Kitabı oku: «La luz de Saint Etiel», sayfa 5

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Empecé a andar de lado a lado del despacho. Me sentía muy peripatética con mi caminata circular mientras le daba vueltas a cómo abordar el trabajo. Quizás si buscaba la virtud de la que hablaba Aristóteles… un término medio entre lo que yo deseo y lo que se espera de mí. Prudencia y sabiduría.

El tiempo había galopado y empezaba a anochecer cuando el timbre sonó. Era Marion.

—¿Qué tal, Danae? ¿Cómo vas con el trabajo? —dijo efusivamente, como siempre.

—Pues… —inicié dubitativa.

—Ya veo. Creo que necesitas un break y yo tengo la solución. Vente conmigo. He quedado en el local más cool del momento. Nos lo pasaremos bien.

Era una irresponsabilidad por mi parte aceptar tal invitación teniendo pendiente tanto que hacer, pero estaba tan agobiada que necesitaba ese break como agua en el desierto. Además, Marion me prometió regresar a casa pronto.

Leirum, el nombre del local, estaba escrito en luces de neón que contrastaban con la fachada pintada de negro. Tras la puerta, una única escalera que llevaba al sótano. Marion me cogió de la mano, como de costumbre cuando quería incitarme a algo, y empezamos a bajar. Desde fuera no se percibía el sonido, pero a cada peldaño, unos acordes lentos iban creciéndose en volumen. Entramos en la sala que se iluminaba a base de unas cortinas de luces azules que colgaban de las paredes. Me recordaban a las luces decorativas de Navidad. Varias mesas se distribuían alrededor de un escenario encendido por el haz de luz de varios focos. Mientras Marion me guiaba sorteando las mesas para llegar a la nuestra, el cantante, acompañándose del teclado de un piano tocado por él mismo, empezó a entonar los versos:

Empty spaces fill me up with holes

Distant faces with no place left to go.

Nos acomodamos en los sillones de piel negra estilo Chesterfield de un lateral en primera fila. Se me erizaba el vello. El significado de la canción me calaba sin remedio, y el cantante la interpretaba deliciosamente. Debería de tener algo más de veinticinco años. Con un rostro varonil de mandíbula cuadrada, cuando gesticulaba se le dibujaban hoyuelos en las mejillas angelizándole la cara. Su pelo era castaño, pero estaba teñido un par de tonos más claros y lo recogía al estilo man bun. Sus ojos marrones solo se abrían de vez en cuando y una incipiente perilla de dos días rodeaba una boca de dentadura perfecta. Sus dedos largos recorrían ágiles las teclas. Aunque estaba sentado, se deducía que medía más de metro ochenta. Vestía con una sencilla camiseta de manga corta negra que dejaba entrever un tatuaje en el bíceps derecho, como una filigrana de enredadera espinada. Unas botas militares negras se superponían a los jeans rotos a la altura de las rodillas. Era atractivo per se, pero cuanto más lo miraba, más bello me parecía. Desde mi lugar privilegiado de penumbra, podía observar sin ser vista y deleitarme del mágico momento, donde su voz clara y profunda me invitaba a seguir escuchando:

I tried to go on like I never know you

I’m awake but my world is half asleep

I pray for this heart to be unbroken

But without you all I’m going to be is incomplete.

«¡Cuantas veces me había sentido incompleta!». Pareciera que aquella pieza estuviera hecha para mí. Sin embargo, al reconocer en ella mi propia existencia, una catarsis en mí se había iniciado. Una sensación electrificante me invadía el cuerpo. Cobraba sentido la idea de la música como alivio pasajero del dolor postulado por Schopenhauer. El tiempo se detuvo y me enajené, a la par que me sentía conectada con el resto de personas que disfrutaba del recital.

Cuando acabó de cantar, se levantó, saludó al público, que lo aplaudía satisfecho, y entre ellos yo misma, y dejó el escenario. En ese momento, unas tenues luces del techo se encendieron, pero sin acabar por completo con la penumbra.

—¿Te ha gustado? —preguntó Marion.

—Sí. Es muy bueno. La verdad es que no lo conozco porque no estoy muy puesta en música…

—¿Te gustaría?

—¿El qué?

—Conocerlo. Vamos, que te lo presento.

Nos dirigimos a la barra del bar situada hacia el otro extremo del escenario. Marion saludó al barman y le dijo que iba a pasar al backstage. Él sonrió y asintió con la cabeza. Cruzamos la puerta contigua a la barra. Marion tenía una gran soltura. Dominaba la situación a la perfección. Supongo que era una habitual de la sala. A mí, el corazón me palpitaba a punto de salirse del pecho.

Recorrimos un pasillo hasta el camerino. La puerta estaba abierta y lo primero que se veía desde fuera era un espejo con bombillas alrededor como el tocador de una estrella vintage. Con rotuladores permanentes firmas de los artistas habían dejado la huella en el propio espejo a modo de marco grafitero. Las paredes eran de ladrillo visto sin ningún revestimiento. Un póster que simulaba una boca dimensionada, hacía reflexionar a través de los versos del cantautor, Manolo García:

Tuve que dejar mi casa.

Renuncié a mi porvenir.

Atrapado en turbias aguas.

Tuve que vivir sin mí.

Y ahí estaba él, cambiándose la camiseta por una con el nombre del bar.

—Hola, James, ¿podemos pasar? —preguntó Marion vitalmente.

—¡Prima! ¿Cuándo has llegado? No te he visto entre el público —James exclamó dándole un fuerte abrazo a Marion.

—A mitad de tu actuación, es que no hemos podido venir antes. Te quiero presentar a una amiga, Danae.

—Encantado.

Estaba claro. Marion se movía como pez en el agua en aquel ambiente, porque eran familia. No hubiese pensado nunca que fueran primos. Se veían bastante distintos. Él no parecía encajar en la estirpe Delós.

—Me ha gustado mucho la última canción que has interpretado. Creo que has logrado conectar con el resto de personas —dije, sin pensármelo dos veces.

—¡Vaya, primita! ¿Dónde la escondías?

—No seas… —empezó a hablar Marion dándole un golpecito en el brazo.

­—No, no. Que lo digo en serio. No es como el resto de esnobs que te acompañan.

Me quedé por unos segundos intranquila. No sabía si era un cumplido o me consideraba una freaky.

—Así que te ha gustado Incomplete —siguió hablándome.

—James es un experto en versionar canciones de todo tipo de artistas como Backstreet Boys, entre otros —dijo Marion.

—Debe de ser difícil poder interpretar tantos estilos diferentes —quise añadir para darme un aire intelectual.

—Realmente, esto es lo que este pueblo arcaico necesita: personas con cerebro que vean más allá. Me encanta que seas amiga de mi prima.

Parecía que le estaba causando buena impresión. Me calmé.

—Pues se te caerá el mito cuando sepas que también estudia en la Universidad —dijo Marion y agregó dirigiéndose a mí—: Te anticipo, Danae, que James odia todo lo que tenga que ver con la Universidad. No sé ni cómo me tolera.

—En serio… —No sabía qué pensar.

—Solo opino que el carácter cerrado de la institución, disfrazado de elitismo, es una farsa para las propias personas. En ese lugar, o eres la presa o el depredador. Pero es toda una revelación que acepten a alumnos como tú, Danae —explicó James.

—¡Vamos, primo! ¿Esa es tu conclusión después de dos halagos? Te estás volviendo un blando. No te hagas ilusiones que es la hija del mismísimo Didier Sorolla.

Se hizo un confuso silencio.

—¿Quién es ese?

—¡Pero bueno, James! No hace tanto que estuviste en la Universidad. ¿No te acuerdas del profesor Sorolla, miembro del Consejo y entrenador del equipo de remo?

—No sé de quién me hablas.

No me lo podía creer. «¡Por fin una persona en Saint Etiel que no conocía nada de mi pasado!». Hasta el momento, había sentido la presión de ser la hija de, y que todo el mundo supiera mucho más de Didier que yo misma. Con James era diferente. No sabía cuál era mi procedencia, pero tampoco le importaba clasificarme de ese modo. Estaba encantada con esta nueva situación.

—Acabo el turno a las once. Si os quedáis os acompaño a casa.

James trabajaba de camarero en el Leirum y se sacaba un sobresueldo actuando. Definitivamente, no cuadraba con la familia de Marion.

James nos acompañó, tal y como se había ofrecido. Así, se aseguraba de que no nos pasara nada. Algo casi imposible, dado el bajo índice de criminalidad de Saint Etiel. Durante todo el camino, ambos primos bromeaban entre sí. Yo me mantenía en un segundo plano observándolos. Disfrutaba cada minuto.

Capítulo 8:

Clases de civismo

Después del break en el Leirum, me había sentido renovada para abordar mi trabajo. En el bus, de camino al campus, lo releía comprobando si era o no presentable.

Para darle consistencia, y sobre todo relleno, mencioné la leyenda e hilvané una historia sobre la idea de que la Universidad poseía una dualidad. Por un lado, estaba el deseo de conocimiento, por el otro, el de atesorarlo como un bien exclusivo. Como si ambos conceptos fueran una extensión de Azaroa y Drombach. Una especie de legado de los residentes del castillo que había preexistido durante el paso del tiempo y guiaba los pasos de la Universidad. No pude evitar mencionar el trágico final que los condes sufrieron, anhelando que la institución supiera sobreponerse a los devaneos de los tiempos sin perecer en el intento.

La verdad era que el relato me había quedado original y, sin proponérmelo, le había restado la acritud que quería imprimirle. Supongo que influenciada por mi buen humor desde el sábado noche. Además, no les iba a dar el gusto de que me expulsasen como hizo la Escuela Politécnica de París a Comte, en 1816, por defender sus ideales.

Iba con paso más que decidido al despacho del director. Con ganas de entregarlo y acabar con el suspenso de esta situación. Probablemente, mi relato no era del todo correcto, aunque distaba mucho del carácter suicida que me había propuesto al inicio. Aun así, estaba tranquila. Acataría cualquier decisión que tomase el Consejo. Si Marçal Queralt, finalmente, quería expulsarme, lo aceptaría sin más.

Tan inmersa y obstinada estaba en mis pensamientos, que al girar por el acceso del patio al ala este no vi la pared contra la que choqué de frente y que me hizo rebotar cayendo al suelo. Lo divertido fue darme cuenta de que el muro de metro noventa de altura no era de ladrillo, sino un alumno.

—A ti no te conozco. Debes de ser la nueva. Danae Sorolla, ¿no es así? —dijo mientras extendía su mano para ayudarme.

—Hum… Sí, perdona por tropezarme contigo. Es que no miraba por dónde iba —me disculpé mientras me levantaba por mis propios medios.

—Es evidente —expresó cínicamente guardándose la mano en el bolsillo.

Sus palabras fueron como un puñal sin punta clavándose en el estómago. Ante mí, tenía a un alumno, como mínimo, de último curso, que por las iniciales de su chaqueta se llamaba L.K. Se apreciaba su musculatura por debajo del uniforme. Llevaba los dos primeros botones de la camisa desabrochados, mostrando su cuello y parte de su torso. Su tez blanca, sin ser pálida, hacía un bonito contraste con su pelo negro de corte medio peinado hacia atrás. Los ojos azules eran tan claros, que con la luz directa parecían grises, casi blancos. Su atractivo, desafiante. Su porte, altivo y distante. Todo en él me inquietaba y retaba.

—Bueno, espero no haberte hecho daño —dije para salir del paso.

—Por si no te has dado cuenta, la que ha acabado en el suelo has sido tú.

—Estoy bien y por eso te preguntaba. ¿Es que aquí tampoco se aceptan los civismos? —dije temiendo que se me notara el sonrojo por la vergüenza de haberme caído.

Su rostro se relajó y un tono sarcástico emanó junto con sus palabras.

—Pues sí que te pareces.

—¿A quién?

—A tu padre. Eres tan genuina como lo era él.

Sobre mí ya habían caído los apelativos de peculiar y genuina y con la coletilla «como tu padre». Debió de ver mi irritación por el comentario y, acortando distancias, añadió susurrándome al oído:

—Nunca te avergüences.

La calidez de su aliento recorrió mi cuello. Un agradable olor me obligó a cerrar los ojos e inspirar su fragancia. Agua de Gio, Scent de Hugo Boss… intentaba descifrar. Pero había algo más, un olor a canela que se mezclaba con su perfume. Esos quiméricos instantes fueron abruptamente desvelados por Marion. Desde la otra punta del patio, se acercaba galopante, gritando mi nombre.

—¿Qué haces? —dijo más que exaltada.

—Nada. Iba a entregar el trabajo.

—Ya nos veremos, Sorolla. Quizás quieras venir a la fiesta que celebro el próximo mes por el equinoccio de primavera —añadió L.K.

—¡Por supuesto que iremos! Cuenta con nosotras —exclamó Marion con convicción.

—Os haré llegar la invitación.

Marion se quedó mirando cómo se alejaba. En ese momento, tenía una desconexión total con el resto del mundo.

—Marion, aterriza. ¿Por qué has aceptado? Ya sabes que no me gustan las fiestas.

—¿Cómo dices? ¿Te has vuelo loca? El mismísimo Luka Kovalev te ha invitado. No lo puedes rechazar. ¿Sabes cuántas veces he esperado este momento?

Mi silencio denotó mi ignorancia al respecto.

—Te acompaño al despacho del director mientras te cuento.

Marion me explicó que Luka Kovalev era el presidente del Consejo de Estudiantes. Estaba en el último año de Filología, que era su segunda licenciatura tras haber estudiado Ciencias Políticas. También era el capitán del equipo de remo y, tras el fallecimiento de mi padre, se había convertido en el entrenador temporal hasta que encontrasen sustituto. Era uno de los alumnos más respetados en la Universidad, tanto por los compañeros como por el profesorado. Aunque muy popular, se relacionaba poco con el resto de personas. Eso le confería un aura de inalcanzable. Según las habladurías, estaba preparándose a conciencia para ocupar un puesto como miembro en el Consejo Universitario y quién sabe, algún día ser el director.

A mi juicio, me parecía otro engreído más. Lo que me inquietó, por no decir fastidió, es que, según Marion, Luka Kovalev y mi padre eran muy cercanos. Según sus palabras, Luka pasaba más tiempo en casa del profesor que en la suya propia. Se podría decir que tenían una gran amistad. De hecho, fue mi padre el que le aconsejó estudiar Filología y lo había convertido en su ayudante.

Si mi plan era conocer un poco más a mi padre, para cerrar esa etapa de mi vida, posiblemente tendría que recurrir al presidente del Consejo de Estudiantes. Pero eso era algo que no iba a precipitar. En mi interior le había declarado la guerra. Sentía como si me hubiese robado algo que me pertenecía: el afecto de mi padre.

El miércoles amaneció encapotado. Se avecinaba tormenta, literal y figurada. Hoy me reunía con el tribunal para que me comunicasen la nota de mi trabajo. No era algo que me hiciera especial ilusión. Todo el montaje alrededor de un relato de diez páginas me parecía una excentricidad. No se trataba de una tesis doctoral, por lo que no tenía sentido que lo evaluara un tribunal. Sin embargo, tenía la teoría de que era una forma rápida de selección natural: quién encaja y quién no en la Universidad. «¡Si Darwin levantara la cabeza!».

Ahí estaba yo: sentada en la primera fila de un aula estilo anfiteatro. Era como estar en el paredón. Enfrente, una mesa alargada con los cinco miembros del tribunal, entre los cuales estaban Marçal Queralt y William Murray. Al ver a Murray fue como una bocanada de aire fresco. Si alguno de los presentes se podía apiadar de mí, seguro que era él.

Empezó a hablar el director.

—Danae Sorolla, como sabe, nos hemos reunido para comunicarle nuestras impresiones y nota de su trabajo. Debemos decirle que se ha convertido usted en una revelación. Nunca nos habíamos encontrado un trabajo como el suyo. No sabemos encasillarlo. Todo en él es poco común, sin embargo, de calidad notable. Aunque hubiéramos preferido otro tipo de formato, enfatizando las bondades de nuestra institución, debemos reconocer que ha sido muy ingenioso enlazar la leyenda con la actualidad. Para ser justos, ha dejado satisfechos a varios miembros del consejo, tal y como intrigados a otros tantos.

Siguió su parlamento sin que nadie lo interrumpiera. De hecho, a cada palabra, uno se iba dando cuenta de que solo hablaría él. Su discurso proseguía enlazando lo que debían ser laudatos con denigratos que me desorientaban. Se me hacía difícil descifrar si la nota iba a ser positiva o negativa. Finalmente, Marçal Queralt dijo:

—Con la frase de su trabajo «Hay lugares que ya en su origen se crearon y están predestinados a grandes logros, como el Castillo de Drombach», nos ha logrado convencer de que muestra el respeto suficiente por esta institución. Por ello, el tribunal ha decidido que su nota sea un Notable.

Se me notó la sorpresa hasta tal punto, que el profesor Murray rompió su mutismo:

—¿Está usted de acuerdo con la valoración? ¿Desea hacer algún alegato?

—Sí, claro. Es más de lo que esperaba —dije en otro ataque de sinceridad. A veces odiaba ser un libro abierto.

—Parece que no sabe valorarse —añadió Murray.

—Espero que sea eso y no conformismo —dijo Marçal Queralt con acrimonia.

—No, no. De ninguna manera. Quise atraparlos con algo diferente, pero no sabía si estaba a la altura —me apresuré a contestar.

Ante mi respuesta, vi como los miembros del tribunal se miraban unos a otros y asentían con la cabeza. Incluso uno susurró al oído del director algo ininteligible desde mi distancia.

—Si ese era su objetivo, puede enorgullecerse. Lo ha logrado con creces —dijo Marçal Queralt.

Todo iba en buena dirección, para mi asombro. Al final debía dar las gracias a la virtud de Aristóteles. El no ser excesivamente punzante, ni caer en el defecto de ser demasiado complaciente, me había valido para obtener unas buenas críticas.

Se levantó la sesión y el tribunal fue desfilando hacia la puerta de salida, uno por uno, tras darme la mano. Finalmente, llegó el turno de William Murray. Su encajada fue muy firme y acompañada de una pregunta:

—Danae, me gusta su estilo. Creo que tiene un pensamiento poco consabido. He estado pensando que tal vez le gustaría ser mi ayudante.

—¿Ayudante? ¡Pero si ni siquiera tengo tiempo para respirar! ¿En que voy a resultarle útil? —dije de carrerilla y con pavor.

—No se abrume. Aún no sabe en qué consistirían sus funciones. Pero ya le aseguro que está más que cualificada. Hagamos una cosa, el viernes la espero en el aula a las siete y debatimos al respecto. Si está pensando en darme esquinazo, ya puede tener buenas argumentaciones, pues no voy a aceptar cualquier nimiedad.

«¡Qué intenso puede ser Murray!», exclamé internamente. Pero me encantaba que alguien me apreciase de aquella manera. Desde mi llegada, había sido el bicho raro y eso que Víctor me dijo que no sería cuestionada. Me daba la sensación de que todo el mundo me miraba por encima del hombro o se compadecía de mí. Supongo que algún día se disipará esa sensación. A medida que ellos se acostumbren a mí y yo a ellos, todo se tornará en una rutina. Dejaré de ser novedad.

Y para conseguir que la gente se olvide de mí, es mejor no llamar mucho la atención. Así que, no podía ser la ayudante del profesor Murray, bajo ningún concepto. El siguiente reto era elaborar una excusa lo suficientemente convincente para zafarme de aquella situación.

Empecé a caminar en dirección a la tercera planta del donjon. Aún me quedaba una hora para empezar la siguiente clase, así que decidí tomármelo con calma. Estaba recorriendo el pasillo de los trofeos. Se trataba de un largo corredor que albergaba las gestas del equipo de remo en suntuosas vitrinas con patas cabriolé de madera. Parecían sacadas de la época victoriana. Cada símbolo de triunfo era acompañado por fotografías recreando el momento. En la mayoría aparecía mi padre. Cierto orgullo y vanidad afloraron, y aunque no me liberaban del enfado por el abandono, lo hacían más llevadero. Bien pensado, tampoco quería ser hija de alguien indiferente en todas sus facetas. Aunque, en alguna ocasión, esperé que fuera un ser horrible que justificase mi situación, en el fondo no era diferente a los demás y quería un referente paterno loable, digno de admiración, que no me avergüence.

El viernes llegué pasadas las seis a la Universidad. Estaba totalmente vacía, a excepción del personal de mantenimiento que, por el momento, tampoco veía por la zona. A esas horas era muy extraño que algún alumno pisase la Universidad puesto que ni siquiera la biblioteca o la cafetería estaban abiertas. Dejé mis cosas en la taquilla y me dirigí tranquilamente al aula donde había quedado con el profesor Murray.

Tal y como hice el primer día, empecé a subir hacia la tercera planta por la doble escalera helicoidal deleitándome en su fabulosa arquitectura. Acariciaba la barandilla con mi mano izquierda y pisaba prudente cada escalón. No quería romper ese silencio mágico. Sin nadie alrededor podía sentirme con derecho propio a tomarme libertades. Mientras tanto, repasaba mi discurso mentalmente: «Me halaga que haya pensado en mí, pero no soy la mejor candidata; llevo poco tiempo aquí, no sería correcto; posiblemente hay alguien con un perfil más ajustado…».

De repente, oí el murmullo algo agitado de un par de personas hablando. Se desvaneció rápido, pero le siguieron unos pasos apresurados. Alguien estaba bajando por la escalera.

Estaba intrigada y me quedé observando por las ventanas del eje central que conectaban visualmente la escalera de subida con la de bajada. Una figura cruzó por la abertura sin percatarse de mi presencia. «¿Qué ven mis ojos? No puede ser». El hombre que se había revelado al otro lado se parecía a mi padre. Pero eso era totalmente imposible. Debía verificarlo.

Empecé a deshacer el camino andado saltando los escalones de dos en dos en absoluto silencio para mantenerme oculta. Me ayudaba el hecho de llevar suela de goma y no zapatos de ocho centímetros de tacón. Perseguía aquella sombra como alma que lleva el diablo. Tenía que darme prisa o no conseguiría alcanzarlo. Cada vez que llegaba a una ventana revisaba a través de ella para intentar volver a verlo, y reemprendía mi marcha frenética escalera abajo.

Estaba a punto de llegar a la primera planta cuando el pie derecho me falló. Me torcí el tobillo y bajé los últimos escalones rodando. Hice un estruendo tremendo con la caída y hasta el móvil acabó por los suelos, agrietándose la pantalla por un lateral, pero sin romperse del todo. La falta de aliento me impidió gritar de dolor.

Una sombra salió de la nada. Parecía alguien de mantenimiento. Llevaba una especie de mono azul royal y un trapo amarillo que sobresalía del bolsillo del pantalón. «¿De dónde diantre habrá salido?».

—Señorita, ¿se encuentra bien?

—Sí. Ha sido una caída sin importancia.

Intenté levantarme, pero al apoyar el pie, un calambre intenso subió desde el tobillo recorriendo todo mi cuerpo. Me volví a caer.

—Creo que necesita ir a la enfermería a que le miren si se ha roto algo.

Antes de poder negarme a la sugerencia, otra voz se anticipó diciendo:

—Yo me encargo, Sam.

Noté cómo alguien me rodeaba con los brazos y levantaba mi cuerpo como si fuera una pluma. Era Luka Kovalev con su fascinante aroma y haciendo alarde de una mezcla de galantería y osadía.

—Oye, no te molestes —le dije.

—Ni hablar. Te has hecho daño. No puedes caminar.

Por encima de su hombro vi cómo mi objetivo se desvanecía. Luka me llevaba en dirección contraria a la escalera. No podría descubrir a quien yo identificaba como mi padre. Debía encontrar una excusa para volver, pero no podía decir la verdad o me tomaría por loca. Así que, con mi tono de voz más persuasivo, dije:

—Luk, he quedado con el profesor Murray. Me está esperando para que le confirme si quiero o no ser su ayudante. Tú sabes cómo va esto…

Noté cómo sus manos me agarraban con más firmeza como si quisieran cerrarse. Había reaccionado a mi comentario de una manera insospechada.

—Deberías negarte. —Fue tajante.

—¿Cómo dices?

—Niégate. Solo te traerá problemas.

Estaba perpleja. Se consideraba un honor ser el ayudante de un profesor. Ahora uno de los alumnos más prestigiosos de la Universidad me estaba diciendo, o más bien ordenando, que no aceptase. No entendía los motivos.

—Perdona, ¿por qué debería negarme?

—Hazme caso.

«Pero bueno, ¿de qué va este?», pensé. Tenía la plena intención de poner una excusa para librarme de colaborar con Murray. Pero el hecho de que Luka Kovalev quisiera decidir por mí, me irritaba tanto.

Pensando en qué debía hacer, enmudecí. No fueron unos minutos de silencio incómodos. En un momento dado, miré a Kovalev. Él también parecía absorto en alguna maquinación. De repente dijo:

—Debemos dejar de vernos así: parece que te guste ir por los suelos.

Me avergoncé. Era la segunda vez que tropezaba delante de él. Que se atreviera a nombrarlo me hacía sentir patética.

—Por cierto —retomó la palabra—, nunca nadie me ha llamado Luk.

No me había percatado de ese detalle. Estaba tan ofuscada con el gran ridículo que había hecho y en cómo salirme con la mía, que utilicé un diminutivo para dirigirme a él. Quizás estaba ofendido y por eso se mostraba brusco.

—Lo siento, no era mi intención… —No se me ocurría cómo continuar.

—Me gusta cómo suena si lo dices tú. Puedes llamarme así.

Llegamos a la enfermería en el instante que la doctora Noboa abría la puerta. Se sorprendió al vernos y se apresuró a ponerse la bata. Luk me sentó sobre la camilla notificándole a la doctora que me había torcido el tobillo y podía ser un esguince. Había realizado el diagnóstico en cinco segundos. Parecía muy autoritario.

La doctora empezó a explorar la zona dañada.

—Indíqueme si le duele —solicitó.

Me movía el pie a la derecha e izquierda y luego en círculos. Todo parecía ir bien hasta que presionó el tobillo.

—¡Ay! —exclamé sin poder reprimirme.

—Tenga cuidado. ¿No ve que le ha hecho daño? —dijo Luk con un tono que intentaba ser contenido sin conseguirlo.

—No se preocupe, Kovalev. Es el procedimiento habitual. No parece nada serio —contestó la doctora sin apuro.

Me estaba vendando el tobillo cuando entró el profesor Murray.

—Danae, ¿qué le ha pasado? Me han dicho que estaba aquí.

—Me he caído y por eso no he llegado a nuestra reunión. Puede que sea una señal.

Ante mi comentario, Luk esbozó una leve sonrisa que se desvaneció igual de rápido que apareció.

—¿No será esa su excusa para no aceptar mi propuesta? —preguntó Murray.

Veía cómo Luk, apoyado en la pared con los brazos cruzados, me miraba fijamente esperando mi respuesta. Sentía que, dijera lo que dijera, decepcionaría a alguien. Sin embargo, las opiniones de ambos me importaban poco. Pero la conversación con Luk había sido un punto de inflexión. No pensaba seguir las órdenes de alguien a quien apenas conocía. Ahora mi intención era molestarlo porque, de los dos, era él el que peor me caía.

—Al contrario. Precisamente le iba a comunicar que acepto ser su ayudante.

—Perfecto. Me alegra mucho la noticia.

Luk salió de la enfermería con un gesto más que enfadado.

—Bien. Como veo que no es el mejor momento, yo también la dejo, Danae. Véngame a ver luego y hablaremos de sus funciones —añadió Murray.

La doctora me recetó antinflamatorios y reposo. Si el dolor no remitía, debía volver para hacerme una radiografía. Me quedé tranquila con su diagnóstico porque se veía muy entendida. De hecho, pertenecía al staff médico del equipo de remo, aparte de trabajar en el Hospital de Saint Etiel. Estaba curtida en lesiones de todo tipo.

Apoyé el pie con cautela y noté que el dolor ya no era tan intenso. Caminaba un poco coja, pero sin mayor inconveniente.

Al salir de la enfermería, Luk estaba esperándome. Se acercó para echarme una mano.

—No, no hace falta. —Paré sus intenciones.

—Parece que nunca quieres mi ayuda.

—No se trata de eso. Es que me valgo sola —dije con orgullo.

—No eres menos fuerte por aceptar algún civismo.

Me devolvía el desaire que yo le había hecho el lunes. Quise cortar con la hostilidad, pero sin bajar la guardia, así que sonreí y añadí:

—Gracias. Puedo sola.

—De acuerdo. Si necesitas algo, dímelo.

—Sí, claro.

Vi cómo se alejaba dándome el espacio que le pedía. Algo raro pasaba con Luk. Por un lado, me desquiciaba su autoritarismo. Parecía que con él las cosas solo se podían hacer de una forma: a su manera. Sin embargo, se mostraba atento, incluso si mis decisiones eran opuestas a las suyas. Quizás lo había juzgado mal. «¿Quién se esconde detrás de esa imagen distante que es capaz de saber hasta el nombre del de mantenimiento? Es contradictorio».

Durante la comida le expliqué a Marion lo sucedido. Desde mi nueva situación como ayudante de Murray hasta mi paso por la enfermería, aunque evité mencionarle los motivos reales de mi caída. Como cabía esperar, se emocionó mucho.

—¡Qué suerte que te hayas caído! ¿Cómo no se me había ocurrido a mí? Yo, que llevo meses detrás de Luka Kovalev y no me da ni la hora.

—Estás de broma, ¿no? Me he hecho un daño terrible.

—Vamos, no es para tanto… ¡Qué alegría! Te vas a convertir en una de las populares.

—No está en mis planes destacar.

—Sí, sí, lo que tú quieras. Pero siendo la amiga de Luka Kovalev y ayudante del profesor Murray… Me muero de ganas de que se entere todo el mundo. Me parece que lo voy a publicar en las redes sociales.

—¡No, por favor! Ojalá no se entere nadie.

—Pues deberían —añadió una voz temblorosa tras de mí.

—Eric, ¿qué haces por aquí, lejos de tu habitad natural? —dijo Marion socarronamente.

—Me he enterado de que la señorita Sorolla ha sido requerida como ayudante. He venido a felicitarla.

Las noticias volaban. Estaba perpleja.

—Danae, te presento a Eric Caruso.

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