Kitabı oku: «La luz de Saint Etiel», sayfa 3
No volví a poner los objetos en las cajas. Aún no sabía qué hacer con ellos, pero quería liberarlos de su prisión de oscuridad y cartón.
Cuando ya estaba por irme, vi un baúl de madera. Estaba cubierto de polvo y sin duda era lo más antiguo del lugar. Parecía hermético, pero con un suave giro en la llave, que aún permanecía en la cerradura, el interior fue revelado. Ropa de mujer. De mi madre, tal vez. Blusas, faldas, fulares… y, al fondo, una bolsa portatrajes. Al abrirla había un vestido largo, negro, con pedrería que recorría los bordes, desde el cuello cerrado hasta la gran apertura de la espalda. Las mangas también llevaban esa pedrería y emulaban unos grandes brazaletes. Estaba intacto, como recién sacado de la lavandería. Me pareció muy elegante. En la etiqueta ponía Zuhair Murad. No conocía mucho de moda, pero estaba segura de que ese nombre era de alta costura. Al sacarlo, me di cuenta de que algo por debajo del forro del baúl se movía.
Palpé la tela y encontré una fisura. Introduje la mano y llegué a alcanzar un objeto. Reconocí la forma de un pequeño joyero. Atesoraba dos alianzas con la inscripción Semper Fidelis, un par de pendientes a juego con la pedrería del vestido y una fotografía de mis padres. «¡Gracias a Dios o al demonio!». Repasé cada detalle de ella. Mi madre llevaba el vestido negro y los pendientes del baúl y mi padre iba trajeado. No se apreciaba con claridad, pero parecía que cada uno llevaba puesta su respectiva alianza. Debería de tener unos quince años como mínimo, pero era difícil saberlo porque no estaba fechada. Se veían muy elegantes vestidos de gala. Me reconocía a mí misma en la figura de mi madre. Me alegró ver que me parecía a ella y pensé que realmente hubiese querido conocerlos.
Capítulo 4:
Admitida
El lunes amaneció esplendoroso. En la silla yacía el vestido de mi madre, sobre la mesita de noche, el joyero que había encontrado en el baúl, y, en el ambiente, el aroma a café recién preparado por Matilde.
Hoy firmaría los poderes notariales y tenía una ambivalencia de sentimientos: por un lado, la liberación de unos trámites; por el otro, la certeza absoluta de que no era correcto desentenderme.
Obviamente, necesitaba ayuda porque la mayor parte de las cosas eran inalcanzables a mi comprensión, pero delegar en otros por comodidad... Refugiándome en mis principios, recordaba que ninguna corriente filosófica hace apología acérrima de la ignorancia como estado ideal. Al contrario, la mayoría o lo consideraba como un mal pernicioso o como una condición de partida de la que hay que evolucionar. Podía entrar en un debate moral conmigo misma de qué era lo adecuado, e incluso lo que podía hacerme realmente feliz. Llegados a este punto, el no saber me dejaría insatisfecha. La decisión estaba tomada: debía pasar un tiempo en Saint Etiel.
La visita al notario fue muy rápida. Cuando volvíamos a casa, Víctor inició la conversación.
—Te veo muy pensativa. ¿Qué te pasa?
—Nada. Bueno, sí algo —«¡Ya estamos otra vez con mi parca expresión!». Proseguí como pude—. Es que he estado pensando que tengo cosas que resolver por aquí. Tal vez, debería quedarme unos días más.
—¡Excelente! Sabia decisión. ¿Cómo quieres organizarlo?
«¿Cómo? ¿Que lo organice yo? Pero si siempre lo organiza él todo. ¿Por qué tengo que pensar justo ahora?».
—Podría quedarme unas semanas. Estamos en mitad del curso y si lo compaginase… Pero mejor será que deje la Universidad; o podría, al menos, acabar el año y establecerme en Saint Etiel en septiembre. —Tomando decisiones soy un desastre. Lo peor era que ahora también lo sabía Víctor.
—¿Por qué no tenerlo todo?
—¿Tenerlo todo? —Qué hermosa idea, aunque no sabía bien a qué se refería.
—Sí. Deja que haga unas llamadas. Voy a pedir tu ingreso en la Universidad de Saint Etiel. Confío en poder convencer a los miembros del Consejo Universitario de la peculiaridad de tu situación. Siendo la hija de Sorolla... La decisión la podríamos saber rápido. Si aceptasen tu solicitud, el lunes que viene podrías empezar las clases del segundo semestre conjuntamente con el resto de alumnos. Tendrás que adaptarte porque el plan de estudios varía un poco, y las asignaturas se cursan en diferentes años a lo habitual. Se pedirá tu expediente. Te convalidarán aquellas que ya hayas hecho, y las que no, las habrás de encajar en los horarios. Nada que no puedas asimilar. ¿Qué te parece?
«¿Tan rápido? S.O.S., no tengo tiempo de pensar, ¿qué hago?». La cabeza me daba vueltas.
—Es buena idea —dije para salir del paso, sin creerme ninguna de mis palabras, aunque sonaran convincentes.
Víctor no disimuló su satisfacción y me percaté de que Alan me observaba a través del retrovisor. Esta vez fue él quien apartó su mirada, y se le dibujaron pequeñas arrugas alrededor de los ojos. Creo que sonreía.
—Una cosa más, ¿el Consejo sabe de mi existencia?
—Didier era muy reservado. Algún miembro antiguo seguro que se acuerda de ti, pero la mayoría, posiblemente, no tenga ni idea. De todas maneras, te aseguro que el anonimato no será tu condición.
—Será raro que yo aparezca de la nada…
—Despreocúpate. Profesorado y alumnos estimaban mucho a tu padre. Jamás cuestionarían nada de su proceder y no lo harán contigo en ese sentido.
Al llegar a casa, Víctor se quedó en el jardín hablando por teléfono. Lo veía pasear tranquilo y eso me estaba generando nerviosismo. La conversación no debió de durar más de diez minutos, pero me pareció una eternidad. Enseguida, me informó de los acontecimientos.
—He hablado con el director y esta tarde planteará tu solicitud al Consejo. Tendremos noticias hoy mismo.
—Tenías razón al decir que iría rápido. Conoces bien el funcionamiento de la Universidad.
—He sido alumno, miembro del Consejo y en la actualidad asesor de la Universidad. No solo la conozco bien, sino que espero ser lo suficientemente influyente para que te admitan. Por cierto, ¿pensabas marcharte hoy?
—Mmm… Sí, quería irme. No obstante, si no me admiten podría quedarme hasta finales de semana, por si hay más trámites que hacer.
—¿Qué te parece si esperas hasta esta tarde? Cuando sepamos la resolución, te será más fácil solventar tus dudas y decidir si quedarte o marcharte.
Sonrió amablemente tras finalizar la frase. Me avergonzó que verbalizase mi naturaleza dubitativa. «¡Qué le iba a hacer! Aquí todo el mundo parece saberlo todo y yo soy la lerda de turno», me dije resignada.
Mi siguiente encrucijada era encontrar ocupación para el resto del día. No podía ejercer mis dotes de sabueso con tranquilidad porque en la casa merodeaban Matilde y Alan. Me coartaban un poco la libertad. Cuando ya había optado por coger un libro de la magnificente biblioteca, Matilde me informó de que Marion había venido a visitarme. Fuimos juntas a buscarla al vestíbulo donde esperaba.
—¡Danae, estoy emocionadísima por tu ingreso en la Universidad!
—Aún no es seguro —dije teniendo muy claro que no debía dar nada por sentado.
—Pero lo será, ya verás. Te va a encantar. Los profesores son los mejores. Además, tenemos un montón de actividades extracurriculares. No todo va a ser estudiar, ¿verdad? Lo que hay que resolver es el tema de tu uniforme. No lo tendrás listo al menos hasta dentro de un mes, así que debemos improvisar.
—¿Improvisar?
—Matilde, ¿tiene un costurero?
—Sí, señorita Marion. Voy a buscarlo —dijo sonriente mientras se dirigía a la galería de invierno.
—¿Dónde has guardado el uniforme de tu padre?
—Donde lo encontré —contesté a sabiendas de mi parquedad.
Marion me agarró de la mano obligándome a subir corriendo las escaleras. Al llegar a la segunda planta, se detuvo para cederme la iniciativa. Entré en la habitación de mi padre como ladrón que hurta y me llevé el uniforme.
—No entiendo para qué lo quieres.
—Es sencillo: podemos arreglar la chaqueta entallándola por los laterales. El pantalón, lo mismo. Para la camisa te puedo dejar alguna —dijo mientras me arrastraba a su imaginario.
—¿Cómo? No creo que sea buena idea.
En ese momento apareció Matilde con el costurero, acompañada nuevamente de una gran sonrisa.
—Señoritas, ¿desean algo más?
—Nada más —dije con voz preocupada.
—Vamos a tu habitación —ordenó Marion mientras revisaba el costurero. Sacó de él una cinta métrica—. Lo primero es tomarte medidas.
—Escucha, no creo que debamos hacer esto. El uniforme no es mío. No puedo…
—¿Qué dices? Ahora es tuyo. Pero si te preocupa la memoria de tu padre, estoy convencida de que estaría muy orgulloso. Además, se me da muy bien hacer todo tipo de arreglos en la ropa. No voy a estropear nada.
El eco de la palabra «orgulloso» reverberaba en mi cabeza. No me imaginaba a mi padre con ese sentimiento hacia mí. Pero, por un instante, si me dejaba llevar, podía soñar con ello.
Marion tomaba las medidas con destreza, las verbalizaba y las anotaba. No quedó ni un solo milímetro de mi anatomía sin asignarle un número: torso, espalda, cintura, cadera, brazos y piernas. Luego me dijo que me probase el uniforme y marcó las prendas para entrarlas. Era muy concienzuda en su trabajo. Los ojos le brillaban igual que cuando paseamos por la ciudad. Disfrutaba con lo que hacía.
De repente, oí un ruido. La aguja que me sostenía el cabello se había desprendido, por el ajetreo, cayendo al suelo. El pelo arremolinado empezó a deslizarse por los hombros y espalda, revelándose.
—¡Vaya! ¡Qué largo! Te sobrepasa la cintura —exclamó Marion.
—Ya me lo recojo —me agaché apresuradamente para alcanzar la aguja y poder hacerme de nuevo el moño.
—Lo dices como si te supiera mal. ¿Siempre lo llevas recogido?
—Sí —respondí penumbrosa.
—Pues, es una lástima. Lo tienes muy bonito. Los mechones parecen espigas de trigo —dijo sosteniendo una sección de cabello.
—Veo que te has dado cuenta de las puntas abiertas. Pero gracias por usar una bonita metáfora.
—Lo decía por el color rubio natural. Déjame…
Empezó a ojear las puntas. Hacía mucho tiempo que no iba a la peluquería y seguramente se daría cuenta. «¡Qué vergüenza! ¡Ella se ve tan arreglada y yo con estos pelos! Soy un auténtico desastre».
—No está tan mal —dijo sin dejar de inspeccionarme—. Podría cortártelo unos cuatro dedos y quedaría saneado. Tienes unas ondulaciones propias de llevarlo recogido, pero si te lo alisases un poco, conseguirías que quedara uniforme y te brillaría más.
—Desde luego, eres una caja de sorpresas. ¿También sabes de peluquería?
—Solo algunos truquitos. ¿Te animas a que te lo corte?
No sé qué pasaba con la familia Delós. Tanto el padre como la hija tenían una capacidad de organización que conseguían persuadirme por completo. A los pocos minutos, Marion ya se había equipado para arreglarme el cabello.
Con un difusor empezó a mojarme las puntas y cepillármelo hacia delante. Lo anudó y empezó a cortar. Primero, con un corte recto, y luego, con las tijeras en posición perpendicular, pequeñas incisiones modificaban la linealidad. Me soltó el pelo y, dejando libre la sección de la nuca, lo recogió nuevamente desde la coronilla hasta la frente. Realizó el mismo sistema de corte. Repitió un par de veces más la operación con diferentes secciones de pelo. El resultado fue un corte escalado, a capas, donde las puntas quedaban grácilmente hacia fuera. Para finalizar, lo moldeó con la plancha sin procurar un liso perfecto.
—¿Qué te parece? Sigue siendo casi igual de largo, pero has ganado en volumen con el escalado.
—Está muy bien. Muchas gracias. —Me sentía el pelo muy ligero.
—No se merecen. Ahora que empezarás una nueva vida y llevas nuevo corte, deberías dejártelo suelto. Te favorece.
—Creo que te precipitas…
—¿Cómo acostumbras a maquillarte? Es que es importante que todo el conjunto sea uno. —Me interrumpió porque, al parecer, no le interesaban mis dudas al respecto.
—Uso… —«¡Nada!», pensé entre mí, pero me daba vergüenza admitirlo—. Tengo una BB Cream para uniformizar la piel. —Me di una bofetada figurada. Al ser tan parca, daba entrever mi falta de cuidado. Aunque eso era evidente.
—¡Perfecto! Es muy cómoda y deja un efecto muy natural. Nada cargado. Te quedaría muy bien un poco de eyeliner y rímel. Es un look sencillo, pero siempre efectivo. El negro de ambos realzaría tus ojos ámbar.
—¿Ámbar? Nadie, nunca, había descrito el color de mis ojos así.
—Será porque no has conocido a gente con criterio en gamas cromáticas. Ese es tu tono y, además, es peculiar. ¡Al lío! ¿Quieres que probemos? Siempre llevo un kit de maquillaje en el bolso.
—Me sabe mal abusar.
—¡Qué dices! Eres como un lienzo en blanco. ¡Me encanta poder ser creativa contigo!
Con Marion, el aburrimiento no era una opción. Había logrado cambiarme externamente, pero su vitalidad también estaba transformando algo en mi interior.
Entre tanto retoque, el día se hizo corto. Eran pasadas las seis cuando Víctor vino a comunicarme la noticia:
—Danae, has sido admitida.
Capítulo 5:
Ex umbra in solem
No fue fácil comunicarles a mis abuelos que me trasladaba a Saint Etiel. Apoyaron mi decisión, incondicionalmente. Parecía que se lo esperaban. Aun así, la tristeza era muy visible en sus rostros forzados a mantener la compostura.
Me regalaron el libro El retrato de Dorian Grey. Grandpa dijo que me ayudaría a mantener los valores. Podía ser extraño, pero era su forma de hacerme reflexionar y ayudarme a tomar el camino correcto. Me emocionó.
A mis compañeros de facultad no me atreví a decirles nada. La cobardía pudo conmigo. Solo había hablado con Vanesa. Fue inusual su reacción: en vez de hacerme algún reproche, me dijo que era una gran oportunidad que no podía rechazar. Fue generosa y eso me hacía apreciarla aún más. Me prometió mensajearme y visitarme cuando ya estuviera asentada.
El domingo previo al inicio de las clases me instalé en mi nuevo hogar. Había llevado algo más del equipaje deseado entre ropa, libros, portátil… hasta la impresora. Como la casa estaba prácticamente vacía, debía trasladar el equipo completo.
Matilde me sugirió que ocupara el dormitorio principal. Acepté porque me daba más seguridad ver la entrada desde la ventana, pero tenía la sensación de estar usurpando algo ajeno. Dejé intacto cada efecto personal de mi padre y acomodé mis cosas en las zonas vacías del vestidor. Acabó sobrando espacio.
Con los nervios me costaba dormir, así que empecé a leer el libro que grandpa me había regalado. A parte de la novela, tenía un apartado al final con pensamientos y frases de Oscar Wilde. Consiguió engancharme un buen rato.
La mañana del lunes se despertó gris. Los rayos del astro rey trataban de abrirse paso. De tanto en tanto, mostraban su hegemonía al filtrarse rasgando el manto de tonos blanquecinos y grisáceos. Pero tan pronto brillaban, las nubes los ocultaban. La constante batalla entre ambos me evocaba la idea de que hoy empezaría a librar la mía propia. Quizás estaba exagerando, pero siempre es un desafío enfrentarse a lo desconocido. Mis pensamientos se disiparon al ver llegar, desde la ventana de la habitación, a Matilde.
—Matilde, ¿cómo es que viene tan cargada?
—¡Ah! ¿Esto? Me lo ha dado la señorita Marion para usted. Me la crucé en la calle. Se iba a la Universidad. Parece ser que tenía prisa y no podía esperarse a dárselo en persona.
Recordé que Marion me dijo que los lunes tenía que entrar una hora antes y salir más tarde por no sé qué asunto de una colaboración con el grupo de teatro.
Al abrir el paquete, vi que era el uniforme. Ya no me acordaba que se lo llevó para entallármelo. Además de haber arreglado la chaqueta y el pantalón, me prestó unas camisas. No las había visto antes. Eran blancas y de color negro: el cuello mao, los puños estilo milanés y la tela que cubría la fila de botones. Los detalles oscuros hacían un bonito contraste, y con el resto de prendas, era un conjunto muy elegante.
Empecé un nuevo ritual matutino, siguiendo los consejos de Marion: me apliqué una base de BB Cream; cubrí el parpado móvil con una sombra de ojos color nude; realcé los ojos con un delineador y máscara de pestañas negros; y bálsamo labial para dar una textura hidratada. El resultado distaba de ser profesional, pero daba un toque natural al mismo tiempo que arreglado.
Finalmente, alisé un poco el pelo y lo dejé suelto. Marion me había endilgado su plancha Babyliss con la excusa de que la tenía muerta de risa por no utilizarla… y, un poco más, y me hago un peinado a lo afro: la plancha traía varios cabezales según se prefería un acabado liso, ondulado o rizado. Demasiadas variables para mi inexperiencia. Pero era un invento versátil que reflejaba a la perfección la personalidad de Marion. No me extrañaba que se la hubiera comprado.
Me estaba recreando con orgullo del resultado de mi incursión en el mundo de la estética y el estilismo cuando oí un claxon. Era Alan que anunciaba la hora de partir. No me podía creer que fuera tan tarde. El alisado me había robado demasiado tiempo. Me enfundé en el uniforme rápidamente. Me puse la camisa por dentro del pantalón, que me quedaba de tallo alto, y la chaqueta bien cerrada. Noté que se ajustaba a mi silueta. Agarré mi mochila y bajé corriendo las escaleras. Alan me esperaba con la puerta del coche abierta como el primer día que nos conocimos.
—Supongo que sabes el camino al campus, ¿no? —dije para iniciar la conversación.
—Por supuesto. Está a las afueras de la ciudad en dirección norte. Desde el día que empecé a trabajar con su padre hasta hace unos seis meses, lo llevaba a diario a la Universidad. —Hizo una pausa y continuó—: Me ha dicho el señor Delós que usted y Marion irán juntas en el bus universitario.
—Sí. Creo que sale cada media hora desde el centro y una de las paradas está cerca de casa.
—Así es. Supongo que no hace falta que lo mencione, pero si lo desea puedo llevarlas a ambas cuando quieran.
—¡Claro! —dije al mismo tiempo que entendí que quizás se podía sentir molesto por la decisión de no contar con él—. Hemos tomado la iniciativa de ir en bus porque, tanto Marion como yo, estamos acostumbradas. Además, como los horarios pueden variar, sobre todo los de salida… ¡Vamos, que no quiero que estés todo el día pendiente de mí!
—Cuando me necesite ahí estaré. Como hoy, por ejemplo. Su padre siempre decía que nadie debía estar solo ante un reto nuevo. Puede contar con mi pequeña contribución al inicio y al final de su primer día como universitaria en Saint Etiel.
Sus palabras sonaron aterciopeladas y confortables. Eran como una mano tendida en el momento preciso para soportar el desequilibrio. Y es que mi corazón latía intensamente: hoy conocería el lugar al que mi padre había dedicado toda su vida, y, probablemente, la causa de mi abandono. Odié la Universidad de Saint Etiel desde el primer momento que el señor Delós la mencionó. Sin embargo, deseaba con ardor conocerla y, quizás, llegar a formar parte de ella como hizo mi padre.
La carretera se transformó en una recta. La Universidad se dibujaba a lo lejos. Desde la parte trasera del coche no la podía ver bien, pero no quería moverme ni hacer ningún aspaviento que pudiese delatar mi nerviosismo. Fijé mi vista en el reposacabezas del sillón del copiloto y me concentré en la música que salía de la radio. Hacía rato que Alan la había encendido y en el reproductor se leía Song of the caged bird - L. Stirling. La melodía en continuos crescendos, decrescendos y cambios de ritmo acompasaba mi estado de ánimo fluctuante.
El coche paró a unos veinte metros de la puerta de entrada. Alan me ayudó a salir. Mi mirada se perdió en un fugaz recorrido vertical y seguidamente horizontal. El edificio era un castillo descomunal. La respiración se me interrumpió unos segundos.
—Señorita, ¿desea que la acompañe?
—Mmm… No hace falta.
—Estaré esperándola a las cinco. Si sale más pronto, no dude en llamarme.
—Gracias. Así lo haré.
Mientras departía con Alan, algunos alumnos, que formaban pequeños grupos, no me perdían de vista y cuchicheaban. Disimulé fingiendo no percatarme, pero yo también los observaba con la visión periférica. Desde mi furtiva mirada me di cuenta de que parecían sacados de un anuncio de Tommy Hilfiger. El uniforme les caía como a modelos. Se veían muy sofisticados, aunque un poco alienados. Se suponía que la uniformidad tenía la función de evitar distracciones… Cuestionable al ver la escasa longitud de las faldas de las alumnas combinadas con zapatos de más de ocho centímetros de tacón. «¡Y yo con pantalón de chico y mis Converse...! ¿Seré ridícula?». Una voz familiar se acercó a mí. Era Marion.
—¡Qué bien te queda el uniforme! Creo que voy a llorar de la emoción —dijo con una expresión teatral.
—¿En serio?
—Pero, ¿que no te has visto?
—Pues, la verdad, no. He salido rápido de casa… Además, todas lleváis falda. ¿No parezco un bicho raro?
—¡Qué tonterías dices! Estás genial. Tienes un aire casual garçon fascinante. Y el maquillaje y peinado te dan el toque femenino. Ya verás qué bien lo vamos a pasar. He pedido ser tu mentora en tu primer día.
—¿Eso es…?
—Te explico. A todos los nuevos alumnos se les hace una sesión de bienvenida en la sala de actos. Se proyecta un vídeo de presentación y se explica la historia de la Universidad. ¡Un rollo! Como te incorporas en mitad del curso, me he ofrecido a la dirección para enseñarte el campus. Será mucho más divertido.
Marion volvía a tener brillo en los ojos. Bien pensado, el brillo era parte de ella. Me arrastró a la puerta de entrada abandonando a Alan sin apenas despedirnos.
—Lo primero es lo primero. Vamos a dejar tus cosas en la taquilla —dijo muy resuelta.
El pasillo interno de la muralla que rodeaba el recinto, donde en algún tiempo la gens d’armes del castillo ocupaban el lugar, albergaba ahora el espacio destinado a las taquillas. No era la típica muralla al uso, puesto que solo poseía la altura de una planta y las numerosas ventanas hacían que la luz penetrase por ambos lados del pasillo interno, siendo bastante franqueable para cualquier ejército bien provisto. Acondicionar en ese espacio las taquillas había sido una idea inteligente: al extenderse a los laterales de la puerta de entrada central, era lo primero que te encontrabas al llegar y lo último que dejabas al salir. Me llevó por el pasillo de la derecha, sorteando a alumnos curiosos, hasta llegar casi al final y me indicó cuál era mi taquilla: la 830. Marión me aconsejó que lo dejase todo y salimos al patio intramuros.
—¿Qué tienes que saber de La luz de Saint Etiel? —preguntó retóricamente ubicándose en el centro del patio—. El recinto fue construido en el siglo XVI por el Conde de Drombach como regalo para su esposa. Pero no fue hasta el siglo XIX que se transformó en Universidad, después de años de estar cerrado.
Marion empezó un parlamento que parecía no tener fin. Con detalle, explicó que el castillo mezclaba el estilo medieval francés con el renacentista italiano. El donjon o torre homenaje era la parte central de la construcción y el edificio principal. De estructura cúbica y con cuatro torres circulares, una por cada esquina, albergaba tres plantas más la terraza de la azotea. El patio intramuros era en forma de C. La parte posterior del donjon estaba comunicada con dos alas laterales, también de tres plantas, que a su vez estaban conectadas con la muralla. El patrón de cuatro torres circulares se repetía en las esquinas frontales de la muralla, y en los extremos de las alas, aunque solo se alzaban en una planta en la parte frontal. Como todo castillo, poseía un foso que lo bordeaba por la parte trasera y lateral y se prolongaba hacia largos canales. Las formas geométricas persistían en todo el recinto. Uno de los atractivos más característicos del castillo era el tejado: bellamente decorado por chimeneas, lumbreras y linternas, formaban un conjunto de siluetas que los más románticos comparaban con el skyline de una ciudad. Particularmente, las siluetas me parecían más los yelmos y lanzas de caballeros pétreos guardando el castillo desde una atalaya privilegiada.
Metáforas aparte, el contraste de la sobria fachada gris de toba con los techos de pizarra adornados daba una magnificencia al lugar sin igual. Todo ello, envuelto en una atmósfera abrumadora que me estaba resultando pesada, mareante. Era como si hubiera cruzado las puertas de un lugar de ensueño y la realidad se desdibujase. Posiblemente, solo era el Síndrome de Stendhal.
Mientras caminábamos, algunos alumnos saludaban a Marion. Parecía muy popular.
—Las clases se desarrollan tanto en el edificio principal como en las dos alas —prosiguió Marion—. En concreto, las aulas de filosofía están en la tercera planta del donjon, junto a las de psicología. Las asignaturas optativas se imparten en el ala este. Puedes pasar de la torre homenaje a las alas por los accesos internos o las terrazas de la segunda planta, pero te recomiendo que accedas desde el patio: las escaleras de caracol exteriores te llevarán desde la planta baja a la superior sin problemas. Por cierto, te he apuntado a las mismas asignaturas optativas que yo. Así podremos estar juntas en algunas clases —dijo buscando mi aprobación.
—Está claro que no me voy a librar de ti —respondí sonriendo.
—Pues no. Estoy decidida a hacer que tu traslado a Saint Etiel sea memorable.
No se lo confesé por pudor, pero necesitaba todas las atenciones que Marion me dedicaba. Nunca nada me había dado tanto miedo. No solo era enfrentarme a lo desconocido. Sucedía algo más que me inquietaba pero que no podía identificar.
—En el ala este también se encuentran los despachos de los profesores, la Secretaría y la Dirección. En el ala oeste, la biblioteca. El auditorio, en la planta baja del donjon y en la azotea, la cafetería. ¿Te apetece que tomemos algo mientras te explico el planning de asignaturas?
—Sí, claro.
—¡Perfecto! Así te enseño el corazón de la Universidad.
Con el «corazón» se refería a la impresionante escalera central de caracol de nueve metros de diámetro. Aquella obra arquitectónica era fuera de lo común. En realidad, se trataba de una doble escalera helicoidal. Las dos escaleras enlazadas giraban sobre un mismo eje hueco, quedando una sobre la otra. Las ventanas del eje permitían no solo ver su interior, sino que las personas que estuvieran utilizando las diferentes escaleras se vieran. Dada la peculiaridad de esta disposición se había establecido que una fuera de subida y otra de bajada, ya que ambas tenían acceso a todas las plantas y, así, se facilitaba la circulación del alumnado. Bajo el efecto óptico, pareciera que una persona que ascendía y otra que descendía estuvieran utilizando la misma escalera al verse entre las ventanas del eje, pero jamás se llegaban a cruzar, demostrando, así, que estaban disociadas.
Esta maravillosa invención que recorría verticalmente todas las plantas llegaba a la azotea coronándose con una gran torre lucernario decorada con contrafuertes, arbotantes y un templete de remate. A partir de esta linterna, que ofrecía luz natural al núcleo de la escalera y por consiguiente a la misma, se desplegaba la hermosa terraza que albergaba la cafetería. La mayoría de mesas estaban al descubierto, rodeadas de las cúpulas, linternas menores y chimeneas, que a su vez estaban decoradas con pilastras, frontones, arcos, hornacinas y múltiples detalles que embellecían las estructuras de los tejados. Pasillos de balaustrada rodeaban la parte superior de las cuatro torres del donjon mostrando una panorámica de trescientos sesenta grados del complejo arquitectónico y jardines, así como del bosque, colinas y llanuras que pertenecían al campus. No se podían distinguir los límites, pues su basta extensión no era alcanzable a simple vista y con el horizonte de escollo.
—La Universidad abre a las seis de la mañana y cierra a las diez de la noche, aunque el horario de clases es de ocho a ocho —prosiguió Marion sentándose en una de las mesas y sacando su móvil, que era igual que el de su padre, donde se veía un cuadrante—. Según tu calendario, empiezas siempre a las ocho y finalizas a las cinco o seis dependiendo del día. Entre clase y clase, en algunos casos, tienes horas libres. En estos recesos puedes aprovechar para estudiar o matar el tiempo en los jardines. El viernes hay clase hasta las dos y es el único día que la biblioteca está abierta hasta medianoche.
—¿Hasta las doce? —pregunté un poco extrañada.
—Normalmente, la tarde del viernes se dedica para buscar información y sacar los libros que se necesiten durante el fin de semana. Aunque pocos alumnos se quedan hasta tan tarde… ¡Ah!, y debes recordar que el último bus del viernes sale del campus a las 00:20 horas.
—Parece que os lo tomáis en serio.
—Tú también lo harás. ¡Ya eres una de las nuestras! Pero no te preocupes que habrá momentos de diversión. El Consejo de Estudiantes organiza fiestas con cualquier excusa. Para la mayoría no se necesita invitación, pero cuando las organiza el presidente son privadas y no va cualquiera. ¡Me muero por que me inviten a una de esas!
—Seguro que te invitarán, conoces a todo el mundo.
—No te creas. Me he apuntado al grupo de teatro porque el Consejo nos pide colaboración para la decoración de las fiestas. Es una forma de ser visible. Pero hay ciertos círculos que son infranqueables.
—En esos casos me harás compañía. No me gustan las fiestas. Si puedo las eludo —dije simpáticamente.
—¿Qué dices? ¡Pues aquí no puedes quedar mal! Tienes que participar en los eventos. Leitmotiv: ¡intégrate o sé un outsider! Debes apuntarte a alguna de nuestras actividades, eso siempre da prestigio.
—¿Como el remo? —dije acordándome de los trofeos de mi padre.