Kitabı oku: «La luz de Saint Etiel», sayfa 4

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—Sí, exacto. Veo que has hecho los deberes. El equipo de remo de Saint Etiel es uno de los más importantes y goza de fama internacional, pero solo es masculino. Deberás conformarte con ver los entrenamientos y las competiciones.

Según me explicó Marion, el equipo de remo entrenaba todos los días en los canales extramuros, situados en la parte posterior del castillo. Creaba tanta expectación, que el alumnado se conglomeraba alrededor o incluso en las ventanas de las aulas y desde la terraza de la cafetería para verlos. Tanta devoción no me interesaba y, por si no me sentía suficientemente coaccionada con el Consejo Universitario, ahora aparecía el de Estudiantes.

A mediodía ya habíamos cumplido con el recorrido de bienvenida y me tocaba incorporarme a las clases. Marion me acompañó hasta la puerta del aula en la cual se desarrollarían todas mis asignaturas obligatorias. Me deseó buena suerte y me dejó al amparo de ella, no sin antes recordarme que la avisara si tenía algún problema. Al pasar el umbral de la puerta, inspeccioné furtivamente el aula: treinta alumnos hablando unos con otros. La mayoría no se percató de mi presencia y seguían con sus conversaciones, ignorándome. De repente, tras de mí, alguien se pronunció.

—Está usted privando la entrada. Debe de ser Sorolla, ¿verdad?

Me aparté girándome rápido del sobresalto.

—Sí. Disculpe. No quería… —La inseguridad se tradujo en rubor en mis mejillas.

—No se preocupe —cortó mi defensa—. En estas cuatro paredes se respiran aires de autosuficiencia, pero debería usted haberlos visto el primer día: igual que pichones acorralados.

Esa expresión templó mi remolino interno, y como fue advertida por el resto de alumnos, entendieron el toque de queda y callaron ipso facto.

—En la penúltima fila, al lado de la ventana, hay un sitio libre. Ocúpelo, por favor. Está destinada a él —dijo con un atisbo de complicidad.

No entendí el porqué de sus palabras, pero me dieron aliento. La forma en que me trató me pareció diferencial. Como si le hubiera caído en gracia. Aunque, posiblemente, era solo mi imaginación.

Desde la parte central de la tarima, el profesor escribió en la pizarra su nombre y la asignatura que impartiría: William Murray - Filosofía Política I. Ya me lo había advertido Víctor que el plan de estudios era un poco diferente. Normalmente, esta asignatura se cursaba en segundo año. Debía ponerme las pilas.

—Buenos días. La mayoría de ustedes ya me conocen y para los que no, no les aburriré con mi currículo. Durante los próximos meses tendrán la oportunidad de aprender a unir la filosofía y la política. Condenaré los arquetipos. No me vengan con ideas de manual. ¡Hagan el favor de pensar un poco!

Sus palabras sonaron como hoja de sable seccionando bruscamente el aire. Me pareció divisar preocupación en los rostros del resto de compañeros. Lo poco que conocía de la Universidad de Saint Etiel me inducía al símil del rebaño con perro de carea incluido. La idea de alejarse del grupo de ovejas controladas, me entusiasmaba. Por un momento, el espíritu de Ludwig Wittgenstain y su pasión por la filosofía parecía haber invadido la estancia. Como Wittgenstain había hecho en su época, Murray no utilizaba el método tradicional de enseñanza de Saint Etiel. La clase fue homérica, hecho que no se repitió en el resto de asignaturas. El patrón rebaño apareció en cada una de las siguientes clases.

Alan no se hizo esperar para llevarme de vuelta a casa. Esta vez aparcó a escasos metros de la entrada. Mucho más cerca que por la mañana. Mientras esperaba que se pusiera en marcha, mi mirada se deslizó por última vez sobre la fachada de la fortificación. No me había dado cuenta antes: sobre la puerta había una bandera vertical con el escudo de la Universidad. Los detalles se apreciaban en toda su magnitud, a diferencia del que se encuentra bordado en la chaqueta del uniforme, donde las formas se confunden entre sí.

Sobre un fondo de color sable, un imponente dragón dorado de lengua bífida abrazaba un blasón azur. Una de sus garras sobresalía por el timbre mientras la otra hacía de tenante. El interior del blasón, ocupando desde el jefe hasta la punta, y por ambos flancos, una flor de lis púrpura cobraba el protagonismo. En el cantón diestro del jefe las iniciales U.S.E. Sin lambrequines ni burletes ni condecoraciones o yelmos que robasen miradas. Solo una divisa en la parte inferior donde se leía: Ex umbra in solem. «Desde la sombra a la luz».

Capítulo 6:

El laberinto del minotauro

Era viernes. Parecía que habían acelerado el tiempo para que las dos primeras semanas en La luz de Saint Etiel fueran un suspiro. Sin embargo, mi integración estaba siendo lenta: el nivel de las clases era muy alto, y me costaba ponerme al día; en cuanto a relacionarme con los compañeros, tenía un claro suspenso y mi orientación espacial por el campus, tampoco sobresalía. Afortunadamente, la mayoría de asignaturas se desarrollaban en la misma aula, porque cuando tenía que ir al ala este para las optativas, no había día que no confundiera una planta con otra. Con toda la inadaptación, solo faltaba que este laberinto de pasillos y aulas albergara un minotauro. Dada mi suerte, seguro que me devoraba.

Después de clases, había quedado con Marion. Su euforia consiguió ilusionarme con la idea de comer un sándwich en los jardines viendo el entrenamiento del equipo de remo. Estaba recogiendo los apuntes de la última clase cuando Marion entró por la puerta y se me acercó como una flecha. Varios compañeros la miraron y la saludaron. Rehusó entablar conversación con ellos mostrándoles una amable sonrisa.

—¿Estás lista? —me preguntó impaciente.

—Todo lo lista que se puede estar para ir a comer.

—Bien. No nos demoremos que tenemos que pillar un buen sitio.

En ese momento, sonó por megafonía una melodía de poco más de tres notas. Era el preámbulo que indicaba una inminente catástrofe:

—La alumna Danae Sorolla, preséntese en la Dirección. Por favor, Danae Sorolla, preséntese en la Dirección.

Se hizo un silencio sepulcral. Los cuellos de mis compañeros se retorcieron para permitir que sus ojos me acecharan de frente. La boca de Marion se cerró disipando su sonrisa. Un calor producido por el apocamiento del momento recorrió todo mi cuerpo. «¿Qué querrá de mí la Dirección?», pensé desde mi perspectiva más dramática.

—¡Vaya, vaya! ¡Sí que te lo tenías callado! ¿Cuán importante debes de ser para que te llamen desde Dirección? —voceó Marión para aliviar el momento y mostrar tranquilidad delante de tanto voyeur—. ¿Me dejas que te acompañe?

No solo iba a dejar que me acompañase, sino que me guiase también. Desconocía la ubicación exacta del despacho del director. Con el manojo de nervios que me nublaba, era capaz de aparecer en cualquier lugar menos en el requerido.

Una mezcla de enfado y vergüenza se apoderó de mí. Todo el campus se había enterado. «¡Qué bochorno tan grande!». No me pude resistir y pregunté a Marion:

—¿Es normal que llamen por megafonía a los alumnos?

—Sí, el protocolo interno así lo estipula. Lo único es que… en lo que llevo estudiando aquí, no lo había visto nunca.

Debió de notar mi preocupación porque añadió:

—¡No te soliviantes! En tan pocos días no puedes haber hecho algo tan grave para que te amonesten. ¡Por favor, eres la hija de Didier Sorolla!

—Quizás sea por el uniforme, como llevo pantalón…

—¡Tonterías! —dijo rotundamente—. Para tu información, desde hace tres años la normativa interna de Saint Etiel se modificó. De hecho, fue tu padre el que propuso el cambio al considerar sexista exigir a las chicas llevar falda y a los chicos pantalón. Al respecto, mañana mismo los alumnos varones podrían venir con falda y aquí no pasaba nada.

—Entonces, ¿por qué soy la única chica con pantalón?

—Porque somos un poco retrógrados, y realmente nos resistimos al cambio —dijo algo resignada—. Yo creo que has roto un tabú, pero, de todas maneras, en un par de semanas esto dejará de ser un problema para ti. Pasé tus medidas al modisto antes de que empezaran las clases y no tardarán en tener confeccionado tu uniforme con falda.

Habíamos dejado tras nosotras la cotidianeidad del día a día universitario, para adentrarnos en una zona tranquila. Se llegaba al despacho de la Dirección por un pasillo algo lúgubre por falta de luz natural. En sus paredes, decenas de orlas colgadas en perfecta y minuciosa simetría. Me pareció ver fechada la primera en 1888. Era gracioso percatarse de que el paso del tiempo no había alterado demasiado el devenir de la Universidad.

El despacho disponía de una antesala donde se ubicaba la Secretaría. Un escritorio y varios armarios repletos de ficheros y archivadores invadían la sala. Un banco de madera empotrado se situaba en la pared adyacente a la puerta que, inequívocamente, daba a la Dirección.

Neme, la secretaria, nos indicó que esperásemos mientras me anunciaba. Sentada, las formas rectas del banco se incrustaban en mis músculos. La tensión me había obligado a entrelazar los dedos de las manos sobre mi falda e irlos frotando entre sí. De tanto en cuanto, miraba a Neme. Estaba trabajando con cierta tranquilidad, pero metódicamente. Debería de tener unos sesenta años. Su cara era redondeada y, tras las gafas, una mirada azul, adornada con líneas de expresión, mostraba afabilidad.

Una voz surgió del teléfono del escritorio. Un escueto «hágala pasar» bastó para que Neme dejara sus quehaceres. Se levantó para abrir la puerta, me indicó que pasara y la cerró sin más, dejándome como fiera enjaulada. «¡Ojalá hubiese entrado Marión conmigo!», pensé.

Marçal Queralt era un hombre esbelto y atractivo, de pelo y ojos castaños. Según Marion, cuando aceptó a los treinta y seis años el puesto de director de la Universidad tuvo que sortear las críticas acerca de su juventud e inexperiencia. De esto, ya hacía casi dos lustros y, a día de hoy, las voces estaban aplacadas.

—Siéntese, por favor —musitó sin levantar la mirada de su portátil—. Deme unos segundos.

Me quedé inmóvil, de pie, en el mismo lugar. No quise rehusar su ofrecimiento, pero si estaba ocupado prefería no acercarme. Inspeccioné rápidamente el despacho. La madera noble inundaba gran parte de la estancia iluminada por las ventanas que daban al patio intramuros. «La vista del donjon es especialmente bonita desde la segunda planta del ala este», me dije. De repente, algo captó mi atención. En una de las estanterías había un busto de color hueso. Era muy llamativo. El cráneo estaba dividido en secciones y cada una tenía un texto que desde la distancia no podía distinguir bien.

Marçal Queralt, al percatarse de mi abstracción, me miró reclinándose hacia atrás en su silla y agarró con sus manos los reposabrazos. Me examinó durante un par de segundos, que me parecieron eternos, y añadió esbozando una sonrisa desdeñosa:

—Veo que le interesa la Frenología.

—¿Disculpe? —dije con la voz entrecortada.

—El busto que mira con tanta devoción es una máscara mortuoria de un reo que murió ahorcado. En el siglo XIX se postuló que las facultades mentales se situaban en una zona precisa del cerebro y esta a su vez correspondía con un relieve determinado del cráneo. Se hicieron varios estudios con delincuentes. De ahí la representación pictórica de cada área. ¿Qué opina al respecto?

—No conocía la teoría —dije en un arranque de sinceridad—. La verdad es que simplemente me parecía original. Pero una buena historia siempre mejora la percepción. Ahora me parece más bonita.

—¡Danae Sorolla! ¡Peculiar como su padre! Acérquese y tome asiento.

Acepté sumisa porque representaba la autoridad en la Universidad y no quería tener problemas, pero de buen grado lo hubiese zarandeado con un par de improperios bien dichos. No sé por qué ese «peculiar como su padre» me afectó tanto. Las sombras de ser un bicho raro y no tener ni idea de quién era Didier Sorolla me alcanzaban nuevamente.

—Bien, cuénteme, ¿cómo le está yendo?

—Adaptándome —solté rápidamente por si había recibido algún informe adverso. No quise mostrar debilidad, así que añadí—: Pero no tardaré en seguir el ritmo.

—Me alegra escuchar eso. Aquí, uno no se puede permitir el lujo de flaquear. Si quiere prosperar dentro de Saint Etiel debe esforzarse al máximo y priorizar su formación sobre todas las cosas.

—Esa es mi intención —interrumpí cansada del mismo discurso martilleante y que distaba de ser mi único objetivo.

—No esperaba menos. Preparamos a los alumnos para que sean los mejores en cada especialidad. Aquí no existe el principio de igualdad sino el de capacidad. Nos aseguramos de formar a personas de éxito. Haciendo un paralelismo según su especialidad, para que usted me entienda, sería parecido al modelo de educación de Platón.

—El conocimiento solo asegura el saber cómo se hacen las cosas, pero no hacerlas bien. La moral y la bondad son las que nos ayudarían en ese aspecto —intenté entrar en una dialéctica para ver cuánto sabía el director de Platón y su verdadero pensamiento.

—Sorolla, debe procurar no retar a las personas equivocadas. Piense que el Consejo era reticente a que usted ingresara en nuestra institución.

Me quedé callada e incluso bajé la mirada. Seguro que no le había gustado que fuera puntillosa.

—Con la ayuda de Víctor —prosiguió su discurso—, conseguimos que los miembros se convencieran de que la hija del profesor Sorolla era una incorporación valiosa para Saint Etiel.

—El señor Delós no me comentó que fuera algo tan complicado.

—¿Para qué? No hubiese sido educado importunarte con los dimes y diretes de esta, que es nuestra gran institución. Usted aún no era miembro en pleno derecho.

—O tal vez no podía desvelar detalles ocultos del funcionamiento en la toma de decisiones —dije pensando en alto.

Me percaté, enseguida, de que mi respuesta no había sido acertada. Dominada por la pasión más que por la razón. La mirada de Marçal Queralt se tornó opacada, sin brillo. Fija sobre mí y acompasada por un silencio perturbador. «¡Ojalá le hubiese dedicado un segundo pensamiento al comentario, en vez de soltarlo sin más!».

—Bien, vayamos a la cuestión que nos ocupa. La he llamado puesto que debe realizar un trabajo extra. No pertenece a ninguna asignatura en concreto, aunque su nota cuenta en la hoja curricular. Es evaluado por un tribunal compuesto por cinco miembros del Consejo. Normalmente, se realiza a principio de curso, pero en su caso debe ser a destiempo.

—¿En que consiste? —dije concienzudamente para mostrar mi implicación y arrojar sal a las llamas.

—Debe realizar un escrito de diez páginas sobre la Universidad de Saint Etiel. Un texto redactado centrándose en la historia o en los grandes avances realizados. Si necesita inspiración, en la biblioteca encontrará los trabajos más sobresalientes de alumnos que como usted tuvieron que realizar dicho ejercicio. ¿Alguna pregunta?

«Debo decir algo sin dilación. Lo más mundano es no preguntar nada al estar intimidada por la situación, y eso, no creo que sea lo correcto entre estas paredes».

—¿Cuándo debo entregárselo? —pregunté sabiendo que no era lo más elocuente, aunque sí oportuno.

—El lunes a primera hora. Lleve cinco copias.

Procedí a abandonar el despacho. Iba con pasos aparentemente firmes, aunque en mi interior quería echar a correr para disipar el ardor que me inundaba como veneno extendiéndose por las venas.

—Una cosa más —añadió.

Estaba alcanzando la puerta y me giré sin ralentizar el paso.

—Esmérese. Su trabajo lo acabará leyendo todo el Consejo. No me haga quedar mal.

Su tono sonó inquisidor, pero al mismo tiempo con cierto desdén. Como si ya tuviera pensado el desquite para conmigo ante un posible fracaso. «¡He aquí el minotauro, cocinándome lentamente para devorarme sin piedad! Al menos, no ha dicho nada en relación a mi uniformidad…».

Capítulo 7:

Mañana en Cape Cod

Ahí estaba, pasando mi tarde del viernes en la biblioteca abordando el encargo del director. Marion había aceptado, resignada, que pospusiéramos nuestros planes y, aunque se brindó a ayudarme, rechacé su ofrecimiento. Siempre he trabajado mejor en solitario.

La biblioteca de la Universidad ocupaba lo que antiguamente era la capilla del castillo. Su estructura, inserta en la torre de esquina, hacía que desde los exteriores no se apreciase la forma típica de un lugar santo. Al entrar, un gran pasillo central captaba la atención, donde las mesas, una encadenada a la otra, hacían el efecto óptico de un único e infinito tablero. Tan infinito como la altura desde el suelo al solemne techo abovedado. Los laterales habían sido divididos con entarimados para crear un segundo nivel a cada lado. En ellos se albergaban las estanterías dispuestas perpendicularmente al largo de la planta y paralelas entre sí. Para acceder a los libros, cada sección lateral disponía de dos escaleras que unían la primera planta con la segunda. Como las estanterías ocupaban todo el espacio a lo alto, en cada una había una escalera para llegar a los libros ubicados en la parte superior. Me recordaba, salvando las distancias, a la del Trinity College de Dublín.

Las bibliotecas me causan fascinación. El progreso, la tecnología, nos permiten acceder rápido a contenidos. Nos hacen la vida más fácil. Sin embargo, hay algo de romanticismo en el papel impreso. Es algo tangible, que preexiste sin necesidad de batería o electricidad.

Llevaba horas revisando los trabajos de otros alumnos, tal y como había sugerido el director. Entre el registro en papel y el digitalizado, debería de haber miles de redacciones. De las leídas por el momento, no sabría decir cuál era más soporífera. Gozaban de una perfecta gramática, de un vocabulario rico y estaban bien estructuradas. Lo que las hacía carentes de interés, a mi juicio, era el contenido. Todas se basaban en las loables virtudes de la Universidad de Saint Etiel. Si se mencionaba la historia, el recinto, las licenciaturas, el profesorado, el Consejo, las generaciones o linajes que habían estudiado en la Universidad… todo eran luces, ninguna sombra. Se supone que los alumnos de Saint Etiel son la élite estudiantil, pero no veía objetividad por su parte. ¿Qué clase de abducción mental había conseguido absorberlos tanto? No es que esperase encontrar un turbio pasado, pero algo me chirriaba. Si la corrección era la fuente que emana en esta institución, ¿cómo se explicaría que uno de los profesores más ilustres ocultara su existencia a su propia hija? Tan solo con ese detalle, estaba claro que no era oro todo lo que relucía.

Cansada de tanto halago superfluo decidí buscar los libros dedicados a la Universidad. En la biblioteca había una treintena y para mi sorpresa todos eran el origen de las nimiedades expuestas en los trabajos de mis compañeros. Decidí hacer una búsqueda rápida por Internet esperando tener más fuentes recurribles. Lo único interesante fue encontrar un listado de personalidades que habían estudiado en la Universidad: escritores, médicos… incluso el alcalde de Saint Etiel y un premio Nobel. Aparte de eso, resultó igual de infructuosa. «¡Caramba! Si ni siquiera puedo encontrar nada en Internet… ¡Estoy perdida!». Por supuesto, podía hacer un redactado basándome en los mismos datos que mis compañeros, de hecho, sería lo más fácil y, posiblemente, lo esperado. Pero las palabras del profesor Murray, «¡Hagan el favor de pensar un poco!», eran el diablo que me inducían a desmarcarme. Pero entre los muros partidistas de la Universidad no encontraría la inspiración necesaria. Más bien la mataría.

El sábado se despertaba prometedor. A cuarenta y ocho horas de entregar mi trabajo, no solo no había escrito ni una línea, sino que no sabía ni por dónde empezar. Durante el desayuno, revisaba mentalmente todos los textos leídos la tarde anterior. Mientras removía circularmente el café, la cucharilla iba dando golpes a la taza. Ese sonido, en lugar de resultarme irritante, me mantenía en un grácil bucle de ensimismamiento.

Tenía que activarme como fuera o perdería todo el día. Quizás podía acercarme a la biblioteca pública y buscar algo de inspiración. Si iba caminando, me ayudaría a despejarme. Sin duda, era mi mejor opción.

Fue pisar el asfalto y, al poco tiempo, ya estaba en el núcleo urbano. La temperatura de Saint Etiel era bastante templada todo el año, según me contó Alan. Sin embargo, el aire frío que rozaba mi cara con cada paso me recordaba que todavía era invierno.

Aunque sabía cuál era mi destino final, deambulaba sin rumbo por el casco antiguo de la ciudad, que parecía dormida, seguramente por la limitación al tráfico. El laberinto de calles me desorientó por momentos. Aminoré el paso al llegar a la calle de las Ballesterías. No recordaba haber estado por allí el día que Marion me hizo el tour. Los locales a ambos lados de la acera empedrada tenían el encanto de un tiempo pasado. Me deleitaba mirando a través de los escaparates. Uno de ellos me llamó en especial la atención. No había ningún cartel que identificase el comercio, así que me acerqué al aparador. Tras una cuadrícula de madera y vidrio con aspecto bucólico se mostraba un local estrecho, pero con profundidad, lleno de libros. Un papel en la puerta acristalada pegado desde el interior rezaba: «Se compran y venden libros. Precio único de venta, 2 euros». La tentación me obligaba a entrar en aquella tienda de segunda mano que solo podía albergar tesoros. O eso quería pensar.

Una campanilla sonó al abrir la puerta. Inhalé al momento el característico olor de papel viejo. La dependienta trataba de encontrar un ejemplar que le solicitaba un cliente y ambos estaban entretenidos. «¡Perfecto! Así, podré perderme sin la presión de ser molestada». Era un deleite observar la convivencia de libros contemporáneos con ediciones antiguas, agrupados por temáticas. Revisaba cada título con ferviente emoción. En algunas ocasiones, mis yemas acariciaban la suave piel que encuadernaba aquellos ejemplares más añejos.

Estaba llegando al final de la tienda en mi recorrido lúdico, cuando me topé con el estante de otras categorías. Ahí estaba, como aparición divina, el libro que iba a resolver todos mis problemas, o al menos el inminente: Fábulas, leyendas e historias antiguas, era su título. Recordé que Marion me había dicho que todo rincón de la ciudad tenía una leyenda a la que remitirse, y ojeando el índice, aparecía un capítulo dedicado a la Universidad de Saint Etiel. Aunque la rigurosidad del libro podría ser discreta, estaba lo suficientemente desesperada como para aceptar cualquier sugerencia, quimera o no, que me ayudase con mi trabajo. Jugaba a mi favor que Marçal Queralt no hubiese especificado el enfoque real o ficticio del trabajo. Tenía la excusa perfecta y me acompañaba el descaro de hacer algo impropio en ese mundo de papel charol y lazos de purpurina que revestían a La luz de Saint Etiel.

Con el libro en mi poder, ebria de éxito por no tener que pisar la biblioteca pública, recorría el camino de retorno al que ya empezaba a sentir como hogar. De repente, me azotó la idea que ni siquiera había revisado el capítulo referido a la Universidad para ver de qué trataba exactamente. Un flashback cruzó mi mente recordándome a mí misma, en mi niñez, cuando les pedía a mis abuelos que me comprasen unos determinados cereales solo por el regalo que venía en su interior. Nunca antes había pensado en este pasaje caprichoso de mi vida. No se por qué me asaltaba ahora, pero la gratitud hacia mis abuelos despertó un par de lágrimas. Intenté que nadie viera cómo las borraba con el puño de la sudadera. Era curioso cómo desde que había llegado a Saint Etiel una amalgama de sentimientos afloraban. Aunque no todos eran buenos, pues la ira se apoderaba de mí más veces de las que quisiera, por lo menos, no estaba vacía.

Tuve forzosamente que bordear la catedral de piedra lóbrega que doblegaba la ciudad a cada tañido de sus campanas. Según Marion, sonaban cada hora en punto de seis de la mañana a diez de la noche. Y los fines de semana, a mediodía, su repique era una melodía determinada.

Faltaban menos de treinta minutos para las doce, así que entré en la iglesia para esperar a que las campanas desplegasen su encanto. La luz entraba por el rosetón tiñendo el suelo de mágicos colores. Me senté en uno de los bancos y abrí mi libro por el capítulo El espectro de la catedral.

La fábula relatada desvelaba que, mucho tiempo atrás, un ser de rostro y cuerpo deforme vivía confinado en el campanario de la catedral. De maneras toscas, evitaba dejarse ver en público, de ahí que muchos creyeran que se trataba de un espectro. Tal carencia de virtudes era atribuida, según la rumorología, a un castigo divino por ser el fruto de la impropia relación de un sacerdote y una meretriz. Exiliado en la más absoluta reclusión, se somete al desprecio constante de aquellos pocos que lo conocen. Con el tiempo, una espiral de odio se apodera de su voluntad. Una noche, su mente perturbada hace que acabe con la vida de su supuesto padre colgándolo de una de las torres y, seguidamente, culmina con su propio suicidio desde la otra. «¡Una historia, mezcla entre El jorobado de Notre Dame y Josafat!», pensé. Si todas las leyendas eran iguales, prometía ser entretenido.

Empezó a sonar Greensleeves. Tocaban las doce. La dulce melodía inundaba el espacio, y los rostros de los visitantes esbozaban claras sonrisas de satisfacción. A todos nos agradaban las notas que estaban amenizando, en aquellos momentos, nuestras vidas.

Mirando fijamente el libro cerrado sobre el escritorio Roentgen sabía que era la hora de la verdad. Tenía que leer el pasaje sobre la Universidad y ver si podía utilizarlo como base de mi trabajo. Estaba aterrada. Ya había comprobado que la leyenda de la catedral tenía su gracia, pero si no sucedía lo mismo con el resto… Me levanté de golpe y me dirigí a la ventana. Desde allí, observaba la quietud del jardín que parecía una pintura al óleo. Me sentía como la protagonista del cuadro Mañana en Cape Cod: atrapada en esa atmósfera de inquietante silencio y soledad que solo Edward Hopper sabía plasmar. Por suerte, el trino de un pájaro posado sobre la higuera me devolvió del ensueño a la realidad. Me dije a mí misma «alea iacta est» y empecé a leer la leyenda sobre la Universidad titulada El capricho del conde Drombach:

«La historia se remonta a los albores del siglo XVI, cuando el conde de Drombach contrae matrimonio con la bella, pero de origen humilde, Azaroa. Para sellar su amor construye un castillo en honor a su esposa. Una obra sin precedente.

Drombach no le negaba ningún capricho y como Azaroa era un espíritu inquieto, en busca de conocimiento, le hacía enviar libros y extraños inventos de todas partes del mundo. Fomentaba su aprendizaje porque un hombre de su posición necesitaba a su lado a una mujer instruida. El castillo se convirtió en una especie de museo de rarezas exóticas y maravillosas.

Pronto, Azaroa pasó a ser una de las aristócratas más querida de la región. Mujeres y hombres, sin importar la casta, se deleitaban con su simpatía. Azaroa conseguía que un noble y un campesino pudieran compartir espacio acortando las diferencias sociales entre ambos.

Al principio, el conde disfrutaba al ver todas las atenciones que recaían en su esposa. En cierto modo, la consideraba fruto de su creación. Pero el avance personal de Azaroa se acercaba a unos límites inalcanzables para el propio conde, que, a su vez, se estaba tornando un tanto vetusto en comparación con su esposa. Año tras año, pensamientos negativos invadieron el buen juicio del conde y afloró el temor a que su esposa lo abandonara. Así que Drombach limitó las salidas y prohibió las visitas al castillo. Azaroa dejó de sonreír, hablar y comer, repercutiendo, lamentablemente, en su estado físico y emocional. El conde había conseguido hacer reales sus propios miedos: su esposa lo había abandonado, al menos, en pensamiento.

Todo estaba perdido. En un impulso, el conde decidió celebrar una gran fiesta en el castillo para revertir la situación. Seiscientos invitados fueron acogidos en el patio intramuros donde no faltaron los más ricos manjares para los paladares más exigentes, amenizando la velada con música y actuaciones juglares.

A punto de finalizar la fiesta, los asistentes empezaron a sentirse mal. Se aquejaban de sensación de ahogo, palpitaciones, náuseas… Algunos empezaron a beber compulsivamente mientras hablaban de forma inteligible, otros intentaban alcanzar la puerta de salida reptando por el suelo ya que las fuerzas se desvanecían. El espectáculo dantesco parecía obra del mismísimo demonio.

Azaroa, aterrada, sabía perfectamente las causas de semejante babel. Reconocía los síntomas de un libro que relataba la muerte de Sócrates: envenenamiento por cicuta.

Todo había sido un plan urdido por el conde, preso de su insano pensamiento y gobernado por los celos. Había decidido acabar con aquellos que él consideraba una posible amenaza. Su crueldad sin límites había dispuesto que su esposa fuera espectadora. Azaroa, ante tal devastación, coge una copa y armándose de valor da un sorbo al contenido. El conde, al percatarse de la inminente muerte de su esposa, se rinde a su propia conciencia bebiendo de lo que queda en la copa.

Durante años, tras el fatídico incidente, el castillo permaneció cerrado. Sin embargo, muchos lugareños dicen haber oído música y voces que se apagan tras la medianoche. Afirman ver la sombra de una mujer en una de las ventanas del ala este. Por estos motivos, cobró fuerza la idea de que el castillo de Drombach estaba encantado».

«Los caprichos se pagan caros. ¡Qué historia más horrible!», pensé. Era la sombra que buscaba para elaborar un relato diferente sobre la Universidad, pero aún no sabía cómo podía enlazarlo. El problema era que la leyenda partía en una época donde la Universidad de Saint Etiel ni existía y eso podía invalidar todo el trabajo. Volvía al punto de partida: sin ideas.

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