todo estaba intacto. Un pálpito me invadió al percatarme de que, a simple vista, no había ningún objeto personal. Abrí los cajones del escritorio y, a excepción de un bloc de notas en blanco, un bolígrafo y el mando de la televisión que colgaba de una de las paredes, estaban vacíos. Lo mismo en las mesitas contiguas a la cama. Fui apresuradamente al vestidor. «¡Por fin!». Ropa, zapatos, carteras, relojes, gemelos, corbatas… Todo estaba en su sitio, ordenado, ocupando la mitad del espacio del vestidor. En un lado, yacía sobre un galán de noche un traje negro. Sobresalía como si de un objeto preferente se tratase. El pantalón era recto. La americana tenía una forma curiosa, pero, sin duda, de diseño. Parecían dos chaquetas superpuestas, ambas con botones, pero solo se alcanzaba a cerrarse la que quedaba por debajo. La solapa nacía en la capa interior y cubría la exterior levemente. Dos bolsillos laterales y uno en el pecho izquierdo eran de estilo ojal. En este último, estaba bordado un blasón. En el pecho derecho, también bordadas en hilo dorado, las iniciales D.S. Por un impulso me la puse. Sentí la suavidad del tejido. Era una prenda cómoda.

Salí del vestidor para mirarme en el espejo de pie basculante. La chaqueta me quedaba grande, pero, aun así, era favorecedora, si se obviaba el hecho de que la estaba combinando con leggins de estampado tribal que utilizaba como pijama. Repasé con los dedos las iniciales. «¿Qué deberían significar?».

Sonó el timbre. Desde la habitación de mi padre se veía la entrada: una chica esperaba a ser atendida. Bajé rápidamente.

Alan me dijo que la verja se podía abrir a distancia, pero con tanto para procesar, no me acordaba de cómo. Así que crucé el jardín para abrirla a mano.

A medida que me acercaba, los rasgos de la visitante se iban definiendo. De complexión delgada, no debía de medir más de metro sesenta, pero al llevar zapatos con algo tacón, parecía de mi misma altura. Su pelo corto, ondulado, de color castaño tenía un corte asimétrico, cayendo, ligeramente, más largo por uno de los lados. La heterocromía central de sus ojos pasaba del color miel que bordeaba la pupila a tonalidades verdes hacia el exterior. Cuando le incidía la luz, incluso se podían apreciar un par de pequeñas manchas avellana nadando por sus iris. Los realzaba con una sombra de ojos dorada en el párpado móvil y un burdeos que hacía el efecto ahumado. Sus labios carnosos llevaban un labial nude. Tanto por el maquillaje, como por la ropa, parecía una chica que cuidaba su imagen. Y, de eso, me daba cuenta a escasos metros, sin poder arreglar mi miscelánea de americana varonil dos tallas más grande y leggins por pijama.

—Hola, buenos días —dijo con voz delicada pero segura—. Soy Marion Delós. Mi padre me ha comentado que vas a pasar aquí el fin de semana y he venido por si necesitas algo.

—¡Ah! Hola, pasa, por favor —«¡La hija de Víctor Delós, nada menos!», me dije.

—Veo que no te has podido resistir a su encanto.

—¿Cómo? —pregunté mientras le indicaba que me siguiera hacia la casa.

—Me refiero a la chaqueta. No conozco a nadie que al verla no sienta deseos de ponérsela. Supongo que es por su carácter exclusivo. Cuando yo tuve por primera vez la mía, iba a todos sitios con ella. Pero ya lo he superado.

—¿Tu tienes una como esta?

—Sí. Estoy en el primer año de Bellas Artes en la Universidad de Saint Etiel. Solo los alumnos pueden llevar el uniforme de la Universidad. De hecho, cada prenda se hace a medida y por encargo a un taller de costura de la ciudad. Deduzco que la tuya debió de ser de la época de tu padre o ¿tal vez vas a estudiar en Saint Etiel?

—¿Estudiar aquí? No, no. Es la de mi padre —dije con cierto nerviosismo y como si quisiera desvincularme totalmente.

—Pues no sería tan extraño. Nuestra Universidad es de las mejores y teniendo en cuenta de quién eres hija...

—Oye, ¿y qué representan las letras doradas? —pregunté rápidamente para obviar temas más profundos.

—¿En serio no sabes qué significan? —Frunció el ceño y prosiguió—. D.S., Didier Sorolla. Las iniciales del nombre de tu padre. Es algo común de la uniformidad, y marca la diferencia con otras instituciones.

—Vaya... no tenía ni idea. Me resulta curioso. ¿No es algo extraño que se lleve uniforme?

—Evita distracciones innecesarias y se deja de lado el aspecto físico. —Notó incredulidad en mi expresión, y añadió—: Da seriedad. No pienses cosas raras, como si somos una secta o algo así. Lo que importa es la capacidad intelectual de cada alumno. El físico y la condición social que se pueda transmitir con la ropa son aspectos secundarios. El uniforme crea la idea de que todos somos iguales.

Ya habíamos entrado en casa cuando Marion me propuso ir a desayunar. Se autoproclamó guía oficial de Saint Etiel. No me interesaba lo más mínimo hacer de turista, pero, tal vez, podía sacar algo de información sobre mi padre. Si este era el precio, no suponía gran sacrificio.

Me cambié y cogí el monedero incluyendo mi nueva tarjeta de crédito. No quería utilizarla, pero tampoco tenía mucho dinero en efectivo.

Fuimos caminando hacia el centro de la ciudad. El paseo resultaba muy ameno, contemplando las texturas urbanas. Cerca de la catedral la oferta variada de cafeterías era tentadora, aunque no tuvieras hambre. Aromas de pan y bollería recién horneada alimentaban el apetito. Marion escogió un lugar llamado Kaiserbrief. Era una confitería espectacular con los aparadores de cristal llenos a rebosar. Las tartas lucían para ser fotografiadas. En una de las paredes de color negro, un texto pintado en contraste blanco explicaba su historia:

En el siglo XVIII, un caballero de tierras extranjeras se extravió en los bosques de Saint Etiel. Agotado y desfallecido, fue encontrado por un pastor, quien lo llevó a su cabaña. Tardó cinco días en recuperar sus fuerzas, durante los cuales, la esposa del pastor cocinaba ricos dulces. Habiendo pasado dos meses de la partida del caballero, el pastor y su señora recibieron una carta firmada por el Kaiser. El emperador les daba las gracias por atender a su hombre de confianza y mencionaba el deseo expreso de probar algún día sus dulces. Adjunto con la carta había una recompensa, que el pastor y su señora utilizaron para abrir una pequeña confitería. Desde entonces hasta ahora, Kaiserbrief es un referente en Saint Etiel.

Marion pidió un trozo de tarta Red Velvet y un café solo. Yo opté por un croissant de chocolate y un café con leche. Acerté llevándome la tarjeta y, así, poder invitar a Marion con tranquilidad.

Durante el desayuno, me comentó que quería llevarme a callejear por el centro de la ciudad para que conociera la historia. Según ella, todo lugar en Saint Etiel tenía una leyenda. Esperé pacientemente a que acabase de hablarme de las maravillas de la ciudad. Cuando vi la oportunidad inicié mi interrogatorio.

—¿Conocías a mi padre?

—Sí, claro. Era el mejor amigo del mío. —Hizo una pausa breve, suspiró y me dijo—: ¿Qué quieres saber? Deduzco que mi padre no te ha contado mucho.

—La verdad es que no.

—Ignoro todos los detalles que te conciernen. Lo que sí te puedo decir es que el profesor Didier era una persona excepcional. La mayor parte de la gente lo conocía solo en su faceta profesional. Lo admiraban por sus logros. En realidad, no acostumbraba a relacionarse socialmente. En mi caso, gracias a la relación con mi padre, llegué a ver su parte más humana. Era de una moral rigurosa. Para él, dar la mano era como firmar un contrato. Siempre decía que se podía medir a cualquier persona en función de lo que valía su palabra. No toleraba las dobles caras, la falta de compromiso y la cobardía.

—Por lo que dices, parece que era una persona respetable. Lamento que su moral acabase donde empezó el rechazo a su propia hija.

—No seas tan dura. Todos poseemos secretos que es mejor tener callados. No me cabe la menor duda de que fuertes motivos lo impulsaron a alejarte de él. Tal vez, si te quedases aquí lo podrías descubrir.

—No, gracias —repliqué.

—¿Y por qué no? Parece que tienes muchas preguntas en el aire y estoy segura de que el único sitio donde puedes encontrar respuestas es en Saint Etiel. —Ladeó un poco la cabeza, se encogió de hombros y su rostro dibujó una dulce sonrisa haciendo que el tiempo se detuviera—. Además, podríamos ser amigas, como una vez lo fueron tu madre y la mía.

Me agradó la forma que tuvo de abordar el tema: serena y simpática. Marion tenía una extroversión embriagadora. Normalmente, cuando se utiliza el término «extroversión» la gente alude a aspectos como habla compulsiva, la búsqueda de ser el centro de atención y las ganas de festejo. En el caso de Marion, era más bien un ser camaleónico, adaptándose rápidamente a los contextos, transmitiendo las ideas claramente y sin miedo a ser juzgada. No era excesiva y cuando hablaba era imposible rebatirle, pues confiaba en que la razón estaba de su lado. Sin embargo, no se mostraba engreída y hablaba con humildad. Y luego estaban sus hipnóticos ojos. Si no te convencían sus palabras, acababas perdiéndote en su mirada, y el efecto era el mismo.

Marion había programado la caminata por la ciudad inteligentemente, enseñándome todos los lugares que me podían interesar. La catedral y el museo de historia; la zona comercial, que prácticamente eran dos calles que convergían, donde convivían puerta con puerta las tiendas populares y las exclusivas; los jardines; la zona de pubs y bares nocturnos. En cada explicación que me daba, le brillaban los ojos. Se notaba que se sentía orgullosa del lugar al que pertenecía y, en cierto modo, ese entusiasmo me lo contagiaba. «¡Cuán cierto es que el conocimiento modifica de alguna manera al sujeto que conoce!». Empecé a apreciar la belleza de Saint Etiel, aunque no era muy difícil puesto que poseía un encanto mágico.

Al caer la noche nos despedimos. Fue divertido ver cómo el último adiós nos lo dábamos cada una detrás de la verja de nuestras respectivas casas.

Me desperté a punto de alcanzar el cenit del domingo. El paseo por Saint Etiel me dejó exhausta. Recordándolo, una pequeña sonrisa involuntaria se esbozó en mi rostro.

Sonó el teléfono. Era Marion haciendo gala de anfitriona. Me preguntó si quería ir a comer a su casa para estar acompañada. Rechacé amablemente la invitación porque, desde que había llegado a Saint Etiel, no había tenido tiempo para mí. Todo estaba organizado para que no pudiera respirar si no estaba marcado en el calendario de quehaceres. Tenía ganas de seguir hurgando entre las cosas de mi padre y así poder sentenciarlo o redimirlo definitivamente.

Empecé por la mesa de escritorio de la biblioteca. Era impresionante. Parecía una matrioska. Al abrir un cajón aparecían otros tres. Cada parte se desdoblaba, y lo que aparentaba una mesa común, acababa desplegándose con la misma magnificencia que lo hace la cola de un pavo real. Todos los detalles estaban cuidadosamente elaborados. Cada pieza se había construido con diferentes tipos de madera, creando dibujos de figuras geométricas que daban aún más profundidad al mueble. La única pega que pude encontrar era que la mayoría de cajones estaban vacíos y, en aquellos en que había algo, trivialidades sin importancia: facturas, algún catálogo, un pequeño libro de Gustavo Adolfo Bécquer… Un total fracaso.

Llevaba horas revisando la casa principal, estancia por estancia, y no salía de mi asombro. No era capaz de encontrar ni una sola fotografía. No había ni marcos ni álbumes. No esperaba encontrar un retrato mío, pero, tal vez, sí alguno de mi padre e incluso de mi madre.

Tampoco había ningún ordenador. Muy extraño teniendo en cuenta que es una herramienta casi indispensable para un profesor. Todo parecía sacado de una revista: ambientes idílicos fingiendo calidez, y al tocar cualquier motivo decorativo, te topas con esa realidad ficticia. «¿Dónde estaban las cosas que verdaderamente importan? ¿Cómo voy a comprender a mi padre sin esos detalles? ¿Cómo voy a entenderme a mí misma?».

Me dejé caer un par de horas en el sofá del salón en una postura poco decorosa. Cerré los ojos intentando poner la mente en blanco sin gran éxito. De repente, recordé que la casa del jardín se usaba como almacén. Me dirigí apresuradamente hacia ella.

La casa constaba de un salón con cocina office, una habitación, un baño y un trastero. Las tres primeras estancias estaban cuidadamente conservadas y listas para entrar a vivir, pero el trastero era caótico.

Empecé a abrir las cajas almacenadas, una por una. Libros y más libros. «¡Qué novedad!». Seguro que los había guardado, porque ya no cabían en la biblioteca. Cogí una caja del suelo y al levantarla sonó metálica. En su interior había varios trofeos. Cada uno de ellos llevaba una placa que conmemoraba el éxito. Todos eran de competiciones de remo otorgadas al equipo de la Universidad.

Rápidamente, empezaron a multiplicarse al abrir las tres cajas siguientes. Hasta donde pude contar, treinta y cuatro premios entre trofeos y medallas. Era extraño ver tantos honores relegados a un destino de olvido. Más teniendo en cuenta que algunos estaban fechados de hacía menos de un año.

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